CITHRIN BEL SARCOUR
PUPILA DEL BANCO MEDEANO

El único recuerdo vivo que Cithrin tenía de sus padres era el momento en que le dijeron que habían muerto. Antes de eso, tan solo había vaguedades, detalles que no llegaban a conformar siquiera los fantasmas de las propias personas. Su padre era un cálido abrazo bajo la lluvia y el olor a tabaco. Su madre era el sabor de la miel en el pan y la mano fina y elegante de una mujer cinnae acariciándole la pierna a Cithrin. No conocía sus caras ni los sonidos de sus voces, pero recordaba haberlos perdido.

Ella tenía cuatro años. Su cuarto de cuando era bebé estaba pintado de blanco y ciruela. Ella se sentaba junto a la ventana, y bebía té con un tralgu de peluche marrón hecho de arpillera y relleno de judías secas. Enderezó las orejas cuando entró el ama de cría, con la cara más pálida que de costumbre, y le anunció que la peste se había llevado a los señores, y que Cithrin debía prepararse para salir. A partir de entonces viviría en otro lugar.

No lo entendió. En aquel momento, para ella la muerte era algo negociable, como si usas o dejas de usar determinada cinta para el pelo, o la cantidad de avena dulce que desayunarás. Cithrin no había llorado mucho ni parecía haberle molestado el cambio de planes.

Solo más tarde, en sus nuevas y oscuras habitaciones situadas encima del edificio del banco, se dio cuenta de que no importaba cuán fuerte gritara o cuan violentos fueran sus llantos. Sus padres no volverían a estar con ella porque, al estar muertos, ya no les importaba nada.

—Te preocupas demasiado —dijo Besel.

Él se recostó y recolocó el cuerpo. Parecía sentirse cómodo en los desgastados escalones de madera. Estaba cómodo en cualquier lugar. Sus veintiún veranos lo hacían cuatro años mayor que Cithrin, y tenía el pelo oscuro y rizado y una cara ancha que parecía pensada para sonreír. Sus hombros eran tan anchos como los de un obrero, pero sus manos eran suaves. Su túnica, como el resto de sus ropas, estaba teñida del rojo y marrón del banco. A él le quedaban mejor que a ella, mejor que a nadie. Cithrin sabía que él tenía media docena de amantes y, en secreto, sentía celos de todas y cada una de ellas.

Estaban sentados en un banco de madera en la plaza de los Arcos, mirando el bullicio y el desorden de las paradas del mercado semanal, cientos de apretados puestos montados con telas brillantes y delgadas estructuras de palos que crecían contra las paredes de los edificios de la plaza como las ramas nuevas de un árbol viejo. El gran canal de Vanai lamía el muelle a su derecha, y el agua verde albergaba numerosos botes y barcazas. El mercado zumbaba con las voces de los pescaderos y carniceros, granjeros y herboristas, que vendían sus productos de finales del verano.

La mayoría eran primera sangre y timzinae de escamas negras, pero aquí y allá Cithrin pudo ver los cuerpos pálidos y delgados de algunos cinnae de pura sangre, la cabeza ancha y las orejas móviles como las de los perros de algún tralgu, o el anadear pesado y torpe de un yemmu. Al haber crecido en Vanai, Cithrin había visto al menos un ejemplo de casi todas las razas de la humanidad. Una vez, incluso había visto a un drowned en un canal, mirándola fijamente con sus tristes ojos negros.

—No entiendo que el banco esté del lado de Antea Imperial —se quejó ella.

—No estamos de su lado —le aclaró Besel.

—Pero no estamos del lado del príncipe. Esto es una guerra.

Besel se rio. Tenía una risa bonita. Cithrin sintió una punzada de ira, y lo perdonó en cuanto él le tocó la mano.

—Solo es una pantomima —dijo—. Un grupo de hombres se reunirá en un campo a las afueras de la ciudad, los palos y las espadas volarán lo suficiente como para satisfacer el honor de todos, y luego les abriremos las puertas al ejército de Antea y les dejaremos que hagan sus cosas durante unos pocos años.

—Pero el príncipe…

—Tendrá que exiliarse. O lo encarcelarán, pero es probable que se exilie. Estas cosas pasan todo el tiempo. Una baronesa de Gilea se casa con un príncipe de Asterilhold, y el rey Simeon decide que Antea necesita un contrapeso en las Ciudades Libres. Así que encuentra una razón para declarar la guerra a Vanai.

Cithrin frunció el ceño. Besel parecía muy divertido y despreocupado. A su parecer, su propio miedo la hacía parecer ingenua. Tonta. Se hurgó en los talones.

—He leído sobre las guerras. Lo que dice el tutor de historia no suena como lo cuentas tú.

—Tal vez las guerras reales sean diferentes —dijo Besel encogiéndose de hombros—. Si alguna vez Antea marcha sobre Birancour o sobre el Keshet, cambiaré todas mis apuestas. Pero ¿esto? Esto no llega ni a una tormenta de primavera, pajarito.

Una voz de mujer gritó el nombre de Besel. La hija de un comerciante que llevaba un corpiño marrón oscuro y unas faldas largas de lino crudo. Besel, que estaba sentado al lado de Cithrin, se levantó.

