DAWSON KALLIAM
BARÓN DE OSTERLING FELLS

El arco que describía la espada cambió en el último segundo, y la hoja de acero giró hacia su cara. Si Dawson hubiera sido tan joven como su rival, el movimiento habría tenido el efecto deseado: habría retrocedido, girado, y se habría quedado desprotegido. Pero llevaba demasiados años batiéndose en duelos. Movió su propia espada apenas un centímetro a un lado mientras lanzaba su inesperada estocada, marca de la casa.

Feldin Maas, barón de Ebbinbaugh y contrincante de Dawson tanto en esa pequeña batalla como en todo lo demás, escupió en el suelo y sonrió.

El desaire inicial había sido una nimiedad. A pesar de que los dominios de Dawson eran mucho más extensos, Maas había exigido que lo sirvieran antes que a él en la Corte del rey, tres días antes de su nombramiento como guardián de los Territorios del Sur. Dawson le había explicado el error a Maas, y este había maldecido su nombramiento. Habían llegado a los puños, allí mismo, en el gran salón. Y allí se iba a resolver aquella cuestión, a la manera de antaño.

El patio de duelos era una parcela de tierra seca y polvorienta lo suficientemente larga como para celebrar las justas, y lo suficientemente ancha como para una reunión como aquella: con hojas cortas y ropajes de cuero. A un lado, las grandes murallas y la Torre del Rey se levantaban por encima de los árboles. Al otro estaba la División, de trescientos metros de profundidad, que partía en dos la ciudad y que le daba su nombre al Trono Escindido.

Se separaron y reanudaron los lentos pasos en círculo uno frente al otro. El brazo derecho de Dawson estaba tan cansado que lo notaba como si estuviese ardiendo, pero la punta de su espada no vaciló. Era un momento de orgullo, porque después de treinta años en el campo del honor él seguía siendo tan fuerte como el primer día en que desenfundó su espada. La hoja del más joven se veía un poco menos estable, su forma aparentemente más descuidada. Pero era solo una apariencia física, y Dawson sabía que no debía creérsela.

Sus botas con suelas de cuero se deslizaban silenciosas por la tierra. Feldin lanzó una estocada. Dawson la detuvo, contraatacó, y entonces Feldin dio un paso atrás. Su sonrisa era menos segura, pero Dawson no se permitió el lujo de sentir placer. No hasta que el hijo de puta se llevara una cicatriz Kalliam. Feldin Maas lanzó otra estocada, baja y poderosa, con un giro rápido de la muñeca y una inclinación de espada. Dawson lo detuvo, hizo una finta a la derecha y atacó a la izquierda. La ejecución fue perfecta, pero su enemigo ya había puesto tierra de por medio. Ambos tenían demasiada experiencia en el campo de batalla como para que los viejos trucos surtieran efecto.

Pero había ocurrido algo inesperado.

En una batalla de verdad, la estocada de Dawson habría sido un suicidio. Se quedó desprotegido, desequilibrado, y demasiado expuesto. Era un acto ingenuo, por lo que tuvo el efecto que había previsto. Feldin, desorientado por aquella acción carente de sentido, saltó hacia atrás, pero con demasiada lentitud. La resistencia del metal cortando la piel le llegó a Dawson a través de su espada.

—¡Sangre! —gritó Dawson.

En el tiempo que dura un latido de su corazón, Dawson vio que la expresión de Feldin pasaba de la sorpresa a la ira, de la rabia al cálculo, y del cálculo a una máscara fría e irónica. Durante un instante permaneció preparado para un contraataque. Pero no sería necesario. Dawson se dio cuenta de que el joven Feldin había tenido una tentación. Dejando el honor, los testigos y el imperio de la ley a un lado, Feldin Maas había tenido la tentación de matarlo. Y eso hizo que la victoria le proporcionara aún más placer. Feldin dio un paso atrás, se tocó el costado y levantó los dedos ensangrentados. Los médicos corrieron hacia él para evaluar los daños. Dawson envainó su espada.

—Bien hecho, viejo —dijo Feldin, quien ya se quitaba la camisa—. ¿Usando mi honor como tu armadura? Eso ha sido casi un cumplido. Has apostado tu vida a favor de mis amables instintos.

—O más bien a favor de tu miedo a romper el protocolo.

Un destello peligroso brilló en los ojos del hombre más joven.

—Eh, que el duelo ha terminado —apremió el médico jefe—. No vayamos a empezar otro.

