GEDER

Geder se había imaginado que Vanai sería más como Camnipol o Estinport: una gran ciudad de piedra y jade. Los edificios construidos con madera y los canales le parecieron mucho más pequeños de lo que había esperado. Incluso la Gran Plaza de la ciudad conquistada era pequeña en comparación con los anchos espacios abiertos de Camnipol, y las zonas más ricas de Vanai estaban tan atestadas de gente como las peores barriadas de su hogar. Camnipol era una ciudad. Vanai era un montón de casitas de juguete que se había extendido. Era hermosa a su manera, extraña, exótica e improbable. Todavía no sabía si le gustaba.

Recorrió cojeando las calles oscurecidas por la lluvia de la Vanai ocupada. A cada paso se apoyaba en el bastón de madera negra y plata. El discurso de lord Ternigan había empezado pronto, y aunque su herida pudiera disculpar su ausencia, Geder ya se había perdido demasiadas cosas. La perspectiva de volver a casa para agasajar a su padre con la historia de cómo lo habían derribado en la batalla y cómo se había perdido los dos primeros días de saqueo porque un curandero estaba cuidando de su pierna era bastante mala.

El canal situado en el extremo oriental de la modesta Gran Plaza estaba cubierto de hojas caídas, doradas y rojas y amarillas, que ocultaban la superficie oscura del agua. Mientras Geder lo observaba, la cabeza negra de una tortuga emergió hasta sobresalir del agua. Una sola hoja roja brillante adherida a su caparazón. La tortuga se paseó señorial por lo que en un principio parecía un tronco, pero que en realidad era un cadáver con los colores mojados del antiguo príncipe: un soldado de Vanai transportado en un carro desde el campo de batalla y lanzado al canal como un mensaje a los lugareños. Otros cuerpos colgaban de los árboles en los parques y a lo largo de las columnatas.

Otros yacían en las escalinatas de los palacios y en los mercados y en la plaza de la cárcel pública donde el antiguo príncipe comía y cagaba ahora, y se estremeció ante sus súbditos. Lo único que mantenía a raya el hedor de la carne podrida era el frío.

Una vez que el príncipe saliera al exilio, amontonarían y quemarían los cadáveres. Habían sido hombres. Ahora eran marionetas políticas.

—¡Palliako!

Geder levantó la vista. Desde el otro lado del Gran Plaza, Jorey Kalliam frunció el ceño y agitó un brazo hacia él. Cojeando con valentía por el pavimento, Geder dejó a la tortuga y al cadáver. Los nobles de Antea estaban en orden marcial, esperando solo a los pocos rezagados como él. Frente a ellos, en el suelo desnudo, estaban sentados los altos funcionarios de la ciudad que se habían salvado. Comerciantes y miembros de cofradías timzinae, artesanos primera sangre y nobles pragmáticos. Llevaban sus ropajes propios, muchos de ellos con el característico corte imperial, y se mostraban más como cortesía a los asistentes de un oficio religioso que como personas degradadas y conquistadas. Sodai Carvenallin, el secretario de lord Ternigan, estaba solo en el estrado de piedra. Todos los demás esperaban allí de brazos cruzados. Geder no lo había visto hablar desde la noche en que se habían emborrachado juntos. La noche en que Klin había quemado su libro. Geder se deshizo del recuerdo y se colocó en su lugar.

Trató de no fijarse en las galas nuevas que lo rodeaban, pero era imposible. La capa de sir Gospey Allintot estaba sujeta con un broche de plata labrada y brillantes rubíes. Sozlu Veren tenía su espada envainada en una funda de jade de dragón y marfil crudo que bien podría haberse fabricado mil años antes. La cadena de oro que rodeaba el cuello de Jorey Kalliam parecía costar más que el alquiler de un mes de todas las haciendas de Rivenhalm. Sus ropas estaban recién lavadas, y sus botas brillaban incluso bajo la luz gris del cielo encapotado. Los aristócratas guerreros de Antea llevaban su conquista con orgullo. Geder miró su bastón. Era lo más parecido que tenía a un botín de guerra, y trató de estar orgulloso de ello.

—Un buen día —dijo Geder, asintiendo con la cabeza hacia los grises nubarrones bajos—. Ha nevado un poco esta mañana. Me alegro de que no marchemos bajo este clima. Aunque supongo que no tardaremos en hacerlo, ¿eh? Para llevarle al rey su tributo.

