Kavinpol le pareció fea a Dawson Kalliam. La ciudad, que tenía edificios pintados con estuco de un escabroso rojo grisáceo, se distribuía sobre ambas márgenes del río Uder. La comida local se basaba en cebollas y pescados extraídos de las mismas aguas a las que iban a parar las cloacas de la ciudad. Demasiados ciclos de congelación y descongelación habían agrietado las calles, dejando charcos de barro semicongelado que podían romperle la pata a cualquier caballo incauto. Y en el centro de todo eso, la propiedad de lord Ternigan, con predios de caza separados de la ciudad por murallas, como si se tratara de jardines glorificados. Si hubiera sido cualquier otro año, Dawson se habría quedado en su propiedad, con Clara y los hijos que hubieran escogido pasar el invierno ahí, en lugar de continuar la cacería hasta allí.
Sin embargo, ese invierno la persecución había adquirido un sentido diferente. El premio que Dawson buscaba no era ni los dóciles venados ni las codornices domésticas de Ternigan. Y las audiencias privadas con el rey eran mucho más fáciles de conseguir cuando era este quien las deseaba.
—Maldición, Kalliam. Intento mantener la paz ¿y tú vas matando gente por ahí?
Los cielos rasos de la cámara del rey se perdían en la borrosa oscuridad sobre sus cabezas. Grandes ventanas se abrían hacia la ciudad, pura jactancia hecha de cristal y hierro. Sobredimensionada y de mal gusto, la arquitectura hablaba de poder y de gloria, y lo que decía era: «Te puedo dar o esto o comodidad, pero no ambas cosas».
Dawson miró a su amigo de la niñez. Los meses de invierno le habían grabado arrugas a los lados de la boca y le habían dejado las sienes grises, como con la primera helada. O tal vez los signos de la edad y la debilidad siempre habían estado ahí, y Dawson no había estado dispuesto a verlos hasta ese momento. Tanto la túnica atestada de joyas que vestía Simeon como la corona misma se veían menos como atuendos de poder y grandeza que durante el otoño. En lugar de ello, ahora eran las formas vacías de ese poder y esa grandeza, como cántaros vacíos a la espera de que los llenasen. Dawson ya se sabía la respuesta prevista por Simeon y la etiqueta. «Perdóname, señor».
—Sangre más noble se derrama en Camnipol cada vez que alguien mata un cerdo —dijo Dawson—. Eran sicarios de Issandrian.
—¿Tienes pruebas?
—Por supuesto que no, pero ambos sabemos que lo eran. De Issandrian o de Maas, no importa. Y no me habrías llamado si se tratara de matones callejeros en busca de unas cuantas monedas.
La pausa pesó en el aire. Simeon se levantó. Sus botas rasguñaron el suelo de piedra. Los tapices de la cámara se movieron a su alrededor, y los guardias del rey mantuvieron su silenciosa vigilancia. Dawson habría deseado estar realmente a solas con el rey. Los guardias eran sirvientes, pero también eran hombres.
—Majestad —dijo Dawson—, creo que no entiendes la lealtad que te rodea. Incluida la mía. He dedicado la temporada a mantener conversaciones privadas con los hombres de alta cuna de Altea, y cuentas con un gran apoyo en contra de Issandrian y su jauría.
—Issandrian y su jauría también son mis súbditos —dijo Simeon—. Puedo decir con razón que alimentar la inquietud es, en sí mismo, un acto contra mí.
—Actuamos a tu favor, Simeon. Los hombres con los que he hablado están unidos en tu nombre. Mi único deseo es que tú estés con nosotros.
—Si empiezo a declararle una guerra a cada sector de la nobleza solo porque tiene ascendiente en cierto momento…
—¿Es eso lo que me has oído decir, Simeon? —interrumpió Dawson—. Me he pasado meses adulando y haciéndoles promesas a todos los que tienen algo de influencia sobre Ternigan. Está listo para echar a Klin de Vanai. Todo lo que necesita es una señal tuya.
—Si tomo partido en ese asunto, terminará con sangre.
—¿Y si no lo haces, el reino disfrutará de paz y luz eternas? Sabes bien que no es así.
—Los dragones…
—Los dragones —volvió a interrumpir Dawson— no sucumbieron a causa de una guerra. Hubo una guerra porque no había un líder. Una familia necesita un padre, y un reino necesita un rey. Tu deber es guiarnos y, si no cumples con él, llegará el día en que sigan a otro. Y entonces nos encontraremos en la senda del dragón.
