Con las sendas del dragón detrás, el mundo se volvió nieve y lodo. Debajo de Cithrin, el carro daba tumbos a través de surcos y hoyos, delante de ella, las mulas se afanaban y resbalaban, y las ruedas se quejaban y escupían a través del barrizal que habían dejado los carros que iban delante. Sentada, con las riendas entre sus dedos entumecidos y su aliento formando espectros de vapor, Cithrin observaba cómo las bajas colinas se transformaban en llanuras, los bosques raleaban y eran reemplazados por matorrales, tapizados de nieve y zarzas. En primavera, las tierras que rodeaban las Ciudades Libres podían verse verdes y animadas, pero ahora parecían vacías y eternas.
Pasaron por un campo con montones de heno pudriéndose, testigo de la tragedia de algún granjero. Un viñedo en el que, hilera tras hilera, las espalderas sostenían unas viñas negras y leñosas que parecían muertas. Aquí y allá, una liebre nival salía dando brincos, casi demasiado lejos para ser vista. O un ciervo se acercaba hasta que uno de los carreteros o los guardias le disparaban una flecha con la esperanza de conseguir carne fresca. Hasta donde Cithrin pudo saber, nunca dieron en el blanco.
En general, hacía frío. Y los días todavía se estaban acortando.
El jefe de la caravana mandó detenerse para pasar la noche en un molino abandonado. Cithrin detuvo su carro junto a la placa de hielo de una balsa, desenganchó las mulas, salpicadas de lodo, y las frotó hasta dejarlas limpias mientras los animales comían. El sol colgaba, bajo y sangriento, en el oeste. Opal se acercó a ver cómo estaba, y los ojos apacibles de la mujer parecieron complacidos por lo que vieron.
—Al final, conseguiremos hacer de ti una honrada carretera, querida —dijo.
La sonrisa lastimó las mejillas de Cithrin, escocidas por el frío.
—Una carretera, puede ser —contestó ella—. Lo de honrada ya es otra cosa.
Las cejas de la mujer mayor se alzaron.
—Más humor —ironizó Opal—. El mundo puede dejar de girar. ¿Vendrás a comer?
—No lo creo —respondió Cithrin, mirando los cascos de una de las mulas. La pequeña úlcera del día anterior todavía estaba ahí, pero no había empeorado—. No me gusta estar con ellos.
—¿Ellos?
—Los otros. Creo que no les gusto. Si no fuera por mí, estarían todos en Bellin, sentados alrededor del fuego. Y el capitán…
—¿Wester? Sí. Es un poco huraño, ¿verdad? Yo misma todavía no sé muy bien qué hacer con él —dijo Opal con voz irónica y especulativa, al borde del coqueteo—. Con todo, estoy segura de que no te morderá, a menos que se lo pidas.
—Igualmente —replicó Cithrin—. Creo que me quedaré en el carro.
—Entonces te traeré un plato de comida.
—Gracias —dijo Cithrin—. Y ¿Opal?
—¿Sí?
—Gracias.
La guardia sonrió y realizó una pequeña e irónica reverencia. Cithrin la observó regresar hacia el molino. Ahí dentro, alguien había encendido un fuego y una delgada columna de humo se elevaba desde la chimenea de piedra. A su alrededor, la nieve resplandecía con el color del oro, luego roja, y luego, entre un instante y el siguiente, gris. Cithrin cubrió las mulas con mantas y encendió su propio pequeño fuego. Opal regresó con un plato de estofado de verduras y pasteles de trigo, y luego regresó a las voces y la música. Cithrin se puso de pie para seguirla, pero después volvió a sentarse.
Mientras comía, salieron las estrellas. La nieve hacía que la luz azul pálida de la luna en cuarto menguante pareciera más brillante de lo que debía. El frío arreció y Cithrin se acurrucó más cerca de su pequeño fuego. El frío se filtraba avanzando sobre ella. Estrechándola. Después, cuando el capitán y el tralgu ya habían salido a explorar y los demás se habían ido a dormir, Cithrin entró sigilosamente en la casa del molino y buscó un rincón para acurrucarse en él. Durante el desayuno, rehuyó las miradas y la curiosidad de los demás carreteros y regresó donde estaban sus mulas tan rápido como pudo. La luz del día era escasa, y el jefe de la caravana no dejó mucho tiempo para el ocio y la charla. Esas largas y oscuras horas que mediaban entre el final del trabajo y la hora de dormir eran la peor parte del día. Hacía que las pasara recluyéndose en el interior de su mente.