Jorey Kalliam emitió un carraspeo, dándole la razón a Geder pero sin siquiera mirarlo a los ojos.

—Mi pierna está bien. Solo tengo un poco de pus —observó Geder—. Pero ¿has oído lo del conde de Hiren? Se le había gangrenado el brazo. Murió anoche cuando intentaban amputárselo. Una lástima. Era un buen hombre.

—Lo era —accedió Jorey.

Geder trató de seguir la mirada del hombre, pero Jorey no parecía centrado en nada en particular. O tal vez sí. Sus ojos se movían sin descanso, buscando algo. Geder buscó también, pero sin saber el qué.

—¿Pasa algo? —preguntó Geder en voz baja.

—Klin no está aquí.

Geder miró a través de la multitud, ahora con mayor atención. Había vacíos en la formación: los muertos o heridos, y los que se habían ausentado por asuntos del lord mariscal. Kalliam estaba en lo cierto. Sir Alan Klin debería estar a la cabeza del grupo, y los hombres a quienes comandaba, dispuestos detrás de él. En su lugar estaba sir Gospey Allintot, con la barbilla bien alta.

—¿Estará enfermo? —se preguntó Geder. Jorey se rio entre dientes, como si hubiera sido una broma.

Los tambores anunciaron al lord mariscal. La nobleza de Antea allí reunida levantó las manos en señal de saludo, y lord Ternigan esperó allí por un momento antes de devolverles el gesto. Entre ellos, los poderosos hombres de Vanai aceptaban su humillación ritual con un silencio cortés. Jorey gruñó, con gesto amargo. Había dejado de buscar. Geder le siguió la mirada y encontró a Klin de pie en la parte trasera del estrado, junto al secretario del lord mariscal. Klin llevaba una túnica de seda y calzones de color rojo oscuro y una capa de lana teñida de negro. Aquellas ropas hablaban menos de espadas y batallas que de gobernabilidad.

Geder sintió un dolor en el estómago.

—¿Nos quedaremos aquí? —preguntó en voz baja. Jorey Kalliam no respondió.

—Señores de Antea —dijo Ternigan, y su voz resonó en la plaza mucho menos de lo que se esperaban. El lord mariscal parecía estar resfriado—. Os doy las gracias a todos en nombre del rey Simeon. Gracias a vuestro valor, el imperio vuelve a ser un lugar seguro. He decidido que volvamos ahora a Camnipol con el tributo que Vanai le debe al Trono. La estación está muy avanzada, y la marcha es larga. Prefiero que no nos pasemos toda la semana gastando aquí las suelas de nuestras botas. Le he pedido a sir Alan Klin que se quede como protector de Vanai hasta que el rey Simeon nombre un gobernador permanente. Todos los que lo siguieron en batalla se quedarán con él.

Después de haber dado las órdenes, Ternigan asintió y prestó atención a los hombres que se sentaban en el suelo. Mientras volvía a contar la historia de las reclamaciones de Antea sobre Vanai, y justificaba la ocupación en términos de guerras y acuerdos alcanzados seiscientos años antes entre las líneas dinásticas y parlamentos independientes disueltos hacía ya mucho tiempo, la mente de Geder retomó sus tribulaciones.

No regresaría a Camnipol; al menos, no durante aquella estación. Ni tal vez durante años. Miró a su alrededor, contempló los edificios de madera con los escarpados tejados inclinados que llenaban las calles estrechas, el Gran Canal donde las barcazas se abrían paso a través de la ciudad para volver después hacia el río, bajo el cielo gris. A partir de ese momento dejaba de ser una exótica aventura. Allí era donde iba a vivir. Un millar de planes a medio acabar para cuando regresara a Camnipol, a Rivenhalm, al hogar de su padre, se derrumbaron frente a él.

Ternigan dio un paso atrás desde el borde de la plataforma, recibió una carta sellada de su secretario, y se la tendió a Alan Klin, protector de Vanai. Klin se adelantó, abrió la carta y leyó las órdenes del lord mariscal en voz alta. Geder sacudió la cabeza. La desesperación que crecía a cada frase le mostró lo mucho que había estado esperando que llegara el final de la campaña y de poder librarse de la presencia de Alan Klin.

