Geder podría haber encontrado más difícil ocultar su subterfugio si no hubiera asumido su fracaso desde el principio. En lugar de ello, él y sus soldados leales a medias regresaron renqueantes a la ciudad, dieron sus pobres informes y fueron despachados. Geder retomó su débil flujo de tareas: hacer que la gente pagara impuestos, arrestar a los partidarios del régimen y, en general, acosar al pueblo de Vanai en el nombre de Alan Klin.
—No puedo pagar esto —se lamentó el viejo timzinae, apartando la mirada de la orden de pago de impuestos—. El príncipe nos hizo pagar dos veces antes de la guerra, y ahora tú quieres una cantidad igual.
—No soy yo —se excusó Geder.
—No veo a nadie más por aquí.
El taller se agazapaba en una calle oscura. Aquí y allí había retazos de cuero. Un maniquí de metal envuelto en una suave piel negra que aún olía ligeramente al patio del curtidor cercano a la ventana cubierta de hule. Como armadura, un cuero tan delgado resultaría inútil. No mejor que la tela, y probablemente peor que una tela acolchada. Como traje para la Corte, en cambio, se vería bastante impactante.
—La quieres —preguntó el timzinae.
—Perdón, ¿qué?
—La capa. Un encargo del maestro de canales. Después se esfumó, la noche justo antes de… —sostuvo el aviso de pago de impuestos en su mano cubierta de escamas negras— nuestra liberación por el noble imperio. No está terminada, y me queda suficiente de ese lote de tela para cortarla otra vez y que te quede bien.
Geder se pasó la lengua por los labios. No podía. Alguien preguntaría dónde la había obtenido, y tendría que dar explicaciones. O mentir. Y si decía que la había comprado por mucho menos, tal vez mientras estaba en los caminos del sur o a alguien de una de las pequeñas caravanas que habían registrado…
—¿Realmente podrías volver a cortarla?
La sonrisa del timzinae era una maravilla de cinismo.
—¿Podrías traspapelar esto? —preguntó, indicando el aviso con un gesto de la cabeza.
Por un momento, Geder sintió el eco de su placer al alejarse a caballo de los contrabandistas con las gemas y las joyas ocultas en su camisa. Un aviso de pago de impuestos extraviado. En el peor de los casos, mantendría las arcas de Klin igual de escasas, y sus informes a Camnipol serían un poco menos prometedores. Mantendría al sastre en su taller durante una temporada más. Si el hombre se lo hubiera pedido, es probable que Geder hubiese «extraviado» el aviso de pago aun sin la promesa de una buena capa.
Además, comparado con lo que había hecho, las veinte monedas de plata que perdería Klin eran como una gota de agua en el océano.
—Dejar a un hombre honrado sin su trabajo no puede ser beneficioso para nadie —dijo Geder—. Estoy seguro de que podemos arreglarlo.
—Entonces, ponte de pie sobre ese taburete —respondió el timzinae—. Me aseguraré de que el corte es el mejor para tu complexión.
El invierno era una estación seca en Vanai. Los muros de los canales mostraban las marcas de la pleamar treinta centímetros por encima del delgado hielo y la corriente oscura e indolente. Las hojas caídas se escabullían a lo largo de las bases de los muros, y los árboles estaban desnudos y muertos en los jardines y las glorietas. Los carámbanos que colgaban de los aleros de madera de las casas se hacían más delgados cada día, y la nieve no llegaba. Las noches eran amargas, y los días, solamente fríos. La ciudad esperaba el deshielo y la descongelación, el movimiento del agua dulce y el ajetreo proveniente de un arroyo, aún a meses de distancia. Todo estaba muerto o dormido. Geder caminó por la calle balanceándose un poco sobre la punta de los pies. Sus guardias lo seguían a unos pasos.