—El trabajo es lo primero —dijo con un brillo en los ojos—. Deberías volver a casa antes de que la vieja Cam empiece a ponerse nerviosa. Pero, en serio, confía en el magíster Imaniel. Está al corriente de todo esto desde hace mucho más tiempo que cualquiera de nosotros, y sabe de qué se trata.

Cithrin asintió y contempló a Besel mientras llegaba en un par de zancadas hasta la chica de cabellos oscuros. Se inclinó ante ella, que le devolvió la reverencia, pero a Cithirn le pareció todo falso. La formalidad usada como juego preliminar. Probablemente, Besel no pensaba que Cithrin supiera lo que eran los juegos preliminares. Lo observó con amargura mientras cogía del brazo a la chica y la acompañaba por las pálidas calles y los puentes de la ciudad. Cithrin se tiró de las mangas, no por primera vez, deseando que el Banco Medeano hubiera adoptado los colores que mejor le quedaban a ella. Algo verde, por ejemplo.

Si sus padres hubieran sido primera sangre o cinnae, a ella la podría haber adoptado alguna familia. En cambio, la reina había reclamado los títulos de su padre en Birancour y se los había otorgado a otra persona. El clan de su madre en Princip C’Annaldé había declinado cortésmente acoger a una niña mestiza.

Si no fuera por el banco, ella habría vuelto a las calles y los callejones de Vanai. Pero su padre había colocado una parte de su oro con el magíster Imaniel y, como heredera, Cithrin se convirtió en la pupila del banco hasta que tuviera edad suficiente para presionar su pulgar ensangrentado en sus propios contratos. Solo le faltaban dos veranos. Vería su décimo noveno solsticio, convertida en una hacendada, y se trasladaría, supuso, a las pequeñas viviendas cerca de la Gran Plaza, donde la sucursal de Vanai del Banco Medeano hacía sus negocios.

Suponiendo, claro, que el ejército invasor dejara la ciudad en pie.

Mientras paseaba por el mercado no vio ningún signo de miedo en los rostros que la rodeaban. Así que tal vez Besel tuviera razón. Dios sabía que el hombre parecía seguro de sí mismo. Pero es que siempre lo parecía.

Se preguntó si Besel la vería de una manera diferente cuando ella dejara de pertenecerle al banco. Se detuvo en un puesto donde una mujer primera sangre vendía perfumes, aceites y pañuelos de colores para el pelo. Un espejo colgado en un poste de madera invitaba a los clientes a contemplarse. Cithrin se miró durante un instante y levantó la barbilla como hacían las mujeres de las familias reales.

—Oh, pobrecita —se compadeció la mujer—. Has estado enferma, ¿no es así? ¿Necesitas algo para los labios?

Cithrin negó con la cabeza, y retrocedió un paso. La mujer la agarró por la manga.

—No te escurras. Yo no tengo miedo. La mitad de mis clientes están aquí porque han estado enfermos. Puedo quitarte ese tono pálido, querida.

—No lo necesito —dijo Cithrin, recobrando la voz.

—¿No? —preguntó la mujer, y se la llevó a un taburete ubicado en el interior del puesto. El aroma a rosas y a pigmentos húmedos espesó el aire hasta hacerlo casi irrespirable.

—No estoy enferma —dijo—. Es por mi madre. Era cinnae. Es… normal.

La mujer la miró con expresión compasiva. Era cierto. Cithrin no tenía ni la belleza cristalina del pueblo de su madre, ni los sólidos, cálidos y sencillos encantos de una niña primera sangre. Ella estaba en el medio. Los demás niños la habían llamado «mula blanca». No era ni una cosa ni la otra.

—Bueno, pues más a mi favor, entonces —la consoló la mujer—. Tú siéntate, y ya veremos qué puedo hacer.

Al final, Cithrin compró un frasco de carmín labial solo para poder salir del tenderete.

—Podrías prestarle un poco —dijo Cam—. Es el príncipe. No es que no vayas a saber dónde encontrarlo.

El magíster Imaniel levantó la vista de su plato, con una expresión tan amable como inextricable. La luz de las velas se reflejaba en sus ojos. Cuando lo deseaba, aquel hombre pequeño con la piel curtida y el pelo fino podía parecer manso como un gatito, o convertirse en un demonio frío y rabioso. Después de tantos años, Cithrin seguía sin saber cuál de las dos era la máscara. Su voz era ahora tan suave como sus ojos.

—Cithrin, ¿por qué no debería prestarle dinero al príncipe? —preguntó.

—Porque si no quiere devolvértelo, no lo hará.

El magíster Imaniel miró a Cam y se encogió de hombros.

—¿Ves? La chica sí que sabe. La política del banco consiste en no concederle préstamos a nadie que considere indigno de él devolver el dinero. Además, ¿quién puede asegurar que tenemos dinero de sobra?

Cam sacudió la cabeza con fingida desesperación y se inclinó sobre la mesa para coger el salero. El magíster Imaniel le dio otro mordisco a su cordero.

—¿Por qué no les pide prestado el dinero a sus barones y duques? —se preguntó el magíster Imaniel.

—Porque ellos no pueden —respondió Cithrin.

—¿Por qué no?

—Oh, deja en paz a la pobre chica de una vez —dijo Cam—. ¿No podemos tener una sola conversación sin que se convierta en una prueba?

