CITHRIN

Tras la noche de patinaje en la balsa del molino y el miedo atenazador del día siguiente, sus noches adquirieron una pauta. Primero, el agotamiento hasta en los huesos. Luego, tras hacerse un ovillo entre la lana, transcurría una maravillosa hora de descanso, antes de despertarse, con los ojos abiertos como platos, la mente yendo a toda velocidad y el corazón en un puño. Algunas noches, veía al noble anteano encontrar una vez más los cofres ocultos, salvo que esta vez él llamaba a sus soldados. Por su mente giraban, como un torbellino, imágenes de pesadilla de lo que había estado a punto de ocurrir. Sandr, muerto. Opal, asesinada. Maese Kit, cosido a flechazos y su sangre brillando sobre la nieve. Marcus Wester, entregándola a los soldados a cambio del salvoconducto para la caravana. Y después, lo que los soldados le habrían hecho a ella. El hecho de que no hubiera sucedido le otorgaba al miedo un poder casi espiritual, como si al haberse salvado por poco hubiera contraído una deuda cuya cuantía podía ser más alta de lo que ella podría soportar.

Conjuró las imágenes con recuerdos del magíster Imaniel, del banco, los balances contables, la intriga y las sutiles estrategias que le recordaban a su hogar. No le concedían el descanso, pero hacían que las horas frías y oscuras de la vigilia fueran tolerables porque le permitían fingir que el mundo obedecía a ciertas reglas, que podía ser domesticado. Más tarde, el cielo oriental se encendía y el agotamiento caía sobre ella como una chaqueta de metal; se obligaba a levantarse y salir y hacer frente a otro día imposible. Para cuando llegaron a Porte Oliva, Cithrin vivía y soñaba despierta a partes iguales. Por su visión periférica danzaban unos animales rojos, y las ideas más improbables —se había tragado todos los libros para mantenerlos a salvo; a maese Kit podían salirle alas, pero él no quería que nadie lo supiera; Cary planeaba darle muerte en un ataque de celos por Sandr— adquirían una verosimilitud de la que no eran dignas.

Todos sus conocimientos acerca de Porte Oliva le venían de segunda mano. Sabía que estaba en el límite meridional de Birancour y que sobrevivía gracias al comercio proveniente del este que no se detenía en las Ciudades Libres, y al procedente del oeste que seguía el camino más largo para evitar a los piratas, frecuentes en Cabrai. Le debía la mayor parte de su riqueza al hecho de ser un puerto entre Lyoneia y Narinisle. El magíster Imaniel lo había llamado «la segunda elección de todos», pero lo había dicho de un modo que no parecía significar nada malo. Ella se la había imaginado como una ciudad un poco basta y con orgullos locales.

Su llegada había sido una experiencia fuera de lo común. Recordaba haber conducido su tiro por caminos montañosos y barridos por la nieve; después, un niño kurtadam, lustroso como una nutria, trotó junto a su carro con las manos extendidas pidiéndole monedas, y a su alrededor apareció una selva de edificios. Porte Oliva era la primera auténtica ciudad que veía, aparte de Vanai. Era de piedra ahí donde Vanai era de madera, y tenía agua salada donde Vanai tenía agua dulce. Sus primeras impresiones de la ciudad fueron un borrón de calles con arcos altos y blancos, los olores a mierda y a sal de mar, y las voces de los cinnae puros parloteando como gorriones. Creyó que habían pasado por un túnel que atravesaba una gran muralla, como en los viejos cuentos de los muertos que pasan de una vida a la otra, pero probablemente lo habría soñado.

No guardaba el menor recuerdo acerca de cómo había contratado a Marcus Wester y a su segundo como guardias personales. Ni siquiera recordaba por qué había pensado que era una buena idea.

El capitán caminaba sin hacer ruido por el suelo de piedra de la habitación. Yardem Hane roncaba en el catre situado contra la pared. Cithrin emergió de su siesta y examinó la pequeña habitación por centésima vez; era fría y húmeda. El pequeño fuego del hogar murmuraba y lanzaba sombras rojas y anaranjadas sobre la pared opuesta mientras eructaba humo de pino al aire. La ventana tenía el pergamino rayado y ensuciaba la escasa luz del sol que dejaba entrar. Las cajas —el contenido del carro que con tanto cuidado había transportado desde Vanai— estaban apiladas contra las paredes como si estuvieran en un almacén cualquiera. Habían reservado la caja fuerte de hierro embutida en la pared para guardar los contenidos más valiosos del carro. Apenas una décima parte de lo que transportaban cabía en la caja fuerte. Cithrin se sentó. Sentía el cuerpo magullado, pero su cabeza estaba casi clara.

