Mucho después de que Alec se marchase a regañadientes, Roger seguía fumando pensativo. En líneas generales, no lamentaba haberse quedado solo. Alec estaba resultando ser un compañero un poco decepcionante en aquel asunto. Era evidente que no estaba totalmente entregado; y, para alguien en su situación, la investigación de los hechos y el ambiente de sospecha y desconfianza que ha de prevalecer por fuerza en una tarea semejante debía de ser muy desagradable. Roger no podía culpar a Alec por sus nada disimuladas reticencias a la hora de profundizar en el caso, pero tampoco podía dejar de pensar, aunque fuese con cierta melancolía, en los entusiastas y entregados prototipos cuyo testigo podía haber recogido Alec. Roger habría agradecido un poco de entrega y entusiasmo al final de aquel día tan agotador y repleto de acontecimientos.
Empezó por organizar de forma metódica en su imaginación todos los datos que habían reunido. En primer lugar con respecto al asesino. Se las había arreglado para huir de la casa, únicamente para volver a entrar en ella por otro sitio. ¿Por qué? Probablemente porque vivía allí, o para comunicarse con alguien. ¿Sería una cosa o la otra? ¡Dios sabe!
Probó con otra estrategia. ¿Cuál de los enigmas menores seguía sin resolver? Sin lugar a dudas, el repentino cambio de actitud por parte de la señora Plant y Jefferson antes del almuerzo. Pero ¿por qué estaban tan asustados, si el asesino había podido comunicarse con ellos después de cometer el crimen? Tal vez hubiese sido una entrevista apresurada y hubiese olvidado tranquilizarlos sobre alguna cuestión de crucial importancia. No obstante, habría podido hacerlo a lo largo de la mañana siguiente. Eso significaba que, al menos hasta la hora de la comida, se había quedado por los alrededores. Es más, por lo que parecía, incluso en la misma casa. ¿Aumentaba eso la probabilidad de que se tratase de alguien de dentro? Parecía plausible, pero ¿quién? ¿Jefferson? Posiblemente, aunque, en caso de que así fuera, había ciertas dificultades que explicar. Las mujeres, obviamente, estaban descartadas. ¿El mayordomo? Otra vez, era posible, pero ¿por qué demonios iba a querer asesinar a su amo?
Sin embargo, era innegable que el mayordomo era un personaje curioso. Y, por lo que Roger podía juzgar, él y Stanworth no se apreciaban demasiado. Sí, sin duda había algún misterio relacionado con el mayordomo. La explicación de Jefferson de por qué el señor Stanworth había contratado a un exboxeador no parecía muy convincente.
Entonces, ¿por qué la señora Plant había estado llorando en la biblioteca? Roger se esforzó por recordar algunas escenas en las que ella y Stanworth habían entrado en contacto. ¿Cómo se habían comportado? ¿Le habían parecido amistosos o lo contrario?
Que él recordara, Stanworth la había tratado con la misma camaradería desenfadada con que trataba a todo el mundo; mientras que a ella… Sí, ahora que lo pensaba, no parecía caerle demasiado simpático. Había estado muy callada y reservada en su presencia. Aunque tampoco es que fuese muy habladora en circunstancias normales; pero sí, había notado un sutil cambio en su actitud cuando él andaba cerca. Obviamente, no le era simpático.
Estaba claro que solo había un modo de encontrar una respuesta a todos esos acertijos: investigar los asuntos de Stanworth. Lo más probable era que incluso eso resultase inútil, pero a Roger no se le ocurría otra manera de salir mínimamente airoso. Y, mientras se devanaba los sesos, Jefferson seguía en el saloncito rodeado de documentos que Roger habría dado cualquier cosa por ver.
De pronto se le ocurrió una idea. ¿Por qué no enfrentarse al león en su madriguera y ofrecerse a echar una mano a Jefferson en su trabajo? En todo caso, eso sería desafiarlo directamente y su respuesta no carecería de interés.
Tratándose de Roger, pensar equivalía, en nueve de cada diez casos, a pasar a la acción inmediata. Antes de que la idea terminase de cobrar forma en su imaginación, estaba en pie dirigiéndose con entusiasmo hacia la casa.
Sin molestarse siquiera en llamar, abrió la puerta del saloncito y entró. Jefferson estaba sentado delante de la mesa en medio de la habitación, rodeado, como lo había imaginado Roger, de papeles y documentos. Lady Stanworth no estaba presente.
Alzó la mirada al entrar Roger.
