Las noches del distrito de la sal de Porte Oliva no eran silenciosas. Aun en la noche profunda, cuando no había luna que alumbrara las calles, se oían sonidos. Voces que se elevaban cantando o gritando airadas, ruidos de gatos salvajes que se escabullían y se quejaban. Y en las habitaciones que Yardem y él habían alquilado, la respiración lenta y regular de la muchacha, quien al fin dormía. Marcus ya conocía la diferencia entre sus respiraciones cuando dormía y cuando solo estaba lista para dormir. Era una intimidad de la que no hablaba nunca.
Yardem estaba acuclillado sobre el suelo, junto a las resplandecientes brasas del fuego, con las orejas hacia delante y los ojos desenfocados. Marcus lo había visto sentarse así durante noches completas: sin moverse, esperando, alerta pero sin insistir en ese estado de alerta. Yardem no se quedaba dormido durante las guardias, ni se esforzaba por descansar una vez acabada su tarea. Marcus, envuelto en una manta e insomne, lo envidiaba por eso.
El frío del invierno todavía se enseñoreaba de la ciudad, pero no pasarían muchas semanas antes de que se abrieran las rutas marítimas. Sería más rápido ir de Porte Oliva a Carse en barco que por tierra a través de Birancour. Y mientras pudiera mantener en secreto qué era exactamente lo que transportaban…
El sonido de rasguños era suave, estaba ahí y se desvanecía otra vez en un parpadeo. Suelas de cuero contra la piedra. Yardem se irguió un poco. Miró a Marcus, señaló la ventana del pergamino opaco y, después, la puerta. Marcus asintió y rodó lentamente fuera del catre, cuidándose de que el cañamazo de debajo no crujiera. Con suma precaución, dio un paso hacia la ventana, mientras Yardem se deslizaba hacia la puerta. Al extraer su cuchillo, Marcus mantuvo el pulgar sobre el acero, para evitar que sonara al salir de la vaina. A sus espaldas, Cithrin roncaba con delicadeza.
Quienquiera que fuese, ya había hecho aquello con anterioridad. La puerta se abrió con un estallido en el mismo instante en que un hombre saltaba a través del pergamino de la ventana. Marcus lanzó una patada baja y su bota golpeó la rodilla del hombre. Mientras este se esforzaba por recuperar el equilibrio, Marcus le cortó la garganta. Detrás del primero entraron a la carrera dos hombres más. Llevaban dagas. Las espadas habrían resultado incómodas en un espacio tan pequeño. A Marcus le habría gustado que portaran espadas.
Yardem gruñó del modo en que lo hacía cuando levantaba algo demasiado pesado, y una voz ajena gritó de dolor. El atacante situado a la izquierda ejecutó un vendaval de movimientos cortos con su daga, encaminados a captar la atención de Marcus y hacerlo retroceder mientras el que estaba a su derecha se desplazaba para flanquearlo. Eran hombres fuertes, pero no muy corpulentos. Primera sangre o jasuru, en lugar de yemmu o haavirkin. Marcus no le prestó atención al falso ataque e hizo un amago para evitar que el hombre situado a su derecha consiguiera rodearlo. El primer atacante aprovechó la oportunidad y lanzó una estocada. Marcus sintió el dolor en sus costillas, pero le hizo caso omiso. Detrás de él se partió un hueso, pero nadie gritó.
—Nos rendimos —dijo Marcus, y se deslizó hacia delante, enganchando su tobillo por detrás de la pierna del atacante de la derecha. Cuando Marcus sacó su daga, el hombre dio un paso atrás por instinto, tambaleándose. Marcus le hundió el cuchillo en la ingle, pero el esfuerzo lo dejó indefenso de nuevo. El otro atacante, que lo había herido ya una vez, se zambulló para acabar con él. Marcus se dobló, y la hoja enemiga le rajó el hombro. Marcus dejó caer su daga y cogió al hombre por el codo, pero este se le acercó, y lo dobló hacia atrás con una combinación de peso y palanca. El aliento caliente le hedía a cerveza y a pescado. Las brasas resplandecieron sobre la piel escamosa y malvada, y los dientes puntiagudos. Jasuru, entonces. Marcus sintió que la punta de la daga del jasuru le punzaba el vientre. Otra embestida más, y el cuchillo le abriría la barriga como a una trucha.