—Buenos días —dijo Marcus Wester, inclinando cortésmente la cabeza.

—¿Cuánto he dormido? —preguntó ella.

—Media mañana. Todavía no es mediodía.

—¿Hay algo de comida?

—Alguna salchicha de anoche —dijo él, señalando con la cabeza hacia la pequeña puerta de madera retorcida que conducía a la otra habitación.

Cithrin se levantó. Durante años, media mañana de sueño le habría parecido apenas suficiente para llegar a la noche. Ahora le parecía un lujo. La habitación trasera no tenía ni puerta ni ventana, por lo que Cithrin encendió un trozo de vela del tamaño de un pulgar y lo llevó consigo. Ahí estaban los libros, alma y memoria del banco de Vanai, acomodados sobre una bandeja de madera. Una áspera mesa de roble sostenía una garrafa con agua y una tira de salchichas grisáceas. El aplastante hedor del cuarto venía de una bacinica situada en una esquina. Cithrin se defendió echando un par de puñados de cenizas dentro, antes de colocar la tapa en su sitio. Cortó un trozo de salchicha y se apoyó contra la mesa mientras lo masticaba. La carne estaba condimentada con manzanas y ajos. No estaba en absoluto tan mal como había pensado.

Así era como había vivido durante casi dos semanas. Marcus hacía guardia durante el día, y Yardem por las noches. Salían a la calle lo menos posible. Sus únicos momentos de intimidad los tenían en la habitación más pequeña, y la única luz disponible venía de la ventana velada, el hogar y unas pocas velas. Compraban las provisiones con el dinero del capitán. Lo que había sacado de la venta de la lana, el carro y las mulas estaba en una pequeña bolsa de piel, junto a la puerta de calle. Habían aceptado por las mulas menos dinero del que podrían haber conseguido, pero Cithrin pensó que la primera sangre que finalmente se las había llevado las trataría mejor que los demás.

Las echaba de menos.

Se notaba el pelo grasiento y lacio. Sus únicas ropas eran las que le habían dado al transformarse en Tag el conductor. Se acabó la salchicha y regresó.

—Necesito ropa —dijo—. No voy a usar la misma hasta la primavera.

—Muy bien —dijo el capitán—. Pero no te alejes hasta que te sepas las calles. Y no llames la atención. Cuanta menos gente se dé cuenta de que estamos aquí, más seguros estaremos.

No dejaba de decírselo, como si ella hubiera olvidado lo sucedido el día anterior. El tralgu dormido se movió y suspiró. Cithrin cogió la bolsa, se la puso en el bolsillo y abrió la puerta. La luz del día entró, y lo inundó todo.

—¡Cithrin!

Se volvió. El capitán estaba acuclillado junto al fuego, removiendo las cenizas con una espada, pero sus ojos la miraban llenos de preocupación.

—Ten cuidado —dijo.

—Sé lo que hay en juego —dijo ella, y salió a la calle.

El distrito de la sal era un laberinto. Los edificios de dos plantas se inclinaban sobre calles tan estrechas que la gente no podía pasar sin tocarlos. El relieve del terreno lo moldeaba todo, y hacía imposible ver muy lejos en cualquier dirección. Los cruces que parecían prometer calles más amplias tal vez acababan en callejones sin salida. El aire estaba lleno de voces de hombres y mujeres, kurtadam, cinnae y primera sangre. En ese distrito, si un hombre le gritaba a su esposa, los ecos difundían la melodía de su irritación, aun cuando hicieran confusas las palabras.

Los niños se apostaban en las ventanas y las entradas, salvajes como gatos. Unos pocos días de buen tiempo habían fundido la mugrienta nieve y dejado charcos negros que acechaban en las esquinas, cubiertos por una fina capa de hielo. Tal vez hubiera mil caminos para entrar y salir, pero Cithrin solo conocía uno, y no se apartaba de él. Tras unos pocos minutos de caminata se cruzaban cinco caminos, uno de los cuales se dirigía hacia el norte. Una franja mayor de cielo blanco por la neblina resplandecía sobre él, y Cithrin lo siguió en dirección al mercado, los muelles y el flujo de dinero que mantenía viva a Porte Oliva.