Apenas hubo regresado, Geder cerró las puertas, extrajo el morral de tela que había comprado en Gilea y extendió las gemas y las joyas sobre su cama. Relucían bajo la luz tenue y le planteaban un problema. Ahora disponía de suficientes riquezas como para vivir en Vanai con mayores comodidades, pero no las tenía en forma de monedas. Podía venderlas, por supuesto, pero si se las daba a los comerciantes de gemas de la ciudad se arriesgaba a que alguien reconociera una piedra o una obra de orfebrería. Y si Klin o uno de sus favoritos se percataban de que, de repente, Geder tenía más monedas de las que debiera, no sucedería nada bueno.
Había resuelto el problema enviando a su escudero a cambiar solo las piedras más inofensivas: tres granates redondos y un diamante montado en plata ordinaria. La bolsa de monedas tenía plata, bronce, cobre y dos vueltas de oro lo bastante maleable como para doblarlas con los dedos. Para su forma de vida, era una fortuna, y llevaba una parte de ella ahora en su morral, junto con un libro, listo para su último encargo del día.
La academia daba a una estrecha plaza situada más abajo. En sus días de gloria, había sido un centro para niños de la baja nobleza y la clase alta comercial para contratar tutores o encargar discursos. El arco de entrada tallado en roble conducía al interior de un gran recibidor donde aparecían los nombres de los eruditos y los sacerdotes que habían enseñado ahí durante el siglo y medio transcurrido desde su fundación. Dentro, el aire olía a cera y sándalo, y la luz del sol se filtraba por las ventanas horizontales iluminando las motas de polvo suspendidas en el aire. Cerca, en algún lugar, un hombre recitaba un poema con una voz profunda y resonante. Aspiró el aire del lugar.
Oyó pasos acolchados a sus espaldas. El empleado era un delgado southling. Los grandes ojos oscuros dominaban su cara. Su cuerpo mostraba deferencia y temor.
—¿Puedo ayudarte, mi señor? ¿Hay algún problema?
—Deseaba encontrar a un investigador —dijo Geder—. Mi escudero me ha dicho que este era el lugar al que debía acudir.
El southling parpadeó con sus inmensos ojos negros.
—Yo… Es decir, mi señor… —El empleado se sacudió—. ¿En serio?
—Sí —dijo Geder.
—¿No has venido a detener a nadie? ¿Ni a cobrar multas?
—No.
—Bien. Un momento, mi señor —dijo el southling—. Permíteme encontrar a alguien que podría serte de utilidad. ¿Me acompañas?
En la cámara lateral, Geder se sentó en un banco de madera suavizado por décadas de uso. El recitado de poemas continuaba, la voz era ahora más queda, y las palabras se habían hecho ininteligibles. Geder se aflojó el cinturón, y cambió de posición en su asiento. Le asaltó el recuerdo casi físico de esperar a sus propios tutores, y reprimió la ansiedad irracional de que tal vez no sería capaz de responder a las preguntas de los eruditos. La puerta se abrió y entró un hombre primera sangre. Geder se levantó de un salto.
—Buenas tardes. Me llamo Geder Palliako.
—Eres conocido en la ciudad, lord Palliako —dijo el hombre—. Tamask ha dicho algo acerca de que quieres un investigador.
—Sí —respondió Geder, sacando el libro y abriéndolo—. He estado traduciendo este libro. Lo que pasa es que no está bien presentado. Deseo que alguien encuentre más libros como este, pero diferentes.
El erudito cogió el libro con suavidad, como si fuera un insecto colorido pero desconocido, y abrió las páginas. Geder se movió nerviosamente.
—Trata de la caída del Imperio del Dragón —dijo—. Está escrito como historia, pero me interesa más el ensayo especulativo.
El sonido de las antiguas páginas rozándose entre sí competía con la distante voz y el murmullo de la brisa fuera de las ventanas. El erudito se inclinó sobre el libro, frunciendo el ceño.
—¿Qué es lo que propones, lord Palliako?
—Pagaré por todo libro que puedas encontrar sobre la época. Si se los puede comprar de inmediato, pagaré una recompensa. Si hay que copiarlos, puedo encargárselo a un escriba, pero eso supone menor paga para el investigador. En particular, estoy buscando reflexiones sobre la caída de los dragones y, sobre todo, un pasaje relativo a algo que se llama el Sirviente Honesto. Me gustaría conseguir más como ese.
