Marcus se frotó la barbilla con la palma callosa de la mano.
—¿Yardem?
—¿Señor? —retumbó el tralgu que estaba a su lado.
—¿El día en que me tiras a una zanja y asumes el mando de la compañía?
—¿Sí, señor?
—No será hoy, ¿verdad?
El tralgu cruzó sus fuertes brazos en el pecho y movió rápidamente una oreja, que tintineó.
—No, señor —dijo, al fin—. No será hoy.
—Qué pena.
En otra época, la cárcel pública de Vanai había sido una casa de fieras. En la antigüedad, los dragones habían acechado en la amplia plaza y se habían bañado en la gran fuente que había en su centro. En el perímetro, un foso profundo, y luego grandes jaulas de tres pisos de altura. La fachada de jade de dragón estaba tallada con las figuras de los animales que una vez estuvieron atrapados detrás de los barrotes de hierro: leones, grifos, grandes serpientes de seis cabezas, lobos, osos y enormes aves con pechos de mujer.
Entre ellas, columnas rematadas con las formas de las trece razas de la humanidad: los altos y espigados tralgu, los córneos timzinae, los yemmu de prominentes colmillos, y así sucesivamente. El dartinae incluso tenía pequeños braseros metidos en las cuencas de los ojos para imitar el brillo de su mirada, aunque ya nadie los encendía. El tiempo y la lluvia habían erosionado las figuras, y el agua herrumbrosa que caía de los barrotes oxidados había dejado marcas negras en sus superficies, pero nada había erosionado el jade del dragón, ni nada había podido romperlo. Pero los propios animales ya no estaban, y ahora, en su lugar, solo había personas.
Taciturnos, enojados o aburridos, a los huéspedes de la justicia Vanai se los mostraba en toda su vergüenza para el ridículo y para su contemplación mientras esperaban la sentencia del magistrado designado. Los buenos ciudadanos podrían pasearse por la plaza donde, por unos pocos céntimos de bronce, comprarían despojos en una parada, por lo general envueltos en un hatillo de trapos. Los chiquillos se añadirían al espectáculo lanzándoles mierda, ratas muertas y verduras podridas a los prisioneros. Esposas y esposos llorosos llevarían queso y mantequilla para lanzárselos a los suyos a través del vacío. Aunque el regalo llegara a la mano precisa, no había paz en la cárcel. Mientras observaba desde el murete del borde del foso, Marcus vio a un hombre afortunado, un kurtadam a quien le tintineaban abalorios en su bolsa de fina piel de nutria. Le lanzaban su ración de pan blanco, mientras un grupo de chicos primera sangre se reía y lo señalaba y le gritaba: «Chatarrero, chatarrero, lameculos» y algunos insultos alusivos a su raza.
En la fila inferior de las celdas se sentaban siete hombres. La mayoría tenía la complexión y las cicatrices propias de los soldados, pero se mantenían separados, las delgadas piernas atrapadas entre los barrotes, balanceando los talones sobre el foso. Los seis soldados habían sido hombres de Marcus. El otro era el curandero de la compañía. Ahora todos pertenecían al príncipe.
—Nos observan —dijo el tralgu.
—Lo sé.
El curandero levantó un brazo a modo de saludo triste. Marcus respondió con una falsa sonrisa y un gesto menos educado. Su antiguo curandero desvió la mirada.
—No, señor. El otro.
Marcus dirigió su atención lejos de las jaulas. Solo tardó un instante en ver al hombre al que se refería Yardem. No muy lejos del amplio espacio donde la calle daba a la plaza, un joven que llevaba la armadura dorada de la guardia del príncipe estaba repantigado a la sombra. Un chispazo en la memoria le hizo recordar a Marcus cómo se llamaba aquel hombre.
—Bueno, Dios nos sonríe —dijo Marcus con amargura.
El guardia, al verse observado, saludó con brusquedad y echó a andar hacia ellos. Tenía el rostro recio y los hombros caídos. El olor a los aceites de cedro de la casa de baños emanó de él como si se hubiera sumergido en ellos. Marcus encogió los hombros como lo haría justo antes de una pelea.
