GEDER

La brisa gélida que precedía al alba murmuró a través de las paredes de la tienda de Geder e hizo bailar la llama de su lámpara de aceite. Él se acercó, se inclinó, maldijo quedamente y levantó la mecha. La llama brilló más y después humeó. Geder acortó la mecha lentamente hasta que el humo desapareció. Bajo la luz, más brillante, la pálida tinta se tornaba, si no clara, por lo menos legible. Se puso las manos en las axilas, para mantenerlas calientes, y se inclinó aún más, acercándose.

Y sucedió que en esos finales días las tres principales facciones se enzarzaron en una guerra que era de sangre y era de terrible astucia, e inmensas naves de piedra volaban por los cielos, con grandes espinas de hierro que mataban a los dragones en pleno vuelo y, además, en profundos receptáculos hallaban la forma de ocultarse de sus enemigos hasta que fueran olvidados y así poder atacar al enemigo desprevenido, y además espadas envenenadas para matar tanto al amo como al esclavo. El poderoso Morade de escamas plateadas, el miembro más demente y poderoso de la nidada en guerra, ideó el instrumento más cruel que el mundo había conocido, y en las altas montañas al sur de Haakapel [de la cual Geder sospechaba que ahora era Hallskar] y al este de Sammer [de la cual Geder casi tenía la certeza de que era el nombre de la quinta polis para el Keshet], forjó el Sirviente Honesto, al cual nadie podía mentirle y al cual nadie podía dejar de creer durante mucho tiempo, y su sello mostraba los puntos cardinales e intercardinales, las ocho direcciones del mundo en las cuales no podía ocultarse falsedad alguna, y en este el gran Morade halló su poder más sutil.

Se restregó los ojos. Las páginas gruesas y amarillas del libro olían a polvo y a moho, y a la extraña y dulce cola que nadie había usado en quinientos años. Cuando lo descubrió en las profundas sombras de una tienda de trastos usados de Vanai, el volumen le había producido un gran deleite. Ahora, mientras se afanaba con la traducción, su entusiasmo se desvanecía.

El autor decía haber transcrito y traducido un pergamino mucho más antiguo, perdido largo tiempo atrás, que se remontaba a las primeras generaciones después de la caída del Imperio del Dragón. En primer lugar, se trataba de una técnica narrativa para dar inicio a un ensayo especulativo tan trillada que, al leer esas líneas, a Geder se le encogía el corazón. En segundo lugar, eso significaba que el resto del ensayo se postulaba como una historia auténtica, algo que él encontraba menos interesante. Por último, el autor había optado por usar oraciones largas y una gramática compleja, en un intento por dar apariencia de autenticidad al texto, lo cual convertía cada página en una auténtica prueba de resistencia. Para cuando Geder encontraba los verbos, había pasado tanto tiempo que tenía que volver atrás y recordar de qué trataba el pasaje que lo ocupaba.

Si hubiera estado de regreso en Vanai, habría abandonado el trabajo. Pero sir Alan Klin, protector de Vanai, sabía de la caravana que transportaba las riquezas secretas de la ciudad de contrabando y le había dado la máxima prioridad a la recuperación de estas. Eso suponía enviar a sus favoritos por las sendas del dragón a Carse, y después la situación de cada uno de ellos llevó la búsqueda cada vez más lejos de los sitios de caza probables, hasta que Jorey Kalliam acabó en los Páramos Desiertos, Fallon Broot en la ruta marítima a Elassae, y Geder Palliako, al mando de dos docenas de soldados timzinae medio amotinados, acabó viajando a través del fango helado de la más meridional de las Ciudades Libres.

