MARCUS

La noche no tardó en caer. Solo habían vaciado la mitad de los carros, y el jefe de la caravana se subía por las paredes. Marcus no creía que fuese a haber problemas. La tormenta había llegado desde el oeste, y las montañas le exprimirían la mayor parte de la nieve. Puede que en Birancour estuvieran haciendo túneles desde los tejados, pero Bellin se encontraba bien resguardada. Estarían bien. Por lo menos, en lo tocante a la nieve.

Yardem había organizado barracas separadas para los «guardias». Eran dos pequeñas habitaciones con una chimenea compartida, pero en el poblado propiamente dicho, un cómodo refugio contra la ladera de roca viva. Las espirales talladas en la piedra recogían la luz del hogar y los muros parecían respirar y danzar. Marcus se quitó las botas mojadas y se recostó, quejándose. Los demás estaban a su alrededor, holgazaneando y conversando, y negociando para conseguir los mejores lugares donde dormir. El descanso de los actores no era en absoluto diferente del de los auténticos guardias, y sus bromas eran mejores. Hasta Yardem parecía un poco relajado, y eso no era frecuente.

Con todo, la tarea de Marcus no había acabado.

—Reunión —dijo—. Nuestro trabajo ha cambiado. Es mejor que lo hablemos en detalle ahora y que no nos sorprenda después.

La charla se atenuó. Maese Kit se sentó junto al fuego. Tenía el pelo gris y áspero. Era como si el humo se hubiera detenido.

—No sé cómo podrá pagar esto la caravana —se preguntó el actor—. Aun con habitaciones pequeñas, esto costará lo mismo que cuidarnos y alimentarnos durante toda una estación.

—Es posible que pierdan dinero —dijo Marcus—. Pero eso es problema del jefe de la caravana, no nuestro. No estamos aquí para ganar dinero. Solo para mantenerlos a todos a salvo. Si nos ponemos en camino nos arriesgamos a enfrentamientos con bandidos. Si permanecemos refugiados durante el invierno nadie se pondrá ansioso ni se acostará con otro, ni pondrá celoso a nadie más, ni se le meterá en la cabeza hacer demasiadas trampas a las cartas.

Smit, el actor de los mil papeles, puso cara larga.

—¿Haremos de guardias o de niñeras? —preguntó.

—Haremos todo lo que sea necesario para que la caravana llegue a Carse sana y salva —se comprometió Marcus—. Los protegeremos de nosotros mismos, si es necesario.

—Mmm. Buena frase —dijo Cary, la mujer delgada—. «Los protegeremos de nosotros mismos, si es necesario».

Marcus entornó los ojos y frunció el ceño.

—Están escribiendo una obra nueva —aclaró maese Kit—. Una pieza cómica sobre una compañía de actores contratados para simular que son escoltas de caravanas.

Yardem refunfuñó y movió una oreja. Tal vez molesto, tal vez divertido. Acaso ambas cosas. Marcus decidió obviar el comentario.

—Disponemos de una docena y media de carreteros —dijo Marcus—. Añadamos al jefe de la caravana y su esposa. Habéis viajado con esta gente durante semanas. Los habéis custodiado. Los conocéis. ¿Qué problemas vamos a tener?

—El hombre que transporta mineral de estaño —comentó Smit—. Ha estado buscando pelea desde que topamos con aquellos salteadores. No se pasará toda una estación sin encontrarla, a menos que alguien empiece a compartir su lecho o le dé una buena lección.

—Soy de la misma opinión —convino Marcus, y se permitió un momento de placer. Los actores eran mucho más perceptivos que un hombre normal. Dadas las circunstancias, eso sería una ayuda—. ¿Qué más?

—El cuarto de sangre dartinae —dijo Opal, la mujer mayor que estaba al mando—. Ha estado evitando los sermones del jefe de la caravana casi tanto como tú, capitán. Una dieta permanente de escrituras no va a sentarle demasiado bien.

—La chica de las patillas falsas —comentó Mikel, el muchacho delgado—. Parece extremadamente frágil.

—Ah, sí. Ella —dijo Cary.

—Y sabe Dios qué es lo que transporta realmente —se preguntó Opal con total acuerdo en su tono—. Se pone nerviosa como un gato cada vez que alguien se acerca demasiado a su carro. Y no dice ni una palabra sobre ello.