—Nosotros tenemos todo el oro —observó Cithrin—. Todo está aquí.

—Oh, querida —dijo el magíster Imaniel, y sus ojos se abrieron en una expresión de falsa sorpresa—. ¿En serio?

—Llevan meses viniendo aquí. Les hemos vendido letras de cambio a la mitad de las familias más prominentes de la ciudad. Al principio lo hacíamos por oro, pero también por joyas o seda o tabaco… Todo vale para el comercio.

—¿Estás segura de eso?

Cithrin entornó los ojos.

—Todo el mundo está seguro de eso. Todos hablan de eso ahí fuera. Los nobles huyen como ratas de una barcaza en llamas. Mientras tanto, como están ciegos, los bancos les están robando. Cuando intenten vender las letras de cambio en Carse o en Kiaria o en Stollbourne, no conseguirán recuperar ni la mitad de lo que pagaron por ellas.

—Es un mercado de compradores, eso es cierto —dijo el magíster Imaniel con aire de satisfacción—. Pero las existencias se convierten en un problema.

Después de la cena, Cithrin subió a su habitación y abrió las ventanas para ver alzarse la niebla desde los canales. El aire hedía al aceite de linaza con el que en otoño pintaban los edificios y puentes de madera para protegerlos de la nieve y la lluvia por llegar. Y debajo de ese olor, la exuberante floración verde de las algas de los canales. A veces se imaginaba que todas aquellas grandes casas eran naves que flotaban en un ancho río, los canales conectados en un único y vasto flujo demasiado profundo para poder verlo.

Al final de la calle, una de las puertas de hierro se había soltado de sus soportes, y crujía yendo y viniendo empujada por la brisa. Cithrin se estremeció, cerró los postigos, se metió en la cama y apagó la vela.

Unos gritos la despertaron. Y entonces oyó los golpes de las porras con punta de plomo contra la puerta.

Abrió las persianas y se asomó. La niebla se había despejado lo suficiente para que la calle quedara bien a la vista. Una docena de hombres vestidos con las libreas del príncipe, cinco de ellos con apestosas antorchas, se amontonaban contra la puerta. Sus voces eran recias, exaltadas y crueles. Uno levantó la mirada, y sus ojos oscuros se fijaron en los de ella. El soldado sonrió de repente. Cithrin, que no sabía lo que estaba pasando, le devolvió una sonrisa incómoda y se retiró. Sintió que se le helaba la sangre incluso antes de oír la voz cautelosa del magíster Imaniel, y después la risa del capitán de la guardia, y después el grito desconsolado de Cam.

Cithrin corrió por la escalera. La luz mortecina de un farol distante le daba a la oscuridad del pasillo un tono pálido y amenazador. En su fuero interno sabía que correr hacia la puerta principal era una locura, y que debía escapar en la otra dirección. Pero había oído el grito de Cam, y tenía que enterarse de lo que pasaba.

Los guardias ya se habían ido cuando llegó a la puerta. El magíster Imaniel estaba inmóvil. En la mano le brillaba una lámpara de latón y cristal. Su rostro estaba inexpresivo. Cam estaba arrodillada junto a él, con el puño apretado contra la boca. Y Besel —el perfecto Besel, el hermoso Besel— yacía en el suelo de piedra, manchado de sangre, aunque había dejado de sangrar. Cithrin sintió que le nacía un grito en el fondo de la garganta, pero no pudo emitir sonido alguno.

—Consígueme un curandero —le ordenó el magíster Imaniel.

—Ya es demasiado tarde —respondió Cam, ahogada en lágrimas.

—No te lo he preguntado. Consígueme un curandero. Cithrin, ven aquí. Ayúdame a meterlo dentro.

No había esperanza, pero hicieron lo que les había pedido. Cam se puso una capa de lana y salió corriendo hacia la oscuridad. Cithrin cogió a Besel por los talones, y el magíster Imaniel por los hombros. Arrastraron entre los dos el cuerpo hasta el comedor y lo pusieron sobre la mesa de madera. Besel tenía cortes en la cara y en las manos. Una herida profunda se abría desde la muñeca hasta el codo, el antebrazo casi dividido por el paso del filo. No respiraba. No sangraba. Aparentaba tanta paz como un hombre dormido.

El curandero llegó, frotó unos polvos en los ojos vacíos de Besel, presionó las palmas de las manos contra su pecho en silencio, e invocó a los espíritus y a los ángeles. Besel dio un suspiro largo y desigual, pero la magia no bastaba. El magíster Imaniel le pagó al curandero tres monedas de plata grandes y lo mandó de vuelta. Cam encendió un fuego en la chimenea. Las llamas le daban al cuerpo de Besel una extraña ilusión de movimiento.

El magíster Imaniel se situó en la cabecera de la mesa, mirando al suelo. Cithrin se adelantó, tomó la fría mano de Besel y la apretó con fuerza. Quería llorar, pero no podía. El miedo, el dolor y la incredulidad hacían terribles estragos en su interior, pero no hallaban salida. Cuando levantó los ojos, el magíster Imaniel estaba mirándola.

Cam habló.

—Deberíamos habérselo dado. Dejar que el príncipe tomara lo que quería. Solo es dinero.

