MARCUS

Al mediodía, la caravana se detuvo a comer en un claro en el que encontraron un arroyo ancho. El muchacho delgado, que atendía al nombre de Mikel, se sentó en un tronco caído al lado de Yardem. Al igual que el tralgu, llevaba la coraza de cuero abierta a la altura del cuello. Ambos se inclinaron sobre su plato de judías y salchichas. Los hombros del chico parecían anclados a unos músculos que no poseía, y sus movimientos tenían un poder lento y deliberado que su cuerpo no justificaba. Yardem inclinó la cabeza hacia abajo un poco, para mirar a Mikel. Con la misma gravedad, el muchacho levantó la cabeza.

—Capitán —dijo Yardem con las orejas plegadas hacia atrás—, haz que pare.

Marcus, con las piernas cruzadas en el suelo, mostró una amplia sonrisa.

—¿Que pare de hacer qué?

—Lleva algunos días haciendo esto, señor.

—¿Actuar como un soldado, quieres decir?

—Actuar como yo —le reprochó Yardem.

Mikel hizo un ruido grave con la garganta. Marcus tuvo que toser para ocultar su risa.

—Contratamos a estas personas para que actuasen como guardias —dijo Marcus—. Están actuando como guardias. Es natural que nos estén mirando para captar los detalles.

Yardem gruñó y se volvió hacia el muchacho. Cuando este se encontró con su mirada, el tralgu movió deliberadamente una oreja.

Los rodeaba un bosque de robles y fresnos, árboles más altos que diez hombres. El fuego había prendido allí varias veces en los últimos años, y había quemado las cortezas y la maleza, pero sin llegar nunca al amplio dosel más elevado. Marcus podía imaginarse cómo se elevaba el humo a través de las hojas verdes del verano. Ahora los arcenes del camino estaban húmedos, las hojas caídas y negras con moho a punto para dejar crecer las malas hierbas al año siguiente. Solo las hojas del camino estaban secas. En el extremo oriental del claro, un rey southling de piedra con los ojos abiertos y en orden de batalla y tocado con una corona de seis puntas yacía medio sepultado por una encina. La vieja corteza se había tragado la mitad de su solemne rostro, y las raíces habían inclinado el frontón de piedra bastantes grados. Una enredadera cubría los hombros de piedra. Marcus no sabía qué historia conmemoraba aquella estatua.

Durante casi una semana, la caravana había avanzado a buen ritmo. El camino estaba en buenas condiciones, pues los agricultores locales lo mantenían limpio en su mayor parte, pero aún quedaban leguas enteras cubiertas por las hojas recién caídas. El crujido de los cascos de los caballos y el traqueteo de las ruedas de los carros habían sido lo suficientemente fuertes como para ahogar las conversaciones. El jefe de la caravana no estaba tan mal para ser tan religioso. La mayoría de las veces, Marcus podía hacer caso omiso de la lectura de las Escrituras durante las comidas vespertinas. Si el timzinae elegía algo particularmente difícil de escuchar —sermones sobre la familia o los hijos, o la seguridad de que Dios era justo, o cualquier cosa que se acercara a lo que les había sucedido a su esposa e hija—, Marcus comía a toda prisa y se daba un paseo solitario camino adelante. Lo llamaba «exploración», y el jefe de la caravana no se ofendía. Otros viajeros se habían unido a la caravana para separarse justo después sin que bastase otra cosa que una mirada de Yardem o de él mismo para mantener la paz. A excepción de que todavía no habían recorrido ni siquiera una cuarta parte del camino hacia el paso que marcaba el límite de Birancour, el trabajo iba mejor de lo esperado.

Marcus paladeó el último bocado de salchicha. La docena de carros llenaba medio claro, los caballos y las mulas o bien comían forraje de sus bolsas atadas a la cabeza o bien los llevaban al arroyo para que pudieran beber. La mayoría de los carreteros conocían bien su oficio. El anciano que conducía el carro lleno de piezas de latón estaba un poco sordo y el niño del carro de paños de lana o bien era nuevo en el oficio o bien era idiota, o ambas cosas, pero eran los peores. Y su compañía de actores funcionaba magníficamente. Si miraba hacia los árboles, sin fijarse demasiado en la gente, todavía podía distinguir perfectamente a los guardias que rodeaban al grupo, solo por su arrogancia.