Geder sintió punzadas de dolor en la pierna mientras Klin les aseguraba a los hombres de Vanai que trataría a todas las razas con ecuanimidad, que la lealtad a Antea sería recompensada y la traición castigada de manera rápida y terrible. Las alabanzas a la gloria de la gran Antea, y del rey Simeon en particular, duraron casi una hora. Incluso el resto de la cohorte de Geder estaba cada vez más inquieto y deseoso de que aquello acabara por fin. Luego Klin le agradeció al lord mariscal su encomienda y aceptó formalmente el nuevo cargo. Su saludo fue recibido con una ovación entusiasta, los hombres más satisfechos de que la ceremonia hubiera terminado que de lo que Klin tuviera que decir. Los ciudadanos de Vanai se pusieron de pie, movieron las extremidades entumecidas y hablaron entre sí como comerciantes en un mercado al aire libre.

Geder vio reacciones encontradas entre los hombres del imperio. Algunos envidiaban el nuevo papel de Klin y sus hombres. Sir Gospey Allintot sonreía de manera tan abierta que parecía brillar. Jorey Kalliam se fue con una expresión pensativa, y Geder luchó por mantener el paso a su lado.

—Estamos desterrados —dijo Geder cuando se hubieron alejado del grupo de sus compañeros—. Hemos ganado la batalla, y a cambio nos mandan al exilio, igual que al maldito príncipe de la ciudad.

Jorey lo miró con enfado y pena.

—Este fue el destino de Klin desde el principio. Esto era lo que siempre había esperado.

—¿Por qué? —preguntó Geder.

—Ser la voz del rey da mucho poder —aclaró Jorey—. Incluso en Vanai. Y si Klin demuestra ser útil, cuando el tiempo reavive el comercio de la ciudad, tendrá su parte del pastel. Ahora discúlpame. Tengo que escribirle a mi padre.

—Claro —dijo Geder—. Yo también debo escribirle a mi familia. No sé lo que voy a decirles.

Jorey rio con amargura.

—Diles que, después de todo, no has perdido tu parte del botín.

Si había alguna duda sobre qué hombres de Alan Klin saldrían favorecidos, quedó disipada cuando lord Ternigan salió por las puertas de la ciudad. El nuevo secretario de Klin, el hijo de un importante comerciante timzinae, llevó a Geder desde su cama del hospital a su nuevo hogar: tres pequeñas habitaciones en un palacio menor, que habían servido de almacén y seguían oliendo a meados de rata. Sin embargo, había una pequeña chimenea, y el viento no soplaba a través de las paredes como en su tienda de campaña.

Geder recibía cada día una nueva orden de lord Klin. Se iba a bloquear una puerta del canal, cada uno de los comerciantes de cierto mercado debía pagarle un permiso a Antea para continuar sus negocios, había que pasear por las celdas hasta la cárcel a un partidario del príncipe a modo de ejemplo para los demás… Cualquier soldado raso podría anunciar sus demandas y cumplir su ejecución, pero se requería la presencia de un noble, un rostro con el que demostrar que la aristocracia de Antea estaba presente y se implicaba en los asuntos de su nueva ciudad. Y teniendo en cuenta las tareas que le asignaban, Geder sospechaba que acabaría siendo el hombre más odiado de Vanai antes de que pasara el invierno.

¿Había que cerrar un burdel muy popular? Geder conducía a sus fuerzas hasta allí. ¿Había que echar de su casa a la viuda y los hijos de uno de los hombres leales al príncipe? Geder. ¿Había que detener a un destacado miembro de la clase comerciante local?

—¿Puedo preguntar qué cargos se me imputan? —dijo el magíster Imaniel, del Banco Medeano en Vanai.

—Lo siento —dijo Geder—. Me han ordenado que te lleve ante el lord protector, quieras o no.

—Te lo han ordenado —dijo el hombrecillo con amargura—. ¿Y tendré que desfilar por la calle atado con cadenas?

—Esas son las instrucciones que he recibido. Lo siento.

El edificio del Banco Medeano en Vanai estaba en una calle lateral, poco más grande que la casa de una familia adinerada. Aun así, el interior de la casa parecía desnudo en cierto modo. Allí solo estaban el magíster Imaniel, un hombre pequeño y quemado por el sol, y una mujer bien alimentada que no paraba de retorcerse las manos en la puerta. El magíster Imaniel se levantó de la mesa, evaluó a los soldados de pie detrás de Geder, y a continuación se ajustó la túnica.