Simeon negó con la cabeza. La luz del fuego se reflejó en sus ojos. Fuera se arremolinaba un viento frío que olía a invierno. La nieve se arremolinaba del otro lado de las ventanas como torbellinos de ceniza.
—Una familia necesita un padre —dijo el rey, como si sus palabras fueran a la vez cómicas y amargas—. En su lecho de muerte, le prometí a Eleora que cuidaría a nuestro hijo. No al príncipe, sino a nuestro hijo.
—Aster es el príncipe —advirtió Dawson.
—Y si no lo fuera, seguiría siendo mi hijo. Tú tienes hijos. Lo entiendes.
—Tengo tres hijos y una hija. Barriath capitanea una nave a las órdenes de lord Skestinin, Vicarian está estudiando para convertirse en sacerdote, y Jorey está en Vanai. Elisia contrajo matrimonio con el hijo mayor de lord Annerin hace tres años y, desde entonces, prácticamente no he sabido nada más de ella. Y ninguno de ellos, Simeon, me ha hecho tímido —dijo Dawson. Y tras eso, de forma más suave—. ¿Qué te ha sucedido?
Simeon se rio.
—Me convertí en rey. Todo iba bien cuando jugábamos en los jardines y en los campos de batalla, pero entonces mi padre murió. Dejó de ser un juego. El grupo de conspiradores de Issandrian no es mi único problema. Hallskar está albergando salteadores otra vez. La Costa Norte se encamina hacia otra guerra de sucesión, y Asterilhold presta su apoyo a ambas facciones. Los impuestos que llegan de Estinford no cuadran, así que o bien alguien los está robando, o bien los granjeros están dejando de pagar. Y en unos pocos años Aster asumirá la Corona y estará al frente de todo.
—No tan pocos años —dijo Dawson—. No somos jóvenes, pero todavía tenemos vitalidad. Y tú conoces la respuesta tan bien como yo. Encuentra hombres de confianza y confía en ellos.
—¿Y eso significa tú y tu grupo de conspiradores, en lugar de Issandrian y los suyos? —preguntó el rey secamente.
—Sí, eso es lo que significa.
—Preferiría que te retiraras. Dejemos que el movimiento de Issandrian reviente desde dentro.
—No lo va a hacer.
El rey Simeon levantó la vista. Lo que se veía en sus ojos bien podía ser enfado, diversión o desesperación. Dawson se hincó deliberadamente sobre una de sus rodillas: era un hombre que le ofrecía obediencia a su rey. «He aquí mi lealtad. Hazte merecedor de ella».
—Debes marcharte, viejo amigo —dijo el rey—. Necesito descansar antes del banquete. Necesito pensar.
Dawson se irguió, hizo una reverencia en silencio y se alejó hacia sus aposentos. La propiedad de lord Ternigan estaba distribuida en forma de uve. Había tardado siglos en construirse y, al parecer, cada uno de los innumerables arquitectos que habían participado en la tarea tenía sus propios puntos de vista, que estaban reñidos con los de los demás. El resultado era un laberinto. Todos los patios y plazas aparecían de un modo imprevisto, los pasillos giraban en ángulo y se curvaban para evitar obstáculos que habían sido destruidos hacía mucho tiempo. No había mejor invitación para una daga silenciosa desde las sombras.
Dejó que el criado del rey le colocara el abrigo y la gruesa capa de lana sobre los hombros, y se inclinó antes de salir al viento blanco. Vincen Coe lo siguió. Dawson no le dirigió palabra, y el cazador no le ofreció ningún informe. Con los únicos sonidos del crujir del cuero y de sus pasos acolchados por la nieve, cruzaron el patio y se aventuraron por una sucesión de senderos colgantes y a través de un puente grande y plano, donde el viento amenazaba con llevárselos como gorriones en la tormenta. Existían caminos más cálidos, pero estaban más concurridos y, por ello, eran más peligrosos. Si Issandrian y Maas querían atacar a Dawson, tendrían que ganárselo.
