Fuego y sangre. Merian aulló su miedo, su dolor e indignación a la vez, como solo una niña podía hacerlo. Tenía la mirada fija en la de él, y los brazos extendidos. Marcus luchó contra su parálisis, obligó a sus brazos a alcanzarla y despertó al moverlos.
Los gritos de los muertos flotaban en el aire fresco mientras él se incorporaba, esperando encontrarse aún, en los restos de su sueño, con los trigales y los altos e imponentes molinos de viento de Ellis. En lugar de ello, sobre él se curvaba el amplio cielo tachonado de estrellas de Birancour, con la acechante oscuridad de las montañas a sus espaldas, hacia el este, sin mostrar siquiera una señal del amanecer. El olor a quemado de la memoria cedió ante el perfume dulce y penetrante de los lirios y el lejano presentimiento de sal que era el mar.
Volvió a recostarse en su petate y esperó a que el sueño se disipara. Guiado por una antigua costumbre, le prestó atención a su cuerpo. La tensión atenazadora en su garganta cedió primero, y luego la de su pecho. El puñetazo de dolor que sentía en el estómago se fue atenuando lentamente hasta desaparecer. Pronto no quedó nada más que el vacío constante debajo de sus costillas, y supo que podía ponerse de pie.
Eran cicatrices de lucha. Algunos hombres habían perdido una pierna o una mano. Otros habían perdido los ojos. Marcus había perdido su familia. Y del mismo modo en que los veteranos sabían cuándo iba a llover porque les dolían los huesos mal soldados, él ahora sufría. No significaba nada. Solo se trataba de su propio mal tiempo y, como el mal tiempo, pasaría. De momento, nada más, los sueños empeoraban.
La caravana, tanto los carreteros como las mulas, dormía en la noche profunda. El fuego de guardia brillaba en la ladera de la colina sobre él. No era más intenso que una estrella, pero su resplandor era anaranjado en lugar de azul. Marcus fue hacia ella. La hierba seca rozaba contra sus botas, y los ratones se escabullían a su paso. Yardem Hane estaba sentado junto a la pequeña hoguera, de espaldas al fuego para evitar que la luz lo encandilara. Junto a él, también sentada, había una forma menos conocida. Marcus se acercó para poder entender sus palabras.
—¿La forma de un alma? —preguntó maese Kit—. Creo que no entiendo lo que quieres decir.
—Solo eso. El alma tiene una forma —dijo Yardem. Sus anchas manos dieron unas palmaditas al aire frente a él—. Y esta configura tu destino. Sea lo que fuere que el mundo te depare, la forma de tu alma determina lo que haces con ello, y tus acciones conforman tu destino.
Marcus giró un pie, y rasgó el suelo con ruido suficiente como para anunciarse.
—Buenos días, capitán —dijo Yardem, sin volverse.
—Le estás llenando la cabeza con tus tontas supersticiones.
—Sí, señor.
—Cuídate, Kit —le aconsejó Marcus, mientras entraba en el tenue círculo de luz—. Antes, Yardem era sacerdote.
Maese Kit levantó las cejas, y su mirada interrogante se desplazó de Marcus a Yardem. El tralgu se encogió de hombros con gesto elocuente.
—No acabó bien —dijo Yardem.
—No es una fe de la cual haya oído hablar antes —respondió maese Kit—. Tengo que decir que encuentro las ideas fascinantes. —Y, mirando a Yardem, añadió—: ¿Qué forma tiene tu alma?
—Nunca he visto mi alma —replicó Yardem.
Marcus se sentó. El calor del fuego le acarició la espalda. Muy alto sobre sus cabezas, una estrella fugaz cruzó a toda velocidad de oeste a este y desapareció casi antes de que Marcus la viera. El silencio se hizo incómodo de repente.
—Continúa —lo urgió Marcus—. Díselo si quieres.
—¿Decirme el qué? —preguntó maese Kit.
—He visto la del capitán. Fue en Wodford, el día de la batalla. El capitán iba a caballo, le pasaba revista a la tropa y… la vi.
—¿Y qué forma tenía? —preguntó maese Kit.
—Un círculo parado sobre su borde —contestó Yardem.
—¿Y qué significado le diste?
—Que se levanta cuando cae, y cae cuando está alto —aclaró Yardem.
—Y necesitó visiones mágicas para verlo —acotó Marcus—. La mayoría de la gente se limita a darlo por sentado.