Durante todas esas semanas recorriendo veredas de granjeros y senderos de animales habían encontrado tres caravanas. Se trataba de grupos pequeños, compuestos por apenas tres o cuatro carros. Todos transportaban mercaderías de invierno entre las ciudades y los pueblos de la región. Mientras tanto, el fango de los días y el frío agobiante de las noches exasperaban a Geder. Y por mala que pudiera ser la compañía de su ensayo sobre los poderes de los dragones para acabar con las mentiras, era mucho mejor que la de los soldados. Al final del día, Geder se acurrucaba en su cama y dormía, mientras los otros bebían y cantaban y maldecían la nieve. Por las mañanas, se levantaba con el cocinero, leyendo y traduciendo y simulando que estaba en cualquier otro lugar menos allí.

Un discreto rasguño en la puerta, y su escudero entró acompañado del timzinae que hacía las veces de segundo en el mando. El escudero llevaba una bandeja con un cuenco de hueso tallado, con gachas de avena y uvas, así como una botella de barro llena de un agua caliente y oscura que pretendía ser café. El timzinae realizó el saludo formal. Geder cerró el libro mientras el escudero dejaba la comida ante él.

—¿Qué han dicho los exploradores? —preguntó Geder.

—Los carros no se han movido —contestó su segundo en el mando—. No están a más de dos horas de camino.

—Bien, entonces no hay prisa —repuso Geder con más ánimo del que sentía tener—. Diles a los hombres que partiremos después de comer, y tenlo todo listo para el mediodía.

—¿Y después?

—Al sur y al oeste —dijo Geder con la boca llena de avena—. Es la dirección del camino.

El segundo asintió y saludó otra vez, giró sobre sus talones y se alejó. Geder tenía la sensación de que había desprecio en sus movimientos, pero quizá solo veía lo que esperaba ver. Mientras comía, las costuras de su tienda comenzaron a hacerse más distinguibles. Se elevaron voces, hombres llamándose entre sí, caballos quejándose, el ruido de un cuchillo cortando carne sobre los tablones de la tarima para cocinar. Fuera, el cielo cambió del negro al gris y de este a un amanecer azul y blanco, más luz que calor. Para cuando el débil sol hubo disipado el frío más intenso, Geder ya estaba sobre su caballo y sus hombres listos para partir. Según los exploradores, la nueva caravana era al menos de un tamaño decente.

Con todo, Geder no tenía ninguna auténtica esperanza de que en esa ocasión hubiera algo más que otra decepcionante búsqueda y taciturnos lugareños. Hasta que vio al tralgu.

Estaba sentado en el carro más lejano, sus orejas levantadas con un interés que el resto de su rostro no expresaba. Se suponía que el segundo de Wester era un tralgu. Geder paseó la vista por los carros agrupados alrededor del viejo molino, contando en voz baja. La información siempre era incompleta, la memoria poco fiable, y los carros apiñados, difíciles de contar, pero lo que veía se parecía lo suficiente a lo que habían estado buscando como para que su corazón empezara a latir un poco más deprisa.

Un timzinae, vestido con una gruesa bata de lana, iba hacia ellos por el camino. Geder hizo un gesto y a sus espaldas seis arqueros se desplegaron en abanico sobre el camino. El tralgu, aún sentado, movió una oreja.

—¿Eres el jefe de esta caravana? —preguntó Geder.

—Sí —dijo el timzinae—. ¿Y tú quién cono eres?

—Soy lord Geder Palliako de Rivenhalm, representante del rey Simeon y de Antea Imperial —se presentó Geder—. ¿De dónde venís?

—De Maccia. Y volvemos a Maccia. Bellin está cubierta de nieve.

Geder observó fijamente sus ojos negros. Las membranas nictitantes se cerraron y se abrieron, parpadeando sin parpadear. Geder no estaba seguro de que fuera una mentira. Desde luego, era posible que hubiese más de una caravana con un guardia tralgu en las Ciudades Libres. Todavía podía ser una falsa alarma.

—¿Os habéis detenido aquí?

—El eje de uno de los carros se aflojó. Solo hemos parado para ajustado. ¿Qué es todo esto?

—¿Quién es el capitán de vuestra guardia? —preguntó Geder.

