La niebla cubría el valle, blanco bajo el sol de la mañana. Los estandartes de las casas de Antea colgaban lacios y húmedos, sus colores grisáceos y oscurecidos por el aire denso. El mundo olía a barro pisoteado y a frío. El caballo de Geder sacudió la cabeza y relinchó. Él adelantó una mano enguantada y le palmeó el lomo.
Su armadura había pertenecido a su padre, el acero brillante ahora un poco atenuado porque el herrero lo había trabajado para que se ajustara más a la constitución de Geder. Los tirantes de la coraza le apretaban. La marcha había sido un largo y cansado anticipo del infierno. El ritmo nunca había sido muy rápido, pero era implacable. A partir de aquella primera mañana con resaca, había montado y caminado durante cuatro días sin descansar más de dos horas seguidas. Por la noche se echaba una manta sobre los hombros y se quedaba helado de frío. Durante el día, sudaba. El ejército recorría el ancho camino verde de jade de dragón, y el ruido de los pies contra el jade se convirtió primero en una molestia, después en una suerte de música y luego en una especie de extraño silencio, antes de volver a ser de nuevo una molestia. Al disponer de solo un caballo, tenía que pasarse buena parte del día caminando. Un hombre más rico habría llevado dos, tres o hasta cuatro monturas en la campaña. Y una coraza que no hubiera visto décadas de uso antes de que él naciera. Y una tienda de campaña que resguardara del frío. Y, tal vez, un poco de respeto y dignidad.
Los otros nobles titulados viajaban en grupos o con su séquito personal. Geder compartía su lugar a la cabeza de la columna, pero, y esto era significativo, en la parte trasera de la agrupación. Los carros de suministro venían justo detrás de él, después la infantería y tras ellos las seguidoras del campamento, aunque en esos días no había muchas.
Eso significaba que era una marcha demasiado peligrosa como para que los soldados les dedicaran mucho tiempo a las putas.
El día anterior dieron la orden de parada una hora antes del atardecer. El escudero de Geder había levantado su pequeña tienda y le había llevado un plato de lentejas y queso, y después, como buen dartinae, se había acurrucado justo a la puerta de la tienda de Geder. Geder se había arrastrado hasta su catre, apretado los ojos con fuerza y rezado para dormir. Soñó con la dura marcha. Con las primeras luces del alba, la nueva orden había llegado: prepararse.
Había imaginado ese día durante toda su infancia. Su primera batalla de verdad. Había imaginado el viento de la carga, el calor y la velocidad del caballo debajo de él, los feroces gritos de batalla en las gargantas. No había pensado en las horas que se pasaría dormitando en su montura, la fría armadura contra su pecho mientras la infantería formaba una y otra vez. En la fila noble de los caballeros, con las espadas y las lanzas en ristre, había un grupo de hombres que reían, intercambiaban chistes verdes y se quejaban de que la comida estaba en mal estado o escaseaba. Daban más la impresión de estar celebrando una buena partida de caza que de tener presentes los nobles preparativos de una guerra. A Geder le dolía el espinazo desde el culo hasta la base del cráneo. Tenía los muslos escocidos, la mandíbula le daba punzadas cada vez que la abría, y en la boca tenía un sabor a queso agrio. Su escudero estaba a su lado, con la lanza de batalla de Geder en las manos, el escudo colgado a la espalda y una expresión cautelosa en su rostro lampiño.
—¡Palliako!
Geder se irguió. Sir Alan Klin montaba un enorme corcel negro, el acero de sus correajes esmaltado en rojo. El dibujo del ala de un dragón en plata trabajada sobre su armadura brillaba con el rocío. Podría haber salido de un antiguo poema épico.
—¿Mi señor? —dijo Geder.
—Irás con la carga del oeste. Los exploradores nos han informado de que las fuerzas mercenarias de Vanai estarán allí, por lo que ahí la lucha será más fácil.
Geder frunció el ceño. Aquello le parecía mal, pero el cansancio hacía difícil pensar mucho en el asunto. Los mercenarios eran luchadores profesionales y veteranos, pero ¿significaba eso que la lucha iba a ser fácil? Klin leyó su expresión, se inclinó hacia un lado, y escupió.