—Pero ¿siempre? —inquirió maese Kit—. Seguramente, si Dios deseara cambiar la forma del alma de un hombre…
—Nunca he visto a Dios —aseguró Yardem.
—Pero crees en Él —dijo maese Kit.
—Me reservo la opinión —respondió Yardem.
—¿Y qué hay de ti, capitán? —preguntó—. Se cuenta que antaño eras un hombre creyente.
—He decidido no creer en ningún dios como acto de caridad —dijo Marcus.
—¿Caridad con quién?
—Con los dioses. Me parece descortés pensar que no podían hacer un mundo mejor que este —se explicó Marcus—. ¿Nos queda algo para comer?
El alba llegó reptando con suavidad. En el este la silueta de las montañas se hizo más clara contra las estrellas y, después, las escasas y delgadas nubes comenzaron a resplandecer con rosados y oros, y la luz parecía no venir de ningún lado para alzarse de la tierra como una niebla. Los carros pasaron de ser bultos casi invisibles a convertirse en hierro y madera. El ruido metálico de las ollas llegó desde el campamento cuando la esposa del jefe de la caravana empezó a preparar el amasijo de cereales y cerdo meloso. El paisaje pasó de ser una oscuridad indistinta y sin fin a estar compuesto por colinas y árboles, matorral y arroyo. Yardem dirigió los ejercicios matinales de los guardias, mientras Marcus caminaba por el campamento y simulaba que ningún carro de la caravana le importaba más que los demás.
La muchacha, Cithrin, siguió la misma rutina que los demás. Se ocupó de sus seis mulas, se comió su comida, y rascó el fango atrapado en los orificios de los ejes. Si necesitaba ayuda, se la pedía a Opal o a maese Kit. Nunca al jefe de la caravana, nunca a Marcus. Pero tampoco se la pedía a Sandr, y el muchacho la había estado evitando como si su vida dependiera de ello, y así era mejor. Marcus la observó con disimulo. Había mejorado desde que dejaron Vanai. Desde que dejaron Bellin, en realidad. Pero tenía bolsas oscuras debajo de los ojos, y la torpeza de la extenuación en sus movimientos.
Marcus encontró al jefe de la caravana en cuclillas junto al primer carro, con un ancho rollo de pergamino teñido sobre el suelo ante él: un mapa del sur de Birancour que tal vez llevaba obsoleto varios siglos, pero que sin embargo mostraría dónde estaban las sendas del dragón. Su esposa, finalizadas las tareas del desayuno, estaba enganchando las mulas.
—Un día —dijo el jefe de la caravana—. Un día y medio, a lo sumo, y estaremos otra vez sobre el camino real.
—Eso es bueno.
—Otros tres y estaremos en Porte Oliva. ¿Has estado allí antes?
—Una o dos veces —respondió Marcus—. Es un buen puerto invernal. No hace tanto frío. El gobernador de la reina no es tan severo con los impuestos.
—Entonces nos detendremos allí.
—Los caminos a Carse deberían estar despejados para comienzos de primavera —dijo Marcus.
—No para mí —comentó el jefe de la caravana plegando el mapa—. Cuando lleguemos a Porte Oliva habremos terminado. La caravana se queda ahí.
Marcus frunció el ceño y se cruzó de brazos.
—Eso sería un problema. El trabajo consiste en cuidar todo esto hasta que lleguemos Carse.
—Tu trabajo es proteger la caravana —acotó el timzinae—. El mío es decir adónde va y dónde se queda. Porte Oliva tiene un mercado. Comercio por tierra con Cabrai y Herez, por no mencionar el resto de las ciudades de Birancour. Barcos a Lyoneia y comercio de alta mar con Far Syramys. El cargamento que me contrataron para transportar se venderá bien ahí.
—El cargamento que te contrataron —repitió Marcus pronunciando lentamente las palabras, como si le costara decirlas.
—¿Hay algo más por lo que debería interesarme? —La barbilla del jefe de la caravana se proyectó hacia delante—. ¿Te preocupa el que pudiera importunar a la contrabandista?
—Por lo que sé, el Banco Medeano no comercia en Birancour —dijo Marcus—. Dejarías a esa muchacha sentada sobre una pila de dinero tan alta como un árbol sin nada que la protegiera. Para eso, mejor que le cuelgues un cartel del cuello.
El jefe de la caravana lanzó su mapa plegado sobre el asiento de su carro y empezó a subir. Su esposa parpadeó una silenciosa disculpa a Marcus y desvió la mirada.