—Tráeme sus ropas —dijo el magíster Imaniel—. Una camisa limpia. Y esa chaqueta roja que no le gustaba.

Sus ojos se movían ahora a toda velocidad, como si leyeran palabras escritas en el aire. Cam y Cithrin intercambiaron sendas miradas. Lo primero que pensó Cithrin fue que él quería lavar y vestir el cuerpo para su entierro.

—¿Cam? —preguntó el magíster Imaniel—. ¿Me has oído? ¡Ya!

La anciana salió de inmediato y desapareció a toda prisa en las profundidades de la casa. El magíster Imaniel se volvió hacia Cithrin. Tenía las mejillas sonrosadas, pero no podía decir si de rabia o vergüenza, o de algo más profundo.

—¿Sabes conducir un carro? —le preguntó—. ¿Guiar un tiro pequeño? Dos mulas.

—Ni idea —contestó Cithrin—. Tal vez.

—Desvístete —dijo.

Ella parpadeó.

—Desvístete —repitió—. Tu camisón. Quítatelo. Tengo que ver con qué trabajamos.

Perpleja, Cithrin se llevó las manos a los tirantes de los hombros, deshizo los nudos y dejó caer la tela al suelo. Hacía frío y se le puso la piel de gallina. El magíster Imaniel emitió unos breves sonidos guturales mientras caminaba alrededor de ella, evaluándola de una manera que ella no podía comprender. El cadáver de Besel no se movió. Sentía el eco de la vergüenza. Se dio cuenta de que nunca había estado desnuda delante de un hombre.

Al volver, Cam puso los ojos como platos, y se quedó boquiabierta. Y entonces, menos de un segundo después, su expresión se volvió dura como una piedra.

—No —dijo Cam.

—Dame la camisa —le ordenó el magíster Imaniel.

Cam no hizo nada. Él se acercó, y le quitó la camisa y la chaqueta de Besel. Ella no lo detuvo. Sin hablar, le puso la camisa a Cithrin. La tela era suave y cálida, y olía a la piel del muerto. El dobladillo caía lo suficientemente como para darle un cierto grado de modestia. El magíster Imaniel retrocedió un paso, y un placer sombrío apareció en las comisuras de sus ojos. Le lanzó la chaqueta a Cithrin y, con un gesto, le indicó que se la pusiera.

—Vamos a tener que coserla un poco —dijo—, pero es posible.

—No debes hacer esto, señor —le rogó Cam—. Solo es una niña.

El magíster Imaniel no le hizo caso, se acercó de nuevo a Cithrin y le apartó el pelo de la cara. Tamborileó los dedos como si tratara de recordar algo, se inclinó ante la rejilla del fuego y frotó el pulgar por el hollín. Manchó las mejillas y la barbilla de Cithrin. A ella le olió a humo viejo.

—Vamos a necesitar algo mejor, pero… —Estaba claro que hablaba para sí mismo—. Ahora… ¿cómo te llamas?

—Cithrin —respondió.

El magíster Imaniel soltó una carcajada.

—¿Qué clase de nombre es ese para un buen muchacho fornido como tú? Tag. Te llamas Tag. Dilo.

—Me llamo Tag —dijo ella.

El magíster Imaniel torció el gesto con desprecio.

—Hablas como una chica, Tag.

—Me llamo Tag —insistió Cithrin, bajando la voz dos tonos y hablando entre dientes.

—Un poco mejor —la animó—. Solo un poco. Pero vamos a trabajar en ello.

—No puedes hacer eso —dijo Cam.

El magíster Imaniel sonrió. Pero la sonrisa no llegó a sus ojos.

—El príncipe se ha pasado de la raya. La política del banco es clara al respecto. No vamos a darle nada.

—Tú eres la política del banco —observó Cam.

—Y soy claro. Tag, hijo mío, dentro de una semana exacta irás a ver a maese Will, en el Casco Viejo. Él te contratará para conducir un carro en una caravana con destino a la Costa Norte. Va a transportar todos sus paños de lana cruda para no perderlos en la guerra.

Cithrin ni asintió ni negó. El mundo le daba vueltas en la cabeza, y tenía la sensación de estar viviendo un terrible sueño.

—Cuando llegues a Carse —continuó el magíster Imaniel—, llevarás el carro a la sociedad de cartera. Te daré un mapa y las direcciones. Y una carta que lo explicará todo.

—Serán varias semanas de camino —gritó Cam—. O meses, si hay nieve en el paso de la montaña.

El magíster Imaniel se volvió. La ira le iluminaba los ojos. Su voz era grave y fría.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Dejarla aquí? No estará más segura en su cama que fingiendo ser un carretero en una caravana. Y no me resigno a aceptar la pérdida sin más.

—No lo entiendo —se quejó Cithrin. Su propia voz le sonó distante, como si estuviera gritando por encima del oleaje.

—Los hombres del príncipe nos están vigilando —dijo el magíster Imaniel—. Doy por sentado que han vigilado a todos los empleados del banco. Y, supongo, que han visto a Cithrin, la medio cinnae, en el patio del banco. Por otro lado, Tag el carretero…

—¿El carretero? —inquirió Cithrin, haciéndose eco de él más que de sus propios pensamientos.