—No están protegiendo sus hogares ni a sus esposas —dijo Klin—. Te bastará con seguir a Kalliam y tratar de no chocar contra nadie con tu caballo. Si no, te romperás las rodillas.
—Lo sé.
Klin levantó sus pálidas cejas.
—Quiero decir…, quiero decir que tendré cuidado, mi señor.
Klin soltó un chasquido entre dientes, y su hermosa montura sacudió la cabeza y dio media vuelta. El escudero de Geder lo miró. Si había alguna diversión en los brillantes ojos del dartinae, estaba bien escondida.
—Vamos —apremió Geder—. Vayamos a nuestro sitio.
Lo peor de todo era que Klin podría estar diciendo la verdad. Tal vez enviaba a Geder y al joven sir Kalliam a la parte más fácil de la batalla que se avecinaba. Una carga, unas cuantas estocadas a uno y otro lado, y los mercenarios se rendirían antes de que nadie resultara demasiado malherido. Sería una señal de la habilidad de Klin: mantener a todos sus caballeros con vida, aumentar así su propia gloria y ocuparse él mismo de la lucha más feroz. Cualquier cosa con tal de impresionar a lord Ternigan y destacar entre todos los capitanes del mariscal. O tal vez Klin quería que Geder muriera en la batalla. Geder pensó que podría estar dispuesto a morir si eso significaba no tener que montar más.
Jorey Kalliam se sentaba erguido en su montura, hablando con el soldado encargado de portar su estandarte. Su coraza era de acero simple, sin adornos, elegante. Otros seis caballeros estaban con él; sus escuderos, cerca y preparados. Kalliam asintió solemnemente a Geder y él le devolvió el saludo.
—Acercaos —gritó—. Todos vosotros, conmigo.
Los caballeros avanzaron en sus monturas. Sir Makiyos de Ainsbaugh. Sozlu Veren y su hermano gemelo Sesil. Darius Sokak, conde de Hiren. Fallon Broot, barón de Suderling Heights, y su hijo Daved. En definitiva, un grupo bastante triste. En sus expresiones pudo ver que habían llegado a conclusiones similares a partir de su llegada.
—El valle se estrecha a una media legua de aquí —dijo Kalliam—. Los de Vanai están allí y se han atrincherado. Los exploradores dicen que los estandartes del lado occidental pertenecen a una compañía de mercenarios bajo las órdenes de un tal capitán Karol Dannian.
—¿Cuántos hombres tiene?
—Doscientos, pero sobre todo espadas y arcos —respondió Kalliam.
—Genial —dijo Fallon Broot, y se acarició los bigotes que le caían hasta más abajo de su débil barbilla—. Eso debería bastar para que a todos nosotros nos llegue el turno.
Geder no pudo decir si aquello era una broma.
—Nuestro trabajo consiste en presionarlos hasta los confines del valle —aclaró Kalliam—. Realizaremos el ataque principal desde el extremo oriental, donde las fuerzas Vanai son más numerosas. Lord Ternigan tiene a todos sus caballeros y la mitad de los nuestros. Tan solo necesitamos asegurarnos de que nadie pueda alcanzarlos por los flancos. Sir Klin nos proporciona tres docenas de arqueros y el doble de espadas. He enviado a los arqueros por delante. A la señal, iniciarán el ataque y tratarán de desorganizar su caballería. Cuando escuchemos la carga, avanzarán nuestras espadas.
—¿Por qué están aquí? —preguntó Geder—. Quiero decir, si yo fuera ellos, trataría de parapetarme en algún lugar detrás de una muralla. En un sitio fortificado.
—No se puede contratar a mercenarios para defender un lugar sitiado —respondió uno de los hermanos Veren, exudando desprecio por la pregunta—. Los contratan por una temporada, y Vanai no puede recaudar dinero para renovarles el contrato.
—La ciudad está a menos de una hora de viaje desde aquí —dijo Kalliam—, y en el camino no hay lugar más defendible. Si esperan impedirnos que lleguemos a Vanai, esta es la primera defensa, y la última.
A lo lejos sonó un cuerno. Dos notas ascendentes y una descendente. El corazón de Geder comenzó a latir un poco más rápido. Kalliam sonrió, pero tenía la mirada fría.
