DAWSON

«Asuntos de invierno».

Las palabras mismas hedían a desesperación. Desde la noche más larga hasta el primer deshielo, los nobles regresaban a sus propiedades o seguían la partida de caza del rey. Evaluaban en qué clase de hombres se estaban convirtiendo sus hijos, se volvían a familiarizar con sus esposas y amantes, y le echaban una ojeada a los ingresos por tributos de sus propiedades. Para los de alta cuna, el invierno suponía domesticidad y trabajo del hogar. Por más que amara Camnipol, andar por las calles heladas y ventosas, que apestaban a humo, ponía a Dawson en la compañía de cortesanos profesionales, comerciantes y otros hombres de posición social incierta. Pero su causa era justa, y por eso soportaba ese insulto a su dignidad.

Y él no era el único que lo sufría.

—No entiendo por qué odias tan profundamente a Issandrian —dijo Canl Daskellin, barón de Watermarch, protector de Puerto Norte y embajador especial de Su Majestad en la Costa Norte—. Es demasiado guapo y engreído, cierto, pero si consideras pecados el engreimiento y la ambición, no encontrarás a ningún santo en esta corte.

Dawson se reclinó en su silla. A su alrededor, la Fraternidad del Gran Oso parecía casi vacía. Los asientos y los almohadones tapizados en seda cruda o damasco de Cabrai estaban vacíos. Había braseros de hierro negro en las habitaciones, construidas para estar frescas en mitad del verano. Las criadas, que con mucha frecuencia soportaban la presión de las necesidades de los miembros de la fraternidad, acechaban en las sombras y a las puertas a la espera de un signo de que alguien necesitara algo. En el clímax del verano, en esas grandes salas podía haber cien hombres de la más elevada alcurnia del imperio bebiendo, fumando y dirimiendo sus asuntos cortesanos. Ahora, si Dawson hablaba demasiado alto, se oía el eco de su voz.

—No se trata del hombre —dijo Dawson—. Se trata de la filosofía que hay detrás del hombre. Maas y Klin no son mejores, pero Issandrian los retiene por las correas.

—Las diferencias filosóficas no parecen justificar… ¿el qué? ¿Una conspiración?

—La filosofía siempre se transforma en acción. Issandrian, Maas y los otros están dispuestos a actuar con la mayor vileza con tal de acumular más poder.

—Te refieres al consejo de granjeros.

—Eso, para empezar —dijo Dawson—. Pero si ellos están dispuestos a acaudillar a la chusma, ¿cuánto tiempo pasará antes de que la chusma decida liderarse a sí misma? Ya tenemos restricciones a la esclavitud, los servicios de cama y el servicio militar. Todo eso desde que tengo recuerdo. Y todo viene de hombres como Issandrian, que coquetean con el favor de los jornaleros, los comerciantes y las putas.

Canl Daskellin exhaló un gruñido sordo. Entre la débil luz invernal que recortaba su silueta y la oscuridad casi lyoneiana de su piel, Dawson no conseguía distinguir su expresión. Con todo, Daskellin no había puesto objeciones. Si no tuviera sus propios intereses en el asunto, no habría acudido.

—Ya ha llegado la hora de que el auténtico espíritu de Antea ponga las cosas en su sitio —dijo Dawson—. Estos perros creen que ellos dirigen la cacería. Debemos destruirlos, y si esperamos hasta que el príncipe Aster se encuentre viviendo bajo el techo de Issandrian…

El silencio remató su pensamiento de un modo más elocuente que cualquier palabra que pudiera proferir. Daskellin se movió hacia delante en su silla y masculló algo obsceno en voz baja.

—¿Estás seguro de que el rey tiene intención de dar ese paso?

—Lo escuché de sus propios labios —le respondió Dawson—. Simeon es un buen hombre, y también podría ser un buen rey, pero no sin nuestra lealtad. Está a la espera de que le llegue la oportunidad para poner a Issandrian en su sitio. Y yo le brindaré esa oportunidad.

Desde el corredor cercano llegaron unas voces quedas, que pronto se perdieron otra vez. Desde la calle, el ruido metálico de unos cascos herrados. Canl extrajo de la chaqueta una pequeña pipa de arcilla y levantó una mano. Una criada se apresuró a acercarle una lumbre. Cuando apareció la primera nube de perfumado humo azul, la criada se retiró. Dawson aguardaba.