—El falso carretero —confirmó Cam con la voz llena de desesperación—. Era Besel quien estaba preparado para todo esto. Para pasar de contrabando todo el dinero que podamos.

—¿El oro? —preguntó Cithrin—. ¿Quieres llevarte el oro a Carse?

—Algo, sí —dijo el magíster Imaniel—. Pero el oro es pesado. Es mejor enviar gemas y joyas. Valen más. Especias. Tabaco en hoja. Seda. Cosas suficientemente ligeras como para empaquetarlas bien apretadas y que no rompan los ejes del carro. Y los libros de contabilidad. Los de verdad. En cuanto a las monedas y los lingotes de… Bueno, ya se me ocurrirá algo.

Sonrió como la máscara teatral de una sonrisa. El cadáver de Besel parecía mover los hombros bajo la luz parpadeante. Una corriente de aire frío le rozó los muslos desnudos, y el nudo en su estómago se endureció hasta que le entraron arcadas.

—Tú puedes, querida —la animó el magíster Imaniel—. Pongo toda mi fe en ti.

—Gracias —respondió ella, tragando saliva.

Cithrin caminaba por las calles de Vanai. Todavía sentía un nudo apretándole la boca del estómago. El fino bigote era de esos tan finos que un muchacho imberbe podría cultivar con orgullo. Sus ropas eran una mezcla de las camisas y las chaquetas de Besel recosidas en la privacidad del banco, un vestuario barato y remendado que podría haberse agenciado en cualquier parte. No se habían atrevido a comprar nada nuevo. Le habían teñido el pelo con té, de un marrón casi incoloro, y se lo habían peinado hacia delante para ocultarle el rostro. Caminaba con un paso más largo, que el magíster Imaniel le había enseñado, y un incómodo nudo de tela presionaba con fuerza contra su sexo para recordarle que se suponía que tenía verga.

Se sentía peor que estúpida. Se sentía como un cómico con máscara de payaso y zapatos de broma. Se sentía como el fraude más flagrante de la ciudad, o del mundo. Y cada vez que cerraba los ojos, se le aparecía el cadáver de Besel. Cada vez que oía a alguien gritar, le daba un vuelco el corazón. Esperaba encontrarse con un cuchillo, una flecha o una porra con punta de plomo. Pero la gente de las calles de Vanai ni siquiera se fijó en ella.

Por todas partes se ultimaban preparativos para la guerra. Los comerciantes clavaban las contraventanas de sus tiendas. Los carros bloqueaban las calles porque las familias que habían decidido no huir al campo habían cambiado de opinión y se marchaban, y los que se habían ido y cambiado de opinión regresaban. Pregoneros al servicio del príncipe anunciaban los improbables mil hombres en marcha que se habían convertido en sus nuevos aliados, y unos viejos timzinae que vagaban por el muelle se echaban a reír y decían que todo iría mejor si se aliaban a Antea que si seguían casados con Maccia. Las patrullas de reclutamiento dispersaban a la gente frente a ellos como lobos a gallinas. Y en el Casco Viejo, las altas y oscuras puertas ricamente talladas de la tienda de maese Will estaban abiertas de par en par. La calle estaba llena de carros y carretas, mulas y caballos y bueyes. Estaban formando la caravana en la plaza, y Cithrin se abrió paso a través de la multitud hacia el gran cuerpo encapuchado de cuero de maese Will.

—Señor —dijo con una voz suave y baja.

Maese Will no le contestó, así que ella, un tanto insegura, le tiró de la manga.

—¿Qué? —le preguntó el anciano.

—Me llamo Tag, señor. Vengo para conducir el carro del magíster Imaniel.

Maese Will miró a todos lados para ver si alguien los estaba escuchando. Cithrin maldijo en silencio. Nada del carro del magíster Imaniel. El banco no tiene carro. Ella conducía un carro de lana. Era su primer error. Maese Will carraspeó y la cogió por el hombro.

—Llegas tarde, chico. Pensaba que ya no vendrías.

—Lo siento, señor.

—Por el amor de Dios, hijo, trata de no hablar.

La condujo con rapidez a través de la gente hacia un carro largo y estrecho. La trasera de tablones de madera parecía bastante robusta, y una lona en la parte superior resguardaba de la lluvia los rollos de tela gris que se apretaban en el interior. Los ejes eran de hierro grueso, y las ruedas, rematadas en acero. A Cithrin le pareció evidente que era algo más que un simple carro para transportar telas. Las dos mulas del arnés no parecían suficientes para tirar de una cosa tan grande. Estaba claro que cualquiera podría ver el engaño. Los guardias del príncipe no tardarían mucho en darse cuenta. El nudo de su estómago se endureció aún más, y agradeció a los ángeles que no hubiera sido capaz de comer por la mañana. No sabía si su falso bigote sobreviviría a los vómitos. Maese Will se inclinó hacia ella, y sus labios le rozaron la oreja.

—Las dos primeras capas son de lana —le explicó—. Todo lo que está por debajo va en cajas selladas y toneles. Si la lona se empapa demasiado y las cajas se mojan, no pasará nada.

—Los libros… —murmuró ella.

