Distraída por el rigor de su disfraz y las riquezas ocultas en su carro, Cithrin no había sido cuidadosa.
—¿En qué estabas pensando, muchacho? —le preguntó el jefe de la caravana. Cithrin se miró los pies, con las mejillas ardiendo y la garganta reseca por la vergüenza. El polvo rojo del patio del caravasar cubría sus botas, y las hojas secas, orladas de escarcha, tapizaban el suelo.
—Lo siento —se disculpó, y el frío tornó blancas sus palabras.
—Son mulas —aclaró el jefe de la caravana—. Necesitan cuidados. ¿Cuánto llevan así?
—Pocos días —respondió ella, moviendo apenas los labios.
—¡Más fuerte, muchacho! ¿Cuánto tiempo?
—Pocos días —repitió Cithrin.
Hubo una pausa.
—Está bien. El carro de las provisiones se las puede arreglar con tres mulas en el tiro. Amarra el animal enfermo a un árbol, ahí fuera; yo te traeré otro para reemplazarlo.
—Pero si lo dejamos, morirá —se quejó Cithrin.
—Esa es la idea, sí.
—Pero no tiene la culpa. No puedes limitarte a abandonarlo para que muera solo.
—De acuerdo. Te traeré un cuchillo y así podrás desangrarlo.
El enfurecido silencio de Cithrin fue lo bastante elocuente. Los claros párpados interiores del jefe de la caravana se cerraron y abrieron una vez más, parpadeando sin apartar la vista de ella.
—Si prefieres dejar la caravana, por mí perfecto —dijo—. Ya vamos demasiado lentos. No voy a detenerme porque tú no seas capaz de mantener tu tiro en condiciones. Dímelo cuando te hayas decidido.
—No la abandonaré —prometió ella, sorprendida por lo que acababa de decir. Horrorizada porque lo pensaba. No podía dejar la caravana.
—Se trata de una mula.
—No la abandonaré.
Esta vez, las palabras le supieron mejor.
—Eres un idiota.
El jefe de la caravana se volvió, escupió y se alejó. Cithrin lo siguió con la mirada mientras regresaba a los muros de piedra y el tejado de paja del refugio. Cuando se hizo evidente que no volvería, la muchacha regresó al establo. La mayor de sus mulas estaba de pie en su cubículo, con la cabeza gacha. Su respiración era dificultosa e irregular. Cithrin se puso a su lado y le acarició el pelaje denso y áspero. La mula levantó la cabeza, movió una oreja y la bajó otra vez.
Cithrin intentó imaginarse a sí misma amarrando el animal a un árbol y abandonándolo ahí para que la enfermedad y la nieve acabaran con él. Intentó imaginarse cortándole el cuello cálido y cubierto de pelo rizado. Y ahora ¿cómo llevaría el dinero a Carse?
—Lo siento —se disculpó Cithrin—. En realidad no soy carretero. No lo sabía.
Al principio creyó que la lentitud del carro era culpa suya, que la distancia que aumentaba cada tarde entre ella y el carro de delante se debía a que no le estaba exigiendo lo suficiente a su tiro cuando debía hacerlo o que se le escapaba alguna forma sutil de organizar las rotaciones. Solo cuando la mula de mayor tamaño tosió (un sonido húmedo y flemático), se dio cuenta de que el animal estaba enfermo. El magíster Imaniel había mantenido una casa religiosa, pero Cithrin rezó para que el animal se recuperara por sí solo.
No lo hizo.
El caravasar —una ruina apenas cuidada por quienes pasaban por ahí— se encontraba en la inclinada ladera de una amplia colina, en las estribaciones de la elevada cordillera de nevados picos que señalaba el fin de las Ciudades Libres y el comienzo de Birancour. Incluso en ese momento, a lo lejos, sobre el horizonte, se elevaban las cimas azuladas. El paso a través de esas montañas constituía el camino más corto entre Vanai y Carse.
Carse. Para Cithrin, la palabra misma había adquirido un significado casi religioso. Carse, la gran ciudad de la Costa Norte, sobre el tranquilo mar. Lugar de blancas torres sobre acantilados de caliza, sede del Consejo de Eventide, de la Tumba de los Dragones. Sede del Banco Medeano y el final de su carrera como contrabandista y asilada. Jamás había estado allí, pero sentía que su añoranza por Carse era como el deseo de volver a casa.