Marcus levantó una mano, ordenando silencio.

—¿Quién?

—La chica de las patillas falsas —respondió maese Kit—. La que se hace llamar Tag.

Marcus miró a Yardem. La expresión del tralgu reflejaba su propio e inexpresivo asombro. Marcus levantó una ceja. «¿Lo sabías?». Yardem negó una vez con la cabeza. Sus pendientes tintinearon. «No».

«Y sabe Dios qué es lo que transporta realmente».

—Yardem, ven conmigo —lo invitó Marcus, y se calzó las botas de nuevo.

—Sí, señor —murmuró sordamente el tralgu.

Los carreteros y el jefe de la caravana se encontraban en una red de habitaciones y túneles aparte. Marcus atravesó las salas y las estancias comunes veladas por el humo, con Yardem junto a él. Los demás guardias o actores, o lo que fueran, les seguían como niños jugando al corre que te pillo. Con cada habitación en la que Tag no estaba, Marcus sentía que se le erizaba el vello de la nuca. Recapituló acerca de todo lo que había sucedido en el camino, de cada ocasión en que había hablado con el muchacho, y de todo lo que el jefe de la caravana le había dicho sobre él. Había muy poco. Casi nada. El muchacho se había mostrado muy reservado sobre sí mismo y, lo que era más importante, sobre su carro.

La última de las habitaciones alquiladas se asomaba a la oscuridad y a las colinas tapizadas de nieve. Marcus oyó detrás de sí las voces agudas y excitadas de los carreteros que le preguntaban qué estaba pasando. El aire frío y húmedo olía tanto a lluvia como a nieve. Los relámpagos delineaban el horizonte.

—No está aquí, señor.

—Ya veo.

—No puede haberse ido —dijo Opal desde detrás de él—. La chica apenas sabe cómo guiar el carro sin ponerles a las mulas algún reclamo que puedan seguir.

—El carro —dijo Marcus, saliendo a la penumbra.

Los carros que no habían sido descargados estaban cerca de los almacenes de piedra inferiores. Estaban cubiertos bajo una capa de quince centímetros de nieve, lo que los hacía parecer más altos de lo que eran en realidad. Marcus avanzó con sigilo entre ellos. Detrás de él, alguien encendió unas antorchas; el fuego siseaba bajo la nieve que aún caía. La sombra de Marcus temblaba y danzaba sobre el carro de la lana. La nieve que había sobre el pescante no llegaba a los tres centímetros de espesor. Marcus encajó un pie en el aro de hierro junto a la rueda y subió. Una vez arriba, echó la lona hacia atrás. Tag yacía hecha un ovillo, como un gato. Ahora que lo habían dicho, Marcus podía distinguir el lugar donde las patillas estaban colocadas de modo desigual, la irregular tintura del pelo. Lo que había sido un muchacho primera sangre, desnutrido y medio lerdo, resultó ser una muchacha con sangre cinnae.

—Qué… —comenzó la muchacha, y Marcus la cogió por los hombros y la puso de pie. Los labios de la chica estaban azules por el frío.

—¿Yardem?

—Aquí estoy, señor —dijo el tralgu desde el costado del carro.

—Cógela —lo retó Marcus, y la lanzó con un empellón. La muchacha aulló al caer, y Yardem la sujetó por el cuello con una llave de lucha. Los alaridos de ella eran salvajes, y Yardem gimió una vez, cuando lo alcanzó un golpe afortunado. Marcus no le prestó atención a la pelea. La lana estaba húmeda y hedía a moho. Levantó rollo tras rollo, y los dejó caer todos al suelo. Los gritos de la chica se hicieron más agudos y después se detuvieron. La mano de Marcus encontró algo duro.

—Pásame una antorcha —le ordenó.

En lugar de ello, maese Kit trepó hasta su lado. La expresión del anciano no le decía nada. A la luz de la antorcha, Marcus levantó la caja. Acacia de madera negra, con un pasador de hierro y fuertes bisagras de cuero. Marcus desenvainó su daga y cortó las bisagras hasta que hubo suficiente juego como para empujar la hoja entre la tapa y la base de la caja.