—Hola, Sheringham —dijo con cierta sorpresa—. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Bueno, estaba fumando en el jardín, sin nada que hacer —observó Roger con una sonrisa amistosa—, cuando se me ocurrió que, en lugar de perder el tiempo, podría venir a echarle una mano; dijo usted que estaba hasta las cejas de trabajo. ¿Hay algún modo en que pueda ayudarle?
—Es usted muy amable —replicó con torpeza Jefferson—, pero no creo que pueda. Estoy tratando de establecer cuál era su situación financiera. Sin duda, será de utilidad cuando se proceda a la lectura del testamento, o como se llame todo ese papeleo.
—Algo habrá que pueda hacer —insistió Roger sentándose en una esquina de la mesa—. Sumar enormes columnas de números o algo parecido.
Jefferson dudó y hojeó los papeles que tenía delante.
—Bueno —dijo despacio.
—Por supuesto, ¡si se trata de asuntos confidenciales…! —observó con desenfado Roger.
Jefferson alzó la vista.
—¿Confidenciales? No lo son en absoluto. ¿Por qué iban a serlo?
—Entonces, mi querido amigo, permita que le ayude. Estoy muerto de aburrimiento y deseando echarle una mano.
—Visto así, le quedaré muy agradecido —replicó Jefferson, aunque con ciertas reticencias—. ¡Hum! Quisiera saber qué trabajo podría encomendarle.
—¡Oh!, lo primero que se le ocurra.
—De acuerdo, le diré lo que podría hacer —dijo de pronto Jefferson—. Necesito una relación donde figuren las acciones que poseía en las diversas compañías que dirigía, su valor aproximado, los beneficios que le reportaron en el último año fiscal, su sueldo como director y demás. Sabrá hacerlo, ¿no?
—Ahora mismo —dijo alegremente Roger ocultando su decepción ante la relativa intrascendencia de la tarea que le habían encomendado. Esos detalles podían obtenerse en cualquier obra de referencia sobre el asunto; había contado con ver algo que no fuese tan del dominio público.
Pero, a falta de pan, buenas son tortas, y se sentó al otro lado de la mesa y se puso a trabajar interesado en los datos que le proporcionó Jefferson. De vez en cuando, trataba de escudriñar con disimulo alguno de los documentos en los que estaba inmerso el otro, pero Jefferson los vigilaba celosamente y Roger no pudo hacerse una idea clara de su contenido.
Una hora más tarde, se recostó en su silla con un suspiro de alivio.
—¡Ahí la tiene! Una relación detallada tal como me pidió.
—Muchas gracias —dijo Jefferson tomando la relación que le alcanzaba Roger. Ha sido usted muy amable, Sheringham. Me ha quitado mucho trabajo. Y ha tardado la mitad de lo que lo habría hecho yo. No se me dan bien estas cosas.
—Ya lo imagino —observó Roger con estudiada cautela—. De hecho siempre me ha sorprendido que aceptara usted un empleo como secretario. Habría jurado que era usted el típico hombre de espacios abiertos, si me permite decirlo. El clásico inglés que conquistó las colonias, ya sabe a lo que me refiero.
—No tuve opción —dijo Jefferson, volviendo a su habitual laconismo—. No fue elección mía, se lo aseguro. Tuve que aceptar lo que me ofrecían.
—Mala suerte —replicó comprensivo Roger observando al otro con curiosidad. A pesar de sí mismo y de lo que sabía, no podía sino sentir cierto aprecio por aquel hombre tan brusco y taciturno, el típico soldado callado y poco sociable. En ese momento Roger tuvo la impresión de que Jefferson, a quien al principio había estado tentado de considerar un individuo un tanto siniestro, no era tal cosa. Era tímido, terriblemente tímido, y se las arreglaba para ocultar esa timidez tras unos modales bruscos y casi groseros; y, como pasa siempre en esos casos, la primera impresión había sido totalmente equivocada. Jefferson era brusco, pero Roger tuvo la impresión de que era la brusquedad de la honradez y no de la maldad.
Casi de forma inconsciente, Roger empezó a reorganizar sus ideas. Si Jefferson estaba implicado en la muerte de Stanworth, sería porque había una excelente razón para matarlo. Razón de más para husmear en los asuntos de Stanworth.
—¿Va a seguir usted mucho tiempo, Jefferson? —preguntó con un evidente bostezo.
—No mucho. Tengo que terminar esto y me iré. Váyase si quiere. Debe de estar haciéndose tarde.
Roger miró su reloj.
—Son casi las doce. De acuerdo, creo que me iré, si no tiene más trabajo que darme.
