PRÓLOGO
EL APÓSTATA

El apóstata se acurrucó entre las sombras de la roca y le rezó a nada en particular para que las cosas montadas en las mulas que pasaban por debajo de él no levantaran la vista. Le dolían las manos, y la espalda y los músculos de las piernas le temblaban de agotamiento. La fina tela de su túnica ceremonial revoloteaba en el frío viento que olía a polvo. Se arriesgó a mirar hacia abajo, hacia el camino.

Las cinco mulas se habían detenido, pero los sacerdotes no habían desmontado. Sus túnicas eran más gruesas y cálidas. Las antiguas espadas sujetas a la espalda captaban la luz de la mañana y resplandecían con un maligno tono verde. Hojas forjadas por dragones. Aquellas cuchillas significaban la muerte para cualquier persona cuya piel fuera alcanzada por una de ellas. Con el tiempo, el veneno mataría incluso a los hombres que las manejaban. Razón de más, pensó el apóstata, para que sus antiguos hermanos le dieran una muerte rápida y volvieran a casa. Nadie quería llevar esas espadas por mucho tiempo. Solo se utilizaban en casos de grave emergencia o ira letal.

Bueno, el que lo tomaran tan en serio le resultaba al menos algo halagador. El sacerdote que dirigía la partida de caza se alzó en la silla, y entornó los ojos a la luz. El apóstata reconoció su voz.

—Ven, hijo mío —gritó el sacerdote—. No tienes escapatoria. —Al apóstata le dio un vuelco el estómago. Cambió el peso de pie, preparándose para dirigirse hacia abajo. Pero se detuvo.

«Probablemente —se dijo—. Probablemente no tenga escapatoria. Pero tal vez sí la tenga».

En el camino, las figuras vestidas de oscuro se movieron inquietas y se consultaron entre ellas. No pudo oír sus palabras. Esperó, con el cuerpo rígido y cada vez más helado. Igual que un cadáver que no hubiera tenido la gentileza de morir. Le pareció que pasaba medio día mientras los cazadores discutían por debajo de él, aunque el sol apenas si se movía en el desnudo cielo azul. Y entonces, entre una exhalación y la siguiente, las mulas echaron a andar de nuevo.

Él no se atrevía a moverse por miedo a que algún guijarro bajara rodando por la escarpada ladera. Trató de no reírse. Poco a poco, aquellas cosas que una vez fueron hombres cabalgaron en sus mulas por el camino hasta el final del valle, y luego siguieron la amplia curva hacia el sur. Cuando el último de ellos quedó fuera de la vista, se puso de pie, con los brazos en jarras, asombrado. Todavía estaba vivo, aunque, después de todo, no sabían dónde se encontraba.

A pesar de todo lo que le habían enseñado, de todo aquello en lo que había creído hasta hacía poco, los dones de la diosa araña no le habían mostrado la verdad. Les dijo algo a sus siervos, sí, pero no la verdad. Parecía, cada vez más, que toda su vida había surgido de una maraña de mentiras plausibles. Debería haberse sentido perdido. Abatido. En cambio, era como si se hubiera levantado de una tumba y echado a caminar hacia el aire libre. Se dio cuenta de que estaba sonriendo.

Subir lo que quedaba de ladera occidental lo dejó magullado. Sus sandalias resbalaban en el suelo. Luchó con garras y dientes. Y cuando el sol alcanzó su apogeo, llegó a la cima. Hacia el oeste, enormes nubes ondulantes se elevaban por encima de la cadena de montañas, haciendo flotar en el aire un suave y grisáceo velo de tormenta. Pero hacia los pasos más lejanos vislumbró el nivel del suelo. La llanura. La distancia le daba un tono gris azulado al llano, y el viento de la cima del pico le arañaba la piel como unas garras. Cayó un rayo en el horizonte. A modo de respuesta, chilló un halcón.

Si seguía a pie tardaría semanas. No tenía comida ni, peor aún, tampoco agua. Había dormido las últimas cinco noches en cuevas y entre arbustos. Sus antiguos hermanos y amigos —los hombres a quienes había conocido y amado toda su vida— peinaban los caminos y pueblos con intención de matarlo. Los pumas y los lobos terribles cazaban en las cumbres.

Se pasó una mano por el pelo espeso e hirsuto, suspiró e inició el descenso. Probablemente moriría antes de llegar al Keshet, una ciudad lo suficientemente grande como para perderse en ella. Pero solo probablemente.

Bajo la última luz del sol crepuscular, encontró un voladizo en una roca cerca de un estrecho arroyo fangoso. Sacrificó un trozo de la correa de su sandalia derecha para fabricarse un arco. Mientras el frío cruel bajaba del cielo, se acuclilló frente a un fuego protegido y oculto por un círculo de piedras. La maleza seca quemaba bien y con poco humo, pero demasiado deprisa. Tenía que alimentarlo continuamente, con una ramita tras otra, sin dejarlo crecer lo suficiente como para iluminar su refugio y exponerse a que lo vieran sus cazadores, y sin dejar que se apagara. El calor no parecía llegarle más allá de los codos.