La hospitalidad que Ternigan le había ofrecido a la Casa Kalliam incluía una residencia privada que en tiempos le había pertenecido a la concubina favorita del rey. La mampostería estaba dotada de una vulgar sensualidad, y los jardines que había frente a ella —exuberantes, sin duda, en primavera— ahora no eran más que una colección de brotes y arbustos muertos. Pero era defendible, y Dawson la apreciaba por eso. Se deshizo de la capa y de su guardaespaldas en la puerta y entró en las cálidas y oscuras habitaciones interiores en las que flotaban el olor del té de menta y los sollozos de una mujer que lloraba.
Por un horrible momento pensó que la voz era la de Clara, pero los años lo habían entrenado para distinguir sus sonidos de los de cualquier otra persona: no era ella quien sollozaba. Siguió en silencio el rastro del llanto y, cuando se hubo acercado, le llegó la reconfortante voz de Clara hasta una cámara donde la concubina, fallecida mucho tiempo atrás, había gozado en tiempos de todas las comodidades. Clara estaba sentada en un diván bajo. Delante de ella se hallaba su prima Phelia —baronesa de Ebbinbaugh y esposa del odiado Feldin Maas—, sentada en el suelo con la cabeza sobre el regazo de Clara. Las miradas de Dawson y su esposa se encontraron, y ella negó con la cabeza sin detener su blanda letanía de consuelo. Dawson se alejó. Fue a su estudio particular a fumar su pipa, beber whisky y trabajar en un poema que había comenzado a componer, hasta que llegó Clara, una hora después, y se dejó caer sin ceremonias sobre su regazo.
—Pobre Phelia —suspiró.
—¿Tienes problemas en casa? —preguntó Dawson, mientras le acariciaba el cabello a su esposa. Ella le quitó la pipa de la boca y aspiró una profunda calada.
—Al parecer, mi esposo está haciendo del suyo un hombre horriblemente infeliz —dijo ella.
—Su esposo está intentando matar al tuyo.
—Lo sé, pero no parece cortés comentarlo cuando la pobrecita se ha venido abajo delante de mí. Y además estás ganando, ¿no es así? No me la imagino pidiendo clemencia si en Ebbinbaugh soplaran vientos más benignos.
—¿Pidiendo clemencia?
—No con esas palabras —dijo Clara, abandonando el regazo de Dawson, pero no la pipa—. Pero no lo haría ¿verdad? Sería espantosamente descortés, y estoy bastante segura de que Feldin no sabe que ha venido, así que no empieces a meterla en tus cálculos e intrigas. En ocasiones, una mujer asustada es solo una mujer asustada.
—Y a pesar de todo, no tengo planeado mejorar su situación ni una pizca —le aseguró Dawson. Clara se encogió de hombros y miró hacia otro lado. Cuando Dawson volvió a hablar, su tono de voz era menos juguetón—. Lo siento. Por ti y por ella. Si eso sirve de algo.
Clara permaneció en silencio durante un buen rato, aspirando el humo de la pipa de su esposo. Bajo la tenue luz, parecía más joven de lo que era en realidad.
—Nuestros mundos se están distanciando el uno del otro, esposo —dijo Clara—. El tuyo y el mío. Tus pequeñas guerras y mis paces. La guerra está ganando.
—Ya habrá tiempo para la guerra —contestó Dawson.
—Supongo. Yo… lo supongo. Con todo, recuerda que las guerras se acaban. Intenta asegurarte de que al otro lado haya algo que merece la pena. No todos tus enemigos son tus enemigos.
—Eso es absurdo, amor.
—No lo es —dijo ella—. Solo que no es el modo en que ves el mundo. Phelia no forma parte de aquello que Feldin y tú odiáis en el otro, sea lo que sea; no más de lo que lo soy yo. Pero ella está en juego, como lo estoy yo, y lo están nuestros hijos. Phelia es tu enemigo porque tiene que serlo, no porque haya elegido serlo. Y cuando todo esto acabe, recuerda que gran cantidad de personas del otro bando, que no comenzaron la guerra, habrán perdido mucho.
—¿Querrías que me detuviera? —preguntó Dawson.
Clara se rio; era un sonido profundo y ronroneante. El humo se elevó desde su boca, y formó volutas a la luz de las velas.
—¿Quieres que también le pida al sol que se detenga?
—Yo lo haría por ti —aseguró Dawson.
