SIR GEDER PALLIAKO
HEREDERO DEL VIZCONDE DE RIVENHALM

Si Geder Palliako no hubiera estado pensando en su traducción, se habría salvado. El libro en cuestión era un ensayo especulativo sobre los drowned escrito por un filósofo de Princip C’Annaldé casi sumido en el descrédito. Geder lo había encontrado en un scriptorium en Camnipol, y al prepararse para la larga marcha hacia las Ciudades Libres del sur, había descartado un par de botas de repuesto para hacerle espacio en el equipaje. El dialecto era antiguo y oscuro. La cubierta de cuero no era la original. Sus páginas estaban casi marrones por el paso del tiempo, y la tinta había perdido gran parte de su color original.

Le encantó.

La tela encerada de su tienda era más barata que el cuero de las tapas, pero mantenía el frío a raya. Le dolían las piernas y la espalda de montar a caballo. Sus muslos estaban irritados, y se había desatado el chaleco para darle al vientre un poco de espacio. Su padre tenía la misma constitución. La maldición de la familia, lo llamaba él. Geder disponía de una hora, tal vez, antes de irse a dormir, y la estaba invirtiendo sentado en una silla de tijera, encorvado sobre su libro, reconstruyendo cada palabra y cada frase.

A diferencia de los animales del campo, la humanidad no necesita recurrir a un Dios abstracto y mitológico para descubrir su razón de ser. Con la excepción de la inalterada y salvaje primera sangre, cada raza de la humanidad es el artefacto de algún propósito. A las razas orientales —yemmu, tralgu y jasuru— las formaron claramente como bestias de guerra; a la raushadam, como objeto de diversión y entretenimiento; a la timzinae —la más joven de las razas—, como raza de colmeneros o para algún uso similar; a la cinnae, entre la que me incluyo, con el objetivo consciente de ahondar en la filosofía y alcanzar la sabiduría, y así sucesivamente.

Pero ¿qué hay de los drowned? Es la única raza humana que no parece servir a ninguna finalidad. La opinión común coloca a estos, nuestros hermanos menores, como afines a las plantas o a los animales de lento movimiento de los continentes occidentales. Sus ocasionales avistamientos en pozas nos dicen más sobre las corrientes oceánicas que nada que provenga de la voluntad humana. Algunos románticos sugieren que los drowned trabajan en algún profundo plan inspirado en los dragones que continúa desarrollándose incluso después de la muerte de sus planificadores. Un pensamiento romántico, y que hay que disculpar.

En su lugar, yo creo que está claro que los drowned son el ejemplo más claro de la humanidad en su expresión artística, y como tal […]

¿O «intención estética» sería una definición más precisa que «expresión artística»? Geder se frotó los ojos. Ya era tarde. Demasiado tarde. Al día siguiente lo esperaba otro largo viaje hacia el sur, seguido de otro día más de lo mismo. Si Dios era amable, llegarían a la frontera en una semana, pasarían un día o dos para elegir el campo de batalla, un día más para aplastar a las fuerzas locales, y después podría tumbarse en una cama de verdad, comer comida de verdad y beber vino que no supiera al odre que lo había contenido. Si es que conseguía llegar tan lejos.

Geder dejó el libro a un lado. Se peinó, complacido por la ausencia de piojos. Se lavó la cara y las manos, y luego se ató los cordones del chaleco para emprender la corta caminata hasta las letrinas en su última parada antes de acostarse. Fuera de la tienda, su escudero, que era otro regalo de su padre, dormía hecho un ovillo a la manera dartinae. Los ojos le brillaban con un tono rojo opaco debajo de los párpados. Detrás de él, el ejército descansaba en la campiña como si de una ciudad en movimiento se tratase.

Las hogueras donde aún se estaba cocinando salpicaban las colinas cercanas y llenaban el aire con olor a lentejas. Los carros estaban reunidos en el centro del campamento, y las mulas, caballos y esclavos estaban en corrales separados a un lado. Un viento frío soplaba desde el norte. Era una buena señal. No llovería. La luna se había arrastrado hasta la mitad del cielo, una luna creciente que daba la sensación de que había más luz de la real, por lo que Geder se dirigió a la letrina con cuidado.