Dawson sacó su daga en señal de saludo. Feldin empujó a un lado a los criados y sacó la suya. La sangre que corría por su costado era una buena señal. Aquella nueva cicatriz sería profunda. Dawson envainó la daga, se dio media vuelta y salió del terreno de duelo tras él, con su honor intacto.

Camnipol. La ciudad dividida y sede del Trono Escindido.

Desde la época de los dragones, había sido la sede del poder de todos los primera sangre del mundo. En los años oscuros después de que la Gran Guerra trajera a los antiguos señores del mundo bajo y liberara a las razas de esclavos, Camnipol había sido un faro que irradiaba su luz. Negra y dorada y orgullosa sobre su colina, la ciudad se convirtió en el hogar de los antes dispersos primera sangre. Las fortunas podían sufrir altibajos a través de los siglos, pero la ciudad era eterna, partida en dos por la División y mantenida por la fuerza de la Torre del Rey, ahora era la casa del rey Simeon y de Aster, el niño príncipe.

El puente de Plata cruzaba la División desde la Torre del Rey hasta el barrio noble que se elevaba en el lado occidental. La piedra antigua estaba cimentada sobre una lámina de jade de dragón no más gruesa que el ancho de una mano, pero tan indestructible como el sol o el mar. Dawson montaba en un pequeño carruaje tirado por caballos, pues no era partidario de la tradición más reciente de que fuera tirado por esclavos. Las ruedas traqueteaban, y las bandadas de palomas azotaban el aire a su paso. Se asomó por la ventanilla y miró hacia abajo, hacia los estratos de ruinas y muros de piedra que formaban la División. Había oído decir que los edificios antiguos que estaban en lo más hondo del enorme basurero que formaba la base del gran cañón eran mayores que los propios dragones. Camnipol, la ciudad eterna. Su ciudad, emplazada en el corazón de su nación y de su raza. Aparte de su familia, no había nada que Dawson amara tanto.

Después cruzaron la gran arcada de aire, y el carretero giró hacia la estrecha entrada de su plaza privada. Su mansión se alzaba, sus líneas limpias, elegantes y libres de las filigranas chillonas con las que advenedizos como Feldin Maas, Alan Klin, y Curtin Issandrian sobrecargaban sus casas. Su hogar era clásico y exquisito, y desde allí hasta la Torre del Rey y la amplia llanura que había más allá era la casa más noble de la ciudad, a excepción, quizá, de la de lord Bannien, en la hacienda de Estinford.

Sus sirvientes le salieron al paso y, como siempre hacía, Dawson los despidió con un gesto rechazando lo que le ofrecían. El deber de sus criados era ofrecer, y su dignidad de señor le exigía rechazar. El ritual era lo importante. El esclavo de la puerta, un viejo tralgu con la piel de color marrón claro y el pelo de las puntas de las orejas plateado, estaba junto a la entrada. Una cadena de plata lo ataba a una columna de mármol negro.

—Bienvenido a casa, mi señor —lo recibió el esclavo—. Ha llegado una carta de tu hijo.

—¿De cuál de ellos?

—De Jorey, mi señor.

Dawson sintió una punzada en el estómago. Si hubiera sido de uno de sus otros hijos, podría haber leído las noticias con verdadero placer, pero una carta de Jorey contendría información de la detestada campaña de Vanai. Temeroso, le tendió la mano. El esclavo de la puerta volvió la cabeza hacia la entrada.

—La tiene tu señora esposa, mi señor.

El interior de la mansión estaba lleno de oscuros tapices y cristal resplandeciente. Los perros descendieron la escalera ladrando con entusiasmo: cinco perros lobo de pelaje gris reluciente y dientes de marfil. Dawson les rascó las orejas, les dio palmaditas en los costados, y se dirigió de nuevo hacia el solárium donde estaba su esposa.

La habitación de cristal era una concesión a Clara, a quien le servía de consuelo. Estropeaba las líneas de la fachada norte del edificio, pero ella podía cultivar allí los pensamientos y las violetas que crecían en las colinas de Osterling. El recuerdo de su hogar la mantenía más alegre durante las estaciones en Camnipol, y se quedaba en la casa disfrutando del aroma de las violetas durante todo el invierno. Ahora estaba sentada en un sillón, con un pequeño escritorio a un lado, y parterres de flores negras dispuestas en torno a ella como soldados en un desfile. Al oír el sonido de sus pasos levantó la vista y sonrió.