—Señores —dijo Kalliam—. Creo que es la primera llamada. Si aún teníais algo que resolver, ya es demasiado tarde.
La niebla aún no se había desvanecido, pero había claridad suficiente como para que pudieran ver el paisaje que se presentaba ante ellos. A los ojos inexpertos de Geder, aquel no se parecía a ninguno de los otros pequeños valles que habían pasado en su camino a través de las suaves colinas ubicadas al norte de las Ciudades Libres. El enemigo era una línea oscura que se arrastraba como hormigas por una pendiente. Los escuderos de los demás caballeros empezaron los preparativos finales, ajustando los escudos en los brazos y las lanzas de punta de acero en las manos de los caballeros. Geder pasó por lo mismo. El dartinae terminó con él, y luego asintió y preparó sus propias armas para la batalla: una coraza de cuero ligero y un cuchillo largo y retorcido. Y a menos de media legua de distancia, otros escuderos y soldados de a pie limpiaban sus propios cuchillos para abrirle a Geder la garganta si se les presentaba la oportunidad. El cuerno volvió a sonar. No era la señal de carga, pero sí la advertencia de esta.
—Buena suerte, mi señor —le deseó su escudero. Geder asintió torpemente con la cabeza, azuzó a su montura para que siguiera a las demás, y empezó a descender hacia la batalla. Su caballo relinchó un poco nervioso. Las hormigas se hicieron más grandes, y los estandartes enemigos se empezaron a ver con mayor claridad. Vio dónde se habían establecido los arqueros de Kalliam, escondidos detrás de las vallas móviles de protección de madera y cuero. Kalliam levantó su escudo, y los caballeros se detuvieron. Geder trató de volverse para ver a los espadachines detrás de ellos, pero su armadura se lo impidió. Apretó los párpados cerrados. Era como un torneo. Primero una justa, y luego un poco de cuerpo a cuerpo. Incluso una compañía mercenaria bien nutrida no era gran cosa para la caballería pesada. No le pasaría nada. Pero se estaba meando.
Los cuernos emitieron la doble nota marcial de carga. Kalliam y los demás hombres gritaron y espolearon sus monturas. Geder hizo lo mismo, y el viejo y cansado caballo que lo había llevado durante días y semanas se convirtió en una bestia hecha de viento. Se oyó gritar a sí mismo, pero el mundo era un único rugido. Las vallas de protección de los arqueros se abrieron, y entonces pudo ver al enemigo. No había caballeros, ni caballería pesada, sino piqueros con sus largas lanzas. Sir Makiyos se abalanzó contra la fila y la rompió. Geder pensó en su propio ataque para aprovechar el caos.
Un caballo relinchaba de dolor. La lanza de Geder golpeó a un piquero, desgarrándole el hombro, y luego saltó la fila y entró en la zona del cuerpo a cuerpo. Dejó caer su lanza, sacó su espada y empezó a cortar todo lo que se le acercaba. A su derecha, media docena de espadachines mercenarios desmontaban de su caballo a uno de los gemelos Veren. Geder tiró de su montura hacia el caballero que caía, pero entonces lo atacaron otros espadachines que se filtraban por entre la fila discontinua de piqueros. Vio a su escudero que corría con la cabeza gacha y el cuchillo en ristre, pero no había hombres con armaduras en su camino y dejó que su dartinae acabara. La masa de hombres que luchaban fue empujada hacia el sur. Geder regresó, dispuesto a enfrentarse a alguien, pero los mercenarios parecían renuentes a mantener la presión contra el ataque.
No vio llegar la lanza. En un segundo, él estaba observando la batalla en busca de un posible objetivo, y al siguiente un pequeño árbol había echado raíces en su pierna, la densa madera negra había rasgado la armadura de la pierna y abierto una herida en la carne del muslo. Geder dejó caer su espada y gritó al sacarse la lanza clavada. Sintió un terrible dolor. Algo golpeó su escudo lo suficiente como para empujarlo hacia atrás. Un redoble de tambor llegó desde el sur, grave y profundo como un trueno. El caballo se movió de manera inesperada, y Geder empezó a deslizarse de su silla de montar. La mano que lo sujetó era la de Jorey de Kalliam.