—Capitán Wester —dijo el guardia con un movimiento de cabeza. Y añadió—: Y Yardem Hane. Aún sigues al capitán, ¿verdad?
—Sargento Dossen, ¿no? —dijo Marcus.
—Terciano Dossen ahora. El príncipe mantiene los antiguos títulos. ¿Esos son tus hombres?
—¿Quiénes, aquellos? —preguntó Marcus con fingida inocencia—. He trabajado con muchos hombres, una y otra vez. No me sorprendería si conociera a los hombres de todas las cárceles de las Ciudades Libres.
—Ese grupo de allí. Los encerramos anoche por estar borrachos y causar problemas.
—Los hombres suelen hacer eso.
—¿No sabrás nada al respecto?
—No quiero decir nada que pueda ponerlos de nuevo frente al magistrado —dijo Marcus—. Podría no ser muy comprensivo.
Dossen escupió hacia el foso.
—Puedo respetar el que quieras mantenerlos alejados de los problemas, capitán. Pero no vamos a hacer distinciones. Se avecina una guerra, y el príncipe necesita hombres. Estos están entrenados. Tienen experiencia. Causarán buena impresión en el ejército. Incluso podrían alcanzar algún rango.
Marcus sintió que le crecía la ira en su interior. Una oleada de calor le recorrió el pecho y el vientre, y tuvo la sensación de que había crecido unos cuantos centímetros. Como de todo lo que le hacía sentir bien, desconfió de aquella sensación.
—Da la impresión de que quieras decirme algo.
Dossen sonrió como una serpiente de río.
—Todavía mantienes tu reputación. Capitán Wester, héroe de Gradis y Wodford. El príncipe lo valoraría mucho. Podrían someterte a un comité justo.
—Príncipes, barones, duques… No son más que meros reyezuelos —dijo Marcus con un poco más de vehemencia de lo que había previsto—. Yo no trabajo para reyes.
—Lo harás para este —dijo Dossen.
Yardem se rascó la barriga y bostezó. Era una señal que le recordaba a Marcus que mantuviera la calma. Marcus agarró la empuñadura de su espada.
—Dossen, viejo amigo —dijo Marcus—, más de la mitad de las defensas de esta ciudad la forman simples peones. He visto a Karol Dannian y sus muchachos. A Merrisan Koke. Tu príncipe los perderá a todos si se corre la voz de que está tratando de impresionar a los soldados profesionales que están sujetos a un contrato.
Asombrado, Dossen se quedó con la boca abierta.
—Vosotros no estáis sujetos a ningún contrato —dijo.
—Yo sí —dijo Marcus—. Somos la guardia de una caravana que se dirige a Carse, en la Costa Norte. Ya nos han pagado.
El guardia miró hacia los hombres encarcelados, al apesadumbrado curandero y al jade manchado de herrumbre. Una paloma aterrizó en el pie tallado de un grifo, sacudió sus plumas gris perla de la cola y se cagó en la rodilla del curandero. Un anciano que había detrás de ellos soltó una gran carcajada.
—Tú ya no tienes hombres —dijo Dossen—. Esos de ahí son los guardias de tu caravana. Y el niño perro y tú no podéis proteger solos una caravana. Ese trabajo requiere ocho espadas y arcos y a un curandero en la compañía.
—No sabía que hubieras leído nuestro contrato —dijo Yardem—. Y no vuelvas a llamarme niño perro.
Dossen apretó los labios y entrecerró los ojos, irritado. Su armadura tintineó cuando se encogió de hombros. Era demasiado poco sonido para todo el metal que mostraba.
—Sí, lo he visto.
—Pero estoy seguro de que no tenía nada que ver con esos hombres en particular que están ahí reunidos —dijo Marcus.
—Será mejor que vengas, capitán. La ciudad de Vanai te necesita.
—La caravana se va en tres días —dijo Marcus—. Y me voy con ella. Sujeto a contrato.
Dossen no se movió, pero se ruborizó. Marcus sospechó que los miembros de la guardia del príncipe no estaban acostumbrados a que los rechazaran.