Al lado del camino, la mujer de pelo largo, Cary, estaba de pie con los brazos cruzados y un enorme arco de cuerno y tripa colgado a su espalda. Tal vez fuera la primera vez que tocaba nada semejante a aquella maldita cosa, pero lo usaba como si tuviera uno desde hacia decenas de años. Sandr, el joven protagonista, caminaba entre los carros con la cabeza en alto y el ceño fruncido. Les había contado a los carreteros historias acerca de cómo se había roto un pie en un torneo de justas en Antea, y se había familiarizado tanto con el cuento que había adoptado una cojera apenas perceptible. Y allí, sentado con la gorda mujer del jefe de la caravana, estaba su curandero, maese Kit, sin el cual Yardem no habría podido librarse de caer en Vanai. Y sin el cual Marcus habría acabado en la cárcel o asesinado.

El silbido del jefe de la caravana sacó a Marcus de sus pensamientos. Miró hacia las nubes altas y blancas que mostraban a través de un claro en el dosel de vegetación por encima de ellos. El tiempo era más difícil de calcular bajo las sombras de un bosque, pero dedujo que la comida se había demorado mucho. Bueno, su contrato consistía en conseguir llevarlos a todos sanos y salvos hasta Carse. El horario no era su problema. Marcus limpió el plato con un pedazo de pan y se puso de pie.

—¿Detrás o delante? —preguntó Yardem.

—Iré delante —respondió Marcus.

El tralgu asintió y avanzó pesadamente hacia el carro del comerciante de hierro que cerraba la marcha de la caravana. Sería el último en salir. Marcus revisó su espada y su armadura con el mismo cuidado con que lo hacía antes de entrar en batalla (un viejo hábito adquirido), y fue hacia el alto carro de suministros del jefe de la caravana. Subió al lado de la esposa del jefe y se acomodó para la caminata de la tarde. La mujer timzinae lo saludó con la cabeza e hizo parpadear sus largas y pálidas pestañas.

—La comida estaba muy buena, señora —dijo Marcus.

—Muy amable, capitán.

La conversación acabó ahí. Ella les gritó a sus caballos y agitó el látigo sobre los lomos de los animales para dirigirlos. El carro se tambaleó hacia delante hasta meterse en el camino, y luego embocó hacia el oeste. Mientras avanzaban de nuevo por debajo de aquella oscura bóveda de vegetación, Marcus se preguntó si Vanai habría caído ya, o si se mantenía firme, y cuántos días de libertad le quedaban a la ciudad. No muchos. Pero tampoco era su problema.

La rotación era muy simple. Adelante y atrás iban Yardem o Marcus. Maese Kit condujo su propio carro en el centro de la caravana con trastos de colores chillones del teatro envueltos en telas. Los demás se repartían tres a cada lado de los carros, y mantenían las miradas atentas en dirección a los árboles. Si alguien veía algo sospechoso, los llamaban, y Yardem o Marcus iban a investigar. Solo los habían llamado una vez en una semana, cuando Smit, el actor de los mil papeles, se había asustado a sí mismo con las historia sobre las bandas de feroces asesinos dartinae. Marcus entrecerró los ojos y recostó la espalda contra la dura madera del asiento del carretero. El aire olía a hojas podridas y a humedad. Se avecinaba algo, pero no pudo adivinar si sería lluvia o nieve.

El camino describía una curva cerrada en la falda de una colina densamente arbolada. Un árbol había caído sobre el camino, y la base seguía estando blanca por donde la había cortado el hacha. Marcus sintió que se le tensaba el cuerpo casi antes de saber por qué.

—Avisa que se detengan —dijo.

Smit, Sandr y Opal gritaron antes incluso de que la mujer timzinae pudiera preguntar por qué. Marcus se volvió, luchando por ver algo por encima de la parte superior del carro. No podían ser bandidos. No tenían nada que valiera la pena. La yegua blanca del jefe de la caravana corría a un lado de los carros hacia el frente. Vio cuatro figuras vestidas con cuero y cadenas que salían de entre los árboles con arcos en la mano. Llevaban capuchas que los cubrían, pero a juzgar por la anchura de su constitución, Marcus dedujo que serían jasuru o kurtadam. Cuatro a la vista podía significar que los bandidos se estaban marcando un farol. O que había una docena más entre los árboles.

