Eran las diez de la mañana del día siguiente, y Roger y Alec estaban dando un reparador paseo por la rosaleda después del desayuno, antes de que se iniciase el procedimiento judicial. Roger se había negado a añadir nada a lo dicho la noche anterior…, o más bien ese mismo día de madrugada. Se había limitado a observar que ya iba siendo hora de irse a la cama, y que quería tener la cabeza clara antes de discutir el asunto a la luz de aquella nueva revelación sobre la personalidad de Stanworth. Lo dijo no una, sino varias veces, y Alec se había tenido que contentar con eso.
Ahora, con las pipas encendidas se estaban preparando para continuar con el asunto.
Roger parecía complacido y triunfante.
—¿Misterio? —repitió en respuesta a una pregunta de Alec—. Ya no hay ningún misterio. Lo he resuelto.
—¡Oh!, ya sé que el misterio de Stanworth está resuelto —respondió con impaciencia Alec; a decir verdad, los aires que se daba Roger le resultaban bastante irritantes—. Es decir, si tu explicación es correcta, cosa que no voy a discutir ahora.
—Muchas gracias.
—Pero ¿qué hay del misterio de su muerte? Es imposible que también lo hayas resuelto.
—Te equivocas, Alexander —replicó Roger con una sonrisa satisfecha—, eso es exactamente lo que he hecho.
—¡Ah! Entonces, ¿quién lo mató?
—Si quieres que te lo diga con una sola palabra —respondió Roger no sin reticencias—, fue Jefferson.
—¿Jefferson? —exclamó Alec—. ¡Oh, es absurdo!
Roger lo miró con curiosidad.
—Vaya, qué interesante —observó—. ¿Por qué dices que es absurdo en ese tono?
—Porque —Alec dudó—. No sé. Es absurdo pensar que Jefferson pudiera cometer un asesinato. ¿Por qué?
—¿Te refieres a que no te parece propio de él?
—¡Pues claro que no me lo parece!
—¿Sabes, Alec?, empiezo a pensar que juzgas a las personas mejor que yo. Resulta humillante admitirlo, pero así es. Dime, ¿has pensado siempre lo mismo de Jefferson, o solo últimamente?
Alec se detuvo a reflexionar.
—Creo que desde que empezó todo este asunto. Siempre me ha parecido absurdo que Jefferson pudiera estar involucrado. Y lo mismo las dos mujeres, ya que lo preguntas. No, Roger, si estás tratando de cargarle el mochuelo a Jefferson, creo que cometerás una grave equivocación.
La satisfacción de Roger seguía inconmovible.
—Si se tratase de un caso ordinario, no me cabría la menor duda —replicó—. Pero no olvides que no lo es. Stanworth era un chantajista, y eso lo cambia todo. A un hombre normal se le asesina, pero a un chantajista se le ejecuta. Es decir, a menos que lo mates llevado por la rabia del momento, dejándote llevar por la locura o la desesperación. Es lo que tú harías, ¿no crees? En fin, ¿qué no harías tú por una mujer, y más si estuvieses enamorado de ella? Te aseguro, Alec, que la cosa está tan clara como el agua.
—¿Insinúas que Jefferson está enamorado?
—Exacto.
—¿De quién?
—De la señora Plant.
Alec se quedó boquiabierto.
—Dios mío, ¿cómo demonios lo sabes? —preguntó incrédulo.
—No lo sé —replicó Roger con aire complacido—. Pero debe estarlo. Es la única explicación posible. Lo he deducido.
—¡Demonios!
—Sí, había llegado a esa conclusión, aun antes de descubrir el secreto de la doble vida de Stanworth. Eso lo aclara todo.
—¿Ah, sí?, reconozco que así algunas cosas parecen más comprensibles, pero que me aspen si entiendo por qué estás tan seguro de que Jefferson lo mató.
—Te lo explicaré —replicó en tono amable Roger—. Jefferson estaba secretamente enamorado de la señora Plant. Por uno u otro motivo, Stanworth la estaba chantajeando sin que lo supiera Jefferson. Tiene una conversación con ella en la biblioteca y le pide dinero. Ella se echa a llorar y le implora (de ahí la humedad del pañuelo) y oculta la cara en el brazo del sofá como hacen las mujeres (de ahí los polvos cosméticos en ese lugar). Stanworth se muestra inflexible, quiere el dinero. Ella responde que no lo tiene.
De acuerdo, responde Stanworth, en ese caso deme sus joyas. Ella va a buscarlas y se las entrega. Stanworth abre la caja y le explica que es ahí donde guarda las pruebas contra ella. Luego guarda las joyas y le pide que se marche. Entra Jefferson de forma imprevista, se hace cargo de la situación y se abalanza sobre él. Stanworth le dispara y falla, alcanzando el jarrón. Jefferson le coge por la muñeca, apunta el revólver contra él y aprieta el gatillo, disparando a Stanworth con su propio revólver sin permitir que lo suelte. La señora Plant está horrorizada; pero, al ver que la cosa ya no tiene remedio, toma las riendas del asunto y lo dispone todo para que parezca un suicidio. Y ésa —concluyó Roger con una palmadita metafórica en su propio hombro—, es la explicación de los extraños sucesos acontecidos en Layton Court.