»¿Yardem? —gruñó Marcus.
—¿Señor? —preguntó Yardem, y justo a continuación añadió—: Oh. Lo siento.
Del ojo izquierdo del jasuru brotó una daga, y de la herida manó la sangre, negra en la penumbra monocroma. Aun mientras moría, el atacante embistió una vez más, pero Marcus notó que perdía la fuerza y se hizo a un lado para dejar que el cuerpo cayera.
Bajo la ventana rota yacían tres cuerpos, muertos o desangrándose. Otro más yacía en el suelo, inmóvil, con un brazo dentro del hogar que ya comenzaba a arder, y el último, caído contra la pared, a los pies de Yardem, con la cabeza en una posición improbable. Cinco hombres. Fuertes y experimentados. Marcus pensó que eso era muy, muy malo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cithrin, aún algo dormida—. ¿Ha sucedido algo?
—Fuera —advirtió Yardem, y Marcus también los oyó. Pasos en retirada.
—Quédate aquí —le rogó Marcus, y salió disparado a través de la ventana rota.
Las calles, oscuras como la noche, lo dejaron a ciegas, pero avanzó a grandes pasos, confiándose a cada tranco y con la esperanza de que su pie no diera con un charco congelado o un escalón imprevisto. Delante de él, los pasos abofeteaban el suelo de piedra. Algo animal y grande le siseó a Marcus al pasar. El aire le quemaba los pulmones, y la sangre del hombro le helaba el cuerpo. Los pasos que huían resbalaron, perdieron el equilibrio y continuaron la carrera hacia la izquierda. Se estaba acercando.
La calle desembocó en una plaza más amplia, y ahí, a la luz de las estrellas, Marcus alcanzó a ver la figura que escapaba. Era pequeña y estaba envuelta en una capa oscura con una capucha que le cubría la cabeza y el cabello. El disfraz era inútil. Para cuando hubo visto dar dos pasos a la mujer que huía, ya estaba tan seguro de quién se trataba como si le hubiera visto la cara
—¡Opal! —gritó—. Detente.
La actriz dudó y después continuó, haciendo como que no la habían reconocido. Marcus lanzó una maldición, rechinó los dientes y siguió corriendo. La ciudad oscura les hizo caso omiso. Opal corría por calles y callejones, intentando a la desesperada confundirlo o agotarlo. Marcus no prestó atención a sus heridas y continuó tras ella, un paso tras otro, hasta que, al llegar a una gran cisterna, Opal se detuvo, se arrodilló y colocó la cabeza entre las manos. Su pecho subía y bajaba como un fuelle. Marcus llegó trotando hasta ella, y se sentó a su lado. Ambos jadeaban como ancianos. El pálido cabello de Opal reflejaba la luz de las estrellas.
—No —dijo Opal entre resuellos—. No es lo que parece. Debes creerme.
—No —respondió Marcus—. No debo hacerlo.
—No lo sabía —dijo maese Kit—. Debí haberlo sabido, pero no es así.
El excurandero de Marcus todavía vestía sus ropas de cama de lana a rayas y un gorro de dormir. Eso, y el hecho de que cuando Marcus lo encontró hubiera estado dormido como un tronco en la parte trasera del carro de la compañía, hablaban a favor de su inocencia. Maese Kitap rol Keshmet no componía el retrato de un hombre que se preparase para escapar con el oro robado. Eso era lo que Marcus había supuesto.