Algo chilló a lo lejos. Trató de no hacerle caso. Le dolía el cuerpo por el agotamiento y el esfuerzo invertidos, pero su mente, libre ahora de la distracción constante de su viaje, empezó a trabajar a una velocidad peligrosa. En la oscuridad, su memoria se agilizó. La sensación de libertad y sus posibilidades dieron lugar a las sensaciones de fracaso, soledad y distanciamiento. A su juicio, todo aquello tenía más probabilidades de matarlo que el ataque de un leopardo.

Había nacido en unas colinas muy parecidas a aquellas. Pasó su juventud jugando con espadas y látigos hechos de ramas y cortezas. ¿Sintió alguna vez la ambición de unirse a las filas de los monjes del gran templo oculto? Se dio cuenta de que en ese momento, bajo el frío penetrante de su pobre refugio de piedra, era algo difícil de imaginar. Podía recordar cuando vio con asombro el alto muro de piedra. Los trece centinelas tallados en la roca que representaban todas las razas de la humanidad, desgastados por el viento y la lluvia hasta que todos ellos —cinnae y tralgu, southling y primera sangre, timzinae y yemmu, y drowned— tenían ya los mismos rostros blancos y puños desfigurados. Indistinguibles. Solo sus afilados dientes de dragón y sus alas abiertas y arqueadas por encima de todos ellos se distinguían todavía con claridad. Y las palabras grabadas en la enorme puerta de hierro, escritas en letras negras en una lengua que nadie en el pueblo conocía.

Cuando se convirtió en novicio se enteró de lo que ponía. «ATADO NO ES ROTO». En aquel entonces creyó que sabía lo que significaba.

Sopló la brisa, y unas chispas como luciérnagas se elevaron de entre las brasas. Le entró un poco de ceniza en un ojo, y se lo frotó con el dorso de la mano. Su sangre se movió, y las corrientes de su cuerpo respondieron a algo que no era él. «La diosa», había pensado. Había ido a la gran puerta con los demás chicos de su pueblo. Se había ofrecido a sí mismo —su cuerpo y su propia vida—, y a cambio…

A cambio, los misterios habían sido revelados. En primer lugar, el conocimiento: las letras suficientes para leer los libros sagrados, y números suficientes para mantener los registros del templo. Había leído las historias del Imperio del Dragón y de su caída. De la diosa araña que había venido al mundo a impartir justicia.

Le dijeron que el engaño no ejercía ningún poder sobre ella.

Él ya lo había comprobado, por supuesto. Los había creído, y había seguido probándolo. Se acostaba junto a los sacerdotes, solo para ver si se podía hacer. Había escogido las cosas que solo él podía conocer: el nombre de clan de su padre, las comidas favoritas de su hermana, y sus propios sueños. Los sacerdotes lo habían azotado cuando se equivocaba, y lo habían perdonado cuando acertaba, y ellos nunca, nunca se equivocaban. Había crecido su certeza. Su fe.

Cuando el sumo sacerdote lo eligió para el noviciado, tuvo la certeza de que le esperaban grandes cosas, porque los sacerdotes le habían dicho que así era.

Después de que la pesadilla de su iniciación hubiera terminado, había sentido el poder de la diosa araña en su propia sangre. La primera vez que sintió que alguien mentía fue como descubrir un nuevo sentido. La primera vez que habló con la voz de la diosa sintió sus palabras al mando de la fe como si hubieran sido grabadas a fuego.

Y ahora había caído en desgracia, y nada de eso podía ser cierto. No podía haber ningún lugar como el Keshet. Él creía que existía, hasta el punto de que había arriesgado la vida al volar en su busca. Pero nunca había estado allí. Las marcas en los mapas podrían ser simples mentiras. Por lo demás, quizá tampoco hubiera dragones, ni ningún imperio, y era probable que ni la Gran Guerra hubiera existido. Él nunca había visto el mar, y puede que ni siquiera existiera. Solo sabía lo que él mismo había visto, oído y sentido.

No sabía nada.

En un impulso violento, se clavó los dientes en la carne de la palma de la mano. La sangre brotó, y ahuecó la mano para recogerla. A la tenue luz del fuego, parecía casi negra. Negra, con nudos pequeños y más oscuros. Uno de ellos desplegó unas pequeñas patas. La araña se arrastró de manera mecánica por el hueco de la mano. A ella se unió otra. Las miró: eran agentes de la diosa en la que ya no creía. Con cuidado, poco a poco, acercó la mano a la pequeña llama. Una de las arañas cayó en ella. Sus patas, delgadas como cabellos, se arrugaron instantáneamente.

