DAWSON

La partida de caza del rey se apresuraba a través de la espesa cortina de nieve, los ladridos de los sabuesos atenuados e inquietantes por la atmósfera gris. Dawson Kalliam se inclinó sobre el cuello envuelto en vapor de su caballo, sintiendo como el gran animal se lanzaba en el aire. Vio la zanja helada pasar como un borrón debajo de ellos antes de desaparecer y el impacto del aterrizaje cedió su lugar, nuevamente, a la persecución veloz como el viento. Detrás de él se alzaron media docena de voces, pero no la del rey. Dawson les hizo caso omiso. A su izquierda, un caballo gris con barda de cazador de cuero rojo apareció de entre la nieve. Feldin Maas. Otros cabalgaban detrás, cerca de él, solo sombras inmersas en la nieve. Dawson se inclinó aún más cerca de su montura, clavándole los talones en los flancos, exigiéndole más velocidad.

El venado había corrido mucho y muy velozmente, y en dos ocasiones había estado a punto de perder a los cazadores y sus perros. Pero Dawson había cabalgado por las colinas de Osterling Fells en todo tipo de condiciones atmosféricas desde muchacho, y conocía sus trampas. El ciervo había doblado, metiéndose en un cañón sin salida, y no regresaba. Matar la presa, desde luego, le correspondía al rey Simeon. La carrera consistía en ser el primero en alcanzar la presa.

Las ramas inferiores de un pino, asombrosamente verdes contra el vacío, indicaban por donde había pasado el venado. Dawson giró, mientras sentía a Feldin Maas y los demás que se amontonaban detrás de él. Alguien gritó. Los aullidos y los agudos ladridos de los perros se hicieron más fuertes. Apretó los dientes, y se lanzó hacia delante.

Algo apareció a su derecha. No era el gris. Un caballo blanco sin barda. Su jinete no llevaba ni yelmo ni capucha, y el largo pelo cobrizo delataba a Curtin Issandrian tan claramente como si fuera un pendón.

Dawson clavó los talones nuevamente y su caballo saltó hacia delante. Demasiado rápido. Sintió el martilleo de su galope volverse irregular: su caballo luchaba por mantenerse en pie. El caballo blanco salió en tropel, dejándolo atrás, y un instante más tarde el caballo gris de Feldin Maas estaba a su lado.

Si el venado hubiera corrido otros mil metros, Dawson podría haber retomado la posición de honor, pero la condenada bestia se detuvo en un claro demasiado pronto. Dos de los perros yacían muertos a sus pies y los cazadores mantenían lejos al resto de la jauría con sus voces y sus látigos cortos. Una punta le había roto las costillas y la sangre manchaba el flanco del venado. Su pata trasera izquierda estaba empapada de sangre ahí donde un sabueso excesivamente entusiasta le había arrancado el espolón y su desigual manto de invierno le daba el aspecto de un viajero al final de un viaje. El animal se volvió hacia ellos, exhausto, blanco su aliento, en el momento en que Curtin Issandrian se detenía, con Dawson y Feldin Maas justo detrás.

—Bien hecho, Issandrian —dijo Dawson con acritud.

—Es un animal hermoso, ¿no? —se pavoneó el triunfador, haciéndole caso omiso. Dawson tenía que admitir que el venado tenía un auténtico aire de nobleza. Exhausto, apaleado y con la muerte ante sí, no mostraba ningún temor. Resignación, tal vez. Odio, ciertamente. Issandrian desenvainó su espada y saludó a la bestia, que inclinó la testuz como si comprendiera. El segundo grupo de jinetes llegó al claro a todo correr, los seis juntos, cada uno con los sellos de sus respectivas casas. Los sabuesos saltaban y ladraban, y los cazadores gritaban y maldecían.

Y entonces, llegó el rey.