Por lo menos no se habían anunciado con una flecha.

—¡Hola! —Una voz ronca llamó desde el camino—. ¿Quién habla por vosotros?

Cuatro hombres a caballo habían aparecido delante del roble caído. Tres de ellos eran primera sangre o cinnae, y montaban caballos mal alimentados, pero el que estaba delante montaba un caballo gris con buen aspecto y patas poderosas. También llevaba coraza de acero y cota de malla. Su arco era de cuerno, su espada estaba curvada al estilo del sur, y su rostro tenía el ancho, el grueso y las mandíbulas y las escamas de bronce de un jasuru.

El jefe timzinae de la caravana dirigió su yegua hasta pasar el carro de suministros.

—Yo hablo en nombre de esta caravana —gritó—. ¿Qué significa esto?

Marcus movió los hombros en círculos para relajarlos. Podía ver a ocho hombres. La mitad de ellos a caballo. Él tenía ocho hombres, y seis de ellos a caballo. Era muy poca ventaja y, si llegaban a las manos, no iban a durar ni cinco respiraciones seguidas. Esperaba que el timzinae no presionara demasiado a los bandidos.

—Soy el caballero lord Tierentois —explicó el capitán de los bandidos lo suficientemente alto como para llegar a toda su audiencia—. Viajáis por mi camino, y he venido a recoger mi debido tributo.

Marcus se bajó del asiento del carretero. El impulso de lanzarse a la lucha le oprimía en el vientre. El jinete podría ser un mentiroso y un fanfarrón, pero no tenía espadas y arcos.

—Estas son las sendas del dragón —gritó el jefe de la caravana—. Y tú eres un ladrón imbécil metido en una armadura robada. Birancour no tiene ningún caballero jasuru.

Bueno, aquello no fue tan diplomático como Marcus esperaba. La risa del capitán de los bandidos fue tan estruendosa como falsa. Marcus echó la mano a la empuñadura de su espada y trató de pensar en una manera de salir de aquello que dejara el menor número posible de muertos. Si los actores cargaban contra los arqueros en los lados de la caravana, podrían conseguir que se dieran a la fuga. Y eso le dejaría solo los cuatro hombres a caballo. Yardem apareció a su lado, silencioso como una sombra. El tralgu llevaba su arco en la mano. Así que eran dos jinetes para cada uno. A menos que hubiera más entre los árboles.

—¿Hoy es el día en que te amotinas y tomas la compañía? —murmuró Marcus.

—Hoy no será ese día, señor.

Ahora el jefe de la caravana estaba gritando, y el rostro del falso caballero estaba virando del bronce hacia el verde oscuro, el color de la rabia propio de los jasuru. Marcus se apartó del carro y caminó hacia delante. Los jinetes no parecieron reparar en él hasta que estuvo casi al lado de la yegua del jefe de la caravana.

—¿Cuánto quieres? —dijo Marcus.

Tanto el timzinae como el jasuru lo miraron con la misma expresión de ira.

—Perdonad que interrumpa vuestro refinado y enérgico debate, pero ¿cuánto quieres?

—Deberías mostrar un poco de respeto, muchacho —dijo el jasuru.

—¿Cuánto quieres, mi señor? —preguntó Marcus—. Porque si te fijas en nuestra caravana, verás que no tenemos mucho. A menos que su señoría y los nobles compatriotas de su señoría estéis dispuestos a aceptar en homenaje un poco de latón y hierro, puede que no haya mucho que podamos ofreceros.

—No hables por mí —susurró el timzinae.

—No hagas que te maten —dijo Marcus, asimismo en voz baja.

—¿Y quién eres tú, primera sangre? —le preguntó el jasuru.

—Marcus Wester. Soy capitán de la guardia de esta caravana.

La risa esta vez fue menos forzada, y los hombres de los demás caballos se unieron a él. El jasuru sacudió su ancha cabeza y sonrió. Su lengua era negra, y sus dientes, agujas afiladas.

—¿Eres Marcus Wester?

—Lo soy.

—Ah. Y supongo que alguno de esos de ahí atrás será lord Harton, que acaba de regresar de entre los muertos. Déjame que te diga una cosa: entonces, yo debo de ser Drakis Stormcrow.