—Bueno —dijo—, puedes morir. Ya lo sé.

Las montañas parecían no tener fin. Cada cima era una nueva amenaza, y cada valle estaba lleno de peligros. Rodeaba los pequeños pueblos, y tan solo se aventuraba a acercarse para robar un poco de agua de los aljibes de piedra. Comía lagartos y pequeños frutos de color carne que arrancaba de los matorrales. Evitaba los lugares donde la tierra de los senderos mostrara marcas de huellas de gruesas patas con garras. Una noche encontró un círculo de pilares con una pequeña cámara a sus pies. Parecía ofrecer refugio y un lugar donde reponer fuerzas, pero su descanso fue perturbado por unos sueños tan violentos y extraños que se marchó de aquel lugar.

Perdió peso. El cinturón de cuero trenzado le colgaba demasiado amplio alrededor de la cintura. Las suelas de sus sandalias habían menguado, y su arco de fuego no tardó en agotarse. El tiempo perdió su significado. Un día seguía a otro día, y este a otro más. Todas las mañanas pensaba: «Probablemente, este sea el último día de mi vida. Solo probablemente».

El probablemente le bastaba. Y entonces, a última hora de una mañana, llegó a la cima de una colina pedregosa, y ya no hubo más montañas al otro lado. Las anchas llanuras occidentales se extendían frente él, un río resplandecía sobre su manto de árboles y verde hierba fresca. La vista era engañosa. Calculó que tardaría dos días de caminata en llegar hasta allí. Aun así, se sentó en una piedra ancha y áspera, miró hacia el mundo, y lloró hasta que el sol estuvo en lo más alto del cielo.

Cuando se acercó al río, sintió que la ansiedad empezaba de nuevo a roerle el vientre. El día en que, semanas antes, se había deslizado por encima de la pared del templo y había huido, la idea de desaparecer en una ciudad le habría parecido una preocupación lejana. Ahora veía el humo de un centenar de chimeneas elevándose por entre los árboles. Apenas había huellas de animales salvajes. En dos ocasiones vio a lo lejos a algunos hombres montados en enormes caballos. Los polvorientos harapos de su túnica, sus sandalias destrozadas, y el olor de su propio cuerpo sucio le recordaron que aquello era tan difícil y peligroso como todo lo que había hecho hasta entonces. ¿Cómo recibirían los hombres y mujeres del Keshet a un hombre salvaje de las montañas? ¿Le cortarían las manos?

Rodeó la ciudad por el río, asombrado por la magnitud del lugar. Nunca había visto nada semejante. Los grandes edificios de madera con techos de paja podían albergar a un millar de personas. Las carreteras estaban pavimentadas en piedra. Siguió por entre la maleza como un ladrón, observando.

Fue la visión de una mujer yemmu lo que le dio coraje. Eso, y su hambre. Ella trabajaba en su jardín, en las afueras de la ciudad, donde la última de las casas se elevaba entre la carretera y el río. La mujer le sacaba medio cuerpo de altura, y tenía las espaldas tan anchas como las de un toro. Los colmillos le sobresalían tanto de la mandíbula que cuando se echó a reír pareció que estaban a punto de perforarle las mejillas. Sus pechos colgaban por encima de una faja campesina no muy distinta de las que habían usado su propia madre y su hermana, solo que esta estaba cosida con tres veces más cantidad de tela y cuero.

No había visto a ninguna persona desde que dejara de ser un primera sangre. Ella era la primera. La primera prueba tangible de que las trece razas de la humanidad existían en realidad. Escondido detrás de los arbustos, mientras observaba cómo se inclinaba sobre la tierra blanda y arrancaba las malas hierbas con sus gigantescos dedos, él sintió algo así como admiración.

Dio un paso adelante antes de que se lo impidiera la cobardía. Levantó mucho su robusta cabeza, y las fosas nasales se le dilataron. Alzó una mano, casi a modo de disculpa.

—Perdóname —dijo—. Tengo… Tengo problemas. Y yo esperaba que pudieras ayudarme.

La mujer entrecerró los ojos hasta convertirlos en finas rendijas. Se agazapó como un leopardo que se preparara para luchar. Entonces se dio cuenta de que lo más juicioso habría sido comprobar si hablaba su idioma antes de acercarse a ella.

—Vengo de las montañas —dijo, mientras que en su propia voz oía la desesperación, y algo más escondido en su tono: el inaudible zumbido de su propia sangre. El don de la diosa araña que le ordenaba a la mujer que lo creyera.

—No tratamos con primeras sangres —gruñó la mujer yemmu—. Al menos, no con los de esas montañas de mierda. ¡Aléjate de aquí, y llévate a tus hombres contigo!