El rey Simeon entró en el claro montando su inmenso caballo de guerra, las riendas de cuero negro trenzadas con escarlata y oro. El príncipe Aster montaba un poni junto a su padre, llevaba la espalda muy recta, orgulloso, y su armadura todavía le quedaba un poco grande. Su jefe de caza privado cabalgaba detrás, y tras él, un enorme jasuru con una armadura verde amarilla que hacía juego con sus escamas. El propio rey Simeon vestía de cuero oscuro, tachonado de plata, y llevaba un yelmo negro que ocultaba el inicio de los carrillos y su nariz torcida.

Dawson había salido de caza con él desde que ambos eran más jóvenes aún que Maas e Issandrian, y podía ver el cansancio en la espalda del rey, aunque nadie más pudiera notarlo. El resto de la partida de caza cabalgaba detrás de él. Los improvisados cazadores estaban más interesados en los chismes y en una cabalgata en un día soleado que en el deporte cinegético. Estaban presentes los estandartes de todas las grandes casas. La Corte de Camnipol llegó a un claro en Osterling Fells.

El cazador jasuru cogió la lanza que llevaba en la espalda y se la extendió al rey Simeon. En las manos del rey, el asta parecía más larga. El cazador dio una señal y los perros se abalanzaron sobre el venado, que se distrajo. El rey Simeon situó la lanza en posición, espoleó su caballo y cargó. El venado se tambaleó hacia atrás por el impacto, la punta de la lanza clavada profundamente en el cuello. Cuando la bestia cayó, Dawson tuvo la sensación instintiva de que estaba más sorprendida que dolorida. La muerte, pese a que era previsible, llegó de manera inesperada. El brazo del rey Simeon estaba fuerte como siempre, y sus ojos igual de intensos. El venado murió rápido, y sin necesidad de que le dieran el golpe de gracia. Cuando los cazadores llamaron a los sabuesos y levantaron los puños para confirmar que el animal estaba muerto, una aclamación se elevó de entre los nobles. Entre ellos, la voz de Dawson.

—Y bien, ¿quién se ha llevado los honores? —preguntó el rey Simeon mientras su cazador descuartizaba el venado—. ¿Issandrian? ¿O fuiste tú, Kalliam?

—Al final estuvo tan cerca —respondió Issandrian— que diría que el barón y yo llegamos juntos.

Feldin Maas desmontó con una sonrisa de suficiencia y fue a examinar los perros muertos.

—No es verdad —dijo Dawson—. Issandrian llegó un buen trecho antes que yo. Los honores son para él.

«Y yo no cargaré con una deuda hacia ti; ni siquiera con algo tan pequeño como esto», pensó, pero se abstuvo de decirlo.

—Entonces Issandrian se lleva los honores —zanjó el rey Simeon, tras lo cual gritó—. ¡Issandrian!

Los demás levantaron puños y espadas, sonriendo bajo la nevada, y gritaron el nombre del vencedor. El festín sería el día después. Cocinarían la carne del venado en el propio hogar de Dawson, e Issandrian tendría el lugar de honor. Ese pensamiento era como tener un nudo en la garganta.

—¿Estás bien? —preguntó el rey, en voz lo bastante baja como para que nadie más lo oyera.

—Bien, alteza —respondió Dawson—. Estoy bien.

Una hora más tarde, mientras cabalgaban de regreso a la casa, Feldin Maas trotó junto a él. Desde la caída de Vanai y la derrota de los refuerzos de Maccia, Dawson había simulado que las noticias de las Ciudades Libres no significaban nada en particular para él, pero la farsa le resultaba irritante.

—Lord Kalliam —dijo Maas—. Ha llegado algo.

Maas le lanzó una rama a Dawson. No, no una rama. Un trozo de cuerno roto, enrojecido por la sangre del perro.

—Es mejor algún honor que ninguno, ¿no? —dijo Maas con una sonrisa, sus palabras blancas como la niebla.

Mientras cabalgaban de regreso a la propiedad, la nieve se transformó, de grandes copos plumosos a pequeñas motas. Las montañas, hacia el este, reaparecieron al menguar y desgarrarse las nubes. El olor del humo impregnaba el aire, y las torres en espiral de Osterling Fells se levantaban hacia el sur. La piedra —granito y jade de dragón— relucía bajo la luz del sol, y las guirnaldas que colgaban de las almenas daban la impresión de que los propios edificios habían salido a recibir el fulgor del momento.