—No es menos probable que ese tal lord Lo-Que-Sea-Que-Hayas-Dicho —dijo el jefe de la caravana.

Marcus no le hizo caso.

—Entonces has oído hablar de mí, ¿verdad?

—Yo estaba en Wodford, y ahora estoy a punto de que me insulten —explicó el jasuru—. Todas sus monedas. Todos los alimentos. La mitad de las mujeres. El resto os lo podéis llevar de nuevo a Vanai.

—Anda y que te den —se encaró el jefe de la caravana.

El jasuru cogió su espada, y una nueva voz resonó detrás de ellos.

—Escuchadme. Nosotros. Pasaremos.

Maese Kit estaba de pie en la parte superior del carro de suministros. Las túnicas negras y moradas de Orcus, el Rey Demonio, le daban el aspecto de una imponente sombra que se hubiera materializado, y en la mano sujetaba un bastón con una calavera en su extremo. Cuando el actor volvió a hablar, su voz les llegó a todos ellos como si procediera del mismo aire que los rodeaba.

—Les he encomendado mi protección a estos hombres. No se les puede hacer daño.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó el jasuru, pero su voz había adquirido un tono de preocupación.

—No se nos puede hacer daño —aclaró maese Kit—. Tus flechas se apartarán de nosotros. Tus espadas no cortarán nuestra piel. No tienes poder aquí.

Marcus se volvió hacia el jasuru. La confusión y la ansiedad torcieron el gesto del bandido.

—Esto es una mierda —dijo uno de los tres hombres que había detrás de él, pero su voz carecía de convicción.

—¿Quién es ese? —dijo el jasuru.

—Mi curandero —dijo Marcus.

—¡Escuchadme! —gritó maese Kit, y el bosque entero pareció guardar silencio—. Los árboles son nuestros aliados, y la sombra del roble nos protege. No puedes hacernos daño, muchacho. Y vamos a pasar.

Un escalofrío le recorrió la espalda a Marcus. Pudo ver que Orcus, el Rey Demonio, surtía el mismo efecto sobre los bandidos. Sintió una pequeña esperanza, vacilante. El jasuru desenfundó el arco y tensó una flecha en la cuerda.

—¡Dilo otra vez, cabronazo! —gritó el capitán de los bandidos.

Incluso en la penumbra, Marcus vio que maese Kit sonreía. El actor levantó los brazos, y los pliegues oscuros del traje parecieron revolotear dotados de vida propia, tal como lo había hecho durante la obra de teatro en Vanai. Aquello tenía algo que ver con la costura irregular, pero si se le sumaban la voz sepulcral y la pose desafiante de maese Kit, el efecto era inquietante. Maese Kit volvió a hablar, lento y claro, y completamente confiado.

—No puedes hacerme daño. Tu flecha errará la trayectoria.

El jasuru frunció el ceño y tensó aún más la cuerda. El arco de cuerno crujió.

«Bien —pensó Marcus—, vale la pena intentarlo. —Y luego, un segundo más tarde—: Maldita sea. Va a salir todo mal».

La flecha salió disparada a toda velocidad en la penumbra. Maese Kit ni se inmutó cuando le pasó cerca de la oreja. El jasuru se humedeció los labios con la lengua ancha y negra. Su mirada pasó de Marcus a maese Kit, y de nuevo a Marcus. Ahora había miedo de verdad en sus ojos.

—Y por si aún lo dudabas, realmente soy Marcus Wester.

El silencio duró cuatro largas respiraciones antes de que el jasuru guiara su caballo a un lado y levantara el brazo.

—Aquí no hay nada que sacar, muchachos —gritó el bandido—. No vale la pena tomarse ninguna molestia por estos pequeños mierdosos.

Los jinetes se adentraron en el bosque. Marcus se quedó en el camino, escuchando cómo se desvanecían sus pisadas y dándose cuenta de que, al fin y al cabo, no iba a morir ese día. Juntó las manos a la espalda para ocultar el tembleque y levantó la mirada hacia el jefe de la caravana. El timzinae también temblaba. Al menos, Marcus no era el único. Dio unos pasos hasta el arcén, y se inclinó para comprobar que los arqueros de la primera línea de árboles también hubieran desaparecido.

Yardem se acercó a él.

—Ha sido extraño —dijo el tralgu.