—No tengo a ningún hombre —dijo. Las cosas que había en su sangre se despertaron, muy contentas de que las utilizara. La mujer movió la cabeza mientras la magia la obligaba a creerlo—. Yo soy el único. Y no llevo armas. Llevo… semanas caminando. Puedo trabajar, si lo deseas. A cambio de un poco de comida y un lugar caliente donde dormir. Solo por esta noche.

—Solo y desarmado. ¿A través de las montañas?

—Sí.

Ella bufó, y él tuvo la sensación de que lo estaba evaluando. Juzgando.

—Eres un idiota —dijo.

—Sí. Lo soy. Pero afable. Inofensivo.

Ella tardó un buen rato en echarse a reír.

Le dijo que llevara agua del río hasta su aljibe mientras terminaba de trabajar en su jardín. El cubo estaba hecho para el tamaño de las manos de un yemmu, y solo pudo llenarlo hasta la mitad. Entero pesaría demasiado como para poder levantarlo. Sin embargo, hizo acopio de valor y se esforzó para cargar con él desde la casita hasta la plataforma de madera rugosa, y luego de vuelta. Tuvo cuidado de no arañarse, o al menos no tanto como para sangrar. Se arriesgaba a que la bienvenida se echara a perder si se veía obligado a explicar la presencia de las arañas.

Al anochecer, ella le puso un plato en la mesa. El fuego del hogar parecía extraño, y tuvo que recordarse a sí mismo que las cosas que habían sido sus hermanos ya no estaban allí, y que debía dejar de buscar señales de su presencia por todas partes. Ella llenó un plato con el guiso de la olla que colgaba sobre el fuego. Tenía un agradable sabor intenso y complejo, como si no dejara nunca de cocerse, como si no lo retiraran del fuego y le añadieran nuevos pedazos de carne y nuevas verduras de vez en cuando. Algunos de los trozos de carne oscura que nadaban en el caldo grasiento podrían haber estado cocinándose desde antes de su huida del templo. Fue la mejor comida que jamás hubiera probado.

—Mi hombre está en el caravasar —dijo—. Se supone que uno de los príncipes está a punto de llegar, y tendrá hambre. Se ha llevado todos los cerdos. Los venderemos todos si tenemos suerte. Tendremos suficiente plata para pasar la estación de las tormentas.

Escuchó la voz de la mujer y sintió también la agitación en su propia sangre. Lo último que había dicho era mentira. Ella no creía que la plata fuera a durar tanto. Se preguntó si a ella le preocupaba, y si había alguna manera de que él pudiera hacerle ver que tenía lo que necesitaba. Al menos lo intentaría. Antes de irse.

—¿Y qué pasa contigo, pobre pedazo de mierda? —preguntó ella con una voz suave y cálida—. ¿A qué ovejas te has tirado que vienes a pedirme trabajo precisamente a mí?

El apóstata se rio entre dientes. La comida caliente en el estómago, el fuego a su lado, y saber que lo esperaban un jergón de paja y una manta de lana fina conspiraron para relajarle los hombros y el vientre. La mujer yemmu lo observó con sus grandes ojos moteados de dorado. Él se encogió de hombros.

—Descubrí que creer en algo no significa que sea cierto —dijo, midiendo bien sus palabras—. Había aceptado muchas cosas, creía ciegamente en ellas, y estaba… equivocado.

—¿Engañado? —preguntó ella.

—Engañado —concedió él, pero luego añadió—: O tal vez no. No de manera intencionada. No importa lo equivocado que estés, porque no es una mentira si lo crees.

La mujer yemmu silbó —una hazaña impresionante, si se tenían en cuenta sus colmillos— y agitó las manos con fingida admiración.

—La alta filosofía del gruñido del agua —dijo—. Ahora empezarás a predicar y a pedirme el diezmo.

—No, yo no —dijo él, riéndose con ella.

Ella le dio un buen sorbo a su propio plato. El fuego crepitaba. Algo, quizá ratas, o insectos, se sacudió por encima de sus cabezas, en el techo de paja.

—Te peleaste con una mujer, ¿verdad? —preguntó ella.

—Con una diosa —dijo.

—Sí. Siempre lo parecen, ¿verdad? —dijo ella, mirando fijamente el fuego—. Un nuevo amor te enciende porque crees que hay algo diferente en él. Cuando mueve los labios, parece que sea el propio Dios quien habla. Y entonces…

Ella resopló de nuevo, en parte divertida, en parte con amargura.

—¿Y qué fue lo que te salió mal con tu diosa? —preguntó.

El apóstata se llevó a la boca un trozo de algo que alguna vez pudo haber sido una patata; masticó la carne suave y la piel áspera. Se esforzó por ponerles palabras a los pensamientos que nunca había pronunciado en voz alta. Le tembló la voz.

—Se va a comer el mundo.