—¿Te crees que estás por encima de los hombres como yo? —dijo Dossen—. ¿Te crees que puedes imponer las condiciones y que el mundo las acatará después de escucharlas? Despierta, Wester. Estás muy lejos de los campos de Ellis.
Yardem gruñó como si le hubieran dado una paliza y sacudió su enorme cabeza.
—No deberías haber mencionado Ellis —dijo. Su voz sonó como un rumor sordo.
Dossen miró al tralgu con desprecio, y luego a Marcus, y después, nervioso, apartó la mirada.
—No quise faltarle al respeto a su familia, capitán —dijo.
—Vete de aquí —dijo Marcus—. Ahora.
Dossen dio un paso atrás. Y justo cuando quedó fuera de su alcance, se detuvo.
—Tres días hasta que parta la caravana —dijo.
El resto quedaba claro. «No cumplirás los términos del contrato, y responderás ante el príncipe. Te guste o no». Marcus no respondió. Dossen se dio la vuelta y se dirigió hacia la plaza.
—Tenemos un problema —dijo Yardem.
—Así es.
—Necesitamos hombres, señor.
—Sí, los necesitamos.
—¿Alguna idea de dónde encontrarlos?
—No.
Marcus echó una última y amarga mirada a los hombres que antaño habían sido suyos, negó con la cabeza y salió de la casa de fieras por la parte de atrás.
En otra época, la ciudad de Vanai fue un puerto de mar en la desembocadura del río Taneish, pero los sedimentos acumulados durante siglos habían desplazado lentamente la desembocadura del río, y ahora se encontraba a una mañana entera de camino hacia el sur. Los canales y cursos de agua recorrían la ciudad, y las barcazas todavía iban y venían desde allí hasta Newport, una ciudad más joven y pequeña, transportando grano y lana, plata y madera procedentes de los países del norte.
Al igual que todas las Ciudades Libres, Vanai arrastraba una extensa tradición de conflictos. Había sido una república dirigida por un consejo elegido por insaculación, y también el dominio privado de un monarca, la ciudad se había aliado o enfrentado a Birancour, o al Trono Escindido, dependiendo de por qué lado soplara el viento. Había sido un centro religioso, y también el bastión de los rebeldes que luchaban contra la religión. Cada encarnación había dejado su huella en los edificios de madera blanca, en los grasientos canales, en las calles estrechas y en las plazas abiertas.
Aquí, antiguas puertas aún permanecían en reposo, preparadas para proteger las salas del Consejo Común, a pesar de que los últimos consejeros habían muerto hacía generaciones. Allí, una noble estatua de bronce mostraba el rostro sabio y solemne de un obispo tocado con su mitra y con túnica manchada de verdín y mierda de paloma. Los signos grabados en las maderas y piedras de las calles tenían mil años de historia, por lo que un simple callejón podía tener una docena de nombres. Grandes puertas de hierro delimitaban los pequeños veinte distritos administrativos, lo que le permitía al príncipe rehacer las vías y accesos de la ciudad a su antojo, para protegerse contra motines y conspiraciones.
Pero en mayor medida aún que en su arquitectura, Vanai cargaba su pasado en el carácter de sus gentes.
Los timzinae y los primera sangre eran los más comunes, pero los dartinae de ojos brillantes, sin pelo y figura espigada, los cinnae pálidos como la nieve, y los jasuru y sus escamas de bronce tenían todos sus propios distritos dentro de los amplios muros blancos de la ciudad. El tiempo y la experiencia les habían dado a todos un aire sofisticado y cínico. Caminando por las calles angostas que recorrían los laterales de los ricos canales verdes, Marcus podía ver innumerables detalles al respecto. Comerciantes de primera sangre, leales al príncipe, que les ofrecían a los soldados descuentos sobre los bienes que previamente habían marcado con precios más altos de lo normal. Taberneros, médicos, curtidores, zapateros y profesionales de todo tipo preparaban nuevos carteles en la lengua de Antea Imperial para que sus negocios pudieran continuar después ante la eventualidad de que se perdiera la guerra. Ancianos timzinae, con sus escamas ya grises y cuarteadas, se sentaban con las piernas cruzadas a las mesas del muelle y hablaban de la última revolución, cuando el padre del príncipe le arrebató el poder a la República. Sus nietas caminaban en grupos vistiendo estrechas faldas blancas de un corte casi imperial, mostrando las escamas negras de sus piernas como sombras a través de la tela.