—¿Cómo? —preguntó Daskellin. Su tono había adquirido la firmeza del de un interrogador. Dawson sonrió. Tenía media batalla ganada.

—Privar a Issandrian de su fuerza —dijo Dawson—. Hacer regresar a Alan Klin de Vanai. Enemistar a Issandrian con los granjeros. Destruir su círculo.

—Quieres decir a Maas y a Klin.

—Para comenzar, sí; aunque también tiene otros partidarios. Pero con eso no basta. Han aumentado su influencia porque los hombres que comprenden lo que significa la sangre noble están divididos.

Daskellin dio una larga pitada a su pipa. El brillo de la brasa se hizo más intenso, y se desvaneció cuando Dakellin exhaló.

—Y esa es la causa de tu conspiración.

—La lealtad al rey no es ninguna conspiración —replicó Dawson—. Es lo que tendríamos que haber hecho todo este tiempo. Pero nos dormimos y los perros se colaron dentro. Y, Canl, tú lo sabes.

Daskellin golpeteó la cánula de arcilla contra sus dientes. Entornó los ojos.

—Di lo que tengas que decir —lo urgió Dawson.

—La lealtad al rey Simeon es una cosa, y convertirse en un instrumento de la Casa Kalliam es otra cosa muy diferente. Me… inquietan los cambios que proponen Issandrian y su grupo de conspiradores. Pero la solución no estriba en intercambiar a un hombre ambicioso por otro.

—¿Quieres que te pruebe que yo no soy Issandrian?

—Sí.

—¿Qué prueba quieres?

—Si te ayudo a traer a Klin de regreso de Vanai, no podrás sacar provecho de ello. Todos saben bien que tu hijo está a las órdenes de Klin en Vanai. Jorey Kalliam no puede hacerse con el protectorado de Vanai.

Dawson parpadeó, abrió la boca y la cerró de nuevo.

—Canl —comenzó, pero Daskellin entornó los ojos. Dawson tomó una gran bocanada de aire y la dejó escapar lentamente. Cuando habló, su voz era más rígida de lo que pretendía—. Juro ante Dios y el Trono de Antea que mi hijo Jorey no se hará con el protectorado de Vanai cuando Alan Klin sea llamado de regreso. Además, juro que ningún miembro de mi casa sacará provecho de Vanai. Y ahora, ¿jurarás lo mismo tú, viejo amigo?

—¿Yo?

—Creo que tienes un primo en la ciudad. Estoy seguro de que no querrás dar la impresión de que solo apoyas al Trono por interés propio.

La risa de Daskelling retumbó y produjo ecos, un sonido profundo y cálido, suficiente para que el invierno escondiera los dientes, siquiera por un instante.

—Por las lágrimas de Dios, Kalliam. Nos transformarás a todos en altruistas.

—¿Lo jurarás? —preguntó Kalliam—. ¿Harás causa común con los hombres leales al rey Simeon y para restaurar la tradición por encima de tu propia gloria?

—Verdaderos sirvientes del Trono —respondió Daskellin, bastante divertido.

—Sí —dijo Dawson. En su voz no había lugar para la liviandad. Él era duro como la roca, y sus intenciones eran de acero—. Verdaderos sirvientes del Trono.

Daskellin se puso serio.

—Lo dices de verdad.

—Sí —respondió Dawson.

Los ojos oscuros recorrieron rápidamente el rostro de Dawson, como si intentaran penetrar en un disfraz. Y después, tal como había sucedido con media docena de hombres antes que él —hombres a quienes Dawson había escogido porque sabía que lo anhelaban tanto como él—, el orgullo floreció en su oscuro rostro. Orgullo y determinación, y una sensación de ser parte de algo más grande y bueno.

—Entonces sí —dijo Daskellin con voz queda—. Lo haré.

La División era la más evidente de las particiones de la ciudad, pero distaba de ser la única. A ambos lados de los puentes, la nobleza tenía sus mansiones y plazas, mientras que las clases inferiores vivían en calles más pequeñas y estrechas. Vivir al norte de la plaza del Cernícalo implicaba una buena posición social. Tener los establos junto a la puerta sur significaba una buena cuna, pero una fortuna dilapidada. La ciudad era compleja de maneras que solo sus ciudadanos podían conocer. Las calles no constituían la única dimensión a lo largo de la cual se medía la clase. Los más pobres y desesperados excavaban túneles para exprimirle una nueva vida a las ruinas de épocas anteriores sobre las cuales se había edificado la ciudad moderna. Vivían en la oscuridad y rodeados de mugre, pero al menos se ahorraban las indignidades del invierno.