Podía irse sola. Tendría que hacerlo. Pero no conocía el camino. Ni cómo cuidar de una mula enferma. Ni qué haría si otro grupo de bandidos surgía del bosque. La mula se estremeció con una gran bocanada y después tosió. Fue una tos profunda, húmeda y áspera. Cithrin se acercó y le frotó las orejas grandes y suaves.
—Podemos encontrar un camino —dijo, tanto para ella como para el animal—. Saldrá bien.
—Probablemente —le cortó una voz masculina.
El curandero, maese Kit, estaba de pie en la puerta del establo y, junto a él, la mujer llamada Opal. Cithrin avanzó medio paso hacia la mula y colocó su brazo sobre el cuello inclinado del animal, como para protegerlo. O para sentirse protegida. Una excitación ansiosa le aceleró la respiración.
—¿Así que esta es la pobrecita? —preguntó Opal, mientras apartaba al curandero con un empujón—. Parece cansada, ¿no?
Cithrin asintió, y bajó la mirada para evitar la de la mujer. Opal se deslizó dentro del cubículo, rodeó la mula e hizo una pausa para colocar su oído contra el flanco de la bestia. Luego, cantando en voz baja una canción cuyas palabras Cithrin no reconoció, la mujer se arrodilló junto a la cabeza de la mula y le abrió suavemente la boca.
—Opal se ocupa de nuestro tiro, cuando lo tenemos —explicó maese Kit—. Cuando se trata de cosas que llevan cascos, confío en ella.
Cithrin asintió, dividida entre un arrebato de gratitud y la incomodidad por hallarse tan cerca de la guardia. Opal se levantó y olfateó con atención las orejas de la mula.
—Tag, ¿no es así? —le preguntó, y Cithrin asintió—. Bien, Tag, ¿puedes decirme si se inclinaba hacia un lado al andar? ¿Tuviste que enderezarla?
Cithrin intentó recordar, y luego negó con la cabeza.
—Eso es bueno —respondió Opal, y después se dirigió a maese Kit por encima de su hombro—. No creo que el problema sean las orejas, y eso es bueno. Su respiración es sibilante, pero no tiene líquido en los pulmones. Yo diría que si la mantienes caliente un par de días, se pondrá fuerte como un roble. Pero necesita más mantas.
—Dos días —dijo maese Kit—. Me sorprendería que el capitán Wester estuviera de acuerdo con eso.
La respiración trabajosa de la mula y el susurro de la brisa matutina entre las ramas hendían el silencio. Cithrin sintió que el nudo en su estómago se ceñía y se transformaba en algo semejante a la náusea.
—A nadie le importará que haya un guardia menos —dijo Opal—. Me quedaré con Tag y, cuando la mula esté lo bastante bien, os alcanzaremos. No nos llevará más de uno o dos días, y un carro con un buen tiro se mueve con mayor rapidez que toda una caravana.
El curandero se cruzó de brazos, reflexionando. Cithrin sintió un arrebato de esperanza.
—¿Puedes hacerlo? —le preguntó maese Kit. Su mirada era amable, y su voz suave como la vieja franela.
—Sí, señor —respondió Cithrin, manteniendo el tono de su voz bajo y masculino. El curandero asintió.
—Supongo que no habrá ningún problema en proponerlo. Pero tal vez debieras dejar que fuese yo quien lo hiciera, Tag, ¿no te parece?
Ella movió la cabeza con gesto afirmativo, y el anciano sonrió. Se dio la vuelta y se dirigió de regreso a las habitaciones. Cithrin, Opal y los animales se quedaron solos.
El alivio redujo sus temores. A su manera, quizá no fuera tan malo. Con Opal vestida de cuero, y Cithrin disfrazada de hombre, no era probable que levantaran sospechas. Solo serían unos cuantos días lejos de la compañía mayor, por lo que todo lo que tendría que hacer era evitar que Opal la descubriera. Y la supuesta diferencia de sexo ofrecería una excusa verosímil para la intimidad.