Volvió a pensar en el ensayo. Deseaba que hubiera alguien, de entre todos aquellos hombres que formaban la marcha, con quien poder hablar del asunto, pero el ensayo especulativo no estaba considerado un arte viril. La poesía, sí. Y cabalgar. Y el tiro con arco. Y la esgrima. E incluso la Historia, si estaba escrita con suficientes giros literarios. Pero el ensayo especulativo era un placer culpable, y mejor sería ocultárselo a sus compañeros. Bastante se reían de él por el tamaño de su vientre. No había necesidad de darles más piedras para las hondas. Pero si no había intención estética… ¿el autor cinnae estaba diciendo de veras que el único criterio por el que se creó a los drowned era porque le conferían un toque de belleza al litoral?

La letrina estaba vacía. Era una simple tienducha de tela con dos tablones rugosos que enmarcaban un hoyo. Cuando Geder se bajó los calzones, seguía dándole vueltas a los detalles del libro. Notó un olor dulce bajo el hedor de la mierda, pero no le dio importancia. Se sentó con el culo desnudo sobre las tablas, suspiró, y justo cuando ya era demasiado tarde se preguntó por qué la letrina olía a serrín.

Los tablones cedieron y Geder gritó mientras se inclinaba hacia atrás y caía hacia abajo en medio del maloliente charco de mierda y orina. Uno de los tablones rebotó contra el lado de la fosa y le golpeó en el brazo. La fuerza del aterrizaje lo dejó sin respiración. Se quedó aturdido en la oscuridad maloliente, la chaqueta y los calzones quedaron empapados con los líquidos de la cloaca y el frío le caló hasta los huesos.

Las risas estallaron por encima de su cabeza. Y entonces se hizo la luz.

Cuatro lámparas de aceite despojadas de sus tapas brillaban arriba contra el cielo. El resplandor escondía en un contraluz el rostro de los hombres que las sostenían, pero las voces eran bastante claras. Los que se decían sus amigos y compañeros de espada: Jorey Kalliam, hijo del barón de Osterling Fells; sir Gospey Allintot; Sodai Carvenallin, secretario del gran mariscal. Y el peor de todos, sir Alan Klin, capitán de la compañía, superior inmediato de Geder, y el hombre a quien le habría informado de la mala conducta de sus compañeros. Geder se puso de pie, con la cabeza y los hombros asomando por encima de la fosa, mientras los otros hombres aullaban de alegría.

—Muy gracioso —dijo Geder, enseñándoles las manos manchadas de mierda—. Ahora ayudadme a salir de aquí.

Jorey lo agarró del brazo y tiró de él hacia arriba. Tuvo que reconocerle un poco de mérito al hombre por no desentenderse del lío al que lo había empujado. Los calzones de Geder, sucios y empapados, le colgaban a la altura de las rodillas. Se puso de pie a la luz de la linterna mientras se debatía entre la posibilidad de volver a subírselos y la de ir desnudo de cintura para abajo. Con un suspiro, se los quitó.

—Tú eras nuestra última esperanza —dijo Klin dándole a Geder una palmada en el hombro. Por las mejillas le corrían lágrimas de risa—. Todos los demás notaron que algo no iba bien. Bueno, excepto Sodai, pero está demasiado flaco para romper las tablas.

—Bueno, ha sido una broma excelente —reconoció Geder con amargura—. Ahora me voy a buscar algo limpio.

—Ah, no —se quejó Sodai con el acento nasal propio de la parte alta de la ciudad—. Por favor, amigo mío. No eches a perder la noche. ¡Era una broma! Tómatela como tal.

—Es verdad —accedió Klin mientras rodeaba los hombros de Geder con un brazo—. Deja que nos disculpemos. ¡Venid, amigos míos! ¡A las tiendas!

Los cuatro hombres trastabillaron a través de la oscuridad, y arrastraron a Geder con ellos. De los cuatro, solo Jorey parecía realmente simpático, y solo porque se mantenía en silencio.

A lo largo de su infancia, Geder había imaginado cómo sería servir al rey, cabalgar en la campaña, y demostrar su inteligencia y la fuerza de sus brazos. Leyó las historias de los grandes guerreros de la antigüedad, y escuchó a su padre empapado en vino contarle anécdotas sobre la amistad y la camaradería de la espada.

Era realmente decepcionante.