—¿Ah, sí? —preguntó Alec, no tan seguro—. Sin duda, es una historia muy bonita, y dice mucho de tu capacidad de fabulación. Pero lo de que hayas resuelto el misterio…, todavía está por ver.
—A mí me parece que lo explica todo —replicó Roger—. Pero siempre fuiste difícil de convencer, Alec. Piénsalo y verás. El jarrón roto y la segunda bala; el modo en que se cometió el crimen; el hecho de que el asesino volviera a la casa; la agitación producida por la apertura de la caja; el comportamiento de la señora Plant por la mañana; sus reticencias a prestar testimonio (por miedo a que se le escapara algo de lo sucedido), y su temor cuando le revelé que, a pesar de todo, sabíamos que había estado en la biblioteca; la desaparición de las pisadas; la presencia de los polvos y la humedad en el pañuelo; la indiferencia de lady Stanworth tras el fallecimiento de su cuñado (imagino que tendría también algo contra ella); el que contratase a un exboxeador como mayordomo, obviamente para protegerse; el hecho de que yo oyese a gente pululando por la casa hasta última hora de la noche; ¡todo! Todo aclarado y explicado.
—¡Bah! —dijo Alec sin comprometerse.
—Bueno, ¿acaso ves algún punto débil? —preguntó exasperado Roger.
—Ya que lo dices —replicó muy despacio Alec—, ¿por qué tanto Jefferson como la señora Plant dejaron de pronto de poner objeciones a la apertura de la caja, después de haberse negado a que lo hicieran?
—¡Fácil! —repuso Roger—. Mientras estábamos arriba, Jefferson abrió la caja y sacó los documentos. No debió de tardar más de un minuto en hacerlo. ¿Alguna objeción?
—¿Es que el inspector se dejó olvidadas las llaves? Me pareció ver que se las guardaba en el bolsillo.
—No, las dejó sobre la mesa, y fue Jefferson quien se las guardó en el bolsillo. Recuerdo haberme dado cuenta en su momento, y haberme preguntado por qué lo había hecho. Ahora es evidente, claro.
—Bueno, ¿y qué hay del montoncito de ceniza en la chimenea de la biblioteca? Dijiste que podía tratarse de los restos de algún documento de importancia y te dio la impresión de que Jefferson se sentía muy aliviado al oírte.
—Me equivoqué —replicó sin dudarlo Roger—. En cuanto a las cenizas, pudo tratarse de cualquier cosa. No creo que tengan mayor importancia.
—¡Pero antes sí lo creías! —insistió obstinado Alec.
—Pues sí, mi querido, aunque un poco cabeza hueca, Alexander —explicó pacientemente Roger—. Eso fue porque al principio pensé que eran importantes. Ahora veo que me equivocaba. ¿Lo comprendes?
—Entonces explícame esto —dijo de pronto Alec—. ¿Por qué demonios no sacó Jefferson los documentos de la caja justo después de la muerte de Stanworth, en lugar de esperar a la mañana siguiente?
—Sí, ya lo había pensado. Probablemente, porque ambos estaban tan nerviosos por lo sucedido que olvidaron los documentos en su preocupación por borrar las huellas y escapar.
Alec torció el gesto.
—Un poco improbable, ¿no crees? No es natural, como tanto te gusta decir.
—Sin embargo, a veces ocurren cosas improbables. Como, por ejemplo, en esa ocasión.
—Entonces, ¿estás totalmente convencido de que Jefferson mató a Stanworth y de que fue así como ocurrió?
—Lo estoy, Alexander.
—¡Ah!
—¿Tú no?
—No —dijo Alec sin mucha decisión.
—Pero, maldita sea, si te lo he demostrado. No puedes despreciar mis pruebas como si nada. Todo es de lo más razonable. No puedes negarlo.
—Si afirmas que Jefferson mató a Stanworth —insistió con obstinada deliberación Alec—, estoy totalmente convencido de que te equivocas. Eso es todo.
—Pero ¿por qué?
—Porque no creo que lo hiciera —dijo Alec con aire de profunda sabiduría—. No es de los que hacen algo así. Supongo que es una especie de intuición —añadió con modestia.
—¡Al cuerno con tus intuiciones! —replicó Roger con justificada irritación—. No puedes esgrimir una condenada intuición contra las pruebas que te he mostrado.
—Pues lo hago —dijo sencillamente Alec—. Siempre —añadió con meticulosa atención por el detalle.