Sí, morirían algunos soldados. Sí, arderían algunos edificios. Violarían a algunas mujeres. Se perderían algunas fortunas. Era un mal que la ciudad sería capaz de resistir, como ya lo había hecho antes, y nadie esperaba que el desastre los tocara a ellos en particular. El alma de la ciudad podría resumirse con un encogimiento de hombros.
A un lado de una plaza cubierta de hierba verde había un destartalado teatro ambulante. Del reducido escenario que había en su plataforma colgaban sucias cintas amarillas. La pequeña multitud que se había congregado frente a él lo miraba con curiosidad y escepticismo a partes iguales. Cuando Marcus pasó por delante, un anciano salió de detrás de las cintas. Una mata de pelo se elevaba en lo alto de su cabeza, y la barba le sobresalía exageradamente del rostro.
—¡Alto! —gritó el hombre con voz profunda y resonante—. ¡Deteneos y acercaos! ¡Escuchad el cuento de Aleren Matahombres y la Espada de los Dragones! O si sois de corazón débil, seguid adelante. Nuestro cuento es una gran aventura. Amor, guerra, traición y venganza aparecerán sobre las tablas de este pobre escenario, y os advierto…
La voz del actor pareció disminuir hasta el susurro, pero curiosamente casi podía escucharse aún con mayor claridad que los gritos.
—… no todos los que son buenos acaban bien. No todos los que son malos son castigados. Acercaos, amigos míos, y sabed que en nuestro cuento, como en el mundo, cualquier cosa puede ocurrir.
Marcus no se dio cuenta de que había dejado de caminar hasta que Yardem le habló.
—Es bueno.
—Lo es, ¿verdad?
—¿Nos quedamos a verlo un poco, señor?
Marcus no respondió, pero al igual que el resto de la pequeña multitud, se acercó. La obra era un cuento bastante convencional. Una antigua profecía, un mal surgido de las profundidades del infierno, y una reliquia del Imperio del Dragón destinada a llegar a la mano del héroe. La mujer que representaba a la hermosa doncella era quizás un poco vieja, y el hombre que hacía el papel del héroe, un poco blando. Pero el texto estaba bien declamado, y la compañía había ensayado y se lo tomaba con profesionalidad. Marcus identificó entre la gente a una mujer de pelo largo y a un joven delgado como un palo que se reían en los momentos adecuados y mandaban callar a los espectadores provocadores: eran miembros de la compañía teatral infiltrados entre el público. Pero cada vez que el actor que había declamado la introducción subía al escenario, Marcus perdía el hilo de sus pensamientos.
El viejo representaba Orcus, el Rey Demonio, con tal sentido del mal y del pathos que era muy fácil olvidarse de que se trataba de un espectáculo. Cuando Aleren Matahombres blandió la espada y la sangre del dragón manó del pecho del rey demonio, Marcus reprimió el gesto de echar mano a su espada.
Al final, y a pesar de las advertencias de los actores, el bien triunfó, el mal fue vencido y los actores saludaron al público. Marcus se sorprendió al oír los aplausos: la multitud se había duplicado sin que él se diera cuenta. Incluso Yardem batía sus anchas palmas y sonreía. Marcus se sacó una moneda de plata de la bolsa que llevaba colgada debajo de la camisa y la arrojó sobre las tablas. Aterrizó con un golpe duro. Un momento después, Orcus, el Rey Demonio, sonreía y hacía una pomposa inclinación bajo una pequeña lluvia de dinero. Les dio las gracias por su generosidad y su bondad con tal calidez que incluso mientras Marcus se alejaba, este último se encontró pensando que la gente es generosa y amable.