La tienda del capitán era de cuero grueso cosido a robustos marcos de hierro. El interior era más lujoso que la casa de Geder. Del techo colgaban sedas, y un gran fuego rugía en un hoyo. El humo era canalizado hacia arriba y hacia fuera por una chimenea que colgaba de una cadena finamente forjada y entrelazada con cuero ennegrecido. Hacía tanto calor que parecían estar en medio de lo peor del verano, pero al menos había una bañera, y Geder no tembló mientras se quitaba la ropa sucia. Los otros arrojaron los guantes y las chaquetas que se habían contaminado al tocar a Geder, y un niño esclavo timzinae se lo llevó todo.

—Nosotros, amigos míos, somos el orgullo y la esperanza de Antea —dijo Klin mientras llenaba de vino una jarra grande.

—¡Por el rey Simeon! —brindó Gospey.

Klin le dio la jarra a Geder y se quedó con la bota de vino.

—Por el reinado y el imperio —continuó—. ¡Y por la confusión que se avecina en Vanai!

Los otros se levantaron. Geder se puso de pie dentro de la bañera, y el agua le corrió por el cuerpo, porque permanecer sentado habría sido una traición a la patria. Fue el primer brindis de muchos. Sir Alan Klin podía ser muchas cosas, pero nunca escatimaba en vino. Y si Geder tenía la sensación de que su jarra siempre estaba un poco más llena que las de los demás hombres, sin duda era un signo de contrición del capitán, una disculpa por la broma de la noche.

Sodai declamó su último soneto, un homenaje subido de tono a una de las prostitutas itinerantes más populares que acompañaban al ejército. Klin acabó la actuación improvisando un discurso sobre las virtudes viriles de los brazos fuertes, las artes cultivadas y las proezas sexuales. Jorey y Gospey tocaron una canción alegre con el órgano y el tambor, armonizando sus voces maravillosamente. Cuando le llegó el turno a Geder, se levantó de su tibio baño, recitó unos versos explícitos, y bailó la breve giga que los acompañaba. Su padre se lo había enseñado una vez en que ambos estaban bastante bebidos, y Geder no lo había compartido nunca con nadie que no fuera de la familia. Hasta que hubo acabado, cuando los demás hombres estallaron en risas, no se dio cuenta de lo borracho que debía de estar como para haberse atrevido a repetirla allí. Sonrió para ocultar la repentina punzada de ansiedad. ¿Se había convertido en cómplice de su propia humillación? Su sonrisa provocó aún más hilaridad en los otros, hasta que Klin, ya sin aliento, golpeó el suelo y le hizo un gesto a Geder para que se sentara.

Hubo queso y salchichas, más vino, pan ácimo y encurtidos, y más vino. Hablaron de cosas que Geder no pudo comprender en ese instante, y mucho menos recordar después. En algún momento, se encontró hablando con gravedad somnolienta acerca de los drowned como expresión artística, o posiblemente como intención estética.

Se despertó en su propia tienda de tela encerada. Estaba helado y dolorido, y no recordaba cómo había llegado hasta allí. La luz tenue y desagradable del amanecer se filtraba a través de la tela. Una leve brisa silbaba. Geder se cubrió la cabeza con la manta, como si fuera el pañuelo de una verdulera, y se obligó a dormir unos cuantos minutos más. Los últimos restos del sueño juguetearon en su mente, pero el estruendo de la llamada a formación acabó con toda esperanza de descanso. Geder hizo un esfuerzo, se puso un uniforme limpio y se recogió el pelo. Tenía las tripas revueltas. Su cabeza se debatía entre el dolor y la enfermedad. Si vomitaba dentro de la tienda, no lo vería nadie, pero su escudero tendría que limpiarlo antes de que volviera para acostarse durante el tiempo de descanso del día. Si salía a vomitar, seguro que lo vería alguien. Se preguntó cuánto habría bebido la noche anterior. Sonó la segunda llamada a formación. Ya no le quedaba tiempo para nada más. Apretó los dientes y se dirigió una vez más hacia la tienda del capitán.

La compañía formaba en orden. Kalliam, Allintot y dos docenas de caballeros estaban a la cabeza y mostraban sus blasones. Detrás de cada uno, sus sargentos y sus hombres armados se disponían en filas de a cinco. Geder Palliako intentó mantenerse de pie, recto y resuelto, a sabiendas de que los hombres que tenía detrás estaban juzgando sus posibilidades de alcanzar la gloria y de sobrevivir, y su competencia. Del mismo modo, él dependía del capitán, y este de lord Ternigan, el gran mariscal que comandaba todo el ejército.