Como anfitrión, Dawson debía supervisar la preparación del venado. Eso apenas suponía permanecer en la cocina durante media hora con aspecto alegre. Pese a todo, el espíritu se le rebelaba. No conseguía obligarse a bajar al caos de criados y perros. Se dirigió hacia las amplias escaleras de piedra que había junto a los hornos y se detuvo en el rellano, sobre las mesas de preparación. A lo largo del muro se enfriaban pasteles y hogazas de pan, y una anciana clavaba plumas de pavo real en una loncha de cerdo que había sido esculpida para asemejarse a un ave y cubierta de caramelo para que brillara como el cristal. El olor de las uvas cocidas y el pollo relleno llenaba el aire caliente. Los cazadores llegaron con el cadáver y cuatro jóvenes se pusieron a preparar la carne, frotándola con sal, hojas de menta y mantequilla, extrayendo las glándulas y las venas que el descuartizamiento había dejado. Dawson gruñía y observaba. La bestia había sido noble, y ahora, verla así…

—¿Esposo?

Clara, detrás de él, tenía la expresión amable que adoptaba en las etapas tempranas del agotamiento. Le brillaban los ojos, y los hoyuelos que enmarcaban su boca eran un poco más profundos de lo habitual. Nadie que no hubiese pasado una vida mirándola lo habría notado. Le disgustaba que la Corte hubiese puesto esa mirada en sus ojos.

—¿Esposa? —dijo él.

—¿Vienes? —lo invitó ella, dando medio paso hacia el fondo de la sala. El fastidio le tensaba la boca a Dawson. No por ella, sino por cualquier catástrofe doméstica que pudiera requerir su atención.

Asintió con sequedad y la siguió hacia las sombras y la relativa intimidad. Antes de que abandonara el rellano, una nueva voz lo detuvo.

—¡Señor! Se te ha caído esto, mi señor.

Uno de los cazadores estaba en la escalera. Era un joven de mandíbula ancha y cara despejada, que vestía la librea de Kalliam. Le extendía el trozo de asta rota, oscurecida por la sangre. Un sirviente que se dirigía al barón Kalliam como si fuese un niño que había perdido alguna fruslería.

Dawson sintió que se le ensombrecía la cara, y apretó los puños.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, y el cazador se puso pálido al oír el sonido de su voz.

—Vincen, señor. Vincen Coe.

—Ya no eres uno de mis hombres, Vincen Coe. Coge tus cosas y abandona mi casa antes del anochecer.

—¿Mi… mi señor? —preguntó el cazador.

—¿Quieres que, además, te azoten? —gritó Dawson. Debajo, en la cocina, se hizo el silencio. Todas las miradas se volvieron hacia ellos y se apartaron de inmediato.

—No, mi señor —respondió el cazador.

Dawson dio media vuelta y se hundió en la penumbra del corredor, con Clara a su lado. Ella no le hizo ningún reproche. En las sombras de la escalera, Clara se inclinó mientras le hablaba quedamente, casi al oído.

—Cuando entró, Simeon pidió un baño caliente y, en lugar de echar a puntapiés a todos de las habitaciones azules, le ordené al conserje que preparara la casa de Andr. La que está en el ala oriental. De todos modos, es un lugar más agradable y dispone de esas ingeniosas tuberías para mantener caliente el agua.

—Bien —dijo Dawson.

—He ordenado que no se le permita la entrada a nadie salvo a ti, desde luego, porque sabía que querías tener un momento con él.

—No puedo importunar al rey durante su baño —dijo Dawson.

—Claro que puedes, querido. No tienes más que decirle que se le olvidó advertirte. He tenido el cuidado de mencionar que ese es el lugar que siempre prefieres después de una cacería, así que no resultará inverosímil en absoluto. A menos, por supuesto, que les pregunte a los sirvientes y ellos le digan que en realidad utilizas las habitaciones azules. Pero curiosear de esa forma sería descortés, y Simeon nunca me ha dado la impresión de serlo. ¿Te la ha dado a ti?