El jefe de la caravana se volvió, escupió y señaló a un hombre apoyado contra uno de los carros. Un primera sangre con un rostro inexpresivo y amigable, y un aire de violencia contenida. Cabellos trigueños con toques de gris. Ancho de hombros. Podría haber sido Marcus Wester. Podría haber sido miles de otros hombres.

—¿Cómo se llama?

—Tag —dijo el jefe de la caravana.

Detrás de Geder, uno de los soldados que estaban en el camino dijo algo; su voz era demasiado baja como para distinguir las palabras. Otro soldado le respondió. Geder sintió un rubor treparle por el cuello. O bien el hombre mentía, o bien no mentía, y con cada segundo de duda Geder se sentía más estúpido.

—Saca a tus guardias al camino. Coloca a los carreteros junto a sus carros.

—¿Y por qué iba a hacer eso?

—¡Porque si no lo haces, ordenaré que te maten! —gritó—. Y puesto que has tenido la insolencia de cuestionar mis órdenes, ahora vas a hacer una pila en la senda con cada arma y cada armadura, a una distancia de diez pasos de tus guardias. Y si descubro que has pasado por alto siquiera un cuchillo, abandonaré tu cadáver a merced de los cuervos.

La membrana nictitante se abrió y se cerró. El jefe de la caravana se volvió y caminó pesadamente de regreso hacia los carros. Geder le hizo un gesto a su segundo para que se acercara.

—Envía hombres para que cubran los flancos. Si alguien intenta escabullirse, me lo traes vivo. Si puedes. Y muerto, si así tiene que ser. Vamos a registrar este lugar hasta el último rincón.

—¿La casa del molino también? —preguntó el segundo.

—Todo —respondió Geder.

El timzinae asintió, se retiró y llamó a sus hombres. Geder observó los carros. La ira y la vergüenza se volvieron ansiedad. El capitán y el jefe de la caravana intercambiaron unas cuantas palabras y el capitán levantó la vista. Frunció el ceño mirando a Geder, se encogió de hombros, se volvió y se alejó. Si iba a haber resistencia, este sería el momento, y sería difícil. Geder cambió de posición en su silla; la herida de la pierna, aún en proceso de curación, le dolía. Se veía movimiento en la casa y en los carros. ¿Cuántos soldados tendrían? Si toda la riqueza del Banco Medeano se encontraba en esos carros, cada carretero sería un espadachín o un arquero. Comenzó a sentir un hormigueo en el cuero cabelludo. Si hubiera arqueros ocultos en esos carros, ya lo habrían cosido a flechazos. En su estómago se agitó el miedo, como si hubiera comido pescado en mal estado. En un intento por parecer despreocupado, hizo dar media vuelta a su caballo y trotó hacia la retaguardia de la formación de carros.

A juzgar por las expresiones de los soldados, no había engañado a nadie.

El primero de los guardias, una mujer, se alejó torpemente de los carros llevando media docena de espadas en los brazos como si fueran leña. Las dejó caer al suelo donde Geder había ordenado. Luego, un muchacho delgado, sin edad suficiente como para ser un soldado, con dos arcos desencordados y una carga de aljabas colgadas del hombro. El desfile continuó con lentitud. El lamentable montón de armas y armaduras creció, y diez guardias y un curandero de cabellos desordenados salieron al camino vestidos de lana y algodón, contaron diez pasos a partir de la pila y se quedaron ahí, con aspecto inocente, abrazándose el pecho para protegerse del frío.

—Adelante —ordenó Geder.

Los soldados avanzaron con sus espadas desenvainadas. Los carreteros permanecieron junto a los carros, sonreían, fruncían el entrecejo o miraban alrededor confundidos. Geder cabalgó dando un lento rodeo al pequeño campamento. El sonido del registro parecía seguirlo, las voces enfurecidas o quejumbrosas, el golpeteo de las maderas, el choque de los metales entre sí. Observó que sus hombres sacaban lingotes de hierro de un carro y los dejaban caer al suelo. Uno de los hombres rascó el metal para asegurarse de que fuera lo que parecía, después escupió y continuó con el registro.