Sin embargo, el temor no se desvaneció del todo. Provenía, se dijo, de saber más que la gente que la rodeaba. Casi podía oír al magíster Imaniel sentado durante la cena con Cam y Besel, diseccionando el modo preciso en que un mercader, o un prelado, se había conducido de manera diferente a la prevista y qué se seguía de que lo hubiera hecho. Cithrin sabía que Tag, el carretero, transportaba riquezas suficientes como para comprar un pequeño ejército, pero nadie más lo sabía. El riesgo de quedarse rezagado con respecto a la caravana no era mayor que el que correría si realmente hubiera transportado un cargamento de lana sin teñir. Si creía tener menos posibilidades se debía al único hecho de saber lo mucho que había en juego. No la habían descubierto. Nadie la buscaba, ni a ella ni a su cargamento, la mula se curaría y ella no tendría que vérselas sola con un viaje a Carse. Todo saldría bien.
—¿Es la primera vez que sales? —preguntó Opal.
Cithrin la miró y asintió.
—Bueno, no dejes que eso te preocupe, cariño —le aconsejó la guardia—. Nosotros cuidamos de los nuestros.
A Cithrin solo se le ocurrió después de varias horas preguntarse por qué una escolta mercenaria incluiría a un carretero medio competente entre «los nuestros». Para entonces, el plan ya estaba en marcha, y la caravana, con el capitán Wester y maese Kit, había partido por el camino en dirección a las montañas y a Carse.
Pasaron el día atendiendo al animal enfermo. Calentaron el establo, le dieron friegas a la mula, y la obligaron a tomarse un extraño brebaje que olía a alquitrán y regaliz. Al caer la tarde, el animal mantenía la cabeza más erguida, y su tos parecía menos violenta. Esa noche, Cithrin y Opal durmieron en los establos, envueltas en mantas delgadas. Un antiguo brasero de hierro situado entre las dos irradiaba el calor suficiente como para impedir que la estancia se helase, pero justo lo suficiente. En la oscuridad de fuera, algo chilló solo una vez, y nada más. Cithrin cerró los ojos, apoyando la cabeza sobre un brazo y deseó dormirse. Envidiaba la respiración lenta y regular de Opal. Su cuerpo estaba tenso y temblaba mientras su mente iba de un temor a otro, evocando cientos de posibles catástrofes. Los bandidos que habían asaltado la caravana podían llegar durante la noche, violarlas y asesinarlas a ambas, y huir con el dinero del banco. Opal podía descubrir su secreto y, loca de codicia, abrirle la garganta. La mula podía sufrir una recaída y dejarla tirada en el frío del otoño.
Cuando por fin llegó un alba baja y gris, Cithrin no había dormido. Le dolía la cabeza y sentía como si le hubieran golpeado la espalda con una maza. Opal, canturreando para sí misma, reavivó el fuego, hirvió un cazo con agua y un puñado de hojas dentro, y revisó a su paciente. Cuando Cithrin se le unió, la mula se notaba más fría al tacto, tenía los ojos más brillantes y su cabeza se erguía en el ángulo más habitual. En el cubículo contiguo, la otra mula se aclaró la garganta y refunfuñó.
—¿También se va a poner enferma? —preguntó Cithrin. La sola idea le daba ganas de ponerse a llorar.
—Es posible, pero todavía no lo está —respondió Opal—. Tal vez solo esté celosa de que la otra se esté llevando toda la atención.
—Entonces, ¿nos vamos? Quiero decir, ¿es seguro volver a la caravana?
—Esta tarde, quizá —respondió Opal—. Es mejor que dejemos que recobre sus fuerzas poco a poco. Empezaremos con solo medio día de marcha.
—Pero…
—Ya lo hemos hecho antes. Los alcanzaremos antes de que crucen el paso. Se detendrán en Bellin, y enviarán exploradores.
El nombre le sonaba a Cithrin, pero no podía situarlo. Opal la estudió rápidamente.
—Bellin —dijo—. El poblado mercantil situado justo antes del paso. En realidad no tienes mucha idea de caravanas, ¿verdad?
—No —respondió Cithrin, deprimida y a la vez avergonzada de estar así.
—Bellin no es gran cosa, pero es amable con los viajeros. Maese Kit nos tuvo ahí una vez durante un mes. Llegaba gente nueva, del camino, cada pocos días; nadie se queda mucho tiempo. Era como una compañía en movimiento, pero sin moverse.
Una ráfaga de viento frío hizo revolotear la paja del suelo. Las brasas del brasero se avivaron, y la delgada llama bailó. Cithrin se notaba lenta de reflejos y pesada por la fatiga. ¿Qué haría una compañía de guardias durante un mes con viajeros de paso, mercaderes y misioneros? ¿Protegerlos dentro de los muros de la villa, donde menos lo necesitaban?