—Esa muchacha, junto con su bebida, su contrabando y sus pecados con tus guardias puede cuidarse por sí sola —dijo el jefe de la caravana—. Tuvimos mucha suerte con ese cabrón anteano. No hay ninguna razón para pensar que la próxima vez sea igual.
«Y habrá una próxima vez». No lo dijo. No necesitaba hacerlo.
—Si aceptas mi consejo —continuó el jefe de la caravana—, cogerás tu paga, darás media vuelta con tu caballo y te alejarás de esa chica hasta que no sea ni un recuerdo. La gente como ella no trae más que problemas.
Marcus se enfureció.
—¿A qué clase de gente te refieres?
—A los banqueros —dijo el jefe de la caravana, y escupió.
Porte Oliva se encontraba sobre un espolón de tierra que se adentraba en una amplia bahía de aguas someras. Aun con marea baja, el mar la protegía por tres de sus lados. Los arrecifes y los bancos de arena hacían que acercarse por mar fuera tan peligroso que los barqueros locales podían vivir de guiar el paso seguro de los barcos desde el profundo océano hasta el puerto y de regreso al océano. En los mil años que habían transcurrido desde su fundación, jamás habían tomado la ciudad por la fuerza, aunque sí la habían cautivado dos veces. Las sendas del dragón llevaban a ella. La senda verde subía colinas desgastadas desde hacía mucho tiempo, por lo que cuando el terreno bajaba, los carros viajaban por sobre grandes arcos inclinados.
A medida que se acercaban a la ciudad, el camino se hizo cada vez más transitado. Mientras que en Vanai se veían muchos timzinae, de negras escamas, aquí la muchedumbre mostraba los rostros pálidos y etéreos de los cinnae y la piel aceitosa, de pelo corto y adornada con cuentas de los kurtadam en grandes números, mayores aún que los de los primera sangre. La multitud de carros y cuerpos aumentó, y Marcus comenzó a ver espadachines con los torques de cobre y el oro verde de Birancour. Hombres de la reina. Los guardianes de la ciudad, aunque la reina solía estar en Sara-su-mar o Porte Silena, ciudades de mayor tamaño situadas más al norte. Marcus observó al jefe de la caravana acercarse a uno de los guardias de mayor edad, inclinarse hacia él como para hablarle por encima del rechinar y el murmullo de la multitud. Unas cuantas monedas cambiaron de mano y, sin ningún cambio evidente, los carros empezaron a moverse con mayor rapidez, adelantando a los peatones y las carretillas. Marcus supo que habían llegado a Porte Oliva cuando aparecieron los mendigos y pordioseros.
«Por favor, mi señor, tengo un hijo».
«Mi esposo es marinero. Su barco debió haber llegado hace tres meses, y no tenemos dinero para comer».
«Dios nos manda ser generosos».
Marcus caminaba rápidamente junto a los carros, haciendo caso omiso de palabras y de gestos, atento a los posibles ladrones y los carteristas que siempre había en las muchedumbres como aquella. Los demás guardias seguían su ejemplo, y tal vez sabían más que él sobre esas destrezas manuales. Resultaba extraño lo adecuados que eran los actores para todas las tareas relacionadas con cuidar la caravana, salvo el deber real de cuidarla. Alcanzó el último carro y comenzó el recorrido hacia delante otra vez. Tres carros más allá, maese Kit se inclinó y puso una moneda en la mano de un anciano.
—No los alientes —gritó Marcus—. Son todos unos mentirosos.
—No todos, capitán —gritó a su vez Kit con una sonrisa—. Solo la mayoría.
Marcus adelantó al carro de la lana en el que la contrabandista, vestida aún con sus ásperas ropas de carretera, conducía su tiro. Puesta junto a los cinnae puros del camino, resultaba más fácil ver en ella algo más que una frágil muchacha primera sangre. Su cabello no era tan fino como el de ellos, sus rasgos eran más gruesos, y su piel tenía más color, pero el parecido estaba ahí. Ella se dio cuenta de que él la observaba e intentó sonreírle. Él le hizo caso omiso con la misma estudiada intención que a los mendigos, y por razones similares. Mientras cabalgaba, la sensación de anticipación y temor se le asentó en el estómago. La conversación llegaría, y sería ese día, y lo prudente —lo correcto, lo que haría que sus pesadillas se esfumaran otra vez— era rechazar a la muchacha. Yardem, en el primer carro, lo miró a los ojos, impasible.