—Lo intentarías por mí, y te fustigarías mientras lo intentas, hasta quedar hecho polvo —dijo ella—. No, haz lo que creas que tienes que hacer. Y piensa en cómo desearías que me tratara Feldin si él ganara.
Dawson inclinó la cabeza. Alrededor de la pareja, las vigas y las piedras se acomodaban en el frío del invierno, crujiendo y murmurando para sí. Cuando levantó los ojos, ella lo estaba observando.
—Lo intentaré —se comprometió él—. ¿Y si lo olvido…?
—Yo te lo recordaré, amor —le aseguró Clara—. En eso consiste mi tarea.
Esa noche, el banquete comenzó una hora antes de la puesta del sol. Duraría hasta que todas las velas se hubiesen consumido. Lord Ternigan se sentaba a la mesa principal, con su esposa y su hermano; Simeon, en el extremo más lejano, y a su lado, Aster, con ropas de terciopelo rojo y canutillo de oro, y una expresión de embarazo cada vez que lady Ternigan le hablaba. Se les unió el jinete que había obtenido los máximos honores en la cacería —el medio jasuru hijo de una familia noble de Sarakal que viajaba por Antea por Dios sabía qué motivos—, asintiendo a todo con la cabeza y sin decir palabra.
De las paredes colgaban los mejores tapices de la colección de Ternigan, las velas de cera de abeja ardían en candelabros de cristal tallado y, como toque de frivolidad para dar brillo a la velada, los perros que merodeaban debajo de las mesas llevaban cubiertos sus lomos con telas de los colores de cada una de las casas nobles de Antea. Dawson estaba sentado en la segunda mesa, lo bastante cerca como para oír lo que se decía, y en el extremo opuesto de esta, con solo cinco personas separándolos, Feldin Maas. Ese era Ternigan, una vez más, indicando equitativamente que su lealtad era tan negociable como la virtud de una puta. Phelia Maas estaba sentada junto a su esposo y lanzaba breves y húmedas miradas a Dawson. Él se tomó la sopa. Llevaba demasiada sal, le faltaba limón y el pescado tenía espinas.
—Pero ¡qué rica está esta sopa! —dijo Clara—. Recuerdo que mi tía (no tu madre, Phelia querida, sino la tía Estrir, la que contrajo matrimonio con aquel petimetre horroroso de Birancour) decía que lo mejor para el pescado de río es el zumo de limón.
—Ya me acuerdo de ella —dijo Phelia, mientras se aferraba al vínculo casi con desesperación—. Vino a mi boda y hablaba con ese horrible acento impostado.
Clara se rio y, por un momento, la situación casi podría haber sido cómoda.
Detrás de Dawson, el rey Simeon se aclaró la garganta. Dawson no estaba seguro de qué fue lo que le llamó la atención de ese sonido, pero se le erizaron los pelillos de la nuca. Y, a juzgar por los labios apretados y sin sangre, y por la copa de vino atrapada a medio camino entre la mesa y la boca, era obvio que Feldin Maas también lo había oído.
—¿Todo esto son los tributos de tu hombre de Vanai? —preguntó Simeon con una informalidad forzada.
—No, majestad. La mayor parte lleva varios años en mi familia.
—Ah, bien. Eso se ajusta mejor a lo que he oído acerca de Klin y sus impuestos. Por un momento pensé que me estabais ocultando algo.
El rostro de Maas palideció. Bajó su copa y la dejó sobre la mesa. Dawson comió un bocado de pescado y decidió que tal vez Clara tuviera razón. El limón lo mejoraba. El rey Simeon acababa de bromear con que los regalos de Klin, enviados desde la ciudad conquistada, no bastarían para adornar un banquete. El tono era ligero, la única respuesta fue una risa, y sir Alan Klin estaría de regreso en Antea para el deshielo.
—Espero que me excuséis —se disculpó Dawson—. La llamada de la naturaleza.
—Nos hacemos cargo —dijo Feldin Maas, masticando las palabras—. Todas las vejigas se vuelven débiles con la edad.
Dawson separó las manos con un gesto que podía interpretarse o bien como una aceptación de la broma o bien como una provocación. «Haz lo que quieras, hombrecito. Haz lo que quieras».
Para cuando Dawson llegó a los confines de la sala de banquetes, Coe caminaba silenciosamente detrás de él. En el gran pasillo de piedra que conducía a los aseos privados, Dawson se detuvo, y Coe hizo lo propio. No pasó mucho tiempo antes de que apareciera Canl Daskellin, el barón de Watermarch, su silueta recortada contra la luz del banquete.