—Tengo que… —dijo Cithrin—. Revisar el… revisar el carro.
—Asegúrate de que no se haya ido a ninguna parte —comentó Opal, como si estuviera de acuerdo.
En la práctica, estar a solas con Opal era mejor que estar con toda la caravana. Con solo una persona a quien vigilar, Cithrin podía encontrar momentos en los que bajar la guardia, ser ella misma en vez de Tag. Cuando llegó el momento y les colocaron los arreos a las mulas, no fue muy diferente de estar sola. Opal fue casi la única que habló, y la mayor parte de la conversación trató de cómo manejar el tiro. Cithrin sabía que Tag se habría aburrido con las lecciones, pero ella las devoró. En el primer medio día aprendió cien cosas que había estado haciendo mal. Cuando se fueron a la cama, esa noche, en un amplio prado junto al camino, conducía carros mucho mejor que en todo el tiempo transcurrido desde que saliera de Vanai.
Quería darle las gracias a la guardia por lo que había hecho, pero temía no poder detenerse si comenzaba. La gratitud se transformaría en amistad, y esta, en confesión, y entonces todos sus secretos saldrían a la luz. En cambio, se aseguró de que Opal tuviera la mejor comida y el lugar más mullido para dormir.
En la oscuridad, las dos yacían sobre la mullida lana. La luna y las estrellas habían desaparecido, envueltas por las nubes, y la oscuridad era absoluta. La mente de Cithrin brincaba de un lado a otro, debilitada por el agotamiento. Y pese a ello, el sueño tardó en llegar. A mitad de la noche, sintió el cuerpo de Opal junto al suyo y se despertó presa del pánico, temerosa de que la guardia estuviese atacándola, seduciéndola o ambas cosas a la vez, pero la mujer solo tenía frío y estaba medio dormida. Cithrin pasó el resto de la noche atraída por la calidez del cuerpo de Opal e intentando mantenerse lejos de él por temor a comprometer su disfraz.
En la oscuridad, las semanas que mediaban entre ella y Carse parecían eternas. Se imaginaba que podía sentir los barriles y las cajas escondidas bajo su cuerpo. Los libros y los estantes, la seda y las hojas de tabaco, y las especias. Las gemas y las joyas. El peso de la responsabilidad y el temor eran como si alguien le oprimiera el pecho. Cuando, justo antes del alba, consiguió quedarse dormida lo bastante profundamente como para soñar, se encontró en el borde de un acantilado, intentando evitar que un centenar de bebés que se movían torpemente se lanzaran al abismo.
Despertó con un grito. Despertó bajo la nevada.
Del cielo caían copos grandes y gruesos, grises contra el blanco de las nubes. Los árboles los atrapaban y las cortezas parecían tornarse negras por el contraste. El jade de dragón del camino había desaparecido, y solo un espacio limpio entre los troncos indicaba su ruta. El horizonte se había borrado. Opal ya les estaba colocando los arreos a las mulas.
—¿De verdad podemos viajar así? —preguntó Cithrin, quien se olvidó de fingir la voz.
—Será mejor que lo hagamos. A menos que prefieras quedarte aquí.
—Aun así, ¿es seguro?
—Es más seguro que la alternativa —contestó Opal—. Ayúdame con esta hebilla. Tengo la mano casi congelada.
Cithrin bajó del carro e hizo lo que le decía. Poco tiempo después siguieron su camino. Las grandes ruedas de hierro del carro estaban cubiertas de nieve, y las mulas comenzaron a echar vapor. Sin discusión de por medio, Opal había tomado las riendas y el látigo. Cithrin estaba a su lado, acurrucada y abatida.
—La buena noticia es que así no tendremos bandidos.
—¿En serio? ¿Y cuál es la mala? —preguntó Cithrin con acritud.
Opal la miró atenta, los ojos como platos por el asombro y el deleite. Cithrin se percató de que eso era lo más parecido a una broma que había hecho desde que la caravana dejara Vanai. Se ruborizó y la guardia, a su lado, se rio.