—Los libros están envueltos en piel de cordero y cera suficiente como para que pudieras conducir a ese par de mulas bastardas por el mar. No te preocupes por ellos. No pienses en lo que llevas. Y ni se te ocurra, bajo ninguna circunstancia, levantar las telas y echar un vistazo.

Ella sintió una punzada de orgullo. ¿Pensaba que era tonta?

—Puedes dormir encima —continuó maese Will—. No le extrañará a nadie. Haz lo que diga el jefe de la caravana, mantén las mulas sanas y alimentadas, y mantente igual tú también, tanto como sea posible.

—Sí, señor —respondió.

—Entonces, bien —zanjó el anciano. Dio un paso atrás y le soltó una palmada en el hombro. Su sonrisa era forzada y carente de alegría—. Buena suerte.

Se dio la vuelta y caminó hacia su tienda. Cithrin sintió el poderoso deseo de llamarlo de nuevo. Eso no podría ser todo lo que había. Seguro que ella tendría que hacer algo más, y deberían instruirla o asesorarla un poco. Tragó saliva, se inclinó hacia delante y luego caminó alrededor del carro. Las mulas la miraron a los ojos sin curiosidad. Ellas, al menos, no se asustaron.

—Soy Tag —les dijo a un centímetro de sus orejas largas y suaves. Y luego, susurrando, añadió—: Pero en realidad soy Cithrin. —Y pensó que le habría gustado saber cómo se llamaban las mulas.

No se fijó en los soldados hasta que hubo subido al asiento del carretero. Hombres y mujeres vestidos con cuero duro, con espadas en las cinturas. Era un grupo de hombres y mujeres primera sangre, además de una tralgu con aros en las orejas y un enorme arco colgado del hombro. El capitán de la tropa, que era tralgu, y un hombre mayor con ropas largas y el pelo atado en una cola hablaban animadamente con el jefe timzinae de la caravana. Cithrin agarró las riendas con fuerza, los nudillos doloridos y sin sangre. El capitán le lanzó un gesto de asentimiento, y el jefe de la caravana se encogió de hombros. Ella vio con horror que los tres soldados se acercaban a ella. Tenía que echar a correr. Iban a matarla.

—Muchacho —dijo el capitán, con su pálida mirada clavada en la de ella. Era un hombre de rostro menos duro que el del magíster Imaniel y más que el de Besel. Llevaba el pelo rubio corto, al estilo de Antea, pero demasiado largo para las Ciudades Libres. Se inclinó hacia delante y levantó las cejas.

—¿Chico? ¿Me escuchas?

Cithrin asintió.

—No eres débil, ¿verdad? No firmé para proteger a niños propensos a largarse a la primera de cambio.

—No —graznó Cithrin. Tosió, cuidando de mantener su voz ronca y grave—. No, señor.

—Entonces, bien —dijo el capitán—. ¿Tú llevarás este carro?

Cithrin asintió.

—Bueno. Bueno. Eres el último en llegar, así que te has perdido las instrucciones de antes. Seré breve. Soy el capitán Wester. Este es Yardem. Es mi segundo. Y ese es nuestro curandero, maese Kit. Somos la guardia de esta caravana, y te estaría agradecido si haces todo lo que diga, cada vez que lo diga. Os llevaremos a salvo hasta Carse.

Cithrin asintió de nuevo. El capitán la miró de reojo, no muy convencido de que ella no fuera una lerda.

—Bien —dijo, y se dio la vuelta—. Pongámonos en marcha.

—Como digas, señor —acató el tralgu con una voz profunda y grave.

El capitán y el tralgu caminaron hacia el jefe de la caravana, y sus voces se perdieron rápidamente en la cacofonía de la calle. El curandero, maese Kit, se acercó. Era mayor, y tenía el pelo más gris que negro. Su rostro era largo y de tez olivácea. Su sonrisa era sorprendentemente cálida.

—¿Estás bien, hijo? —preguntó.

—Nervioso —le aclaró Cithrin.

—¿Es la primera vez que conduces un carro?

Cithrin asintió. Se sentía como una idiota, asintiendo todo el tiempo como si estuviera muda. La sonrisa del curandero era tranquilizadora y suave como la de un sacerdote.

—Sospecho que lo peor será que te aburrirás. Después del tercer día viendo solo el carro que va delante de ti, el paisaje puede ser un poco tedioso.

Cithrin sonrió, y casi lo hizo de verdad.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el curandero.

—Tag —respondió ella.

Parpadeó, y ella pensó que su sonrisa perdía un grado de calor. Ella inclinó la cabeza hacia delante, tapándose los ojos con el cabello, y su corazón empezó a latir con más fuerza. Maese Kit se limitó a estornudar y negó con la cabeza. Cuando habló, su voz seguía tan reconfortante como la suave franela.

—Bienvenido a la caravana, Tag.

Ella asintió de nuevo, y el curandero se alejó. Los latidos de su corazón se desaceleraron hasta alcanzar un ritmo más humano. Tragó saliva, cerró los ojos, y deseó que se le relajaran los hombros y el cuello. No la habían descubierto. No pasaría nada.