El sol otoñal de la tarde llegaba a su fin, y la pálida ciudad brillaba intensa en tonos dorados. El público se dispersó por la hierba y empezó a alejarse del escenario, en grupos de dos y de tres. Marcus se sentó en un banco de piedra bajo un roble de hojas amarillas, y contempló a los actores mientras recogían y se montaban en su carro. Un grupo de niños primera sangre se acercó a los actores riendo y molestando, y los espantaron con sonrisas. Marcus se inclinó hacia atrás y examinó el cielo oscurecido por las ramas del árbol.
—Tienes un plan —dijo Yardem.
—¿Tú crees?
—Sí, señor.
Habían visto una buena representación. No tenía un gran reparto. Aleren Matahombres y su acompañante. La bella doncella. Orcus, el Rey Demonio. Un solo hombre que había representado todos los papeles, el aldeano o el demonio o el noble, en función del sombrero que llevara puesto. Cinco personas para una obra completa. Y los dos que se habían mezclado entre la multitud…
Siete personas.
—Yo también lo creo —convino Marcus.
Las siete personas que se sentaban alrededor de la amplia mesa bebían cerveza y comían queso y salchichas a cargo de los fondos cada vez más escasos de Marcus. Los dos que se habían mezclado entre la multitud eran Mikel, el muchacho delgado, y Cary, la mujer de la larga cabellera. El joven que había representado al héroe era Sandr, la bella doncella de edad avanzada era Opal, el compañero del héroe era Hornet, y el que representaba el resto de papeles era Smit. Yardem se sentó con ellos, con una sonrisa amplia y amable en el rostro, como una sabuesa rodeada de sus cachorros.
Marcus se había sentado aparte, en una mesa pequeña, con Orcus, el Rey Demonio.
—Y yo —dijo Orcus— me llamo Kitap Rol Keshmet, entre otros nombres. Pero suelen llamarme maese Kit.
—No podré recordar todos esos nombres —se quejó Marcus.
—Nosotros te los recordaremos. No creo que nadie pueda sentirse ofendido —dijo maese Kit—, sobre todo si sigues pagándonos las bebidas.
—Es justo.
—Lo que nos lleva a una pregunta, ¿no es así, capitán? No creo que nos hayas traído a todos aquí debido a tu desbordante amor por los escenarios, ¿verdad?
—No.
Maese Kit alzó las cejas en una pregunta no formulada. Fuera del escenario y sin maquillaje, era un hombre de aspecto interesante. Tenía una cara larga y el cabello gris acero. El tono profundo de su piel olivácea le recordó a Marcus los hombres primera sangre que vivían en los desiertos del mar Interior, y sus ojos eran tan oscuros que Marcus sospechó que podría haber sangre southling entre sus antepasados no muy lejanos.
—El príncipe me está presionando para que entre a formar parte de su ejército —dijo Marcus.
—Entiendo —asintió maese Kit—. Así es como he perdido a dos miembros de nuestra compañía. Sandr es nuestro suplente. Se pasó toda la noche ensayando su papel.
—Prefiero no trabajar para el príncipe —dijo Marcus—. Y mientras tenga un contrato legítimo, la cuestión no se planteará.
—¿Y cuál es el problema?
—Negarse a las presiones hace que acabes en el campo de batalla o en la tumba. Y no quiero acabar luchando para Vanai.
Maese Kit frunció el ceño. Las grandes cejas se le curvaron como dos orugas.
—Espero que me perdones, capitán. ¿Acabas de decirme que esto es una cuestión de vida o muerte para ti?
—Sí.
—Pareces muy tranquilo al respecto.
—No es la primera vez.
El actor se retrepó en su silla, y entrelazó las manos sobre su vientre plano. Se quedó pensativo y muy serio, pero también mostraba interés. Marcus bebió un trago de su cerveza. Sabía a levadura y melaza.
—No creo que pueda ocultaros a los dos —dijo maese Kit—. A ti, tal vez. Tenemos formas de hacer que un hombre no parezca un hombre, pero a este tralgu del lejano oeste… Si el príncipe sabe cómo encontrarte, me temo que seguir con tu amigo es como colgarte un estandarte. Estaríamos atrapados.
—No quiero unirme a tu compañía —dijo Marcus.
—¿No? —dijo Maese Kit—. Entonces, ¿de qué estamos hablando?