Alguna vez, siglos antes, la ciudad acababa en las grandes almenas de piedra. Ahora los altos muros de piedra blanca estaban en medio de un ajetreado mercado. Los pescadores ofrecían a gritos sus capturas en el lado norte del arqueado túnel que conducía al centro de la ciudad, y después de haberlo atravesado, hombres y mujeres indistinguibles ofrecían a gritos el mismo pescado. La arquitectura de guerra dormía en medio de una comunidad vital como un gran gato adormecido después de haberse cobrado la presa. Más allá de ella, la senda del dragón se ensanchaba y se detenía en una enorme plaza.
La multitud era tan numerosa allí como en el camino. Un gran templo de mármol, alto como cinco hombres erguidos uno sobre el otro, se encontraba hacia el este, el palacio del Gobernador, de ladrillo rojo y vitrales, hacia el oeste. La voz de Dios y el brazo de la ley, los poderes gemelos del Trono. Y entre ellos, dispersas por la plaza, se elevaban tarimas de madera con prisioneros que sufrían sus castigos. Un kurtadam de ojos acuosos y manos amputadas sostenía con sus muñones un letrero que lo identificaba como un ladrón. Una mujer primera sangre embadurnada de mierda y vísceras estaba sentada bajo el símbolo de los proxenetas tallado en madera. Tres hombres cinnae colgaban muertos de un patíbulo, y las moscas les ennegrecían la blanda carne que rodeaba sus ojos: eran un asesino, un violador y un pederasta, respectivamente. Todas juntas, las plataformas funcionaban como una breve y eficaz introducción a las leyes locales.
El jefe de la caravana los retuvo durante casi una hora mientras desaparecía en el interior del palacio del Gobernador, del cual regresó con pequeñas figuras de piedra con tiras de piel para poner en los carros como prueba de que los impuestos de tránsito se habían pagado. Con un grito, los condujo por un camino lateral, de ladrillo duro y pálido, hasta el patio.
Final del viaje. Marcus avanzó hasta el primer carro. El jefe de la caravana tenía un saco de tela para él. Tintineó cuando se lo extendió.
—Puedes contarlo —lo instó el timzinae.
—Está bien —dijo Marcus.
El jefe de la caravana levantó las cejas, y luego se encogió de hombros.
—Como quieras, pero después no me vengas a decir que falta una parte.
—No lo haré.
—Pues muy bien.
Marcus asintió con la cabeza y se alejó. Separó su parte y la de Yardem. Después, a pesar de lo que había dicho, contó el resto. Estaba todo.
Los actores estaban en su propio carro, y todavía llevaban armaduras y espadas. El camino los había transformado de algún modo. Ahora eran más duros, y cada uno de ellos era capaz de manejar una espada como un soldado. Por otra parte, reían y bromeaban tanto como lo habían hecho en la taberna de Vanai. Sandr y Smit competían ahora para ver quién podía hacer el pino durante más tiempo. Cary, Opal y Mikel intercambiaban ocurrencias y comentarios mordaces mientras atendían a sus mulas. Maese Kit, sentado sobre el pescante, observaba todo como un santo benevolente de los cuentos antiguos. Marcus se le acercó.
—Entonces, parece que lo hemos conseguido —dijo maese Kit—. No había esperado que se produjeran tantos acontecimientos.
—Como una buena comedia —completó Marcus.
—Creo que el mundo es así a menudo.
—¿Así, cómo?
—Cómico, pero solo cuando estás a la distancia apropiada.
—Probablemente sea así —dijo Marcus, mientras le pasaba el dinero a maese Kit—. Y ahora ¿qué vas a hacer?
—Tengo la sospecha de que Porte Oliva es tan buen lugar como cualquier otro, y supongo que probaremos suerte con nuestro negocio original. Después de un poco de descanso, tal vez. Aquí tienen una larga tradición de titiriteros, y espero que podamos reclutar a uno o dos actores nuevos que tengan esas habilidades.
—Ha sido un placer trabajar contigo —dijo Marcus—. Ha salido mejor de lo que había previsto, a pesar de todo. Espero verte en la ciudad. Nos quedaremos hasta el deshielo.
—Gracias por no castrar a Sandr. Todavía tengo esperanzas de hacer de él un director decente algún día.
—Suerte en el empeño —le deseó Marcus.
—Cuídate, capitán Wester —dijo maese Kit—. Me pareces un hombre fascinante.
Y eso también tocó a su fin. Hacia su izquierda, el jefe de la caravana pasaba carro por carro recogiendo firmas e inventarios. Yardem apareció junto a Marcus.