El Gran Mercado no era una plaza abierta, sino una red de aceras cubiertas. A los ásperos adoquines de la calle los sustituían las pálidas baldosas. Los arcos se inclinaban hacia arriba como manos juntas en una plegaria, y unas ventanas grandes y pálidas vertían la luz entre los dedos de piedra y de hierro. Los hombres y las mujeres cantaban y tocaban la flauta. Los titiriteros interpretaban sus pequeños dramas, ligeramente retocados para incluir en la historia a algún comerciante o figura política del lugar. Los criados de las grandes casas y palacios se apresuraban con enormes cestas de mimbre sobre sus cabezas para abastecer las cenas de los poderosos. Los pequeños prestamistas independientes —peces pequeños en comparación con el leviatán que era el Banco Medeano— atendían sus tableros, cubiertos de fieltro verde, y sus balanzas. Los viajeros y marineros se acercaban desde los muelles para admirar el caos. Los comerciantes anunciaban su género: pan, pescado y carne, telas y especias, y orientación espiritual, y nunca se disponían del mismo modo dos días seguidos.

Todas las mañanas, antes de las primeras luces del alba, los comerciantes formaban fila ante grandes tenderetes a la espera de que llegaran de los hombres de la reina y los ornados cofres de hierro que escoltaban desde el palacio del Gobernador. Cada comerciante pagaba una tasa y cogía del cofre un billete en el que se indicaba cuál de los miles de nichos y cruces sería suyo aquel día. Ningún prestamista, carnicero, panadero ni granjero podía confiar en hacer fortuna conservando un sitio en particular. O así habría sido si el sistema no hubiera estado amañado. Cithrin solo había estado ahí dos veces, pero dudaba de que algo diseñado con tanto cuidado para dar la apariencia de ser justo estuviese a salvo de la corrupción.

Preparándose para la búsqueda, se compró una bolsa de uvas pasas templadas al fuego y frutos secos confitados, pero no tardó mucho tiempo en encontrar al modisto a quien buscaba, a solo cinco nichos de distancia de donde lo había visto la última vez. El dueño de la parada era un cinnae de pura sangre, delgado, alto y pálido, con anillos en cada dedo y unos dientes que parecían haber sido afilados con una lima. Tenía cinco mesas distribuidas en semicírculo, y una más, con su mejor género en exposición, en el centro. Cithrin se detuvo y estudió tres vestidos como si solo estuviera pasando el tiempo. El cinnae se colocó a su lado, gritándole a una mujer primera sangre que tenía los brazos cruzados y el ceño casi tan fruncido como un dios. Entre ellos había una rejilla, con la madera clara empapada de un líquido oscuro.

—¡Mira! ¡Mira lo que le ha hecho el agua al tinte! —le reprochó el comerciante.

—No fui yo quien los tiró por la borda —se defendió la mujer.

—Ni tampoco yo.

—Firmaste los papeles por diez vestidos. Aquí tienes diez vestidos.

—¡Firmé por diez vestidos que pudiera vender!

Cithrin se acercó. Por lo que podía ver, el corte de los vestidos era sencillo. El agua de mar había desteñido las prendas; el amarillo había invadido al azul, y este al rosa pálido, y todo estaba cubierto de puntos blancos como si le hubieran tirado un puñado de arena. El cinnae le lanzó una mirada. El enojo le velaba los ojos.

—¿Qué necesitas?

—Un vestido —dijo Cithrin con la boca llena de pasas. El comerciante la miró escéptico. Ella extrajo la bolsa del dinero y la abrió. La plata brilló con la luz del sol, y el comerciante levantó los hombros.

—Deja que te muestre lo que tenemos —dijo él, volviéndose para darle la espalda a la mujer primera sangre que todavía echaba chispas. Cogió el primer vestido de la mesa del centro. Era azul y blanco, con las mangas bordadas, y parecía respirar pétalos de lavanda. El comerciante alisó la tela.

—Esta es nuestra mejor prenda —dijo—. Costosa, sí, pero vale cada moneda. Por ciento veinte monedas de plata no encontrarás un vestido mejor en todo el mercado. Y el precio incluye dejarlo a tu medida, por supuesto.

Cithrin negó con la cabeza.

—Ese no es el que vendes —dijo ella.

El comerciante colocó el vestido otra vez sobre la mesa y se detuvo. Su afirmación lo había impactado.