El mediodía llegó y se fue. Se levantó un viento frío que hizo que la nieve danzara y se arremolinara alrededor de sus tobillos. Los soldados descargaron cada carro, miraron debajo de ellos, examinaron los caballos y las mulas, y empezaron a recorrer la casa del molino. Geder desmontó en la orilla de la balsa del molino y observó los carros descubiertos, los carreteros helados, el ineficaz sol en el cielo acuoso. Uno de los carreteros —una mujer de aspecto enfermizo, con el pelo y la piel pálidos— se acurrucaba entre rollos de lana caídos y simulaba no mirar a Geder. Él sabía qué veía ella. Un noble engreído intimidándola a ella y a sus amigos. Deseaba acercarse a ella y explicarle que no era así. Que él no era así.

En vez de eso, se dio la vuelta. El cambiante polvo de nieve se desplazó sobre el hielo como las ondas en el agua. Geder caminó por la orilla, intentando no sentir la mirada de la muchacha sobre él. Algún idiota había estado patinando. Las rayas blancas indicaban las trayectorias que las hojas habían cortado en la delgada capa de hielo. Tuvieron suerte de no haberla atravesado por completo. En cierta ocasión leyó un ensayo que estimaba el tiempo que tardaba cada una de las trece razas en morir en el agua helada. Bueno: doce, en realidad. Los drowned no.

Geder se detuvo casi antes de saber qué lo había hecho detenerse. Cerca de la orilla de la balsa, cruzaba la superficie de hielo un reborde de nieve largo y bajo. Las marcas blancas dejadas por los patines se perdían al llegar a ahí y reaparecían después, como si el patinador hubiera pasado directamente a través del pequeño reborde. O como si el reborde no hubiera estado ahí cuando pasó el patinador. Geder se aproximó. La nieve misma se veía diferente. Carecía de la capa de hielo previsible. Tenía la apariencia regular de la arena barrida con una escoba. Geder alzó la mirada. Los guardias se encontraban en el costado más alejado de la caravana. Sus soldados estaban agrupados a la entrada de la casa del molino. Caminó alrededor de la curiosa formación de nieve.

Profundos cortes y marcas rayaban la superficie del hielo. Algo cuadrado y negro sobresalía hasta la altura del tobillo. Se puso en cuclillas y apartó la nieve. Una caja, hundida a medias en el hielo recién cortado, cubierta de nuevo con nieve. Y otras cajas, junto a la primera, todas ellas recubiertas de una fina capa de hielo y ocultas por la nieve cuidadosamente acumulada. Levantó la cabeza. Ahora, la carretera estaba de pie, estirando el cuello para poder verlo, las manos entrelazadas sobre el regazo. Geder extrajo su cuchillo y forzó el cerrojo. Topacios, jade, esmeraldas, perlas, oro y una filigrana de plata tan delicada como la escarcha. Se echó hacia atrás como si las gemas lo hubieran mordido y, después, cuando comprendió lo que veía, sintió que en su pecho salía el sol. El alivio y la delicia inundaron su cuerpo, le relajaron los músculos y pusieron una sonrisa en su cara.

Lo había conseguido. Había hallado la caravana perdida y las riquezas ocultas de Vanai. Ya no volvería a ser Geder Palliako, el idiota prescindible. Ya no tendría que disculparse por lo mucho que le gustaba leer, ni por lo abultado de su barriga. Oh, no. Llevarían su nombre a Camnipol y al rey Simeon en un carruaje de oro tirado por caballos con rubíes en las riendas. En la Corte solo se hablaría de él. Lo ensalzarían, honrarían y celebrarían en los más altos círculos del reino.

Salvo que, desde luego, eso no ocurriría. El nombre que celebrarían en Camnipol sería el de Alan Klin.

Alan Klin, quien lo había humillado. Quien había quemado su libro.