Sir Alan Klin salió de su tienda de campaña. Bajo la fría luz de la mañana, tenía el aspecto de ser el guerrero perfecto. Sus cabellos claros le caían sobre los hombros. Su uniforme era de un negro tan intenso que parecía hecho de un pedazo de profunda noche. Los anchos hombros y la barbilla prominente eran los de una estatua que celebrara la vida. Dos esclavos del campamento le llevaron una tarima para hablar y la pusieron a sus pies. El capitán dio un paso adelante y se subió.

—Hombres —dijo—. Lord Ternigan envió nuevas órdenes ayer. Vanai ha formado una alianza con Maccia. Nuestros informes aseguran que ahora mismo, mientras hablamos, seiscientos arcos y espadas marchan para reforzar Vanai.

El capitán hizo una pausa para dejar que los hombres asimilaran la información, y Geder frunció el ceño. Maccia era un extraño aliado para Vanai. Las dos ciudades habían estado a la greña por culpa del comercio de especias y tabaco durante más de una generación. Según había leído, si Vanai fue construida en madera se debió sobre todo a que Maccia controlaba las canteras mientras que la madera era transportada por el río desde el norte. Pero tal vez hubiera en juego algo más de lo que él sabía.

—Esos refuerzos no van a salvar Vanai —observó Alan—. Sobre todo porque cuando lleguen, nos encontrarán al mando de la ciudad sometida.

Geder frunció más el ceño, y una sensación enfermiza emergió de sus entrañas. Se tardaba al menos cinco días en llegar de Maccia a Vanai por agua, y por lo menos una semana a partir de la frontera. Y llegar a Vanai antes que los refuerzos significaba…

—Hoy iniciamos una dura marcha —dijo Alan—. Dormiremos en nuestras monturas. Comeremos mientras caminamos. Y dentro de cuatro días, tomaremos Vanai por sorpresa y demostraremos de qué es capaz el poder del Trono Escindido. ¡Por el rey!

—¡Por el rey! —gritó Geder a coro con los demás, levantando la mano en señal de saludo, mientras trataba de no echarse a llorar.

Lo sabían. La noche anterior ya lo sabían. Geder podía sentir cómo le iba a más el dolor de espalda y de muslos. Los latidos le retumbaban en la cabeza. Mientras la formación se dispersaba, Jorey Kalliam lo miró a los ojos y luego desvió la mirada.

Esa era la broma. Hundirse en el lodo de la letrina había sido solo el principio. Después de eso, insistieron en disculparse ante el bufón. Lo metieron en agua tibia. Lo atiborraron de vino. Le hicieron bailar. El recuerdo de haber recitado las rimas obscenas de su padre y el baile de la giga volvió a su mente como un cuchillo en la espalda. Y todo para que pudieran anunciar la marcha forzada mientras que el idiota y gordo Palliako intentaba no vomitar encima en la formación. Le habían robado la última noche en que podrían dormir, y durante los siguientes días tendrían el placer de verlo sufrir.

La camaradería de la espada. La hermandad de la campaña. Cálidas palabras sin sentido. Aquello no difería mucho de su casa. El fuerte se burla del débil. El guapo le hace daño al feo. En todas partes y siempre, el poderoso elige a quién otorgar sus favores y a quién arrebatárselos. Geder volvió y se metió de nuevo en la tienda. Su escudero ya tenía a los esclavos preparados. Les hizo caso omiso y se dirigió hacia el último momento de intimidad que tendría antes de la batalla que estaba por llegar. Fue a por su libro.

No estaba donde lo había dejado.

Un escalofrío que no tenía nada que ver con el otoño le recorrió la columna vertebral.

Estaba borracho cuando regresó. Podría haberlo movido de sitio. Podría haber tratado de leer antes de dormir. Geder buscó en el catre, y después debajo de este. Rebuscó entre sus uniformes y el baúl de madera y cuero que contenía todas sus pertenencias. El libro no estaba allí. Se dio cuenta de que la respiración se le aceleraba. Le ardía la cara, pero no sabía si se trataba de vergüenza o de ira. Salió de la tienda, y los esclavos se pusieron firmes. El resto del campamento ya estaba siendo cargado en carros y mulas. No había tiempo. Geder le hizo una seña a su escudero dartinae, y los esclavos se pusieron a trabajar poniendo sus cosas en orden. Geder cruzó el campamento otra vez, con pasos lentos por el miedo. Pero tenía que encontrar su libro.