Bellin constaba de apenas media docena de edificios. El resto del pueblo se agazapaba en el interior de un amplio acantilado, sus puertas y ventanas talladas en la roca gris miles de años antes por manos no humanas. El hollín tiznaba el muro, en el que las chimeneas se elevaban hacia el mundo exterior. La nieve se aferraba a las enormes runas grabadas en la falda de la montaña, un tipo de escritura que Cithrin no había visto hasta entonces. Las propias cumbres resultaban invisibles más allá de una sensación de acechante oscuridad en el interior de la tormenta. Los familiares carros de la caravana eran puntos negros contra el paisaje blanco. Los caballos y los carreteros ya se habían refugiado dentro de la roca. Cithrin ayudó a Opal a dejar el carro en su sitio, desenganchar las mulas y guiarlas con seguridad al establo en el que las otras bestias de la caravana ya estaban protegidas.
Los guardias estaban ahí, sentados alrededor de una forja con brasas. Mikel y Hornet, maese Kit y Smit. Sandr les sonrió a las dos cuando entraron, y el tralgu segundo en el mando alzó una ancha mano sin dejar su conversación con la mujer de cabellos largos, Cary. El placer de Opal al verlos casi alegró también a Cithrin.
—Tiene que haber algo —dijo Cary, y Cithrin pudo percatarse de que no era la primera vez que lo decía.
—No hay nada —gruñó Yardem—. Las mujeres son más pequeñas y débiles. Ningún arma puede transformar eso en una ventaja.
—¿De qué estamos hablando? —preguntó Opal, sentada junto a la forja abierta. Cithrin se sentó en el banco, a su lado, y solo después se dio cuenta de que esa era la misma posición en que estaban en el carro. Maese Kit chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.
—Creo que Cary preferiría entrenar con armas que sacaran mejor provecho sus capacidades naturales —dijo maese Kit.
—Como ser pequeña y débil —añadió Sandr. Sin mirarlo, Cary le lanzó un puñado de tierra a la cabeza.
—El arco corto —remató Cary.
—Para tensar un arco hay que tener fuerza —comentó Yardem. Parecía a punto de disculparse—. Con un tirachinas y una piedra, la fuerza es menos importante, pero aún importa. Una lanza tiene mayor alcance, pero requiere más músculos. Una espada exige menos fuerza, pero requiere más alcance. Una mujer fuerte y grande es mejor que un hombre pequeño y débil, pero no existe ningún arma natural femenina.
El tralgu se encogió de hombros con un gesto profuso.
—Tiene que haber algo —dijo Cary.
—No hay nada —respondió Yardem.
—El sexo —propuso Sandr con una sonrisa. Cary le lanzó otro terrón a la cabeza.
—¿Cómo están tus mulas, Tag? —preguntó maese Kit.
—Mejor —contestó Cithrin—. Mucho mejor. Gracias a Opal.
—No ha sido nada —dijo Opal.
—Me alegro de que haya funcionado —replicó maese Kit.
—Estaba comenzando a preocuparme por haberos abandonado.
—Eso no habría ocurrido —terció una voz, detrás de ellos.
Cithrin se volvió en su asiento y el pecho se le cerró de ansiedad. El capitán Wester entró en la estancia dando largas zancadas. La nieve cubría su amplia capa de piel y se apelmazaba en su cabello. Tenía la cara tan brillante que parecía que el frío le hubiera dado una bofetada. Avanzó hacia el calor, frunciendo el ceño.
—Bienvenido, señor —dijo el tralgu. El capitán se limitó a asentir.
—Entiendo que la exploración no ha dado muy buenos resultados —aventuró maese Kit.
—No peores de los previstos —contestó Marcus Wester—. El jefe de la caravana está informando a los demás ahora mismo. No se puede atravesar el paso. Ni se podrá cruzar durante meses.
—¿Qué? —exclamó Cithrin, con su voz aguda y sorprendida. Intentó tragarse la palabra tan pronto como la hubo dicho, pero el capitán no le prestó mayor atención.
—La nieve llegó pronto, tardamos demasiado y no tuvimos suerte —dijo—. Conseguiremos un lugar donde almacenar la mercadería y literas para el resto de nosotros. No hay mucho espacio, así que estaremos apretados. Partiremos hacia Carse en primavera.
Primavera. La palabra golpeó a Cithrin en el estómago. Observó cómo bailaban las llamas en la forja, sintió un hilillo de nieve derretida bajarle por la espalda. Una risa desesperada borboteó en el fondo de su garganta. Si la dejaba salir, se transformaría en lágrimas y no se detendría. Tendría que estar disfrazada toda una estación. Transportar todo lo que había en su carro a un almacén y volver a cargarlo sin que la descubrieran. Meses, en lugar de semanas, hasta Carse.
«No voy a ser capaz», pensó.