—¿Puedo preguntarte por qué, mi señor?
Geder abrió la boca, y después la cerró. Nunca había tenido a nadie con quien hablar sobre el asunto, ni nunca tuvo necesidad de explicárselo a sí mismo.
—Se trata de… la verdad. Y el engaño. Y pensé que sería interesante —dijo, con resolución.
—¿Estarías también interesado en retórica sobre la materia? Asinia Secundus escribió un buen estudio sobre la naturaleza de la verdad durante la Segunda Ocupación Alfin.
—¿Eso es filosofía? Le echaré un vistazo, pero a decir verdad preferiría que fuese un ensayo.
—Ya lo has mencionado. Un ensayo especulativo —dijo el erudito, sin el menor suspiro en su voz.
—¿Hay algún problema? —preguntó Geder.
—En absoluto, mi señor —dijo el erudito con una sonrisa forzada—. Nos honrará ayudarte.
Mi opinión es la siguiente: dada la escasez de fuentes primarias correspondientes a la época, nuestra mejor opción es examinar a quienes más tarde pretendieron el trono del Imperio del Dragón y, mediante el estudio de sus actos, inferir la naturaleza de los ejemplos que siguieron. El mejor ejemplo es el enigmático asedio de Aastapal. Un examen directo de las ruinas no ha conseguido determinar si la destrucción de la ciudad fue llevada a cabo por las tropas atacantes del gran dragón Morade o, de forma más controvertida, por las fuerzas ocupantes de su hermano y compañero de nidada, Inys.
Ante esta escasez de pruebas directas, podemos centrar nuestra atención en las historias más conocidas. Incluso mil años después, tenemos al gran general jasuru, Marras Toca, en la cuarta campaña de la Sagrada Purificación. Asimismo, el anthypatos de Lynnic, de nombre Hararrsin Quinto, en la batalla de Ashen Dan. Asimismo, la reina Errathiánpados en el asedio de Kázhamor. En cada uno de estos casos, en tiempos de guerra, un comandante ha decidido destruir una ciudad con el fin de que no cayera en manos del enemigo. Si, como intentaré demostrar, esto se ha hecho como una imitación consciente de la última gran guerra de los dragones, la conclusión es que la destrucción de Aastapal fue perpetrada por Inys como maniobra táctica para mantenerla fuera del control de Morade, en contraposición al supuesto generalmente aceptado.
Geder inclinó la cabeza hacia un lado. El argumento parecía débil. Por una parte, él nunca había oído nada acerca de dos de los tres ejemplos.
Y además, pensaba que era posible encontrar casos de cualquier estrategia o decisión que se quisiera en todas las batallas y guerras y sitios ocurridos desde la caída de los dragones. Si se escogían líderes diferentes y batallas diferentes, también podía argumentarse a favor de la hipótesis contraria. Y Dios era testigo de que no había tirano que no pretendiera alguna clase de descendencia de los dragones.
Y, con todo, detalles aparte, se trataba de una idea fascinante. Cuando hay algo que no es posible conocer, cuando los detalles se han perdido para siempre, examinar los sucesos que derivan de ese algo, que le hacen eco, y remontar la secuencia hasta la verdad, es como mirar las ondas en el agua de una laguna y saber dónde ha caído la piedra. Alzó la vista y observó su pequeña habitación, emocionado. En su escritorio todavía quedaba un poco de tinta en el tintero, pero no sabía dónde había dejado la pluma. Dejó el libro abierto y se apresuró hasta la pila de leña que había junto al hogar, cogió una astilla caída y volvió rápidamente a su mesa. La madera áspera se sumergió en la oscuridad y Geder marcó cuidadosamente el margen del libro. «Mirar las ondas para saber dónde ha caído la piedra».
Se enderezó, complacido. Ahora, si hubiese alguna exposición acerca del Sirviente Honesto…
—¿Lord Palliako? —dijo su escudero desde la entrada—. El banquete de lord Klin.