Clara siempre había sido perfecta. Aunque los años le habían arrebatado algo del color rosa de sus mejillas, y en su pelo negro destellaba ahora un poco de gris, él aún podía ver a la niña que había sido. Había bellezas más raras y poetas más agudos cuando el padre de Dawson eligió el vientre que llevaría a sus nietos. Pero en lugar de eso había elegido a Clara, y Dawson no necesitó ni un minuto para apreciar cuán sabia había sido esa decisión. Ella era buena de corazón. Podría haber sido un dechado de todas las demás virtudes, pero si no hubiera sido buena, las otras virtudes habrían quedado reducidas a cenizas. Dawson se inclinó y la besó en los labios, como siempre hacía. Era un ritual, como rechazar la ayuda del lacayo y rascarles las orejas a los perros de caza. Le daba sentido a la vida.

—¿Tenemos noticias de Jorey? —preguntó él.

—Sí —respondió ella—. Está bien. Está haciendo un tiempo maravilloso allí en el campo. Su capitán es Alan, el muchacho de Adria Klin. Dice que se las está arreglando muy bien.

Dawson se apoyó en una mesa llena de flores, con los brazos cruzados. La punzada en el estómago empeoró. Klin. Otro de la camarilla de Feldin Maas. Había sido como un hueso en la garganta cuando el rey puso a Jorey bajo el mando de aquel hombre, y pensar en él todavía le dejaba cierto mal sabor de boca.

—Ah, y dice que está sirviendo con Geder Palliako, pero eso no puede estar bien, ¿verdad? ¿No es ese extraño hombre regordete con demasiado entusiasmo por los mapas y las rimas cómicas?

—Ese es Lerer Palliako. Geder es su hijo.

—Oh —dijo Clara con un gesto de la mano—. Eso tiene mucho más sentido, porque no me lo imaginaba a su edad y saliendo al campo de nuevo. Creo que todo eso nos queda ya muy lejos. Y Jorey también ha escrito un largo pasaje sobre caballos y ciruelas, y está claro que es una especie de mensaje en clave para que yo no entienda ni una sola palabra.

Después de hurgar un momento por entre los pliegues de su vestido, ella le tendió el papel doblado.

—¿Ganaste tu pequeña pelea? —preguntó ella.

—Sí, la gané.

—¿Y ese hombre horrible te pidió disculpas?

—Mejor que eso, querida. Perdió.

Las líneas escritas por Jorey salpicaban las páginas como arañazos de aves, regulares pero al mismo tiempo descuidadas. Dawson leyó por encima los primeros párrafos. Unos pocos comentarios banales sobre los rigores de la marcha, un comentario sobre Alan Klin que Clara no había visto o había preferido no entender, una breve referencia sobre el muchacho Palliako, y algo acerca de una broma de la compañía. Y a continuación, la parte importante. Leyó con cuidado, analizando cada frase, escogiendo las palabras que él y su hijo habían elegido para representar a ciertos actores clave y ciertas estratagemas. «Este año no han caído ciruelas del árbol». Eso significaba que sir Klin no trabajaba para lord Ternigan. Klin acataba sus órdenes, sí, pero porque lord Ternigan era mariscal del ejército, y no porque tuvieran una alianza política en particular. Esa información era muy útil. «Mi caballo corre verdadero peligro de desarrollar una cojera en su flanco derecho». Caballo, no montura. Cojera, no debilidad. Flanco derecho, no izquierdo. Así que la compañía de Klin tenía pensado permanecer en la Vanai conquistada, y con Klin como probable gobernador interino. Ternigan no tenía la intención de hacerse con el dominio de la ciudad. Lo más importante, entonces, era el puesto del ejército.

Solo el puesto, por descontado. Y no desobedecería. No lo haría nunca. Todo estaría en su lugar, si las fuerzas de Ternigan podían retener la victoria durante una estación. La diferencia entre el aplazamiento y el fracaso impedía que sus negociaciones privadas con Maccia cruzaran la línea de la traición. Mientras la conquista de Vanai se retrasara hasta la primavera, habría tiempo para hacer que la Corte llamara a Klin y poner entonces a Jorey en su lugar. Gobernar Vanai sería el primer paso de Jorey dentro de la Corte y, para ello, tanto Maas como Klin y los de su clase debían perder un poco de prestigio.