—¿De dónde vienes? —preguntó Geder.
Kalliam no respondió. La sangre manchaba el rostro del hombre y salpicaba su escudo, pero no parecía estar herido. Tenía la mirada fija en la batalla, o en algún punto más allá de ella, y su expresión estaba tallada en hielo. Tratando de dejar de lado su dolor, Geder siguió la mirada del muchacho. Allí, bailando por encima de la refriega, ondeaban nuevos estandartes. Los cinco círculos azules de Maccia.
—No importa —chilló Geder—. Pero ¿de dónde vienen ellos?
—¿Puedes montar?
Geder miró hacia abajo. Su lado derecho estaba empapado en sangre, y el flujo procedente de la lanza en la pierna parecía ancho como un río. Una ola de mareo le hizo agarrarse a la silla. Los hombres podían morir de heridas como aquella en las piernas. Estaba seguro de que había oído hablar de hombres que habían muerto por heridas en las piernas. ¿Estaba a punto de morir, entonces?
—¡Palliako!
Levantó la vista. El mundo pareció balancearse un poco. Jorey Kalliam había dejado de observar la batalla para mirar a Geder a los ojos.
—Estoy herido —hizo notar Geder.
—Eres un caballero del Imperio —le reprendió Kalliam, y su poderosa voz no demostraba ira—. ¿Puedes cabalgar?
De alguna manera, Geder sintió que aquel hombre le transmitía algo de su propia fuerza. El mundo se estabilizó y Geder se irguió.
—Puedo… Puedo cabalgar.
—Entonces ve. Busca a lord Ternigan. Dile que los estandartes de Maccia ondean en el extremo occidental de la línea de batalla. Dile que necesitamos ayuda.
—Lo haré —dijo, y cogió las riendas. La montura de Kalliam volvió la cabeza hacia la lucha, resoplando, pero el joven caballero la detuvo.
—¡Palliako! Reúnete directamente con lord Ternigan. Directamente.
—¿Señor?
—No con Klin.
Sus ojos se encontraron por un momento, y le transmitieron una señal de complicidad. Kalliam no se fiaba de su capitán más de lo que lo hacía él mismo. Una sensación de alivio y gratitud nació en el corazón de Geder, y luego se sorprendió de aquellos sentimientos.
—Entiendo —dijo—. Traeré ayuda.
Kalliam asintió con la cabeza, se volvió y se zambulló en el cuerpo a cuerpo. Geder espoleó su caballo, cabalgando hacia el este a través del campo de batalla. Luchó para desatarse el escudo. Las manos enguantadas y el galope del caballo le dificultaban los movimientos. Por fin se las arregló para liberar el brazo, y se inclinó hacia delante, azuzando al animal para que acelerara más aún. Una hora antes, el valle era solo pasto y flores silvestres de otoño. Ahora era barro batido y el rugido de los hombres en lucha.
Geder entrecerró los ojos. La niebla había desaparecido, pero los húmedos estandartes seguían pareciendo telas oscuras colgadas de sus mástiles. Tenía que encontrar el oro y el carmesí, los colores de la Casa Ternigan. Tenía que hacerlo ya. A su alrededor solo había hombres tendidos en el barro, muertos o heridos. Gritos de soldados y caballos cortaban el aire. Pero el estandarte del mariscal del rey no estaba por ninguna parte.
Geder maldijo mientras miraba de un lado a otro. Sintió frío. Su pierna herida era un trozo pesado de carne, la sangre empapaba su coraza tan rápido como iba perdiendo las fuerzas. A cada minuto que pasaba disminuían las probabilidades de que Kalliam y los otros sobrevivieran, y su visión empezaba a ser cada vez más borrosa. Intentó levantarse sobre los estribos, pero su pierna herida no podía sostenerlo. Espoleó su caballo hacia delante. Allí estaban los estandartes de Flor y Rivercourt, Masonhalm y Klin…
Klin. Y más allá, a menos de cincuenta metros de donde estaba, el estandarte de sir Alan Klin revoloteaba húmedo y blando por encima de un grupo de hombres que luchaban. Entre ellos pudo distinguir el enorme caballo de batalla negro con sus correajes y telas rojas. Geder sintió una punzada. Si se trataba de un error, si Klin no había tenido la intención de enviarlos al matadero, entonces la ayuda estaba allí. Justo allí. Pero si había albergado esa intención, y Geder se reunía con él, Kalliam y los demás morirían. Siguió cabalgando. Tenía la pierna entumecida, y la boca seca. A lo lejos veía los estandartes de Estinford, Corenhall, y Dannick.