—Nada, gracias. Trabajaré otro rato antes del desayuno. Tengo que despachar esto antes de las once. En fin, buenas noches, señor Sheringham, y muchas gracias.
Roger volvió a su habitación sumido en la perplejidad. Esta nueva impresión suya con respecto a Jefferson iba a complicar mucho las cosas en lugar de simplificarlas. De repente sentía una gran simpatía por Jefferson. No era un hombre inteligente; sin duda, no era el cerebro de la confabulación. ¿Qué debía de pasar por su cabeza, sabiendo, como sin duda sabía, que Roger estaba investigando cosas que era muy improbable que nadie que no tuviese mucha suerte hubiera descubierto? ¿Qué debía de pensar de la red que estaban tendiendo para atraparle, a él… ya quién más?
Roger acercó una silla hasta la ventana abierta y se sentó con los pies apoyados en el alféizar. Notó que se estaba poniendo sentimental. Todo apuntaba a que se trataba de un crimen cometido a sangre fría y hete aquí que él sentía lástima por uno de los principales implicados. Sin embargo, era precisamente porque Jefferson, tal como lo veía ahora que se le había caído la venda de los ojos, era un hombre tan excelente —el tipo alto, delgado y de cabeza pequeña que es el auténtico pionero de nuestra raza— y porque le caían bien los tres miembros de aquel trío tan sospechoso, por lo que Roger, sin dejarse llevar necesariamente por el sentimentalismo, era incapaz de reprimir su verdadero pesar de que todo apuntara de manera tan clara a su culpabilidad.
Aun así, era demasiado tarde para volverse atrás. Debía aclararlo todo, por sí mismo e incluso por ellos. Roger comprendía ahora los sentimientos de Alec al respecto. ¡Qué curioso que al final hubiese terminado por coincidir con Alec!
Empezó a repasar la parte personal a la luz de aquella nueva revelación. ¿De qué servía? Si Jefferson era un hombre honrado que solo mataría si no quedara otro remedio en un caso desconocido, ¿qué habría producido semejante situación? ¿Cuál es el principal motivo que conduce la mayor parte de las veces a un hecho tan drástico? Bueno, la respuesta era bastante obvia. Una mujer.
¿Qué habría ocurrido en este caso? ¿Estaría enamorado Jefferson de una mujer, cuya paz o felicidad se hubiese visto amenazada por el propio Stanworth?, y, en tal caso, ¿quién sería la mujer? ¿Lady Stanworth? ¿La señora Plant? Roger soltó una exclamación involuntaria. ¡La señora Plant!
Eso encajaría al menos con algunos de los hechos más desconcertantes. Los polvos cosméticos del brazo del sofá, por ejemplo, y el pañuelo húmedo.
La imaginación de Roger se desbocó. La señora Plant estaba en la biblioteca con Stanworth: él estaba amenazándola o algo parecido. Tal vez tratase de obligarla a hacer algo que a ella le repugnase. En cualquier caso, ella se echa a llorar y le implora. Él se muestra inflexible. Ella apoya la cara en el sofá y sigue llorando. Jefferson entra, ve lo que está ocurriendo y mata a Stanworth llevado por su pasión y sintiendo menos culpabilidad que si se tratara de una rata. La señora Plant lo mira horrorizada; tal vez trata de impedirlo, aunque sin conseguirlo. Una vez cometido el crimen, ella se vuelve tan fría como el hielo y lo dispone todo para que parezca un suicidio.
Roger se puso en pie de un salto y se apoyó en el alféizar.
—¡Encaja! —murmuró excitado—. ¡Todo encaja!
Miró hacia abajo y reparó en que la luz del saloncito estaba apagada. Memorizó la hora. Era más de la una y media. Volvió a desplomarse en la silla y se puso a considerar si las otras piezas del puzzle encajarían tan fácilmente: el incidente de la caja, el cambio de actitud, lady Stanworth y todo lo demás. No, no iba a ser tan fácil.
Al cabo de una hora, seguía sin estar seguro. El esquema principal parecía bastante convincente, pero los detalles no lo eran tanto.
—Me estoy haciendo un lío —murmuró al levantarse de la silla—. Será mejor dejarlo de momento.
Salió sin hacer ruido de la habitación y se escabulló por el pasillo hasta el dormitorio de Alec.
Alec se sentó bruscamente en la cama al abrirse la puerta.
—¿Eres tú, Roger? —preguntó.
—No, soy Jefferson —dijo Roger, cerrando la puerta a su espalda—. Ya ves cómo te habrías delatado de haberlo sido, Alexander Watson. Trata de hablar un poco más bajo. El sonido de una bocina de niebla en mitad de la noche suele llamar la atención de la gente. ¿Estás listo?