—No vendes ese —repitió Cithrin—. No está ahí para que lo vendas, sino para hacer que el que está junto a él parezca más razonable. ¿A continuación ofreces el de color rosado? Si comenzaste con ciento veinte, lo ofrecerás a… ¿Cuánto? ¿Ochenta?

—Ochenta y cinco —dijo el cinnae con acritud.

—Lo cual es demasiado —dijo Cithrin—. Pero yo te daré cuarenta y cinco. Eso cubre tus costes y te deja una pequeña ganancia.

—¿Cuarenta y cinco?

—Es un precio justo —dijo Cithrin, y cogió otro puñado de pasas.

El comerciante la miraba con la boca abierta. La mujer primera sangre, junto a la rejilla, chasqueó la lengua. Cithrin sintió un repentino calor en el vientre, un alivio como el del primer trago de un vino fuerte. Sonrió y, por primera vez en muchos días, lo hizo con facilidad.

—Si me lo das por cuarenta —dijo Cithrin señalando con la cabeza los vestidos arruinados—, te ayudaré a sacar un beneficio de esos que tienes ahí.

El comerciante retrocedió un paso cruzándose de brazos. Cithrin temió haber sobreactuado hasta que él habló.

—¿Y cómo lo harías? —dijo él. En sus palabras había un toque de diversión.

—Cuarenta —dijo ella.

—Convénceme.

Cithrin volvió hasta la rejilla y rebuscó entre los vestidos. Todos tenían el mismo diseño. Tela barata con ganchos de latón y lazos de hilo, y un poco de bordado en las mangas y el cuello.

—¿De qué lugar recibís menos género? —preguntó—. ¿De Hallskar?

—No vemos muchas cosas de Hallskar —coincidió el comerciante.

—Entonces, cambia estos ganchos por unos de plata —dijo Cithrin—. Y pon cuentas de vidrio aquí, en el cuello. Tres o cuatro, pero brillantes. Algo que atraiga la atención.

—¿Y por qué echaría yo a perder plata y abalorios en una basura como esta?

—No lo harías —dijo Cithrin—. Esa es la cuestión. Si tienen plata y abalorios no pueden ser basura. Llámalas… No sé. Tinturas a la sal de Hallskar. Un proceso nuevo, muy raro. No hay ningún otro vestido como estos en el Gran Mercado. Ofrécelos a doscientas monedas de plata y bájalos a ciento treinta.

—¿Y por qué debería nadie pagarme eso?

—¿Y por qué no? Cuando se trata de una cosa nueva, nadie conoce su precio justo. Y si nadie lo sabe, entonces puedes hacer lo que te venga en gana.

El comerciante negó con la cabeza, pero no era un rechazo. Las cejas de la primera sangre se alzaron. Cithrin sacó una almendra confitada. El rugir y el eco de las voces que los rodeaban eran casi como el silencio. Cithrin esperó por el lapso de cuatro respiraciones mientras la mente del comerciante lidiaba con la idea.

—Si se lo creyera una sola persona en todo el Gran Mercado —continuó Cithrin—, entonces ya cubrirías el coste de los diez vestidos. Contando incluso los ganchos y abalorios. Si se lo creyeran dos personas…

El comerciante se mantuvo en silencio durante dos respiraciones más.

—Sabes demasiado sobre vestidos —observó.

«No sé nada de vestidos», pensó ella. El comerciante lanzó una carcajada. Cogió el vestido rosado y se lo lanzó a Cithrin fingiendo disgusto.

—Cuarenta —le dijo, y se volvió a la mujer primera sangre—. ¿Ves esto? Mírale la cara. Esta es una mujer verdaderamente peligrosa.

—Te creo —dijo la primera sangre mientras Cithrin, sonriente, contaba las monedas.

Una hora más tarde, Cithrin caminaba por las calles semiabiertas del Gran Mercado con su vestido doblado en un ceñido bulto de color rosado bajo el brazo, y el mundo que la rodeaba era un lugar resplandeciente y benigno. La prenda necesitaría algunas modificaciones para ajustarse a su cuerpo, pero esa era una cuestión menor. Más que haber obtenido un objeto cualquiera, disfrutaba de la idea de ser «una mujer verdaderamente peligrosa».