Y el de Ternigan.
Espoleó el caballo más aún, lo hizo saltar hacia delante, y corrió hacia el centro de la batalla arremolinada alrededor del estandarte. Maldijo a Ternigan por dirigir la carga en vez de estar dirigiendo la batalla desde la retaguardia. Maldijo a sir Alan Klin por haberlos mandado a él y a Kalliam a la trampa tendida por el enemigo. Se maldijo a sí mismo por haberse quitado el escudo, y por haber dejado que lo hirieran, y por no moverse rápido. Un espadachín enemigo se tambaleó levantándose entre el barro, y Geder lo embistió con su caballo. Olía a humo de pino. Algo, en algún lugar, se estaba quemando. El caballo empezó a estremecerse debajo de él, agotado y tembloroso. Se disculpó en silencio con el animal y lo espoleó de nuevo.
Se abalanzó contra los combatientes como una piedra que arrojasen contra el cristal de una ventana. Los espadachines salieron despedidos a su alrededor. Muchos de ellos eran tanto de Antea como de Vanai. A tres metros del portaestandarte, lord Ternigan estaba de pie sobre sus estribos, con su brillante espada en la mano, y cinco soldados luchando con denuedo para evitar que el enemigo llegara hasta él.
—¡Lord Ternigan! —gritó Geder—. ¡Ternigan!
El rugido de la batalla ahogaba sus gritos. El mariscal se movió hacia delante, en dirección a la línea donde se combatía con más fiereza. Una profunda furia carmesí cruzó el campo de visión de Geder. Kalliam y los demás estaban peleando, muriendo, por aquel hombre. Lo menos que podía hacer aquel hijo de puta era prestarle un poco de atención. Geder empujó su caballo tembloroso hacia delante, presionando a través de la guardia del mariscal con determinación. El campo de batalla se redujo a un lord sobre su montura. La visión periférica de Geder se difuminó, como si cabalgara a través de un túnel que condujera al exterior. Cuando estuvo a tres metros, gritó de nuevo.
—Maccia, mi lord Ternigan. ¡Los de Maccia han llegado por el extremo occidental, y nos están matando!
Esta vez, el mariscal lo oyó. Volvió la cabeza hacia Geder, con la frente alta y el ceño fruncido. Geder agitó los brazos y señaló hacia el oeste. «No me mires a mí. Mira a los de Maccia».
—¿Quién eres, señor? —dijo lord Ternigan. Su voz era tan profunda como un tambor, y casi hizo eco. El mundo que lo rodeaba parecía más tranquilo de lo que debiera.
—Sir Geder Palliako. Me envía Jorey Kalliam. En el extremo occidental no solo hay mercenarios, mi señor. También hay hombres de Maccia. Y no podemos detenerlos. Kalliam… Kalliam me envió. Necesitamos vuestra ayuda.
Ternigan gritó algo mirando hacia atrás. Los cuernos sonaron de nuevo, muy cerca, y el poderoso estruendo estalló contra su cara. Geder abrió los ojos, sorprendido al darse cuenta de que los había cerrado. Los hombres se movían a su alrededor. Algunos caballeros pasaron por delante de él. Se dirigían hacia el oeste o, al menos, eso pensó él. Lord Ternigan estaba a su lado, y lo sujetaba con fuerza por un codo.
—¿Puedes luchar? —le preguntó el mariscal del Reino de Antea. Geder lo oyó como si estuviera muy lejos.
—Puedo —respondió Geder mientras hacía girar su silla de montar. Empapado en sangre, su pie resbaló del estribo. El barro del suelo pareció elevarse hacia su rostro, pero el mundo se tiñó de negro antes de que lo alcanzara.