—Cuidado —advirtió maese Kit, mientras Marcus presionaba con fuerza el cuchillo.

—Demasiado tarde —se lamentó Marcus, y el cierre se abrió con un chasquido. La caja estaba abierta y destartalada. Dentro, relucían y brillaban mil trozos de cristal tallado. No. Cristal no. Gemas. Granates y rubíes, esmeraldas y diamantes y perlas. La caja estaba llena hasta el borde. Marcus bajó la vista hacia el hueco que había dejado en la lana y la nieve. Había más cajas como aquella. Docenas de ellas.

Miró a maese Kit. El anciano tenía los ojos muy abiertos por la impresión.

—Bien —se limitó a decir Marcus, y dejó caer la tapa de la caja—. Vamos.

En el suelo, los demás guardias se apiñaban alrededor de Yardem y la chica. Este todavía sostenía a la muchacha entre sus anchos brazos, listo para estrangularla hasta que perdiera el conocimiento. La expresión de las mandíbulas de la chica era toda desafío y tristeza. Marcus cogió un pellizco de patillas de su mejilla, lo frotó entre los dedos y lo dejó caer al suelo. Junto a la masa del tralgu, ella no parecía más que una niña. Sus ojos se encontraron con los de Marcus, y él vio el ruego. Algo peligroso se agitó en su pecho. No era ira, no era indignación. Ni siquiera pena. Un recuerdo tan vivido y brillante que resultaba doloroso. Se dijo que debía alejarse.

—Por favor —rogó la muchacha.

—Kit —dijo él—. Llévala adentro. A nuestras habitaciones. Que no hable con nadie; ni siquiera con el jefe de la caravana.

—Como digas, capitán —acató maese Kit. Yardem aflojó la presión y dio medio paso hacia atrás. Sus ojos estaban fijos en la chica, preparado para inmovilizarla de nuevo si intentaba atacar. Maese Kit extendió una mano hacia ella—. Ven, cariño. Estás entre amigos.

La muchacha dudó, su mirada iba de Marcus a Yardem, de este a maese Kit y otra vez a Marcus. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero no sollozaba. Marcus había conocido a otra muchacha que había llorado del mismo modo. Alejó de sí aquel pensamiento. Maese Kit se la llevó. Los demás, como si los guiara la costumbre, siguieron al jefe de los actores y dejaron solos a los soldados.

—El carro —dijo Marcus.

—Nadie se acercará a él, señor —se comprometió Yardem.

Marcus entrecerró los ojos, dirigidos hacia la nieve que caía.

—¿Qué edad crees que tiene?

—Es medio cinnae, así que es difícil saberlo —murmuró sordamente Yardem—. Dieciséis veranos. Diecisiete.

—Eso creo yo también.

—La misma edad que tendría Merian.

—Más o menos.

Marcus se volvió hacia el acantilado. La luz brillaba débilmente en las ventanas excavadas en la roca y la antigua escritura cubierta de nieve grabada en la pared del acantilado brillaba con un gris profundo contra el negro.

—¿Señor?

Marcus se volvió. El tralgu ya estaba sentado sobre el pescante, envolviéndose en la lana según el estilo de los nómadas de Pût, para mantener su cuerpo templado y el brazo de la espada libre.

—No dejes que lo que sucedió en Ellis afecte tu juicio. No es tu hija.

Dentro del pecho de Marcus la emoción se agitó inquieta, como un bebé al que se molesta durante el sueño.

—Nadie lo es —respondió, y desapareció en la oscuridad.

Una taza de sidra caliente, la comprensiva atención de maese Kit y media hora bastaron para que surgiese toda la historia. El Banco Medeano, la muerte del carretero original y la huida desesperada de la contrabandista hacia Carse. La muchacha lloró durante la mitad del relato. Había abandonado el único hogar que había conocido y lo más parecido a una familia que había tenido. Marcus lo escuchó todo de brazos cruzados, el ceño fruncido marcándole la cara. Lo que le atraía eran los pequeños detalles relativos a ella: el modo en que su voz se hacía más fuerte cuando hablaba de las letras de cambio y el problema del transporte de capitales, el hábito de apartarse el pelo de los ojos aun cuando no estuviese ahí, y el protector ángulo de los hombros y el cuello.