—Bien —comentó Daskellin.
—Sí —corroboró Dawson.
—Ven conmigo —lo invitó Daskellin. Los dos hombres se dirigieron juntos a un aseo privado. Coe no se quedó atrás, pero dejó una distancia mayor entre él y sus superiores. Dawson se preguntó qué pasaría si le ordenaba a Coe que se marchara. Por una parte, el cazador no podía negarse. Por otra, hablando en términos estrictos, Coe respondía ante Clara. Aquel hombre se hallaba en una posición incómoda. El espíritu travieso de Dawson estaba tentado de hacer la prueba y ver hacia dónde saltaba el cazador, pero Canl Daskellin habló y llevó otros asuntos de nuevo a sus pensamientos.
—He conseguido que Ternigan me prestara atención. Su lealtad está con nosotros.
—Hasta que el viento cambie —dijo Dawson.
—Sí y por eso tenemos que actuar con rapidez. Creo que podemos convocar al candidato para reemplazar a Klin. Pero…
—Lo sé.
—He hablado con nuestros amigos de Camnipol. Si siguiera vivo, al conde Hiren lo habrían elegido por unanimidad.
—¿El primo de Issandrian? ¿Qué veían en él? —preguntó Dawson.
—Era el típico primo con el que no te llevas —aclaró Daskellin—. Y un primo muerto, de todos modos. Su mayor fortaleza era que no profesaba amor alguno por Issandrian, y que no tenía vínculos directos con ninguno de nosotros.
Dawson escupió.
—¿Cómo hemos llegado con tanta rapidez a una situación en la que no queremos que asuma ni uno de nuestros enemigos ni uno de los nuestros?
—Es el riesgo de las conspiraciones —dijo Daskellin—. Engendran cierta desconfianza.
Dawson se cruzó de brazos. Deseaba de corazón ver a Jorey en la silla del príncipe. Podía fiarse de su propia sangre de un modo que la sola política no consigue jamás. Lo cual era, desde luego, el motivo por el que había jurado que eso no ocurriría. Había que negarle Vanai a Issandrian. Pero tampoco podía ir a parar a ningún miembro de la aún reciente alianza de Dawson sin amenazar con producir fracturas. Dawson había previsto el problema. Tenía lista su propuesta.
—Escucha lo que tengo que decirte, Canl. Vanai ha sido siempre una pieza pequeña en todo esto —dijo Dawson con cuidado.
—Es verdad.
—Con Klin fuera, Issandrian habrá perdido el tributo, pero la ciudad todavía será su proyecto. Maas insistió en tomarla. Klin luchó por ella, e incluso la ha controlado hasta ahora. Si no ponemos en el poder a alguien a quien identifiquen con nosotros, la opinión general seguirá considerando que es de Issandrian.
—Pero ¿a cuál de los nuestros podemos poner?
—A ninguno —dijo Dawson—. A eso me refiero. A los ojos de la Corte, no podemos quitarle Vanai a Issandrian. Pero ahora podemos controlar lo que se dice de él en la Corte. ¿Qué sucedería si el gobierno de la ciudad fuera un desastre? Si la ciudad se arruina a causa de la incompetencia, arrastrará consigo la reputación de Issandrian.
Daskellin se detuvo. Entre la escasa luz que llegaba desde la sala de banquetes y la tenebrosa complexión del hombre, Dawson no podía distinguir su expresión. Siguió adelante.
—El menor de mis hijos está allí —dijo Dawson—. Ha estado enviándome informes. El hijo de Lerer Palliako está en Vanai. Se llama Geder. Klin lo ha estado utilizando para hacer el trabajo sucio. No le gusta a nadie, y nadie lo respeta.
—¿Por qué no? ¿Es lerdo?
—Peor que eso. Se trata de uno de esos hombres que solo sabe lo que ha leído en los libros. Es de la clase de hombre que por haber leído el relato de un viaje por el mar ya se cree que es un capitán.
—¿Y quieres que Ternigan nombre a Geder Palliako en el lugar de Klin?
—Si la mitad de lo que he oído es verdad —dijo Dawson con una sonrisa—, no hay nadie más adecuado para llevar Vanai a la ruina.