—En ese caso me lavo las manos —respondió con laconismo Roger.
Siguieron paseando un rato en silencio. Alec parecía sumido en sus pensamientos y Roger no disimulaba su enfado. Después de todo, resulta un poco irritante resolver de manera ingeniosa y convincente un enigma en apariencia tan misterioso y todo para chocar con un muro de incredulidad fundado en unos cimientos tan inestables como la mera intuición. Todas nuestras simpatías están con Roger en este momento.
—Bueno, en cualquier caso ¿qué vas a hacer al respecto? —preguntó Alec tras varios minutos de reflexión—. Sin duda, no irás a la policía sin tomarte antes la molestia de verificarlo todo, ¿no?
—Por supuesto que no. De hecho, no he decidido todavía si contárselo a la policía.
—¡Oh!
—Depende en gran parte de lo que esos dos, Jefferson y la señora Plant, tengan que decir.
—O sea, que vas a preguntarles, ¿no?
—Por supuesto.
Se hizo otro corto silencio.
—¿Vas a verlos juntos? —preguntó Alec.
—No, creo que antes hablaré con la señora Plant. Hay un par de detalles de menor importancia que me gustaría aclarar antes de ver a Jefferson.
Alec volvió a reflexionar.
—Si fuese tú, yo no lo haría, Roger —dijo muy serio.
—¿Qué es lo que no harías?
—Hablar con ninguno de ellos de este asunto. No estás seguro de tener razón, al fin y al cabo, por muy brillantes que sean, no dejan de ser un cúmulo de suposiciones de principio a fin.
—¡Suposiciones! —repitió indignado Roger—. ¡No son suposiciones! Son…
—Sí, lo sé; vas a decir que son deducciones. Puede que tengas razón y puede que no, es demasiado complicado para mí. Pero ¿quieres que te diga lo que opino al respecto? Creo que lo más inteligente sería dejar las cosas como están. Crees haber resuelto el misterio y tal vez estés en lo cierto. ¿Por qué no te contentas con eso?
—Pero ¿a qué viene este cambio de opinión, Alexander?
—No es un cambio de opinión. Sabes que desde el primer momento no he estado nada convencido. Pero ahora que Stanworth ha resultado ser un sinvergüenza semejante, no…
—Sí, comprendo a lo que te refieres —repuso Roger en voz baja—. Quieres decir que, si Jefferson mató a Stanworth, estaba en su derecho de hacerlo y deberíamos dejarlo en paz, ¿no es eso?
—Bueno —dijo torpemente Alec—, yo no diría tanto, pero…
—Pues yo sí lo diría —le interrumpió Roger—. De ahí que todavía no haya decidido si contárselo o no a la policía. Todo depende de si los acontecimientos suceden como imagino. Pero lo importante es que tengo que averiguar la verdad.
—¿Estás seguro? —preguntó despacio Alec—. Tal como están las cosas, y por mucho que elucubres, no sabes nada con seguridad. Y tengo la impresión de que, si acabas averiguándolo, estarás echándote encima una responsabilidad que podrías desear no haber asumido tan a la ligera.
—En ese caso, Alec —replicó Roger—, yo diría que no dar un paso por descubrir la verdad ahora que estamos tan cerca de lograrlo equivale a rehuir deliberadamente esa misma responsabilidad, ¿no te parece?
Alec guardó silencio un instante.
—¡Basta de cuentos! —exclamó con súbita energía—. Deja las cosas como están, Roger. Hay cosas que es mejor que no lleguen a saberse. No trates de averiguar algo que luego darías cualquier cosa por no haber descubierto.
Roger soltó una risita.
—¡Oh!, ya sé que lo correcto sería decir: «¿Quién soy yo para aceptar la responsabilidad de juzgarte? No me corresponde a mí hacerlo, así que te entregaré a la policía, lo que significa que acabarás irremisiblemente en la horca. Es una lástima, porque mi opinión personal es que no cometiste un asesinato, sino un homicidio justificado; y sé que un jurado manipulado por un juez especialista en interpretar la ley de forma estúpida nunca podrá estar de acuerdo conmigo. Por eso lamento tanto tener que echarte la soga al cuello y entregarte a la policía. Pero ¿cómo voy a juzgarte?». Es lo que hacen siempre en los libros, ¿no? Pero no te preocupes, Alec. No soy tan estúpido y no me da miedo aceptar la responsabilidad de juzgar un caso por sus propios méritos; de hecho, me considero mucho más competente para hacerlo que una docena de rústicos de cabeza hueca, presididos por un caballero retorcido y soñoliento con una peluca anticuada. No, pienso seguir hasta el final, y cuando llegue allí, te consultaré lo que debemos hacer.
—Ojalá dejaras las cosas tal como están —insistió Alec en tono casi quejoso.