—No creo que sepas cuándo podré volver a mi trabajo, ¿no? —preguntó.

—No me lo han dicho —respondió Geder.

—No podéis hacer esto —dijo la mujer—. No os hemos hecho nada.

—Cam —la apremió el banquero, bruscamente—. Cállate. Solo son negocios, estoy seguro. Solo tendré que decirle a quien requiere mi presencia que ha habido un error, y hablaré con el muy noble lord protector para corregirlo.

La mujer —Cam— se mordió los labios y miró hacia otro lado. El magíster Imaniel caminó tranquilamente hasta donde estaba Geder y se inclinó.

—Supongo que no podemos pasar por alto las cadenas —se preguntó—. Mi trabajo depende en gran medida de mi reputación, y…

—Lo siento mucho —replicó Geder—, pero lord Klin me dio…

—Órdenes —acabó la frase el banquero—. Entiendo. Vamos. Acabemos con esto, entonces.

Una multitud se había congregado en la calle. Al parecer, la noticia de que Geder estaba en la casa del banquero había corrido más rápido de lo que podían volar los pájaros. Geder caminaba en medio de sus guardias, y las cadenas de hierro del preso tintineaban detrás de él. Cuando miró hacia atrás, el rostro correoso del hombre era una máscara de diversión y placer. Geder no podía decir si el valor del hombre era genuino o fingido. A lo largo de su recorrido por los canales y las calles, los rostros se volvían para observar al banquero encadenado. Geder marchaba, su bastón golpeando resueltamente contra las calles. Mantenía su expresión sobria, para ocultar el hecho de que no sabía por qué hacía las cosas que hacía. No albergaba la menor duda de que por la mañana toda la ciudad sabría que había detenido a aquel hombre. Y el que esa fuera la indisimulada intención de Klin no lo tranquilizaba.

Sir Alan Klin se reunió con ellos en la ancha cámara que antaño fuera la sala de audiencias del príncipe. Todos los símbolos del gobierno anterior o bien habían desaparecido o bien habían quedado cubiertos por los estandartes de Antea, del rey Simeon y de la Casa de Klin. El aire olía a humo, a lluvia y a perros mojados. Sir Alan se levantó de su mesa con una amplia sonrisa.

—¿El magíster Imaniel del Banco de Medea?

—El mismo, lord protector —respondió el banquero con una sonrisa y una reverencia. Su voz era amable. Geder casi podría haber pensado que Klin no acababa de humillar a aquel hombre ante la ciudad entera—. Me parece que puedo haber ofendido a su señoría. Por supuesto, me veo en la obligación de pedir disculpas. Si se me permite conocer la naturaleza de mi pecado, yo, por supuesto, evitaré repetirlo en el futuro.

Klin agitó una mano con gesto displicente.

—De ninguna manera, señor —dijo—. Solo que hablé con el antiguo príncipe antes de que partiera al exilio. Dijo que te habías negado a financiar su campaña.

—Juzgué improbable que fuera a pagar la deuda —dijo el magíster Imaniel.

—Entiendo —comentó Klin.

Geder miró a uno y a otro. El tono de la conversación era tan tranquilo y tibio que lo confundió. Sin embargo, había una cierta dureza en los ojos de Klin. Eso, unido a las cadenas que todavía rodeaban las muñecas y tobillos del banquero, hacía que todas sus palabras sonaran a amenazas. Klin caminó lentamente hacia la mesa donde los restos de su almuerzo del mediodía seguían en una bandeja de plata.

—He estado leyendo los informes del saqueo —dijo Klin—. He visto que el tributo al rey Simeon extraído de tu establecimiento… Bueno, parece sorprendentemente pequeño.

—Mi antiguo príncipe puede tener una opinión exagerada de mis recursos —dijo el magíster Imaniel.

Klin sonrió.

—¿Lo has enterrado, o lo has sacado de contrabando?

—No sé lo que quieres decir, mi señor —dijo el magíster Imaniel.

—Entonces no te opondrás a que revise tus libros.

—Por supuesto que no. Estamos encantados de que Antea haya tomado la autoridad que por derecho le pertenecía, y esperamos poder hacer negocios en una ciudad más amable y ordenada.

—Deberemos acceder a tu casa.

—Por supuesto.

Klin asintió.