Alec salió de la cama y se puso el batín.
—Listo.
Bajaron las escaleras con el mayor sigilo y entraron en el saloncito. Roger corrió cuidadosamente las gruesas cortinas antes de encender la luz.
—Vamos allá —susurró entusiasmado mirando la mesa repleta de papeles—. Esa pila de ahí ya la he revisado, así que no es necesario volver a hacerlo.
—¿Ya la has revisado? —preguntó sorprendido Alec.
—Sí, ayudado por mi excelente amigo, el comandante Jefferson —respondió Roger con una sonrisa, y procedió a explicarle lo que había estado haciendo.
—Menuda cara tienes —observó Alec con una sonrisa.
—Sí, y también tengo algo más —replicó Roger—, una teoría convincente de quién mató a Stanworth y en qué circunstancias. Te aseguro, amigo Alec, que estas dos últimas horas he estado de lo más ocupado.
—¿Ah, sí? —preguntó Alec—. Cuéntame.
Roger negó con la cabeza.
—Ahora no —dijo sentándose en la silla de Jefferson—. Terminemos primero con esto. Mira, tú repasa estos documentos. Antes de nada quiero revisar sus cuentas. Te diré una cosa que he descubierto. Los ingresos de todos sus negocios no sumaban ni la cuarta parte de sus gastos. El año pasado debió de ganar unas dos mil libras, y yo diría que su tren de vida le obligaba a gastar al menos diez mil al año. Y, por si eso fuera poco, también hizo cuantiosas inversiones. ¿De dónde salía todo ese dinero extra? Es lo que quiero averiguar.
Alec empezó a vadear obedientemente entre el mazo de papeles que le había indicado Roger, mientras éste revisaba los asientos de las cuentas bancarias.
—¡Vaya! —exclamó de pronto—. Dos de estas cuentas están a su nombre, y las otras tres aparecen bajo nombres diferentes. Jefferson no me lo dijo. Quisiera saber qué demonios significa esto.
Empezó a repasarlas de forma metódica y por un rato reinó el silencio en el saloncito. Luego Roger alzó la mirada con el ceño fruncido.
—No entiendo nada —dijo lentamente—. Los dividendos, los cheques y demás aparecen en sus dos cuentas bancarias, pero en las otras tres solo aparecen ingresos al contado. Fíjate: el nueve de febrero, cien libras; el diecisiete, quinientas; el doce de marzo, doscientas; el veintiocho, trescientas cincuenta; y el nueve de abril, mil libras. ¿Qué demonios deduces tú? Todo en metálico, y cifras redondas. ¿Por qué mil libras en metálico?
—Es muy raro, desde luego —asintió Alec.
Roger cogió otra de las libretas de depósitos y hojeó las páginas con cuidado.
—Aquí ocurre lo mismo. Vaya, hay una entrada de cinco mil libras ingresadas en metálico. ¡Cinco mil libras en metálico! ¿Por qué? ¿Qué significa esto? ¿Aclaran algo tus papeles?
—No, son solo cartas comerciales. No parece haber nada raro.
Roger siguió con la libreta en la mano, sin dejar de mirar la pared.
—Todo en metálico —murmuró—, sumas entre diez y cinco mil libras, todas múltiplo de diez o cifras redondas; ni chelines ni peniques; ¡y en metálico! Eso es lo que me extraña. ¿Por qué en metálico? No hay ni un solo cheque apuntado en estas tres libretas. ¿De dónde llegaba todo este dinero? Por lo que he visto, no hay explicación alguna. No procede de ningún tipo de negocio. Además, siempre que extendía cheques eran a su nombre. Hacía ingresos en metálico y lo sacaba con cheques a su nombre. ¿Qué demonios significa esto?
—Ni idea —respondió perplejo Alec.
Roger contempló la pared en silencio un instante. De pronto, abrió la boca y soltó un suave silbido.
—¡Demonios! —exclamó volviéndose hacia Alec—. Creo que ya lo tengo. Eso lo aclararía todo. Sí, que me parta un rayo si no es eso. Está clarísimo. ¡Dios mío!
—¡Suéltalo de una vez!
Roger hizo una pausa. Era el momento más teatral del que había dispuesto hasta entonces, y no iba a echarlo a perder con una precipitación indebida.
Golpeó la mesa con el puño a modo de preparación y dijo en tono vibrante:
—¡El viejo Stanworth era un chantajista profesional!