Podía empezar a cantarse canciones o a recordar obras y presentaciones a las que había asistido como miembro del banco. Sin embargo, no transcurría mucho tiempo antes de que se descubriera regresando al magíster Imaniel y sus constantes pruebas en la mesa de la cena. La diferencia entre un regalo dado como retribución y un préstamo formal; la paradoja de las dos partes que actúan razonablemente y, sin embargo, llegan a una solución que no es ventajosa para ninguna de ellas; las estrategias del contrato único y las del contrato que se renueva de manera continua. Los enigmas eran los juguetes de su niñez y volvía a ellos en busca de consuelo y solaz.
Se encontró a sí misma estimando el valor de una caravana en su totalidad, cuánto podrían haber ganado en Carse, y cuánto más o menos tendrían que ofrecer en Porte Oliva para cuadrar los dos viajes. Pensó en Bellin, y si los impuestos sobre los derechos de paso u hospedaje harían más rica a la ciudad. En qué momento tendría el mismo sentido abandonar los carros que conservarlos. Si el magíster Imaniel había sido prudente al invertir en una cervecería y, además, en asegurarla en caso de incendio. Sin contar con la información real, no se trataba más que de un juego, pero era el juego que mejor conocía.
La banca, decía el magíster Imaniel, no se trataba del oro y la plata. Se trataba de quién sabía algo que nadie más supiera, en quién podía confiarse y en quién no, y de parecer una cosa y ser otra. Con las preguntas que se hacía podía evocar al magíster Imaniel, y a Cam y Besel. Podía ver sus caras de nuevo, oír su risa y sumergirse en otro tiempo y lugar. Uno en el que era amada. O no, no en realidad. Pero, al menos, uno al que pertenecía.
Incluso mientras la noche que la rodeaba se hacía más fría, el nudo en su estómago se aflojó. Su cuerpo, hecho un ovillo, tenso, se tornó más blando y relajado. Puso palos más grandes en el fuego, observando cómo se atenuaban las llamas, primero, bajo el peso de la leña, y brillaban, después, al encender la madera. El calor le acariciaba la cara y las manos, y la lana que la envolvía mantenía a raya lo peor de la noche.
¿Qué sucedería, se preguntaba, si un banco ofreciera un préstamo mayor a quienes hubieran devuelto uno anterior antes de tiempo? Los prestatarios ganarían más oro gracias al arreglo y el banco recogería sus beneficios con mayor rapidez. «Y sin embargo —le decía el magíster Imaniel en su mente—, si todos se benefician es que hay algo que has pasado por alto». Había alguna consecuencia que se había saltado…
—Cithrin.
Alzó la vista. Sandr, medio agazapado, se escabulló desde las sombras entre los carros. Una de las mulas levantó la cabeza, estornudó una gran pluma de aliento blanco y volvió a su descanso. Mientras Sandr se sentaba, Cithrin oyó un extraño sonido metálico y el característico ruido del vino dentro de la bota.
—No has… —dijo ella, y Sandr sonrió.
—A maese Kit no le importará. Se reaprovisionará en cuanto lleguemos a Bellin, como preparativo para el invierno. Es solo que ahora tiene que transportarlo por los confines del mundo. Le estaremos haciendo un favor si le aligeramos la carga.
—Te meterás en problemas —observó ella.
—Eso no pasa nunca.
Sandr abrió la bota con su mano enguantada y se la extendió. El aroma de los vapores la templó casi antes que el vino. Sabroso y fuerte y suave, le bañó la boca y la lengua, fluyó por su garganta. El calor del vino la encendió como si se hubiera tragado una vela. No había en ello dulzura, sino algo más profundo.
—Dios —exclamó ella.
—¿A que es bueno? —dijo Sandr.
Cithrin sonrió y bebió otro largo trago. Y luego otro más. El calor se extendió por su vientre y comenzó a recorrerle brazos y piernas. A regañadientes, le devolvió la bota a Sandr.