Cuando ella terminó, Marcus la dejó con los actores, cogió a maese Kit por el hombro y lo guió afuera a través de los estrechos corredores que entretejían las rocas de Bellin. En cada recodo, la oscuridad era interrumpida por velas. Había luz suficiente como para ver adónde iban, aunque no los pasos individuales que los llevarían hasta allá. Pero la lenta caminata convenía a las necesidades actuales de Marcus.

—¿Lo sabías? —preguntó Marcus.

—Sabía que la chica viajaba disfrazada.

—No dijiste nada.

—No lo creí extraño. Con arreglo a mi experiencia, la gente asume papeles y los abandona con mucha frecuencia. Piensa en mi propia situación en la caravana.

Marcus exhaló un largo y lento suspiro.

—Está bien. Tendré que informar al jefe de la caravana. No podemos quedarnos aquí.

—No te ofendas, capitán, pero ¿por qué no? A mi modo de ver, la misión de la caravana sigue siendo la misma. Ahora que conocemos el problema, tal vez podríamos ayudar a la chica a mantener el engaño. Podríamos esconder el cargamento hasta la primavera y seguir como si nada hubiera pasado.

—Las cosas no funcionan así.

—¿Qué es lo que no funciona así, capitán? —quiso saber maese Kit. Marcus se detuvo en una curva cerrada. La única vela daba a las líneas excavadas en el muro un aspecto vivo y alerta. Bajo la tenue luz, el rostro del actor era ocre y oscuro.

—El mundo no funciona así —dijo Marcus—. Nunca se tiene tanto dinero sin que mane sangre de él. Al final, uno de nosotros se volverá codicioso. Y aun si eso no ocurriese, alguien estará buscando ese carro.

—Pero ¿cómo la van a encontrar si no nos buscan? —preguntó maese Kit. Marcus se percató de que el hombre no había discutido los peligros de la codicia y la traición.

—¿Quieres mi teoría? Oirán historias acerca de una caravana escoltada por el héroe de Gradis y Wodford. Y con un curandero que puede desviar las flechas y controlar el poder de los árboles.

El pesar de la cara del actor le indicó a Marcus que su argumento era convincente.

—No te contraté para esto —dijo Marcus—, pero necesito que te quedes conmigo.

Maese Kit frunció los labios, dudó durante un buen rato, y después se volvió y se alejó en la oscuridad hacia los aposentos del jefe de la caravana. Marcus lo siguió. Durante casi un minuto, sus pasos fueron los únicos sonidos que se oyeron.

—¿Y qué plan tienes? —preguntó maese Kit con una voz prudente. Marcus asintió para sí. Por lo menos no había sido un no.

—Ir hacia el sur —respondió Marcus—. El oeste está cubierto de nieve; el este, detrás, en dirección a quienquiera que nos esté siguiendo. Al norte están los Páramos Desiertos en invierno. Diremos que llevaremos nuestras mercaderías a Maccia o Gilea, y que intentaremos venderlas en los mercados, en lugar de esperarnos hasta llegar a Carse. Iremos al este, y luego al sur.

—No conozco ningún camino que vaya hacia el sur hasta…

—Caminos, no. Tenemos que apartarnos de las sendas del dragón y usar las veredas de las granjas y los senderos locales que llevan hasta el mar Interior. Hay un paso, a lo largo de la costa, que no se hiela nunca. Nos dejará en Birancour en cuatro semanas, si sigue frío. Cinco, si se funde lo bastante como para ponerse lodoso. No les gusta que las bandas armadas crucen la frontera, por lo que si alguien nos estuviera siguiendo podrían hacerlos volver. Una semana más y estaremos en Porte Oliva. Se trata de una ciudad lo suficientemente grande como para desaparecer en ella durante el invierno. O, si los caminos son decentes, podemos continuar hacia la Costa Norte y Carse.

—Parece el camino largo —dijo maese Kit. El vestíbulo se abrió hacia una cámara más amplia en la que desembocaban varios pasadizos y una lámpara de aceite colgaba de un soporte de hierro forjado. Maese Kit se detuvo bajo la luz, y se volvió hacia él. La cara del hombre era amable y seria—. Me pregunto si has tenido en cuenta la otra opción.