El hielo y la nieve ponían blancos los adoquines oscuros. Los carros avanzaban despacio, y las mulas, con cuidado. Los caballos se detenían a cada paso por temor a resbalar, romperse una pata y ser sacrificados en la calle donde cayeran. El invierno de Camnipol le robó incluso la dignidad de un carruaje que lo esperase, pero la reunión con Daskellin había dejado a Dawson tan complacido consigo mismo que ni siquiera le importó. Permitió que la criada le colocara el cinturón sobre su abrigo de piel oscura con costuras de plata y botones de heliotropo, se puso el sombrero de ala ancha que iba a juego, y partió adentrándose en las calles hacia su hogar y hacia Clara.

Había pasado la niñez en Camnipol, siguiendo a su padre a través de los rituales del poder durante el día, y bebiendo, cantando y yendo de juerga con los demás muchachos de alta cuna por las noches. Aun ahora, décadas más tarde, la piedra cubierta de nieve guardaba recuerdos debajo. Pasó por el estrecho callejón en el cual Eliayzer Breiniako había corrido desnudo tras perder una apuesta con él la noche en que cumplieron catorce años. Después, la amplia curva que conducía a las calles donde todos los timzinae y los jasuru tenían sus hogares: el barrio de las chinches y los céntimos. Pasó debajo del arco de Morade, donde el último y demente emperador dragón había muerto en las garras de su compañero de nidada. El arco del jade de dragón se elevaba casi tan alto como la propia Torre del Rey, y era tan delgado y estaba tan finamente trabajado que parecía que un viento cualquiera podría volcarlo. Pasó junto al presbiterio de Sorrial, con su muro meridional ennegrecido por el tizne. La casa de putas donde su padre lo había llevado en su décimo cumpleaños y le había pagado su primera noche con una mujer.

La única y blanca nube del cielo resplandecía caritativamente sobre la ciudad, disipando las sombras. El carro de un panadero que regresaba de la plaza del mercado dejó caer una caja de almendras, y una docena de niños parecieron salir de la nada e intentaron echar mano de los frutos antes de que el carretero pudiese detenerlos. Desde la altura de la muralla occidental podía mirar las grandes planicies de Antea como si Dios mirara el mundo desde arriba. El viento que atravesaba las calles le lastimaba los labios y las mejillas. Era la ciudad perfecta. Todo había sucedido allí, desde la caída de los dragones, la elevación del Profeta Blanco, las revueltas de esclavos que habían permitido a la Casa de Antea refundar un imperio de primera sangre en la ciudad que los dragones habían edificado. Las piedras eran testigo del paso de los siglos, de los milenios.

Y ahora, tal vez por primera vez, Dawson estaba ocupando el lugar que le correspondía en la ciudad que amaba. Había iniciado una obra por la que Camnipol lo recordaría. Dawson Kalliam, barón de Osterling Fells, quien purificó la Corte y escoltó a Antea por el camino correcto. Kalliam, quien reunió a los defensores de la rectitud. Quien destruyó a los agentes del caos y el cambio.

La Ciudad Inmortal lo invitaba a emborracharse con sus recuerdos y las visiones de un futuro moldeado según su voluntad —un futuro en el cual se dejaba a Curtin Issandrian y a Feldin Maas caminar deprisa por la nieve mugrienta atendiendo asuntos invernales, en lugar de a él—, y Dawson sucumbió. Si hubo alguna señal de advertencia antes del ataque, le pasó completamente inadvertida.

El camino describió una curva que seguía la forma del borde del promontorio. En el parque triangular en el que dos calles anchas se fundían en una había tres hombres. Vestían abrigos de lana oscura y estaban absortos en una conversación. El aliento les salía blanco como plumas, blanco como el cielo. Dawson caminó hacia ellos esperando que le abrieran el paso a un barón de la Corte. Sus ojos se encontraron con unas miradas duras. Los hombres no se movieron.