Las habitaciones donde se encontraban sentados se las habían alquilado a un maestro cervecero. Durante la mayor parte del año, allí se almacenaban la avena y la malta, y el aire estaba cargado con su olor. La mesa consistía en tres tablones colocados sobre dos pilas de ladrillos viejos, y los taburetes en los que Marcus, Kit y Opal se sentaban no le bastarían ni a un ordeñador. A la luz temblorosa de la única vela de maese Kit, los ojos de Opal habían desaparecido en pozos de sombra. La excusa de que todo era un malentendido, de que estaba ahí para proteger a Cithrin, se esfumó como el rocío de la mañana tan pronto como maese Kit entró en la habitación. Todo lo que quedó fue su taciturno silencio.
—Quieres decir que lo hizo todo ella sola, y que nadie de la compañía albergaba la menor sospecha —dijo Marcus.
Maese Kit suspiró.
—He viajado con Opal tanto como con… bueno, con cualquiera. Creo que ella me conoce, y yo habría sospechado si ella hubiera intentado engañarme. Capitán, si ella me hubiera mentido al respecto, yo me habría dado cuenta.
—Déjalo en paz, Wester —dijo Opal—. Él no ha tenido nada que ver con esto. He sido yo.
Era la primera confesión que hacía. Marcus no lo disfrutó.
—Pero no entiendo por qué —dijo maese Kit. Ya no le hablaba a Marcus—. Creí que Cithrin te gustaba.
—¿Cuántos años más me quedan? —preguntó Opal, y su voz era áspera como el queso envejecido—. Tú ya estás pensando en Cary para los papeles de lady Kaunitar. Cinco años más, y no seré otra cosa que bruja y abuela, y entonces llegará el día en que tú y los demás abandonéis alguna aldea con hedor a mierda en Elassae, y yo no lo haré.
—Opal —comenzó maese Kit, pero la mujer levantó una mano para detenerlo.
—Yo sé cómo es esto. Soy actriz desde que era más joven de lo que Sandr es ahora. He visto cómo pasan estas cosas. Y en cierta forma, estaba en paz con ello, de verdad. Pero después de eso, la muchacha del banquero apareció de la nada, y… —Opal se encogió de hombros. Fue el movimiento de un actor, hecho de agotamiento y resignación.
Agotamiento y resignación, pensó Marcus, pero no arrepentimiento.
—Vale —concedió Marcus—. Siguiente problema.
Maese Kit se volvió hacia él. En los ojos del hombre había lágrimas, pero, por lo demás, su expresión era calmada.
—Tengo cinco cadáveres —dijo Marcus—. Tal vez nos queden tres horas antes de las primeras luces. Si acudo a los guardias de la reina, tendré que explicar lo sucedido y qué tenemos en esas cajas para que merezca la pena matarnos. Y en tal caso desaparecería toda esperanza de pasar desapercibidos. A eso hay que añadir el que tendremos que irnos, por si acaso alguno de los amigos de Opal tiene amigos a su vez. Nosotros hemos vendido el carro. Pero veo que vosotros todavía tenéis uno.
Le incomodaba no sentir nada en el corte del hombro, pero el tajo que le cruzaba las costillas se abría cada vez que respiraba hondo. Sabía que ese era el momento en que maese Kit podía negarse. Marcus había albergado la esperanza de poder evitar una larga negociación. Miró los ojos oscuros de maese Kit mientras el hombre sopesaba las desagradables opciones que se le presentaban.
—Pienso que la compañía te debe algo, capitán Wester —dijo al final—. ¿Qué quieres que haga?
Una hora después habían regresado a las pequeñas habitaciones del barrio de la sal. Habían sacado al muerto del hogar, y en él habían encendido otro fuego. Con ánimos fúnebres, Hornet y Smit pegaban trozos de tela sobre los desgarrones del pergamino mientras Cary, Sandr y Mikel observaban los cuerpos apilados como leña contra la pared. Maese Kit se sentó sobre una carretilla puesta del revés, con una expresión triste. Cithrin estaba sentada sobre el catre, con las piernas flexionadas contra el pecho y los ojos vacíos. No miró a Opal, y esta no la miró. La habitación, que ya era pequeña, daba la sensación de estar peligrosamente abarrotada.