—Y esto no es todo —añadió él—. Tengo algo para ti.
Extrajo de su capa una bolsa de lona. La tela apestaba a polvo y herrumbre, y algo en su interior se movió produciendo un sonido metálico cuando Sandr la puso sobre la nieve. Sus ojos relucían bajo la luz de la luna.
—Estaban en el almacén trasero. Y un montón de otras cosas también. En realidad, fue Smit quien las encontró; pero pensé en ti y negocié con él.
Sandr extrajo una bota de cuero agrietada envuelta en cordón. Una caos de metal oxidado colgaba de la suela, oscura y desgastada salvo por una hoja parecida a un cuchillo que recorría toda su longitud y brillaba como si estuviese recién afilada.
—¿Has patinado alguna vez? —preguntó Sandr.
Cithrin negó con la cabeza. Él extrajo del saco dos pares de botas, el viejo cuero gris bajo la luz tenue. Cithrin bebió otro largo sorbo de vino.
—Son demasiado grandes —dijo él—, pero les pondré un poco de arena dentro. La arena está bien porque cambia de forma ajustándose a la forma de tu pie. La tela solo hace bulto. Toma, pruébatelas.
«No quiero», pensó ella, pero Sandr ya tenía su pie en la mano y le quitaba la bota, y estaba tan complacido consigo mismo… El patín estaba frío, y el cuero arrugado se le hundió en la parte superior del pie, pero Sandr ajustó los cordones y comenzó con el otro pie.
—Aprendí a patinar en Asterilhold —le contó Sandr—. Hace dos… Dios, hace tres años. Acababa de alistarme en la compañía, y maese Kit nos hizo pasar el invierno en Kaltfel. Hacía tanto frío que, cuando escupías, la saliva se congelaba antes de tocar el suelo, y las noches eran eternas. Pero hay un lago en medio de la ciudad y todo el tiempo que estuvimos ahí podía cruzarlo por donde me apeteciera. Construyen una ciudad invernal de hielo cada año. Con casas y tabernas y todo. Como una ciudad real.
—¿De verdad? —dijo ella.
—Fue estupendo. Ya. Creo que ya está. Déjame que me ponga las mías.
Cithrin bebió otro trago del vino generoso y este envió calor a los dedos de sus manos y pies. Sin darse cuenta, ya se habían bebido la mitad del vino. Lo sentía en sus mejillas. Y los vapores le hacían sentir la cabeza ligera y alegre. Sandr luchaba y refunfuñaba mientras la bota con el patín crujía y tintineaba. Parecía imposible que algo tan incómodo fuese a funcionar de verdad, hasta que Sandr colocó la última correa en su sitio, medio caminó y medio se tambaleó hacia la balsa y luego se empujó sobre el hielo. Entre una respiración y la siguiente, Sandr se convirtió en la gracia personificada. Sus piernas hacían tijeras y se deslizaban mientras las cuchillas siseaban al rayar el hielo. Su cuerpo se movía y se zambullía mientras se deslizaba a través la balsa y de regreso, con sus brazos tan elegantes como los de un bailarín.
—No están mal —gritó—. Venga. Inténtalo tú.
Otro trago de vino y, después, otro más para la buena fortuna y Cithrin salió maniobrando. El aire frío le escocía en la cara, pero sin lastimarla. Sus tobillos se movían mientras luchaba por comprender esta nueva forma de equilibrio. Intentó darse impulso del modo en que lo hacía Sandr y cayó con fuerza sobre el hielo. Sandr se rio encantado.
—La primera vez es difícil —explicó él, y llegó siseando hasta su lado—. Dame la mano. Te enseñaré.
En unos minutos, sus rodillas estaban flexionadas, sus brazos abiertos y sus pies cortaban el hielo. Pero no se cayó.
—No intentes caminar —le aconsejó Sandr—. Empuja con un pie y deslízate sobre el otro.
—Para ti es fácil —se quejó ella—. Sabes lo que haces.
—Ahora sí. La primera vez me fue peor que a ti.
—Adulador.
—Tal vez merezca la pena adularte. No, así. Eso es. ¡Así!