La irritación invadió las ensoñaciones de Dawson, y luego le asaltó el pensamiento de que tal vez no hubieran reconocido su categoría y posición social. El hombre que estaba más próximo a él abrió el abrigo, y extrajo un cuchillo ancho y curvado. Los otros se desplazaron para rodearlo. Dawson ladró una breve risa de desdén e incredulidad, y el cuchillo del hombre cargó contra él. Dawson saltó hacia atrás. Intentó sacar su espada. Antes siquiera de poder desenvainarla, el sicario de la izquierda le dio un porrazo en el codo. A Dawson se le entumeció la mano, y su espada cayó en silencio sobre el suelo helado. El hombre del cuchillo se balanceó y su hoja rasgó el abrigo de piel y la carne del pecho de Dawson, quien emitió un agudo ladrido y saltó hacia atrás.

Aquella era la cosa menos parecida a un duelo. No había belleza en los movimientos o el estilo de los hombres, no había ningún sentido del honor. Ni siquiera la gracia del entrenamiento formal. El hombre del cuchillo sostenía la hoja como un carnicero. Sus compañeros acorralaron a Dawson con las porras como si él fuera a volverse y salir huyendo, chillando como una cerda asustada. Dawson se alzó en toda su estatura, y presionó los dedos contra el abrigo roto. Los dedos de sus guantes volvieron ensangrentados.

—Has cometido tu último error —dijo Dawson—. No tienes ni idea de con quién estás luchando.

El cuchillero sonrió.

—Creo que lo sé, mi señor —reconoció, y contraatacó. La hoja se habría clavado en lo más profundo del estómago de Dawson si sus décadas de entrenamiento no lo hubiesen hecho ladearse. El hombre que tenía a la izquierda le lanzó un porrazo que lo alcanzó en el hombro. Mientras Dawson caída de rodillas se le ocurrió, por primera vez, que no se trataba de simples matones callejeros en busca de unas cuantas monedas: era una trampa, y el objetivo era él.

El hombre de la porra situado a su derecha saltaba hacia atrás y hacia delante sobre las puntas de los pies, con el arma levantada y lista para romperle el cráneo de un golpe. Dawson levantó el brazo y el atacante desapareció con un gruñido. Los sicarios se volvieron. Otro hombre, vestido con una cazadora de lana gris, rodó por el pavimento, atrapado en el violento abrazo del hombre de la porra. Cuando se separaron, el recién llegado se irguió de un salto. Tenía las ropas empapadas y rojas, al igual que la espada corta que había en una de sus manos. El sicario no se levantó.

—Lord Kallia —gritó el recién llegado y le lanzó su hoja. Dawson vio cómo describía un arco en el aire, sangre y acero. Pareció que el tiempo se detenía. El mango era de piel oscura, con mucho uso. Dawson se estiró y atrapó la espada en el aire. El último hombre de la porra se abalanzó sobre él y, pese a estar de rodillas, Dawson rechazó su ataque. El agresor caído gimió, se levantó con una mano y volvió a caer en el charco rojo que se hacía más extenso.

Dawson se levantó. Los dos asesinos se miraron y Dawson vio el temor en sus rostros. Cierto, él estaba herido, y su salvador, desarmado. Cierto, las fuerzas apenas estaban equilibradas. Y sin embargo, el hecho de pasar de un momento para otro de tres hombres y una víctima a una batalla casi de igual a igual les hizo perder la confianza en sí mismos. El hombre de la porra dio un paso hacia atrás, con un gesto que denotaba que estaba a punto de darse a la fuga. Dawson sintió que se le fruncía un labio. Aquellos hombres eran unos cobardes.

Esgrimió su espada prestada rápidamente y con firmeza. El hombre saltó hacia atrás, y lo bloqueó con maneras desmañadas. Hacia la derecha, el cuchillero gritó y saltó sobre el aliado desarmado de Dawson. El dolor de sus heridas se desvaneció, y el frío de su propia sangre helándose sobre el pecho le puso una fiera sonrisa en su boca. El hombre de la porra retrocedió un paso, y Dawson empujó hacia delante, las rodillas flexionadas, el peso bajo, el cuerpo equilibrado y listo. Cuando la porra realizó su siguiente balanceo, Dawson se interpuso en su trayectoria, y recibió el golpe en las costillas mientras proyectaba la hoja hacia delante. El aliento salió del hombre de la porra en una ráfaga blanca y plumosa. Tenía una armadura debajo del abrigo. El asesino no había muerto, pero estaba atónito. Dawson se giró, deslizó un talón entre las piernas del hombre y balanceó la empuñadura de su espada propinándole un golpe corto y fuerte en la cara. El inconfundible crujir del cartílago al romperse se transfirió a la muñeca de Dawson.