—Hay una abertura en el rompeolas del este, no lejos de la hilera de las casas de los panaderos —dijo maese Kit, pensativo—. No recuerdo que haya ningún lugar en el que esconderse, ni ninguna manera de explicar qué hacemos ahí, pero creo que podría encontrarla otra vez.
—¿Aun en la oscuridad? —preguntó Marcus.
—Sí. Y si no hay ninguna razón para que vayamos allí, creo que tampoco la habrá para que vaya alguien más.
—Parecen estar en paz —comentó Mikel—. No creí que parecieran estar en paz.
—Todos los muertos parecen estar en paz —filosofó Marcus—. Eso es lo que los hace ser muertos. Tenemos que quitarnos de encima a cinco de estos cabrones. Y no disponemos de mucho tiempo. ¿A qué distancia está ese lugar?
—Nos verán —dijo Cithrin—. Nos encontrarán. ¿Diez personas, acarreando cinco cuerpos? ¿Cómo lo…?
La muchacha negó con la cabeza y miró hacia abajo. Su rostro estaba más pálido de lo habitual. Los demás callaban. Si las cosas hubieran salido de otro modo, solo habría tres cuerpos, y el de Cithrin sería uno de ellos. Marcus podía ver como el hecho de saberlo le laceraba el alma a la muchacha, pero ahora no tenía ni tiempo para remediarlo ni idea alguna sobre cómo lo haría.
—¿Maese Kit? —inquirió Cary en tono pensativo—. ¿Qué te parece la escena del festival de La locura de Andricore?
—No lo dirás en serio.
—Creo que sí —aclaró Cary, y se volvió hacia Yardem—. ¿Puedes cargar con uno tú solo? ¿Sobre el hombro?
El tralgu se cruzó de brazos mientras fruncía mucho el ceño, pero asintió. El rostro de maese Kit todavía estaba pálido, pero el hombre se levantó y puso la carretilla sobre la rueda, pensativo. En cambio, el rostro de Cary se iba ruborizando.
—Yardem carga con uno —dijo ella—. Smit y Hornet pueden cargar con el pequeño de ahí. Sandr y Cithrin, con el pobre tipo de la barba. Eso deja dos para la carretilla. Mikel puede estabilizarlos, y el capitán y tú podéis empujarla. Entonces, Opal y yo llevaremos las antorchas y…
—Opal no —dijo maese Kit—. Ella viene con nosotros.
—Entonces me llevaré a Cithrin —se ofreció Cary sin perder tiempo en respirar—. Opal puede ayudar a Sandr.
—¿Y adónde te vas a llevar a Cithrin, exactamente? —preguntó Marcus, a media voz.
—Para asegurarme de que nadie os esté mirando a vosotros —dijo Cary, y se puso de pie sobre el catre. Hecho esto, se sentó junto al delgado cuerpo de Cithrin. La mujer de cabellos oscuros puso un brazo sobre los hombros de Cithrin y le sonrió con suavidad—. Vamos, hermana mía. ¿Estás lista para ser valiente?
Cithrin parpadeó para absorber las lágrimas.
—¿Kit? —dijo Marcus.
—La locura de Andricore. Es una comedia sobre un poeta de Cabrai —dijo maese Kit—. El príncipe de la ciudad muere en un burdel y tienen que transportarlo a escondidas hasta su lecho, donde duerme su esposa, antes de que ella despierte.
—¿Y lo consiguen? ¿Cómo?
—Es una comedia —dijo maese Kit encogiéndose de hombros—. ¿Me puedes ayudar con esta carretilla?
No tenían antorchas, pero los dos pequeños faroles de latón que había en la habitación trasera se les parecían bastante. Con unos cuantos alfileres, y dirigidos por Cary, sus vestidos quedaron acortados en la falda y medio abiertos en la espalda y el cuello. Sus cabellos colgaban en laxos rizos, que amenazaban con caer en cualquier momento, como las ruinas de algún arreglo más respetable. Cary les puso color a los labios, las mejillas y el nacimiento de los pechos de Cithrin que en la oscuridad de la noche parecían esculpidos en luz solar y promesas de sexo.