—No veo ninguna otra.

—Podríamos hacer una visita al carro, llenarnos los bolsillos y las bolsas, y desaparecer como el rocío. Lo que quedase, podríamos dejarlo en un almacén y que fuese problema de otro.

—Eso podría ser lo más prudente —dijo Marcus—. Pero ese no es nuestro trabajo. Mantendremos la caravana a salvo hasta que llegue a su destino.

Marcus podía ver el escepticismo en la contrariada cara del actor, así como su triste sonrisa. Marcus sabía que ese era el instante decisivo. Si el actor se negaba, no quedaban muchas alternativas.

Maese Kit se encogió de hombros.

—Entonces, supongo que debemos decirle al jefe de la caravana que sus planes se han modificado.

La caravana partió justo antes de mediodía, bajo un cielo encapotado y gris. Marcus cabalgaba delante. Todavía le dolía la cabeza por una noche de sueños tan familiares como crueles. Sangre y fuego. Los gritos agónicos de una mujer y una niña que llevaban doce años convertidos en polvo. El olor del pelo quemado. Habían pasado años desde que se despertara llamando a su esposa y su hija. A Alys y Merian. Había albergado la esperanza de que las pesadillas se hubiesen ido para siempre, pero resultaba obvio que habían regresado, al menos de momento.

Ya las había soportado antes. Podía hacerlo de nuevo.

El jefe de la caravana estaba sentado a su lado. El vapor blanco de su respiración entraba y salía a destiempo. Los cuervos los miraban desde los árboles cargados de nieve, cambiando la posición de las alas como ancianos. La nieve estaba húmeda, pero sobre el camino no tenía más de treinta centímetros de espesor. Lo peor vendría cuando dejaran las sendas del dragón.

—No me puedo creer que vayamos a hacerlo —repitió el jefe de la caravana por centésima vez—. Ni siquiera me lo mencionaron.

—No pensaron que fueras un contrabandista —dijo Marcus.

—Pensaron que era un imbécil.

—Como yo —añadió Marcus. Y después, ante la irritada mirada del Timzanae—: No… Quiero decir un imbécil como yo, que ellos pensaron que yo era un imbécil, no que yo también te tomaba a ti por imbécil.

El jefe de la caravana se hundió en un silencio acre. Los acantilados de Bellin se desdibujaron detrás de ellos. Prometía ser un invierno terrible. Cuando se detuvieron para pasar la noche, mientras levantaban las tiendas bajo el ocaso que se perdía rápidamente, Marcus atravesó el campamento seguido por Yardem. Cuando se acercaban, las conversaciones se detenían. Las sonrisas eran falsas y poco convincentes. El resentimiento empapaba la caravana como el aceite al pábilo. No era peor de lo que había previsto. Cuando llegó a su tienda, ella lo estaba esperando.

Tag, el carretero, se había esfumado, había desaparecido del mundo como si no hubiera existido jamás. Los actores la habían ayudado a lavarse el tinte del cabello y, sin esas patillas que parecían líquenes, su cara se veía ahora despejada de una forma casi antinatural. Su juventud y su sangre cinnae conspiraban para darle un aire retozón, pero en pocos años se convertiría en una mujer.

—Capitán Wester —dijo ella, y tragó nerviosamente—. No he podido decirle cuánto agradezco todo esto.

—Es mi trabajo —aclaró Marcus.

—Igualmente, es más de lo que podría haber pedido y… Gracias.

—Aún no estás a salvo —dijo Marcus, con una intensidad mayor de la que había en su intención—. Guarda tu gratitud hasta entonces.

La muchacha se ruborizó. Sus mejillas eran como pétalos de rosa sobre la nieve. Hizo media reverencia, se volvió y se alejó haciendo crujir la nieve con sus pasos. Marcus la miró mientras se alejaba, sacudió la cabeza y escupió. Yardem, junto a él, se aclaró la garganta.

—Esta chica no es mi hija —dijo Marcus.

—No, señor.

—No merece mi protección más que cualquier otro hombre o mujer de esta caravana.

—No, señor.

Marcus levantó los ojos hacia las nubes.

—Tengo problemas —dijo.

—Sí, señor —repuso Yardem—. Problemas.