El sol no había hecho más que comenzar a bajar hacia el oeste. Cithrin se dirigió a los baños públicos, pensando en disfrutar de una hora de vapor y agua caliente. Tal vez hasta invirtiera unas cuantas monedas en ahuyentar las pulgas y los piojos que el viaje y sus nuevas y estrechas habitaciones le habían pegado. Los baños se encontraban en el borde septentrional de una gran plaza pública. Unos pilares se alzaban en el aire, altos como árboles, aunque la protección cuyo peso habían aguantado, fuera cual fuese, había desaparecido hacía tanto tiempo que la lluvia había excavado canales en los soportes. En los espacios abiertos había áreas de hierba marrón, víctimas del invierno, y arbustos con brotes abiertos como dedos que atrapaban hojas muertas y jirones de tela. Cithrin pasó junto a un carro que vendía sopa caliente y un kurtadam largo y desgarbado, con un par de marionetas que bailaban a sus pies, junto al cazo con unas cuantas monedas de bronce de un mendigo. Al otro lado de la plaza, una compañía de actores había convertido su carro en un escenario, desplazando a un par de contrariados titiriteros. Sobre ellos volaban las palomas. Un grupo de mujeres cinnae caminaban juntas, pálidas y delgadas, y adorables con sus vestidos flotando alrededor de sus cuerpos como algas en el oleaje, y sus voces que eran todo acento y música. Cithrin las observó, pero sin dejarse ver. Nunca había visto bien a una cinnae de sangre pura. Y, con todo, su madre había sido una de ellas, y en ese grupo habría parecido una más.

Las mujeres giraron y subieron por los anchos escalones que conducían a los baños, y Cithrin había comenzado a seguirlas cuando una voz conocida la detuvo en seco.

—¡Alto!

Ella se volvió.

—¡Deteneos y acercaos! ¡Escuchad el cuento de Aleren Matahombres y la Espada de los Dragones! O si sois de corazón débil, seguid adelante.

Sobre el escenario, un hombre mayor cruzó las tablas mientras su voz resonaba en la plaza. La barba le sobresalía hacia delante, y una mata de pelo se elevaba sobre su cabeza. Llevaba atavíos teatrales de lo más vulgares, y su voz resonaba y se escurría por los grandes pilares. No había posibilidad de confundir a maese Kit, el curandero. Cithrin avanzó hacia el escenario, preguntándose si acaso estaba soñando. Otra media docena de ciudadanos de Porte Oliva se habían detenido atraídos por el discurso, y la propia multitud atrajo a una multitud. Cithrin estaba en una zona de hierba muerta, maravillada. Opal salió, vestida con una túnica que la hacía parecer diez años más joven. Detrás de ella salió Smit, con una simple gorra de trabajador, y hablando con un fuerte acento de la Costa Norte. Tras él, salieron Hornet, vestido con una armadura dorada, y después, caminando a trancos sobre las tablas como si fuera el dueño del mundo y de todo lo que contiene, Sandr. Cithrin se rio deleitada, y otras manos se unieron al aplauso de las suyas. Mikel y Cary, ambos entre la multitud, la saludaron inclinando la cabeza. Cithrin atrajo la mirada de Cary y realizó la pantomima de sacar una espada, tras lo cual hizo un gesto hacia el escenario. «Pensaba que erais soldados y ¿erais esto?». Cary movió la cabeza y realizó una breve reverencia antes de regresar a su trabajo de aclamar a Aleren Matahombres y silbar a Orcus, el Rey Demonio.

Era invierno, y hacía demasiado frío en la plaza. Al final del primer acto a Cithrin le dolían las orejas y le goteaba la nariz. Se abrazó el torso y se acomodó la ropa, pero no habría salido de allí por nada del mundo. La historia se desplegaba como una flor que se abre en primavera, los guardias de la caravana a quienes ella había conocido durante meses se transformaban en actores delante de sus ojos, y los actores se transformaban en los papeles que representaban hasta que, al final, Aleren Matahombres clavaba la espada envenenada en la barriga de Orcus, y Sandr y maese Kit eran ecos semiolvidados de los hombres a quienes había conocido. El aplauso de la multitud fue escaso pero sincero, y Cithrin contribuyó con unas cuantas monedas a las que ya llovían sobre las tablas.

Cuando los actores bajaron del escenario, Opal, Mikel y Smit se acercaron a sonreírle y a intercambiar historias. Sí, nunca habían sido otra cosa que actores. Solo habían interpretado el papel de guardias. Cary recitó el comienzo de una pieza cómica que estaban componiendo para conmemorar la aventura. Cithrin les habló —en voz queda para que nadie más la oyera— sobre su alojamiento con Marcus y Yardem, y Opal hizo chistes indecentes hasta que Smit empezó a sonrojarse, y todos se desternillaron de risa.