—Cuenta hasta trescientos —le dijo maese Kit a Cary—. Después nos sigues. Si doy la señal…
—Empezamos a cantar —dijo Cary, y después, a Cithrin—. Los hombros hacia atrás, hermana mía. Nos tienen que ver.
—¿Yardem? —dijo Marcus mientras el tralgu alzaba un muerto.
—¿Señor?
—¿El día en que me tiras a una zanja y asumes el mando de la compañía?
—Yo soy la compañía, señor.
—Buena observación.
Avanzaron hacia la oscuridad. El frío era penetrante, y el aliento de Marcus formaba una nube delante de él. Los adoquines parecían hechos de hielo, y de la carretilla le llegaba el olor de la muerte: intenso y cúprico y familiar como su propio nombre. Maese Kit empujaba a su lado, y su respiración se había acelerado hasta transformarse en un jadeo. Los vivos transportaban a los muertos a través de las negras calles, guiados por la luz de las estrellas y la memoria. La sangre seca cubría el costado de Marcus, y le tiraba de sus heridas a cada paso. Apuró el paso. Parecía una lenta eternidad. El dolor de los dedos le cedía paso a la insensibilidad, y luego le llegaba otra vez el dolor. Detrás de él oyó la voz de Cary alzarse de repente. Cantaba una canción impúdica y después, como un junco del río que compusiera una armonía con una trompeta, le llegó la voz de Cithrin. Miró hacia atrás. Una manzana por detrás de ellos, con sus faroles en alto, había dos mujeres ligeras de ropa ante una patrulla de hombres de la reina. Marcus se detuvo, y la carretilla aminoró la marcha cuando él la dejó.
—Capitán —susurró maese Kit con urgencia.
—Esto es una idiotez —se quejó Marcus—. Esta no es vuestra comedia, y la calle no es un escenario. Esos son hombres con espadas y poder. Poner mujeres frente a ellos y esperar que pase lo mejor es…
—Lo que hemos hecho, capitán —dijo maese Kit—. Es lo que hemos hecho, y esta es la razón. Ahora debes empujar la carretilla.
A la luz de los faroles, Cary giró sobre sí misma, y se rio. Uno de los hombres de la reina colocó una capa sobre los hombros de Cithrin. Marcus se percató de que había sacado su daga sin darse cuenta. «No se puede confiar en ellos —pensó Marcus, mirando a los guardianes de la paz civil vestidos con sus capas de color verde y oro—. No puedes fiarte de ellos».
—¿Capitán? —preguntó Yardem.
—Vamos. Continuemos —urgió Marcus, y se obligó a seguir adelante.
La abertura del rompeolas se ubicaba en el extremo oriental de la ciudad. Un sendero de piedra, blanco de nieve y excrementos de gaviota, negro de noche y hielo, se abría a un océano invisible. Las gaviotas anidaban en las grietas de los muros que los rodeaban y en los acantilados que había más abajo. Y ahí, una única abertura, no más grande que una puerta, en la que la ciudad había construido un arma, convertida en herrumbre mucho tiempo atrás, para defenderse, durante los sitios, de un enemigo tan muerto como los cadáveres que acarreaba Marcus.
Se movían a toda prisa y en silencio. Yardem avanzó con grandes zancadas hasta el borde, y lanzó el cuerpo que llevaba sobre el hombro hacia la niebla gris anterior al alba. Luego, Smit y Hornet, como si ayudaran a un compañero ebrio a pasar por el umbral. Después, juntos, la carretilla con su cargamento humano. Y por último, Sandr y Opal, ella cojeando bajo su carga, llegaron al borde. El último de los sicarios desapareció. No hubo chapoteo. Solo el silencio del viento, los quejidos de las aves y, a lo lejos, el murmullo de las olas.
—Yardem —dijo Marcus—. Regresa a las habitaciones. Yo buscaré a Cithrin.
—Sí señor —dijo el tralgu, y se esfumó en la atmósfera plomiza.
—Necesitaremos dinero para pagar las multas —dijo Smit—. ¿Podemos permitírnoslo?