Los carros arrancaron una hora después. A la cabeza iba uno enorme y cargado de alimentos hasta los topes, y lo seguían un carromato que traqueteaba tanto que Cithrin podía oírlo desde su lugar, tres carros más atrás. El timzinae jefe de la caravana iba y venía montado en una enorme yegua blanca, azuzando a carros y a carreteros y a bestias con una larga vara flexible, mitad palo y mitad látigo. Cuando se acercó a ella, sacudió las riendas y les gritó a las mulas como le había enseñado Besel cuando estaba vivo y sonriente y coqueteando en el patio del banco. Las mulas se adelantaron de golpe, y el jefe de la caravana le gritó enojado:

—¡No tan rápido, chico! ¡Esto no es una maldita carrera!

—Lo siento —dijo Cithrin, y tiró de las riendas. Una de las mulas resopló y se volvió a mirarla. Por el modo en que el animal inclinó las orejas, a ella le costó no imaginársela molesta. Las hizo avanzar de nuevo, pero ahora con mayor lentitud. El jefe de la caravana negó con la cabeza y galopó de vuelta al siguiente carro. Cithrin sujetaba las riendas con fuerza, pero no tenía nada que hacer. Las mulas conocían su trabajo, y seguían al carro que iba delante. Poco a poco, con muchos gritos e imprecaciones, la caravana tomó forma. Recorrieron las amplias calles del Casco Viejo, pasando por los canales que conducían al río, al otro lado del puente del Mecenas, el palacio del príncipe, muy por encima de ellos.

Vanai, la ciudad donde había pasado la infancia, se deslizó a su paso. Allí estaba el camino que conducía al mercado donde Cam le había comprado un pan de miel para su cumpleaños. Al otro lado, el puesto donde un aprendiz de zapatero le había robado un beso, antes de que el magíster Imaniel lo azotara por molestarla. Se había olvidado de aquello, hasta ese momento. Pasaron por delante de la casa del tutor donde había ido a estudiar números y letras cuando era apenas una niña. En algún lugar de la ciudad estarían las tumbas de su madre y su padre. Ella no había visitado nunca a los cadáveres. Se arrepintió.

«Cuando regrese», se dijo. Cuando la guerra hubiera terminado y el mundo fuera seguro, volvería para ver dónde habían enterrado a su familia.

Muy pronto, la muralla de la ciudad se alzó ante ellos. Era un muro de pálidas piedras tan alto como dos hombres. La puerta estaba abierta, pero el tráfico del camino se ralentizó. Las mulas esperaron con paciencia mientras el jefe de la caravana cabalgaba al frente para despejar el camino, azotando a todo lo que se interponía en la ruta de la caravana. En lo alto de la torre de la puerta se apostaba un hombre vestido con la brillante armadura de la guardia del príncipe. Por un momento escalofriante, Cithrin pensó que era la misma cara sonriente que la había mirado la noche en que murió Besel. Cuando el guardia gritó, lo hizo dirigiéndose al capitán.

—¡Eres un cobarde, Wester!

Cithrin contuvo el aliento, sorprendida por aquel insulto.

—Así te mueras de viruela, Dossen —le respondió el capitán sonriendo. Tal vez fueran amigos. La idea hizo que el capitán Wester le gustara menos. Eso sí, la guardia del príncipe no los había detenido. Los carros rodaron, traquetearon y crujieron mientras salían de la ciudad y enfilaron el camino donde acababan los adoquines de piedra y empezaba la amplia senda verde de jade de dragón. Carse estaba lejos, hacia el norte y luego al oeste, pero el camino se desplazaba hacia el sur, haciéndose eco de la distante curva del mar. Pasaron algunos otros carros en dirección a la ciudad. Las colinas estaban cubiertas de árboles en la plenitud de sus hojas otoñales, rojas y amarillas y doradas. Cuando el sol las alcanzaba en el ángulo adecuado, parecían de fuego. Cithrin iba encorvada en su banco, con las piernas cada vez más frías y con las manos rígidas.

A medida que fueron pasando los kilómetros, su ansiedad se fue desvaneciendo, arrullada por el ruido y el balanceo del carro. Casi podía olvidarse de quién era, qué escondía detrás de su aspecto, y qué llevaba con ella en el carro. Aquello era casi como estar sola… si el mundo se redujera a ella, las mulas y el carro con los árboles a los lados. El sol ya estaba bajo, y la luz le cegaba los ojos. La llamada del jefe de la caravana ralentizó la marcha de los carros, y después se detuvieron. El timzinae recorrió la fila de carros como lo había hecho en Vanai, señalándole a cada uno de ellos un lugar en un descampado próximo. El campamento. El lugar de Cithrin, por suerte, estaba cerca del camino, donde no tenía que hacer nada extravagante. Les dio la vuelta a las mulas, llevó el carro adonde le habían dicho y luego se bajó al suelo. Desenganchó las mulas y las llevó a un arroyo, donde metieron los hocicos en el agua durante tanto tiempo que empezó a ponerse nerviosa. ¿Una mula puede beber tanto como para ponerse enferma? ¿Debería tratar de detenerlas? Pero los otros animales estaban haciendo lo mismo. Observó qué hacían los demás carreteros y trató de no destacar.