—¿Entiendes que voy a tener que investigar hasta que encuentre la verdad de todo esto? Todo el dinero de tu banco está ahora sujeto al escrutinio de Antea.

—Me lo esperaba —dijo el magíster Imaniel—, pero espero que no te ofendas, mi señor, si te digo que me esperaba algo mejor.

—Esta es una ciudad rendida. Hacemos lo que debemos —se explicó Klin, y luego se dirigió al capitán de la guardia, a la izquierda de Geder—: Llévatelo a la cárcel pública. Mételo en el nivel inferior, donde todo el mundo pueda verlo. Si alguien trata de hablar con él, toma nota de lo que dicen y detenlo.

Geder vio cómo se llevaban al hombrecillo. No estaba seguro de si tenía que seguirlo o no. Pero Klin no lo había mirado a él, así que tal vez debía quedarse, después de todo.

—¿Has seguido la conversación, Palliako? —preguntó Klin cuando el banquero y los guardias ya se habían ido.

—¿El banco tenía menos dinero de lo esperado? —preguntó a su vez Geder.

Klin rio de una manera que Geder no sabía sin indicaba que se estaba burlando de él.

—Oh, está ahí. En algún lugar. Y, por lo que dijo el príncipe, había bastante. Lo suficiente como para pagar a las fuerzas mercenarias que necesitaban para sobrevivir a un asedio. Lo suficiente como para comprar las fuerzas de Maccia dos veces. Tal vez más que eso.

—Pero él se lo negó a su príncipe —dijo Geder.

—No lo hizo por lealtad hacia nosotros —explicó Klin—. Los banqueros no responden ante ningún trono. Pero si ha escondido el dinero en el fondo de algún canal, alguien habrá tenido que ayudarlo. Si está enterrado, alguien sabrá dónde. Si lo ha sacado de contrabando, alguien lo habrá transportado. Y cuando esa persona vea al director del banco en la cárcel, puede sucumbir al pánico y tratar de comprar su libertad.

—Ah —dijo Geder.

—Tú eres el hombre encargado de su detención, por lo que debes estar disponible durante estos próximos días —le explicó Klin—. Accesible. Y todo lo que escuches, cuéntamelo.

—Por supuesto, señor.

—Excelente —concluyó Klin. Entonces el silencio entre ellos se alargó demasiado, y Geder se dio cuenta de que debía marcharse.

Caminó de vuelta a la plaza, encontró un banco de piedra bajo un árbol de corteza oscura casi completamente deshojado y se sentó. Le dolía la pierna, pero no había insensibilidad en su muslo allí donde la sangre fresca o el pus se habían filtrado. Al otro lado de la calle, un grupo de jóvenes, primera sangre y timzinae mezclados como si ambas razas se encontraran perfectamente cómodas, fingió no verlo. Una bandada de cuervos graznó en las ramas de un árbol y luego se elevó por el aire oscuro como si sus alas fueran de humo. Geder golpeó el bastón contra el suelo, el breve choque de la empuñadura contra sus dedos fue extrañamente tranquilizador.

Durante los siguientes días, sería el cebo del anzuelo. Lo había entendido. Quizá los conspiradores del banquero tendrían la oportunidad de comprar para sí mismos la buena opinión de Antea. O tal vez se quedaran quietos. O, lo más probable, maquinaran algún accidente que afectaría a la cara visible del problema. Klin lo había puesto en peligro, sin llegar a hacer nada que lo amenazara explícitamente.

Aun así, durante unos días Geder tendría que hacer su recorrido por las calles y mercados y llamar al orden impuesto por Klin. Su escudero le había confiado el rumor de que había un librero en la parte meridional. Podría hacerle una visita, por fin. Y aunque tuviera que ir armado y con sus guardias, al menos podía ir.

Durante dos días, Geder vagó por las calles y los cafés y cervecerías de Vanai, pero con cuidado. En la iglesia, con las voces del coro flotando en el aire por encima de todos, él seguía teniendo cuidado de no dejar que nadie se sentara demasiado cerca de él en el banco. En el mercado, rebuscaba entre los libros medio podridos del tenderete de un librero de viejo, pero con un soldado a sus espaldas. Luego, al tercer día, un carretero llamado Olfreed llegó a sus habitaciones con el rumor de que un aliado muy conocido del Banco de Medea llamado maese Will había organizado una caravana.

Por primera vez, Geder oyó el nombre de Marcus Wester.