—Me parece mal que las multen por escándalo público —dijo Sandr—. En otras partes tienes que pagar más por ello.
—Creo que podemos hacer lo que tenemos que hacer —se limitó a decir maese Kit—. Vosotros, regresad todos al carro. Creo que el capitán y yo tenemos que tratar un último asunto. Opal, por favor, quédate con nosotros.
Los actores permanecieron inmóviles durante un instante, y después se alejaron poco a poco. Marcus oía cómo se desvanecían sus pasos. Sandr dijo algo, y Smit le respondió echando pestes. Marcus no pudo distinguir las palabras. Maese Kit y Opal estaban de pie, y eran un negro más profundo en la atmósfera grisácea que los rodeaba. Marcus deseó poder ver sus rostros, pero a la vez se alegraba de no poder hacerlo.
—No puedo entregarla a los hombres de la reina —dijo Marcus.
—Lo sé —dijo maese Kit.
—No se lo he dicho a nadie más —dijo Opal—. Los únicos que saben de la fortuna de la chica banquera son los que ya lo sabían.
—Salvo que alguno de tus amigos nadadores de allá abajo se lo haya contado a alguien —dijo Marcus.
—Salvo eso —admitió Opal.
—Me parece que solo tienes dos alternativas, capitán. No recurrirás a la justicia de la ciudad. O bien Opal se marcha en libertad, o bien no lo hace.
—Eso es verdad —convino Marcus.
—De verdad que me gustaría que la dejaras marchar —dijo maese Kit—. Ya no puede seguir conmigo, y aquí hemos ayudado a proteger tu tarea. Estás herido, pero Yardem Hane no lo está. Ni Cithrin. No diré que no ha habido daños, pero espero que haya lugar para la clemencia.
—Gracias, Kit —dijo Opal.
Marcus entornó lo ojos. Al este, el cielo había empezado a mostrar las primeras y débiles luminosidades del amanecer. Las estrellas, en el gran arco que había sobre él, todavía parpadeaban y brillaban, pero las más débiles habían desaparecido. Otras tardarían unos pocos minutos en hacerlo. Le habían dicho que, en realidad, las estrellas siempre estaban allí, solo que durante el día no se podían ver. Lo mismo había oído acerca de las almas de los muertos, pero tampoco se lo creía.
—Necesito estar seguro de que no vendrá a por nosotros otra vez —dijo él.
—Lo juro —dijo Opal, sobresaltada por sus palabras—. Juro por todos los dioses que no lo intentaré de nuevo.
Maese Kit soltó un sonido repentino de dolor, como si alguien lo hubiera golpeado. Marcus se acercó un paso a él, pero cuando el hombre habló, su voz era clara y fuerte, e indeciblemente triste.
—Oh, mi pobre y querida Opal.
—Kit —dijo ella, y la intimidad que había en la manera en que formó la palabra hizo que Marcus se replanteara todo lo que había creído saber sobre los dos y su pasado.
—Está mintiendo, capitán —dijo maese Kit—. Desearía que no fuera así, pero tienes mi palabra de que miente. Si se marcha ahora, lo hará con la intención de regresar.
—Bueno, pues —dijo Marcus—. Eso es un problema.
La sombra que era Opal se giró e intentó saltar, pero Marcus se puso delante de ella. Ella intentó clavarle las uñas en los ojos e hizo un inexperto intento de golpearle la entrepierna con una rodilla.
—Por favor. Se equivoca. Kit se equivoca. Por favor, déjame marchar.
La desesperación de su voz, el miedo, le hicieron querer dar un paso a un lado. Él era un soldado y un mercenario, no la clase de sicario salvaje que mata mujeres por placer. Dio medio paso hacia atrás, y entonces se volvió a acordar de Cithrin, sentada en el catre con las piernas plegadas contra el pecho, enfrentándose a las espadas de la patrulla con una horrible canción. Había prometido protegerla si podía. No solo cuando fuera agradable.
Sabía lo que tenía que suceder a continuación.
—Cuánto lo siento —se disculpó Marcus.