Dawson había usado los canales más oscuros que pudo. Les había enviado cartas a los agentes en Stollbourne, quienes a su vez enviaron cartas a los comerciantes de Birancour que tenían negocios en Maccia. La discreción era fundamental, pero lo había conseguido. Seiscientos soldados reforzarían la ciudad libre de Vanai hasta el momento en que dejara de ser conveniente. En primavera se retirarían, y Vanai caería, y en verano Dawson bebería con el rey Simeon y se reirían y celebrarían juntos su ingenio.

—¿Mi señor?

El criado se detuvo en la puerta del solárium, inclinado a modo de disculpa. Dawson dobló la carta y se la devolvió a Clara.

—¿Qué ocurre?

—Un visitante, señor. El barón Maas y su esposa.

Dawson resopló, pero Clara se levantó y se ajustó las mangas del vestido.

Su rostro adquirió una calma casi serena, y ella le sonrió.

—Ahora amor —dijo—. Ya has tenido tus juegos de guerra. No olvidemos nuestros juegos de paz.

Las objeciones le acudieron a la mente como perros tras un zorro: un duelo no era un juego, sino una cuestión de honor. Maas se había ganado una cicatriz y la humillación que la acompañaba. Recibirlo ahora sería puro protocolo huero. Clara alzó una ceja e inclinó la cabeza a un lado. Y toda la bravuconería de Dawson desapareció como por ensalmo. Se echó a reír.

—Mi amor —dijo—, me civilizas.

—Oh, no es eso, estoy segura —replicó—. Ahora vamos, y di algo agradable.

La sala de recepción nadaba en tapices. Imágenes de tela de la Última Batalla con las alas del dragón bordadas en hilo de plata y Drakis Stormcrow en oro. La luz del sol se filtraba por una amplia ventana de cristales de colores en un mosaico que representaba el grifo y el hacha heráldicos de Kalliam. Los muebles eran los más elegantes de la casa. Feldin Maas estaba junto a la puerta, erguido como si estuviera en posición de firmes. Su esposa, de pelo oscuro y rostro anguloso, se acercó a ellos cuando Dawson y Clara entraron en la habitación.

—¡Prima! —dijo ella mientras cogía a Clara de las manos—. Qué contenta estoy de verte.

—Sí, Phelia —le respondió Clara—. Siento que solo nos veamos cuando nuestros muchachos se han estado portando mal.

—Osterling —dijo Feldin Maas, usando el título más formal de Dawson.

—Ebbinbaugh —respondió Dawson, haciendo una reverencia. Feldin se la devolvió con una rigidez que decía que el dolor de su nueva herida todavía le molestaba.

—Oh, vosotros dos, basta ya —interrumpió Clara en el mismo instante en que la esposa de Feldin apremiaba:

—Sentaos y bebed un poco de vino.

Los hombres hicieron lo que se les ordenó. Después de unos minutos de charla, Feldin se inclinó hacia delante y habló en voz baja.

—No había oído que participaras en el torneo del rey.

—Por supuesto que sí. ¿Por qué no habría de hacerlo?

—Pensé que podrías estar dejando algo de gloria para tus hijos, viejo amigo —observó Feldin—. Eso es todo. Sin ánimo de ofender. No creo que pueda permitirme el lujo de ofenderte. Al menos, no hasta que haya sanado.

—Tal vez, la próxima vez deberíamos batirnos en un duelo de palabras. Coplas insultantes a diez pasos.

—Oh, prefiero las espadas. Tus coplas provocan un daño permanente. La gente todavía llama a sir Lauren «el Caballero Conejo» por tu culpa.

—¿Por mi culpa? No, yo nunca podría haber dicho nada de aquello sin sus dientes y su ridículo casco. Sé que se suponía que eran las alas, pero por Dios que me parecieron orejas —comentó Dawson, y bebió un trago—. Hoy has hecho un gran papel, muchacho. No tan bien como yo, pero sin duda eres un buen luchador.

Clara lo recompensó con una sonrisa. Ella tenía razón: no era tan difícil ser magnánimo. Había incluso una especie de calidez en aquellas palabras. El vino era bueno, y los sirvientes les llevaron un plato de queso curado y salchichas en vinagre. Clara y su prima cotilleaban y se tocaban los brazos y las manos en cuanto podían, como niñas coqueteando. Era más o menos lo mismo, supuso. Primero el insulto, luego la violencia, y después la tranquilidad y el bálsamo. Eran las mujeres como la suya las que evitaban que el reino estallara en una guerra de egos y virilidad.