La tienda del capitán ya estaba desmontada. Habían soltado el cuero de los marcos, y lo habían plegado todo. El trozo desnudo de tierra donde Geder había hecho sus cabriolas la noche anterior se le antojó como algo extraído de un cuento infantil, un castillo de hadas que se hubiera desvanecido al amanecer, salvo que sir Alan Klin estaba allí. La capa de montar de cuero le colgaba de los hombros, y la espada del cinturón, de la cadera. El maestro de avituallamiento, un medio yemmu como una montaña de grande, recibía órdenes del capitán. Desde el punto de vista estrictamente técnico, Geder estaba facultado para interrumpirlos, pero no lo hizo. Esperó.

—Palliako —dijo Klin. La calidez de la noche anterior había desaparecido del tono de su voz.

—Mi señor —respondió Geder—. Lamento molestarte, pero cuando me desperté esta mañana… después de anoche…

—Escúpelo ya, hombre.

—Yo tenía un libro, señor.

Sir Alan Klin bajó sus largas y nobles pestañas.

—Pensé que habíamos terminado con eso.

—¿Lo hicimos, señor? ¿Así que ya conoces el libro? ¿Te lo mostré?

El capitán abrió los ojos, y vio a su alrededor el caos ordenado del campo desmontado. Geder se sintió como un niño molestando a su tutor agobiado.

—Ensayo especulativo —dijo Klin—. Palliako, ¿no era eso? ¿Ensayo especulativo?

—Era solo un ejercicio de traducción —mintió Geder, de pronto avergonzado de su verdadero entusiasmo.

—Fue un gesto valiente por tu parte… el admitir ese vicio —dijo Klin—. Y creo que tomaste la decisión correcta al destruirlo.

A Geder el corazón le golpeó contra las costillas.

—¿Destruirlo, señor?

Alan lo miró con sorpresa. O posiblemente con fingida sorpresa.

—Lo quemamos anoche —le explicó el capitán—. Los dos juntos, justo después de que te llevara de vuelta a tu tienda de campaña. ¿No te acuerdas?

Geder no sabía si el hombre le mentía o no. La noche era un recuerdo borroso. Tenía muchas lagunas. ¿Era posible que, en la confusión de la borrachera, hubiera renunciado a su pequeño pecado de sofisticación y permitido quemarlo? ¿O acaso sir Alan Klin, su capitán y comandante, le estaba mintiendo a la cara? Tampoco parecía plausible, pero una de las dos cosas tenía que ser verdad. Y admitir que no lo sabía equivalía a confesar que no podía aguantar el vino y probar de nuevo que era el hazmerreír de la compañía.

—Lo siento, señor —dijo Geder—. Debo de haber sonado un poco confuso. Ahora lo entiendo.

—Ten cuidado con eso.

—No volverá a pasar.

Geder saludó, y luego, antes de que Klin pudiera responder, se alejó hacia su montura. Era un caballo gris, el mejor que podía permitirse su familia. Se montó en la silla y tiró de las riendas. El caballo se volvió bruscamente, sorprendido por la violencia, y Geder sintió una punzada de remordimiento por pagar su rabia con él. El animal no tenía la culpa. Pensó que le daría a la bestia un trozo de caña de azúcar cuando se detuvieran. Si se detenían. Si esta campaña dos veces maldita no los arrastraba a todos hasta el final de los días y al retorno de los dragones.

Enfilaron la ruta. El ejército se movía al ritmo pausado de los hombres que saben que el camino no tiene fin. Comenzó la dura marcha, batallón tras batallón por el ancho camino de jade de dragón. Geder, sentado en su montura, mantenía la columna vertebral recta y se mostraba orgulloso, de pura voluntad e ira. Ya lo habían humillado antes. Probablemente volvieran a hacerlo. Sin embargo, sir Alan Klin había quemado su libro. A medida que el sol de la mañana fue alzándose, el calor empapó las capas sobre los hombros, y las gloriosas hojas de otoño brillaron a su alrededor. Geder se dio cuenta de que ya había hecho su juramento de venganza. Lo había hecho estando allí de pie, frente a su nuevo y mortal enemigo.

«No volverá a pasar», se había dicho.

Y no pasaría.