Geder suspiró y asintió, y lanzó la astilla ennegrecida al fuego. Tenía el pulgar y el índice manchados. Se lavó las manos en la jofaina con la mente solo ocupada a medias en esa tarea. El escudero lo ayudó a colocarse su túnica de protocolo y la nueva capa de piel negra, y casi lo condujo a la puerta y hasta la calle más allá de esta.
En casa, en Camnipol, uno de los grandes acontecimientos del invierno era el aniversario de la coronación del rey Simeon. La familia noble favorecida por la elección del rey podía gastar sus ingresos de un año en una noche. La Corte caía sobre ellos como cuervos en un campo de batalla. Geder había asistido dos veces, y la abundancia de la comida y la bebida lo había dejado vagamente enfermo en ambas ocasiones.
En Vanai, sir Alan Klin se hacía eco del suceso con un gran banquete y una celebración pública obligatoria.
A lo largo de las estrechas calles, se colgaban faroles que arrojaban sombras extrañas. Los músicos tocaban sus flautas y golpeaban sus tambores mientras atipladas voces timzinae subían y bajaban cantando. Una mujer de cara ancha hacía rodar un barril por la calle, la madera retumbaba sobre los adoquines.
Geder pasó junto a hombres y mujeres locales vestidos con sus mejores galas, todos ellos con expresiones moderadamente divertidas. El aire frío ponía rosadas las caras de los primera sangre y les hacía moquear. A lo largo de toda la calle, las puertas estaban abiertas, y dentro la luz resplandecía, para invitar a los transeúntes a entrar, pero sin los estandartes y los espectáculos con fuego de Antea. El año anterior, nadie de entre esos hombres y esas mujeres supo, ni a ninguno le importó, que hubiesen coronado al rey Simeon. Si los soldados de Antea se fueran a casa, la fecha pasaría otra vez al olvido con tanta rapidez y cinismo como los que se habían adoptado. A Geder, todo el asunto le parecía la cáscara vacía de una celebración real. Latón haciéndose pasar por plata.
En el palacio del anterior príncipe, Klin se había apropiado de la gran cámara de audiencias para la celebración de la nobleza de Antea. El aire caliente oprimía la boca y la nariz. Las mesas rebosaban de platos tradicionales de Antea: carne de venado a la menta, pasta de truchas sobre pan de doble horneado y ristras de salchichas hervidas en vino. La multitud de voces era como una tormenta, y las conversaciones a gritos reverberaban contra los grandes arcos del color del bronce sobre la gente. Cantantes que competían entre sí deambulaban entre las mesas gorroneándoles algunas monedas de más a los juerguistas de Antea. Un viejo criado, con el brazalete rojo y gris de la casa de Klin, condujo a Geder hasta una de las mesas más pequeñas, alejada del gran hogar en el que ardía y chisporroteaba medio árbol. Geder conservó su capa. Tan lejos del fuego hacía frío.
Geder permitió que una esclava le diera un plato de comida y un gran vaso de cristal tallado de una cerveza negra que olía a levadura. En medio de la fiesta, comió solo, meditando sobre la verdad y el engaño, la guerra y la historia. La mesa principal —Alan Klin, Gospey Allintot y media docena de los favoritos de Klin— le parecía un barco en el horizonte. No se percató de que conducían a Daved Broot hasta su mesa hasta que el muchacho se dejó caer con despreocupación sobre un banco.
—Palliako —dijo el joven Broot inclinando la cabeza.
—Hola —respondió Geder.
—Bonita capa. ¿Es nueva?
—Bueno, reciente.
—Te queda bien.
La conversación acabó ahí, pues Broot cogió un plato e inició una campaña de ingestión sistemática de tanta comida como le fuese posible. No parecía obtener placer de ello, pero Geder sintió un atisbo de admiración por la determinación del muchacho. Unos minutos más tarde, cuando Jorey Kalliam y sir Afend Tilliakin —dos de los menos favorecidos por Klin— llegaron juntos a la mesa, Broot ya iba por el segundo plato.
—¿Cómo ve tu padre la situación? —preguntó Tilliakin, mientras ambos tomaban asiento.
Jorey Kalliam sacudió la cabeza.