—Somos hombres afortunados por tener esposas como estas —observó Dawson.

Feldin Maas se sorprendió, sobre todo si se tenía en cuenta que las dos mujeres solo estaban enfrascadas en una conversación acerca de la dificultad de mantener los hogares en Camnipol y las propiedades familiares de ambas, y mostró media sonrisa.

—Supongo que lo somos —convino—. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Camnipol?

—Hasta el torneo, y luego otra semana o dos. Quiero llegar a casa antes de que empiecen las nieves.

—Sí. No hay nada como la Torre del Rey en invierno para respirar el viento de la llanura. Es como si su majestad tuviera a un fabricante de velas de barco en vez de a un arquitecto. He oído que el rey piensa recorrer los territorios solo para poder pasar algún tiempo en una casa caliente.

—Es por la caza —comentó Dawson—. Desde que éramos niños, él amaba la caza de invierno en los territorios.

—Sin embargo, se está haciendo viejo para eso, ¿no te parece?

—No. No lo creo.

—Me inclino ante tu opinión —dijo Feldin, pero su sonrisa era tensa y petulante. Dawson sintió una punzada de ira, que Clara debió de ver. Daba la impresión de que parte del hecho de mantener la paz estribaba en saber cómo dejar de jugar a ser amigos antes de que la ilusión se desvaneciera. Ella llamó a los siervos, les ordenó que recogieran un ramo de violetas para su prima, y caminaron juntos hasta el vestíbulo para despedirse. Justo antes de irse, Feldin Maas dio media vuelta con el ceño fruncido y levantó un dedo.

—Se me olvidaba, mi señor. ¿Tienes familia en las Ciudades Libres?

—No —respondió Dawson—. Bueno, creo que Clara tiene algunas relaciones lejanas en Gilea.

—Por medio de matrimonio —dijo Clara—. No de sangre.

—Nada en Maccia, entonces. Eso es bueno —replicó Feldin Maas.

La espalda de Dawson se puso rígida.

—¿Maccia? No —dijo—. ¿Por qué? ¿Qué pasa en Maccia?

—Al parecer, el gran dux ha decidido unirse con Vanai en contra su majestad. «Unidad contra la agresión», o algo así.

Feldin estaba al tanto de los refuerzos de Vanai. Y si él lo sabía, también lo sabría sir Alan Klin. ¿Sabrían también gracias a qué influencia había conseguido Vanai sus nuevos aliados, o tan solo lo sospechaban? Por lo menos lo sospecharían, o de otro modo Feldin no habría sacado el tema. Dawson sonrió como se esperaba que lo hiciera si no tuviese ningún interés en el asunto.

—¿La unidad de las Ciudades Libres? Eso parece poco probable. Tal vez se trate de un rumor.

—Sí —convino Feldin Maas—. Sí, seguro que tienes razón.

Aquel cara de perro, picha corta, hipócrita hijo bastardo de una comadreja y una puta le hizo una reverencia y acompañó a su esposa mientras salían de la casa. Como no se movía de allí, Clara lo cogió de la mano.

—¿Estás bien, querido? Te ves dolorido.

—Discúlpame —dijo.

Una vez en su biblioteca, cerró la puerta, encendió las velas y sacó los mapas de los estantes. Había marcado el camino de Maccia a Vanai y las rutas que estaba seguro de que tomaría el ejército. Midió e hizo sus cálculos, y la furia creció en su interior como las olas azotadas por una tormenta. Lo habían traicionado. En algún lugar a lo largo de la cadena de comunicaciones, alguien había dicho algo, y sus planes se habían venido abajo. Se había extralimitado y quedado al descubierto. Lo habían superado. Feldin Maas. Uno de los perros gimió y rascó la puerta hasta que Dawson la abrió y lo dejó entrar.

El perro se subió a la cama, se hizo un ovillo y miró a Dawson con ojos ansiosos. El barón de Osterling Fells se dejó caer al lado del animal y le rascó las orejas. El perro gimió de nuevo y presionó la cabeza contra la palma de la mano de Dawson. Un momento más tarde, Clara apareció en la puerta, con los brazos cruzados y la mirada tan ansiosa como la del perro.

—¿Algo ha salido mal?

—Un poco, sí.

—¿Jorey está en peligro? —preguntó.

—No lo sé.

—Y nosotros ¿estamos en peligro?

Dawson no respondió, porque la respuesta era que sí, y no se atrevía a mentirle.