Pronto cayó la noche y refrescó. Mientras alimentaba a sus animales, los cepillaba y los metía en el corral que habían montado, se levantó la niebla. El jefe de la caravana había encendido un fuego, y el olor a humo y a pescado asado a la parrilla devolvió el estómago de Cithrin a la vida, de manera repentina y dolorosa. Se unió a los carreteros que reían y charlaban en la fila mientras esperaban su ración de comida. Mantuvo la cabeza gacha, y la mirada baja. Cuando alguien trataba de darle conversación, ella soltaba un gruñido o hablaba con monosílabos. La cocinera de la caravana era una mujer timzinae tan gorda que sus escamas de quitina parecían a punto de reventar y salir disparadas de sus enormes brazos con forma de salchichas. Cuando Cithrin llegó al frente de la fila, la cocinera le entregó un plato de latón con una tira delgada de pálida carne de trucha, una cucharada colmada de judías, y un mendrugo de pan negro. Cithrin asintió con la cabeza en un gesto de gratitud y fue a sentarse junto al fuego. La humedad le había empapado las polainas y la chaqueta, y trató de alejarse del calor. Prefería quedarse allí que volver al carro.

Mientras comían, el jefe de la caravana sacó un taburete que estaba bajo su propio carro y se sentó en él a leer en voz alta un libro sagrado a la luz del fuego. Cithrin lo escuchó sin prestarle demasiada atención. El magíster Imaniel también era religioso, o tal vez consideraba prudente parecerlo. Cithrin había escuchado las Escrituras muchas veces, y no había encontrado particularmente conmovedores ni a Dios ni a los ángeles.

En silencio, dejó el plato y el cuchillo y se fue hasta un arroyo cercano. Le inquietaba cómo arreglárselas para visitar la letrina sin despertar sospechas, y la desdeñosa respuesta del magíster Imaniel —«Todos los hombres se acuclillan para cagar»— no la había tranquilizado. Sola en la niebla y la oscuridad, con las polainas alrededor de sus tobillos y la tela del relleno en la mano, sintió alivio, no solo en su cuerpo. Una vez. Se había salido con la suya una vez. Ojalá pudiera mantener la farsa durante todas las semanas que faltaban hasta llegar a Carse.

Cuando volvía junto al fuego, vio a un hombre sentado al lado de su plato. Era uno de los guardias, pero por suerte no se trataba ni del capitán ni de su segundo tralgu. Cithrin se sentó de nuevo, y el guardia asintió con la cabeza y le sonrió. Ella esperó que a él no le apeteciera hablar.

—Todo un orador, nuestro jefe de caravana —dijo el guardia—. Proyecta bien la voz. Sería un buen actor, si no fuera porque no hay muchos papeles buenos para hombres timzinae. Orman en el Ciclo de Fuego, pero eso es todo.

Cithrin asintió y tomó una cucharada de judías frías.

—Sandr —continuó el guardia—. Ese soy yo. Me llamo Sandr.

—Tag —respondió Cithrin, con la esperanza de que entre los balbuceos y la boca llena sonara bastante como un hombre.

—Encantado de conocerte, Tag —dijo Sandr. Se movió en la oscuridad, trasteando con un odre de cuero—. ¿Bebes?

Cithrin encogió los hombros en lo que imaginó que podría ser un rudo gesto propio de un carretero, y Sandr sonrió y le quitó el tapón al odre y se lo pasó. Cithrin había bebido vino en el templo y durante las comidas del festival, pero siempre mezclado con agua, y nunca en demasía. El líquido que tenía ahora en la boca era algo diferente. Le picó en las partes más blandas de la boca y en la lengua, se deslizó por su garganta y la hizo sentirse como si se hubiera limpiado por dentro. El calor que se extendió a través de su pecho era como un rubor.

—Está bueno, ¿eh? —dijo Sandr—. Se lo tomé prestado a maese Kit. No le importará.

Cithrin tomó otro trago y luego se lo devolvió de mala gana. Sandr bebió mientras el jefe de la caravana llegaba al final de su lectura, y media docena de voces se alzaron en el rito de clausura. La luna parecía suave, y la niebla esparcía su luz. Para su sorpresa, el vino fue desatando el nudo de su estómago. No mucho, pero lo suficiente como para notarlo. La calidez del pecho le bajó entonces al vientre. Se preguntó cuánta cantidad debería beber para llevar esa misma sensación a los hombros y a la garganta.

No obstante, no podía cometer ninguna estupidez. No podía emborracharse. Alguien gritó el nombre de Sandr, y el guardia se puso de pie. No recogió el odre.

—Por aquí, señor —dijo Sandr, caminando hacia el fuego. Wester y su tralgu estaban reuniendo a sus soldados. Cithrin miró hacia la oscuridad gris y cambiante, hacia el fuego, y luego, con cuidado, cogió el odre y se lo metió debajo de la chaqueta.

Regresó a su carro, evitando a los demás por el camino. Alguien estaba cantando, y otra voz se alzó para unirse a la canción. Un pájaro nocturno gorjeó. Cithrin se subió al carro. Se estaba formando rocío en el paño de lana, pequeñas gotas que atrapaban el brillo de la luna. Se preguntó si debía bajar la lona, pero estaba oscuro, y no le apetecía hacerlo. En cambio, se acurrucó contra uno de los ejes, sacó el odre de la chaqueta y le dio solo un trago más. Uno pequeño, y solo uno.

Debía tener cuidado.