El cuerpo de Cithrin se adaptó al movimiento y se descubrió patinando. No con tanta gracia y seguridad como Sandr, pero sí más cerca de ello. El hielo pasaba veloz bajo sus pies, blanco y gris a la luz de la luna. La noche sabía como el vino generoso y se movía como un río que fluyera a su alrededor. Sandr gritó de alegría y le cogió la mano, y juntos cruzaron a toda carrera la balsa del molino y las huellas de sus patines dibujaron blancas líneas en la penumbra.
Desde la orilla, una de las mulas dio su opinión con un gruñido y estremeciendo las ancas. El aire veloz silbaba en los oídos de Cithrin. Sintió cómo sonreía y giraba. El nudo en su estómago era un recuerdo, un sueño, algo que le había sucedido a otra persona. Se cayó dos veces, pero le pareció gracioso. El hielo era nube y cielo, y ella había aprendido a volar. El hielo rechinaba y gemía bajo su peso, y Sandr aplaudió cuando ella realizó una reverencia tan elaborada como desmañada en el centro de la balsa.
—Una carrera —gritó Sandr—. Hasta allí, ida y vuelta.
Sandr salió disparado como una flecha hacia la orilla más lejana, y Cithrin lo siguió. Las piernas le dolían y su corazón rebotaba como una roca rodando colina abajo, la cara entumecida, convertida en máscara. Sandr llegó al borde del hielo, se dio impulso en la nieve y pasó a toda prisa junto a ella, de regreso hacia su carro. Cithrin también giró, impulsándose cada vez con mayor velocidad y esfuerzo. En el centro de la balsa, el hielo se oscureció y se quejó, pero ella ya estaba sobre él, casi detrás de Sandr, deslizándose junto a él, adelantándolo. Casi adelantándolo.
El patín de Cithrin golpeó la nieve y los juncos muertos. El suelo, azul de luna, se elevó y la golpeó tan fuerte que no podía respirar. Sandr yacía a su lado, con sus ojos enormes, sus mejillas tan rojas como si ella las hubiese pellizcado. El aspecto de sorpresa y preocupación en su rostro era tan cómico que, cuando pudo, Cithrin comenzó a reír.
La risa de Sandr se unió a la de ella y él lanzó un puñado de nieve al aire, los copos flotaban a su alrededor como vilanos de diente de león. Y después, él rodó hasta ella, cargando su peso sobre su costado. Sus labios estaban sobre los de ella.
«Oh», pensó ella. Y después, medio segundo más tarde, intentó devolverle el beso.
No era tan embarazoso como había creído. Los brazos de Sandr se movían a su alrededor, su cuerpo ahora totalmente sobre el de ella, empujándola contra la nieve, que no parecía fría en absoluto. La mano de Sandr tocó torpemente su chaqueta, y después el grueso jersey de lana. Sus dedos encontraron la piel de Cithrin. Ella se sintió arquearse, empujando su cuerpo hacia el contacto. Cithrin oyó que su respiración se hacía desigual.
—Cithrin —dijo Sandr—. Debes… Debes saber…
—No —atajó ella.
Él se detuvo, y se retiró. Su mano se apartó de sus senos. El remordimiento le estrechó el rostro. Ella sintió una llamarada de impaciencia.
—No hables, es lo que quiero decir.
Siempre había sabido cosas sobre el sexo de un modo general. Cam había hablado sobre ello en un tono grave, severo, de advertencia. Ella había visto a los actores enmascarados en el carnaval de primavera bailar por las calles iluminadas por antorchas, pero nada más. Quizá no tuviera ningún misterio. Y, sin embargo, mientras se desabrochaba el cinturón y se bajaba los ásperos pantalones, se preguntaba si aquello era lo que Besel había hecho con todas aquellas chicas. Todas las que no eran ella. ¿Les había ido así a ellas? Había oído que la primera vez dolía. Se preguntaba cómo sentiría eso. Los costados desnudos de Sandr brillaban, casi tan pálidos como la nieve. La concentración lo poseía mientras intentaba quitarse los patines sin levantarse.
«Espero que el que no esté enamorada de él no sea ningún problema», pensó ella.