Dawson sintió que se liberaba de un peso del que solo se había percatado a medias.

—¿Qué he hecho yo para merecer una esposa tan perfecta como tú?

—Fue la suerte —dijo ella, mientras una ligera sonrisa hendía su cortés máscara—. Ahora, ve antes de que acabe su baño. Yo me encargaré de ese pobre cachorro de cazador al que acabas de propinar un puntapié. En realidad, deberían darse cuenta de que no deben acercarse a ti cuando estás de mal humor.

La casa de Andr estaba dentro de los muros de la propiedad, situada junto a la capilla, pero separada, por lo demás, de los edificios principales. La poetisa cinnae que le daba nombre había vivido en ella en la época en que Osterling Fells era la sede de un rey con cierta afición por las artes de las razas inferiores, y Antea, solo el nombre de un linaje menor de nobles ubicado a medio día de camino hacia el norte. Ninguno de los poemas de Andr había sobrevivido el paso de los siglos. La única huella que había dejado en el mundo era una pequeña casa que llevaba su nombre y una inscripción en la entrada de piedra:

«DRACANI SANT DRAGAS», cuyo significado también había sido olvidado.

El rey Simeon yacía en una bañera de bronce trabajado, con la forma de una gran mano dartinae, los largos dedos vueltos hacia la palma. De unos canales situados debajo de las uñas salía agua caliente humeante. Un cuenco de piedra para el jabón descansaba en una repisa sobre el pulgar. Una ventana con un vitral daba al aire caliente un tono verde y dorado. Los ayudas de cámara permanecían de pie junto a la pared trasera, con suaves toallas para secar al rey y negras espadas para defenderlo. El rey levantó la vista cuando Dawson entró en la estancia.

—Perdóname, mi señor —le rogó Dawson—. No sabía que estabas aquí.

—No pasa nada, viejo amigo —dijo Simeon, haciendo un gesto a los ayudas de cámara—. Sabía que estaba metiéndome en tu lugar favorito. Siéntate. Disfruta del calor y yo te dejaré el sitio en cuanto vuelva a sentir los dedos de los pies.

—Gracias, señor —dijo Dawson mientras los criados le llevaban un banco—. Da la casualidad de que deseaba discutir un asunto contigo en privado. Sobre Vanai. Hay algo que es mejor que escuches de mi propia boca.

El rey Simeon se incorporó y, por un momento, no fueron señor y noble súbdito, sino otra vez Simeon y Dawson. Dos muchachos de buena sangre y alcurnia, llenos de orgullo y dignidad. De todos era sabido el menosprecio de Dawson por la campaña de Vanai, y su indignación por que a su propio hijo lo hubiesen asignado para servir bajo las órdenes de Alan Klin. Con todo, Dawson se adaptó, y su ira y santurronería aumentaron a una velocidad que lo ayudaría a superar su confesión. Simeon escuchaba, y los sirvientes ponían idéntico cuidado en hacer oídos sordos. Dawson observó cómo el conocido rostro pasaba de la curiosidad a la sorpresa, y de esta al desencanto, hasta quedarse en una especie de divertida desesperación.

—Debes abandonar esos juegos con el grupo de conspiradores de Issandrian —dijo el rey de Antea Imperial, reclinándose en su bañera—. Y, con todo, desearía por Dios que hubiera funcionado. Me hubiese ahorrado una enormidad de problemas. ¿Has oído algo acerca del Acta Edford?

—¿El qué?

—El Acta Edford. Se trata de un trozo de pergamino que encontró un sacerdote en la más ignota de las bibliotecas de Svenpol, que nombra al jefe de un consejo de agricultores bajo el rey Durren el Blanco. En el norte hay una solicitud para nombrar un nuevo consejo de agricultores basándose en ella. Todo terrateniente con suficientes cultivos como para pagar tendría voz en la Corte.