El asesino se agazapó y luego se abalanzó sobre él, tratando de derribarlo con su fuerza. Dawson resbaló hacia atrás, pues sus botas encontraban poco sustento en la calle helada. El sicario pesaba más que él, y contaba con que eso lo salvara en el forcejeo. Se había equivocado al juzgar el carácter de Dawson.

Este soltó la espada y agarró el pelo oscuro del sicario con la mano izquierda, no para alejar de sí la cabeza del hombre, sino para afirmarla. Clavó el pulgar hasta el fondo de la órbita de un ojo, y lo dobló a la altura del nudillo. Sucedió algo blando y terrible, y el hombre aulló adolorido y atemorizado. Dawson lo alejó de un empellón y el hombre cayó, a trompicones, sobre sus rodillas, con las manos presionándose el ojo dañado y la nariz rota.

El cuchillero y el rescatador de Dawson se movían en círculos. El rescatador tenía los brazos extendidos y no llevaba armas. Un corte en su brazo izquierdo sangraba, y dispersaba gotitas escarlatas sobre el hielo blanco y el negro pavimento. En la calle se estaba juntando una muchedumbre. Hombres, mujeres y niños con los ojos muy abiertos y hambrientos. Absorbían la violencia sin atreverse a intervenir. Dawson le dio un puntapié al hombre que gimoteaba, lo empujó hacia el pavimento y le quitó la correa de la porra de alrededor de la muñeca. La mirada del hombre del cuchillo denotaba pánico, y Dawson levantó la porra zumbando en el aire, probando su equilibrio y su peso.

El hombre del cuchillo echó a correr, con las oscuras botas lanzando trocitos de nieve hacia arriba mientras se alejaba a la carrera. La muchedumbre se echó a un lado para dejar escapar al sicario antes que arriesgarse a un envite de pequeña espada. Campesinos, plebeyos y criados le franqueaban el paso a uno de los suyos. Deseaba sentir un poco de indignación por que las gentes sencillas de Camnipol le permitieran huir a aquel hombre, pero no fue así. La cobardía y la seguridad que proporciona el rebaño estaban en la naturaleza de los de baja cuna. Sería igual que culpar a una oveja por balar.

El primero de los asesinos en caer yacía en la más perfecta quietud, y la sangre que había a su alrededor humeaba. El segundo hombre de la porra también se iba quedando quieto a medida que entraba en estado de choque. El rescatador de Dawson se puso en cuclillas y examinó su brazo herido. Era joven, los brazos y los hombros amplios y firmes, y el cabello cortado a cuchillo. La forma de su cara le era conocida.

—Al parecer, te debo mi agradecimiento —dijo Dawson. Para su sorpresa, se había quedado sin aliento.

El recién llegado negó con la cabeza.

—Debería haber venido antes, mi señor —reconoció el joven—. Me quedé demasiado rezagado.

—¿Demasiado rezagado? —dijo Dawson—. ¿Me has estado siguiendo?

El hombre asintió y apartó la mirada.

—¿Y por qué? —preguntó Dawson.

—Tu señora esposa, mi señor —respondió el hombre—. Me reintegró al servicio después de que me despidieras. Me encomendó mantenerte a salvo, señor. Me temo que no he cumplido bien con mi deber.

Por supuesto. El cazador de las cocinas que había devuelto el trozo de asta empapada en sangre de perro e insultos. Vincen Coe, se llamaba. Nunca le había preguntado a Clara qué había hecho para encargarse del muchacho; pero, desde luego, ella no podía readmitirlo contra la voluntad expresa de su esposo. Y sin duda sería indigno de él decir que había sido injusto con el muchacho.

—Te equivocas —dijo Dawson.

—¿Señor?

—Es la primera vez que te veo, y yo nunca habría expulsado de mi servicio a un hombre de tu coraje y talento.

—Sí… digo, no, mi señor.

—Entonces eso está resuelto. Ven conmigo. Haremos que te pongan algo en esos pequeños rasguños.

Coe no se movió.

—¿Mi espada, mi señor?

—Sí. Puede que la necesitemos —dijo Dawson, señalando hacia donde estaba tirada, sucia de sangre, nieve y hollín—. Parece que asustó a los hombres que no debería.