Un rugido surgió de la nada, profundo y violento y repentino. Sandr se alzó en el aire, su peso ya no existía, los ojos redondos por la sorpresa. Algo cogió a Cithrin por la cintura. Su primer pensamiento fue que lo había arrancado un ave monstruosa bajada del cielo.
El capitán Wester lanzó a Sandr sobre el hielo, donde aterrizó torpemente, derrapando. La espada del capitán siseó al salir de su vaina, y este avanzó hacia Sandr maldiciendo en tres lenguas. Cithrin se puso de rodillas, abrazando su ropa. Sandr trastabilló, con el pene erecto aún bamboleándose cómicamente, y resbaló.
—No estaba forzándola —chilló—. No estaba forzándola.
—¡Como si me importara! —gritó Wester, señalando con su espada la bota de vino medio cubierta por la nieve—. ¿La emborrachas hasta dejarla atontada para que se te abra de piernas, y quieres una medalla por buen comportamiento?
—No estoy borracha —dijo Cithrin, percatándose de que tal vez sí lo estuviera. Wester no le hizo caso.
—Hijo, si vuelves a tocarla te cortaré un pedazo. Y reza por que sea un dedo.
Sandr abrió la boca, pero de ella solo salió un agudo gimoteo.
—¡Basta! —gritó Cithrin—. ¡Déjalo en paz!
Wester se volvió hacia ella con mirada iracunda. Más alto que ella, dos veces más ancho y con un acero desnudo en la mano, Wester la empequeñecía y, con todo, una parte de su mente le decía que permaneciera callada. El vino, la vergüenza y la furia la impulsaron a seguir.
—¿Quién eres tú para decirle qué puede y qué no puede hacer? —le reprochó Cithrin—. ¿Quién eres para decírmelo a mí?
—Soy el hombre que te está salvando la vida. Y vas a hacer lo que te digo —gritó Wester, pero ella pensó que su mirada estaba confusa de nuevo—. No permitiré que te conviertas en una puta.
La palabra la hirió. Cithrin apretó los puños hasta que le dolieron los nudillos. La sangre encendió sus mejillas y rugió en sus oídos. Cuando habló, aulló.
—¡No iba a cobrarle!
Wester la miró como si la viera por primera vez. La confusión se tornó más profunda, fundiendo sus cejas y algo semejante a una sonrisa estiró su boca. Y después, de manera inexplicable, angustia.
—Capitán —gruñó una nueva voz, y el tralgu apareció de la oscuridad.
—No es buen momento, Yardem —dijo Wester.
—Lo sospecho por los gritos, señor. Hay unos soldados.
Wester cambió en un abrir y cerrar de ojos. Su rostro se despejó, y su cuerpo se retrajo de manera casi imperceptible. Su hostilidad se evaporó, y la propia Cithrin se sintió desconcertada por el repentino cambio. Parecía injusto que el capitán abandonase el conflicto habiendo todavía cosas por resolver.
—¿Dónde? —preguntó Wester.
—Acampados sobre el risco, hacia el este —respondió el tralgu—. Dos docenas. Estandarte de Antea, tiendas de Vanai.
—Bien, Dios está de nuestro lado —dijo Wester—. ¿Hay alguna posibilidad de que sus exploradores no reparen en nuestra presencia?
—Ninguna.
—¿Te han visto?
—No.
La furia de Cithrin se derrumbó, mientras las palabras pugnaban a través de los vapores del vino y los últimos restos de su enfado. Wester ya caminaba junto a su carro. El capitán estudió a Sandr, todavía sobre sus patines, la bota de vino medio enterrada, la balsa con las marcas blancas de las hojas aún sobre el hielo.
—Sandr, busca a maese Kit.
—Sí, señor —dijo Sandr, y puso pies en polvorosa en dirección a la casa del molino.
Wester envainó la espada sin prestar atención. Sus ojos recorrieron el paisaje buscando algo. Cithrin esperaba, con el corazón en un puño. No podían huir. No podían luchar contra dos docenas. Sin duda, toda la buena voluntad que hubiese podido esperar de Wester se había esfumado.
Los segundos se alargaban, interminables. Wester respiró hondo y soltó el aire despacio.
—Necesitamos una escoba.