En la otra mesa, la mujer de la larga cabellera se puso de pie en la silla, adoptó una pose noble y comenzó a declamar el Rito de san Andan con un cómico ceceo. Los otros se rieron, excepto Yardem, quien sonrió divertido y movió las orejas. Cary. Se llamaba Cary.
—Quiero que tu compañía se una a mí. Hay una caravana a Carse.
—Somos una compañía ambulante —aclaró maese Kit—. Creo que Carse es un buen lugar, y no hemos estado allí en años. Pero no veo cómo podemos ayudaros con vuestra caravana.
—El príncipe ha apresado a mis hombres. Os necesito para que los reemplacéis. Quiero que actuéis como guardias.
—¿Hablas en serio?
—Sí.
Maese Kit se rio y negó con la cabeza.
—No somos combatientes —dijo—. Todo lo que hacemos en el escenario tiene que ver con la danza y el espectáculo. Frente a un soldado de verdad, dudo que seamos capaces de servirte como es debido.
—No os necesito para que seáis guardias —aclaró Marcus—. Os necesito para que actuéis como guardias. Los saqueadores no son estúpidos. Calculan sus posibilidades tal y como nadie lo haría. Las caravanas caen porque no tienen suficientes hombres armados, o porque llevan algo que hace que el riesgo merezca la pena. Si vestimos de cuero a tu gente y les damos arcos, nadie sabrá si son capaces de usarlos o no. Y por la carga que transporta la caravana no merece la pena luchar.
—¿No?
—Hierro y estaño. Lana sin teñir. Algunos artículos de cuero —dijo Marcus—. Un hombre del Barrio Antiguo llamado maese Will ha formado una asociación de comerciantes para enviar su mercancía lo más cerca de la batalla que puedan, y esperan que la lucha haya terminado antes de que les llegue el pago. Es poca cosa y de bajo riesgo. Si yo fuera un asaltante, ni me fijaría en esa caravana.
—¿Y la paga es buena?
—Muy buena —dijo Marcus.
Maese Kit se cruzó de brazos y frunció el ceño.
—Bueno, es decente —reconoció Marcus—. Dado el tipo de trabajo. Y podrás mantener a los tuyos fuera de peligro. Incluso en las breves guerras de pequeños señores como el príncipe de Vanai se derrama un poco de sangre, y tú llevas mujeres en la compañía.
—Creo que tanto Cary como Opal saben cuidar de sí mismas —dijo maese Kit.
—No si la ciudad es saqueada. A los príncipes y a los imperios no les importa si algunas actrices han sido violadas y asesinadas. A las personas como vosotros no os prestan atención, y los soldados de a pie lo saben.
El actor miró hacia la mesa más grande. Varias conversaciones parecían desarrollarse al mismo tiempo. Algunos de los actores participaban en todas ellas. La mirada del hombre mayor se suavizó.
—Te creo, capitán.
Se mantuvieron en silencio por un momento. Solo se oían el rugido del fuego en la chimenea, las voces de la conversación, y el frío viento de la tarde haciendo crujir puertas y ventanas. El tiro de la chimenea era pobre y eructaba ocasionales bocanadas de humo en la sala. El actor sacudió la cabeza.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirió maese Kit.
—Adelante.
—Conozco tu reputación. Y tengo la sensación de que eres un hombre con experiencia. Muy curtido por el mundo. Me parece extraño verte en las Ciudades Libres protegiendo una pequeña caravana.
—Eso no es una pregunta —observó Marcus.
—¿Por qué lo haces?
Marcus se encogió de hombros.
—Soy demasiado terco para morir —dijo, tratando de que sonara como una broma.
La sonrisa de maese Kit habría sido compasiva de no haber revelado un sufrimiento oculto en su interior.
—Yo también lo creo, capitán. Bueno. ¿Necesitas nueve soldados para proteger la última caravana de la Vanai libre?
—Ocho —corrigió Marcus—. Ocho soldados y un curandero.
Maese Kit miró hacia el oscuro techo manchado de hollín.
—Siempre he querido interpretar a un curandero —dijo.