—Sí, lo ha sido —convino Marcus—. Supongo que no tendremos una polea, ¿verdad? Habrá que mover ese árbol.

Aquella noche, la mujer del jefe de la caravana cocinó carne. Nada de salchichas, ni tocino, sino un cordero recién muerto que el jefe de la caravana había comprado en una granja en la linde del bosque. La carne era oscura y estaba sabrosa, sazonada con pasas y una salsa amarilla de sabor fuerte. Los carreteros y la mayoría de la guardia de Marcus estaban sentados alrededor de una fogata rugiente a un lado del arcén. Todos excepto el que transportaba lana, Tag, quien nunca parecía querer comer con nadie. Y sentado en una pequeña hoguera separada de todos los demás, Marcus cenaba con maese Kit.

—Esto es lo que he hecho toda mi vida desde que… Bueno, no desde antes de que nacieras, supongo —dijo el actor—. Estoy de pie ante la gente, por lo general encima de un carro, y les convenzo de lo que sea. Les digo que soy un rey depuesto, o un náufrago en una orilla desconocida. Supongo que saben que no es verdad, pero hago mi trabajo para que se lo crean incluso cuando saben que no es verdad.

—Y entonces, ¿qué es lo que has hecho allí? —preguntó Marcus—. ¿Hablar con el cabronazo del arco hasta minar su confianza? ¿No era magia?

—Creo que hablarle a un hombre hasta convencerlo de que ha fracasado está suficientemente cerca de la magia, ¿no crees?

—No, la verdad es que no.

—Bueno, entonces tal vez no estemos de acuerdo en este punto. ¿Más vino?

Marcus tomó el odre que le ofrecía y se roció la boca con aquel vino brillante. A la luz de los dos fuegos —el pequeño, a sus pies, y el grande, a quince metros de distancia—, las sombras se aferraban a las mejillas del viejo actor y a los huecos de sus ojos.

—Capitán. Si te sirve de consuelo, te lo juro. Puedo ser muy convincente, y me doy cuenta de cuándo intentan convencerme. Esa es toda la magia que poseo.

—¿Te apostarías los pulgares? —preguntó Marcus, y maese Kit se rio.

—Preferiría no hacerlo. Me mancharía de sangre el vestuario, y es muy difícil de lavar. Pero ¿qué me dices de ti? ¿Qué fue exactamente lo que pensaste cuando viste al hombre vencido de esa manera?

Marcus se encogió de hombros.

—Nada en particular —dijo—. Solo pensé que el jefe de la caravana no lo estaba haciendo bien.

—¿Habrías luchado? —preguntó maese Kit—. Si hubieran llegado a usar las espadas y los arcos, digo.

—Por supuesto —dijo Marcus—. Supongo que no por mucho tiempo, teniendo en cuenta las probabilidades de victoria, pero habría luchado. Yardem también, y espero que los tuyos hubieran luchado a nuestro lado. Para eso nos paga.

—¿A pesar de que sabías que no podías ganar?

—Sí.

Maese Kit asintió. Marcus pensó que en las comisuras de los labios del actor acechaba una sonrisa, pero a la luz parpadeante no podía estar seguro. Podría haber sido otra cosa.

—Quiero empezar a entrenar a tu gente —dijo Marcus—. Una hora antes de montar por la mañana, y una hora después de que nos detengamos. No podemos hacer mucho, pero deberían saber algunas cosas acerca de las espadas, aparte de cuál es el extremo que se coge.

—Creo que es prudente —reconoció maese Kit.

Marcus miró hacia el cielo. Las estrellas brillaban como copos de nieve, y la luna, recién salida, proyectaba sombras largas y pálidas en el suelo negro. El bosque estaba detrás de ellos, pero el aire todavía olía a tormenta. Lluvia, decidió Marcus. Lo más probable era que lloviera. Maese Kit estaba masticando su cordero, con la mirada fija en el pequeño fuego y una expresión distante.

—No te preocupes. Hoy hemos pasado lo peor —dijo Marcus—. Dejamos atrás las emociones.

Maese Kit no lo miró, y sonrió educadamente hacia las llamas. Por un momento, Marcus pensó que el viejo no iba a hablar. Cuando lo hizo, su tono fue grave, abstraído.

—Probablemente —dijo maese Kit.