—No puedes decirlo en serio —dijo Dawson—. ¿Conducirán mulas por los palacios? ¿Criarán cabras en los jardines de la Torre del Rey?

—No se lo sugieras —lo instó el rey, mientras alargaba una mano hacia el cazo de jabón.

—Se trata de un ardid —aclaró Dawson—. No serán capaces de hacerlo.

—No entiendes cuan dividida está la Corte, viejo amigo. Todos los de baja cuna aman a Issandrian. Si ellos aumentan su poder, él aumenta el suyo con ellos. Y ahora Klin tiene su bolsa en Vanai. No veo que disponga de mucho espacio para moverme.

—No puedes querer decir que…

—No, no puede haber un consejo de agricultores. Pero necesitamos una reconciliación. A mediados de verano enviaré a Aster para que sea guardia de Issandrian.

Los grandes dedos de bronce gotearon. Una nube veló la luz. El rey Simeon se enjabonaba tranquilamente los brazos, inexpresivo, mientras las conclusiones se desplegaban entre ellos.

—Issandrian sería regente —le explicó Dawson con voz indiferente y ahogada—. Si murieras antes de que Aster alcanzara la mayoría de edad, Issandrian se convertiría en regente.

—No es seguro, pero tendría derecho a serlo.

—Te mandará asesinar. Eso es traición.

—Eso es política —le rebatió Simeon—. Tenía la esperanza de que Ternigan se quedase con la ciudad, pero el viejo cabrón piensa de forma bastante independiente. Sabe que el grupo de conspiradores de Issandrian está en ascenso. Ahora les ha hecho un favor sin pasarse a su bando. Yo tendré que atraerlo hacia mí. Ellos tendrán que atraerlo. Ternigan se sentará en Kavinpol y recibirá besos en ambas mejillas.

—Curtin Issandrian te matará, Simeon.

El rey se recostó. El agua oscura subió por sus brazos y oscureció su cabello. Una capa de jabón sucio flotaba y giraba en el agua.

—No lo hará. Mientras tenga a mi hijo, puede controlarme sin tomarse la molestia de sentarse en un trono.

—Entonces atácalo —le sugirió Dawson—. Te ayudaré. Podemos formar nuestro propio grupo de conspiradores. Hay hombres que no han olvidado las viejas maneras. Están deseosos de volver a ellas. Podemos reunidos.

—Podemos, sí, pero ¿para qué?

—Simeon. Viejo amigo. Este es el momento. Ahora Antea necesita a un auténtico rey. Tú tienes todo lo necesario para ser ese hombre. No envíes a tu hijo a Issandrian.

—No es el momento propicio. Issandrian está en ascenso, y oponerse a él ahora solo empeorará la lucha. Es mejor esperar hasta que tropiece. Ahora mi trabajo es cerciorarme de que, mientras tanto, no sigamos la senda del dragón. Si puedo entregarle a Aster el reino sin una guerra civil, será legado suficiente.

—¿Aun si no es la auténtica Antea? —preguntó Dawson, mientras un dolor le crecía detrás de los ojos—. ¿Qué honor hay en un reino que ha perdido su legado a manos de estos niños engreídos y prepotentes?

—Si me lo hubieras dicho antes de que Ternigan le entregase Vanai, podría haber estado de acuerdo contigo. Pero ¿dónde está el honor en librar una batalla que no puedes ganar?

Dawson le miró las manos. La edad le había engrosado los nudillos y el frío había agrietado su piel. El olor del jabón le ofendió la nariz. Su amigo de la niñez, su rey y señor, suspiraba y gruñía, cambiando de posición en la bañera como un anciano. En algún lugar de Osterling Fells, Curtin Issandrian y Feldin Maas se bebían su vino y brindaban. Riéndose. Las mejillas le dolían y se obligó a relajar la mandíbula.

Ese «¿Dónde está el honor en librar una batalla que no puedes ganar?» flotaba entre ellos. Cuando consiguió mantener el desencanto lejos de su voz, Dawson habló.

—¿Dónde más podría estar, mi señor?