—Necesitaremos hombres —añadió el tralgu.
—Y un curandero. Pero aquí no hay guerra. Encontraremos algo.
El tralgu agitó una oreja, que tintineó.
—¿Permitirás que la muchacha nos contrate, señor?
Marcus respiró hondo. La ciudad olía a mierda de caballo, a pescado y a salmuera. La bruma dejaba el cielo más blanco que azul. Exhaló poco a poco.
—No.
Se quedaron juntos. El jefe de la caravana se acercó al carro de Cithrin. Ella estaba de pie como un prisionero ante un juez, la espalda recta y la vista al frente. Sola, en una ciudad que no conocía, sin protector ni camino.
—Ahora podemos irnos —dijo Yardem.
Marcus negó con la cabeza.
—Ella merece saberlo.
El jefe de la caravana siguió su camino. Marcus miró al tralgu, a la chica, escupió y fue hacia ella. «Hazlo —se decía—. Deja atrás lo peor y a otra cosa». Cuando llegó, la muchacha levantó los ojos, desenfocados y vidriosos por el agotamiento, y la piel aún más pálida de lo habitual. Y, con todo, levantó su barbilla un poco.
—Capitán.
—Sí. Yardem y yo. No podemos trabajar para ti.
—Está bien —dijo ella. A juzgar por su reacción, ella le podía haber dicho que el sol había salido esa mañana.
—Te voy a dar un consejo: toma lo que puedas llevarte, abandona el resto y coge un barco hacia Lyoneia o Far Syramis. Empieza de nuevo.
El jefe de la caravana silbó. El primer carro se alejó. La caravana terminó de manera oficial. Los carros, a su alrededor, comenzaron a cambiar de posición y a rechinar, cada uno hacia su propio mercado y su propio barrio. Ahora, hasta los actores se alejaban. Sandr y Smit caminaban con las mulas para despejar el camino. Cithrin Bel Sarcour, huérfana y pupila del Banco Medeano, aprendiz de contrabandista, casi una mujer, lo miró con ojos cansados.
—Buena suerte —dijo él, y se marchó.
El barrio de la sal de Porte Oliva estaba, tal como había dicho maese Kit, habitado por titiriteros. En cada esquina parecía haber artistas callejeros, agazapados detrás o dentro de unas cajas, que acosaban a los transeúntes con las voces de sus muñecos. Algunas obras demostraban el habitual humor racial de PennyPenny, el violento jasuru, y el listo timzinae Roaches. Algunas eran políticas, como la del estúpido Rey Ardelhumblemub, con su corona de tamaño excesivo. Algunas, la de Stannin Aftellin el primera sangre, eternamente lujurioso en su tradicional triángulo amoroso con un flemático dartinae y un manipulador cinnae, eran libidinosas, raciales y políticas a la vez.
Un número mayor de obras tenían un carácter más local. Marcus se había detenido un momento ante una representación que trataba de un mugriento carnicero que ahumaba su carne quemando mierda y añadía larvas de mosca molidas a las salchichas, cuando una mujer cinnae que estaba en la multitud empezó a gritarle al titiritero por haber aceptado el oro de un carnicero rival. En otra obra, cuatro guardias de la reina, con espadas y torques de cobre, observaban una historia sobre ciruelas y una princesa de las hadas con rostros ceñudos que sugerían que la alegoría, fuera cual fuese, podía poner al artista del otro lado de la ley.
La posada en la que se detuvieron tenía un patio situado encima del rompeolas. El sol bajaba deslizándose por el cielo occidental, reverberando su resplandor de oro contra las paredes de estuco blanco. El de la bahía era azul pálido, y el mar, más allá de ella, de un índigo tan profundo que era casi negro. El olor de la salmuera y el del pollo asado forcejeaban con el del humo de incienso que esparcía un sacerdote ambulante. Bajo los brillantes doseles bordados, marineros de varias razas, todos ellos de anchos hombros y voces estentóreas, se sentaban ante grandes mesas. Entre las mesas ardían braseros que traían el recuerdo del verano al aire frío del invierno. Marcus se sentó y llamó la atención de la camarera. Ella asintió y él se reclinó contra el respaldo de la silla.
—Necesitaremos trabajo.
—Sí, señor —dijo Yardem.
—Y un grupo nuevo. Uno real, esta vez.
—Sí, señor.
—Habrá mercancías. Viene la primavera, y las caravanas se adentran en el continente.
—Las habrá, señor.