—No creo que podamos extraer ninguna conclusión —respondió, mientras cogía un plato de carne de venado y una jarra de vino de manos de un criado que esperaba—. Todavía no.
—Sin embargo, ese pequeño banquero Imaniel no irá a ningún lado durante un tiempo. Lord Klin debe de estar subiéndose por las paredes por no haber encontrado la caravana, ¿no?
Todos los pensamientos sobre dragones, ondas en el agua y proezas alimentarias abandonaron a Geder. Bebió un largo trago de cerveza mientras se ocultaba detrás del cristal e intentó pensar en cómo preguntarle a la pareja de qué estaban hablando sin parecer demasiado transparente. Antes de que pudiera ocurrírsele algo inteligente, Broot habló.
—¿Habláis de la carta de Ternigan?
—El padre de Jorey Kalliam está viéndolo todo desde casa, pero no puedo sacarle los detalles con una palanca.
Geder se aclaró la garganta.
—¿Ternigan escribió una carta? —preguntó, con la voz más alta y más tensa de lo que había pretendido. Tilliakin rio.
—La mitad de un libro, según lo que he oído. Los cofres de guerra que Klin ha estado enviando a casa parecen haber resultado algo ligeros al gusto de algunas personas. Ternigan quiere saber la razón. Según he oído, enviará a uno de sus hombres a revisar los libros de Klin, para ver si está quedándose con más de lo que le corresponde.
—Eso no sucede —dijo Jorey—. Por lo menos, no sucede todavía.
Broot levantó las cejas.
—Así que sí has oído algo —lo pinchó Tilliakin—. Sabía que ocultabas algo.
Jorey sonrió, arrepentido.
—No sé nada cierto. Mi padre ha dicho que en la Corte están preocupados por el hecho de que la campaña de Vanai no ha ido tan bien como se esperaba. De momento, todo son quejas en la Corte. El rey no se ha pronunciado contra la manera en que Klin está manejando la situación.
—Pero tampoco lo ha hecho a su favor, ¿o sí? —preguntó Tilliakin.
—No —respondió Jorey—. No lo ha hecho.
—Ternigan no lo llamará de regreso —dijo Broot con la boca llena de salchicha—. Con esos dos se presenta un mal asunto.
—Sin embargo, si lo llama, no tardará mucho. Sería interesante saber a quién pondrá en su lugar, ¿no? —contestó Tilliakin, mirando fijamente a Jorey.
Geder miraba a uno y a otro, con la mente brincando por delante de él como un perro que se ha soltado de su correa. De repente, la constante ola de exigencias tributarias de Klin cobró más sentido. Quizá no se limitaba a buscarle tareas desagradables a Geder para tenerlo ocupado. Podía ser que esas monedas viajasen a Camnipol en lugar de las que se habían perdido cuando desapareció la caravana. Klin estaba comprando la buena opinión de la Corte.
El pensamiento le pareció demasiado agradable como para confiar en él. Porque, si era verdad, si él había indispuesto al rey contra sir Alan Klin…
—Creo que Jorey sería un buen príncipe para Vanai —dijo Geder.
—¡Por las heridas de Dios, Palliako! —exclamó Broot—. ¡No digas esa clase de cosas donde la gente pueda oírte!
—Lo siento —se disculpó Geder—. Solo quería decir…
Un rugido llegó desde la mesa principal. Media docena de malabaristas vestidos como bufones lanzaban cuchillos al aire y los cogían al vuelo, y las hojas reflejaban la luz del fuego. Los ocupantes de la mesa principal se habían desplazado para hacer lugar al espectáculo, y ahora Geder podía ver a Alan Klin con claridad. A través de aquel frenesí de cuchillos, imaginó cierta inquietud en los hombros de Klin. Una falsa jovialidad en sus sonrisas y en sus carcajadas. Un brillo de ansiedad en sus ojos. Y si eso era verdad, entonces él, Geder Palliako, era quien los había puesto así. Y lo que era más importante: Klin jamás lo sabría. Nunca seguiría las ondas hasta su origen.
Geder reía y aplaudía, y simulaba observar el espectáculo.