Geder respiró hondo durante un buen rato, y dejó salir el aire lentamente. Cerró la tapa. Un instante después, la abrió de nuevo, introdujo las manos en ella y sacó dos grandes puñados de gemas que se echó dentro de la camisa. Las preciosas piedrecitas se apiñaron alrededor de su vientre, allí donde el cinturón se ajustaba al cuerpo. Volvió a cerrar la chaqueta para ocultar las prominencias, bajó la tapa de la caja una vez más y de nuevo amontonó nieve encima. Cuando se puso de pie, lo llenó una alegría tan negra e inmensa que empequeñecía la que había sentido un momento antes. Mientras caminaba de regreso a los carros, no tuvo necesidad de recordarse que debía mantener la cabeza alta. La muchacha lo observaba mientras él se aproximaba. Geder le sonrió como si saludase a un viejo amigo o a una amante. A un cómplice. Puso, brevemente, un dedo sobre sus labios. «No digas nada».

Los ojos de la muchacha se abrieron, enormes. Un instante después, ella asintió, solo una vez. «No lo haré». Podría haberla besado.

Cuando encontró a su segundo, el timzinae y sus soldados ya habían acabado de registrar la casa. Geder se percató de que la conversación se detuvo cuando él entró en la estancia, pero no le importó. El interior de la casa olía a moho y a humo, y los signos de que la caravana había pasado allí la noche marcaban las piedras del suelo. Una escoba apoyada contra la pared más alejada. El haz de ramas estaba mojado y un pequeño charco de agua oscurecía las piedras de debajo. Geder puso cuidado en hacerle caso omiso.

—¿Qué habéis encontrado? —preguntó.

—Nada, mi señor —respondió el segundo.

—Aquí estamos perdiendo el tiempo —dijo Geder—. Reúne a los hombres. Tenemos que seguir adelante.

El segundo miró a su alrededor. Uno de los soldados —un joven timzinae con escamas negras que brillaban como si las hubiera pulido— se encogió de hombros.

—Mi señor, no hemos revisado el sótano. Si lo deseas…

—¿De verdad crees que tiene algún sentido? —preguntó Geder.

Y cuando vio que el segundo tardaba en responder:

—Francamente.

—Francamente, no.

—Entonces, reúne a los hombres y vámonos.

El jefe de la caravana, sentado en un taburete, hizo un ruido impaciente con la parte posterior de la garganta. Geder se volvió hacia él.

—En nombre del imperio y del rey, me disculpo por este inconveniente —dijo con una reverencia.

—No ha sido nada —dijo con acritud el jefe de la caravana.

Fuera, los soldados tomaron sus posiciones como habían hecho las veces anteriores. Geder montó por sí solo, con cuidado. Su cinturón se sostuvo. Las gemas y las joyas se le clavaron en la piel, y le pincharon un poco los costados. No cayó ninguna. Los guardias de la caravana observaron con bien fingido desinterés cómo Geder extraía su espada para realizar un saludo, hacía girar su caballo y se alejaba lentamente. Con cada paso que los alejaba de la caravana, Geder sentía que su espalda se relajaba un poco más. El sol, que ya caía hacia el horizonte, lo encandilaba a medias, y estiró su cuello para contar los soldados que tenía detrás, a fin de asegurarse de que ninguno había regresado o había sido dejado atrás. Ninguna de las dos cosas.

En la cima del risco, Geder se detuvo. Su segundo se puso a su lado.

—Podemos acampar donde lo hicimos anoche, mi señor. Partir hacia el sur y luego al este por la mañana.

Geder negó con la cabeza.

—Al este.

—¿Señor?

—Iremos hacia el este —dijo Geder—. Gilea no está lejos, y podemos pasar unos cuantos días en algún sitio caliente antes de regresar a Vanai.

—¿Regresamos? —preguntó el segundo, procurando que su voz sonara neutra.

—Más vale que volvamos —respondió Geder, esforzándose por contener una sonrisa—. No encontraremos nada.