—¿Alguna idea, entonces?
La camarera —una kurtadam con el pelo suave y pálido de una adolescente y cuentas de oro y plata en sus flancos— les llevó jarras de sidra caliente y se alejó rápidamente antes de que Marcus pudiera pagarle. Yardem levantó una de las jarras. En sus manos parecía pequeña. Bebió a sorbitos, el ceño fruncido y las orejas echadas hacia atrás. A sus espaldas, el sol resplandecía lo suficiente como para hacer daño.
—¿Qué pasa? —preguntó Marcus.
—La contrabandista, señor. Cithrin.
Marcus rio, pero sintió la furia detrás de su risa. Por el cambio de posición en los hombros de Yardem, el tralgu también lo había oído.
—¿Crees que sería prudente ponernos entre el carro y quien quiera quitárselo?
—No lo sería —reconoció Yardem.
—Entonces, ¿de qué tenemos que hablar? El trabajo está hecho. El tiempo sigue adelante.
—Sí, señor —dijo Yardem, y bebió otro sorbo. Marcus esperó a que hablara. No lo hizo. Uno de los marineros, un primera sangre de pelo negro corto y con el acento sensiblero de Lyoneia, comenzó a cantar una canción obscena acerca de los hábitos de apareamiento de los southling. Los grandes ojos negros de los miembros de esa raza a menudo les valían el sobrenombre de ojazos, lo cual se prestaba a una multitud de rimas de la más diversa índole. Marcus sintió que se le contraía la mandíbula. Se inclinó hacia delante poniéndose a la vista de Yardem.
—¿Tienes algo que decir?
Yardem suspiró.
—Si ella no se pareciera tanto a Merian, te habrías quedado —dijo Yardem.
La canción obscena continuó con un nuevo verso que especulaba sobre la vida sexual de los dartinae y los cinnae. O de los bichos de luz y de las larvas de mosca, como decía la letra de la canción. Marcus lanzó una mirada irritada al que cantaba. La tensión de su mandíbula se le iba extendiendo al cuello y entre los omóplatos. Yardem dejó la jarra.
—Si hubiera sido un hombre el que conducía el carro —dijo Yardem—. O una mujer mayor. Alguien que se pareciera menos a Alys o que no tuviera la edad que hubiese tenido Merian, habrías aceptado un contrato con ellos.
Marcus disimuló su risa con una tos. El que cantaba se tomó un respiro, y se preparó para acometer otro verso. Marcos se puso de pie.
—¡Eh, tú! ¡Termina ya con eso! Aquí hay adultos intentando pensar.
La cara del marinero se ensombreció.
—¿Y quién cono eres tú?
—El que te está diciendo que ya es suficiente —dijo Marcus.
El marinero hizo una mueca burlona, después parpadeó al ver algo en la expresión de Marcus, enrojeció y se sentó dándoles la espalda a Marcus y Yardem. Marcus se volvió a su segundo.
—El carro atraerá espadas y sangre, y ambos lo sabemos —le explicó Marcus en voz baja—. Tanta riqueza en un solo lugar es una invitación al asesinato. ¿Y ahora me dices que ponerse delante de ella es lo correcto?
—No, señor. Es algo completamente estúpido —dijo Yardem—. Solo tú lo habrías hecho.
Marcus sacudió la cabeza. En su recuerdo, Merian extendía los brazos desde las llamas. Él tomaba su cuerpo agonizante en sus brazos.
Podía oler el pelo quemado, y la piel. La sintió relajarse contra él y recordaba haber pensado que la había salvado, que estaba a salvo, para darse cuenta después de lo que realmente significaba esa indolencia en sus articulaciones. Ya no sabía si se trataba de un auténtico recuerdo de los hechos o de sus sueños.
Cithrin Bel Sarcour. Imaginó su carro. Imaginó, en su lugar, al primera sangre de mediana edad que transportaba latón. O al jefe de la caravana y a su esposa. O a maese Kit y a Opal. Cualquiera, salvo a la chica.
Se restregó los ojos hasta que brotaron extraños colores ante él. El mar murmuraba. El ácido olor a manzanas que tenía la sidra cortaba el aire frío. En su pecho, la ira se colapsó, pues al fin y al cabo no era nada más que una armadura de papel, y dijo algo obsceno.
—¿Voy a buscarla, señor?
—Más vale que lo hagamos —dijo Marcus, mientras dejaba caer sobre la mesa las monedas correspondientes a sus tragos—. Antes de que haga algo peligroso.