Sandr estaba cerca del carro, con el entrecejo furiosamente fruncido, y concentrado en no mirarlos. Cithrin se disculpó con los demás y se acercó a él, pensando que podía haberse sentido herido porque ella conversaba con los otros y no con él.

—Imagínate —dijo ella—. Nunca me lo contaste.

—Supongo que no —convino Sandr sin mirarla a la cara.

—No lo sabía. Estuvisteis brillantes.

—Gracias.

Maese Kit gritó desde el otro extremo del carro, y Sandr tiró de una gruesa cuerda, con lo que levantó el escenario hasta que quedó apoyado contra la estructura del carro. Sandr amarró la cuerda, miró a Cithrin durante un instante antes de apartarla otra vez, y asintió.

—No he terminado mi tarea. Tengo que irme.

Cithrin se alejó un paso mientras que, en su corazón, el placer se convertía en vacío.

—Lo siento —se disculpó ella—. Yo no quería…

—No pasa nada —le respondió Sandr—. Yo…

Se alejó sacudiendo la cabeza, agachándose para evitar un palo que Smit llevaba para empacar. Cithrin volvió a adentrarse en la plaza. El cielo, de un color lechoso, parecía menos benévolo que antes. No sabía si acercarse a los actores otra vez o marcharse, si allí era bienvenida o si la consideraban una intromisión. Se descubrió repentinamente consciente de sus ropas andrajosas y de su pelo sin peinar.

—No eres tú —dijo una voz de mujer. Cary había dado un rodeo y estaba detrás de ella. Cary, la mujer que había exigido a Yardem que le dijera qué arma le daba ventaja a una mujer. Cary, quien se colgaba un arco al hombro y parecía una veterana de una docena de guerras. Cary, a quien Cithrin no conocía en realidad.

—¿Qué no soy yo? —preguntó ella.

—Sandr —continuó Cary, señalando con la cabeza hacia un lugar de la plaza—. Es el nuevo actor principal, y los actores principales siempre son unos cerdos durante los primeros años.

Sandr estaba allí, sonriendo. A su alrededor había tres muchachas vestidas con toscos ropajes. Una le tocaba el brazo y movía ligeramente los dedos, como una mariposa que no está convencida de si es seguro o no posarse en ese lugar. Cithrin observó a Sandr sonreírle a la muchacha, mirarle los pechos.

—Yo solo digo que no tiene nada que ver contigo —explicó Cary.

—No me importa —dijo Cithrin—. No es que me importara. Pero no sabía que… Quiero decir, creí que…

—Todas creemos eso las primeras veces —la disculpó Cary—. Por si sirve de algo, lo siento y prometo poner arena en su cerveza en tu nombre.

Cithrin se obligó a sonreír. No sabía cuándo le había vuelto a aparecer el nudo en la boca del estómago, pero allí estaba ahora.

—No hagas nada en mi nombre —dijo ella—. Él es lo que es.

—Sabias palabras, hermana mía —dijo Cary—. ¿Quieres venir con nosotros? Probaremos otro espectáculo fuera del palacio del Gobernador al atardecer.

—No —se excusó Cithrin, en un tono de voz demasiado agudo. Lo intentó de nuevo—. No, iba de camino hacia los baños, y después de regreso a mi habitación. Antes de que el capitán se ponga nervioso.

—Pues entonces, suerte. Creo que nació nervioso. O alerta, por lo menos —dijo Cary—. Ha sido bueno verte.

Cithrin se volvió y subió los anchos peldaños. De las puertas de los baños públicos escapaba vapor. Cithrin giró hacia un lado y pasó de largo. Le dolía la mandíbula y se obligó a relajarla. Una parte de sí deseaba volver, ver con quién estaba hablando Sandr, si miraba en la dirección en que ella se había marchado. Tal vez, si…

La arenilla que transportaba el aire frío hizo que le lloraran los ojos, y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. De camino a su habitación, se detuvo en una taberna y se bebió una jarra de vino generoso del mismo tipo que el que Sandr le había llevado ese día junto a la balsa del molino.

Le supo a rayos.

—¿Va todo bien? —le espetó el capitán Wester cuando entró—. Has estado fuera mucho tiempo.

—Bien —se limitó a decir ella—. Todo va bien.