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La señora Plant resulta decepcionante

Por un momento, la señora Plant se quedó como petrificada. Luego alargó la mano y cogió mecánicamente el pañuelo que le tendía Roger. Su rostro había palidecido y tenía los ojos abiertos de terror.

—Por favor, no se alarme —dijo tocándole la mano para tranquilizarla—. No pretendo asustarla, ni nada parecido, pero ¿no cree que sería mucho mejor que me contase la verdad? Si llegase a saberse que ha ocultado usted datos relevantes, podría tener graves dificultades con la policía. Créame, solo pretendo ayudarla, señora Plant.

El color volvió a su cara al oírle, aunque siguió faltándole el aliento y continuó mirándole atemorizada.

—Pero…, pero no fue nada… de importancia —respondió tartamudeando—, solo que… —Volvió a interrumpirse.

—No me lo cuente, si prefiere no hacerlo —respondió enseguida Roger—. Pero tengo la impresión de que podría aconsejarla. Es un asunto muy grave ocultarle a la policía incluso los detalles más nimios. Tómese su tiempo y piénselo bien.

Se incorporó y fue a reunirse con Alec al lado de la ventana.

Cuando la señora Plant volvió a hablar, había recobrado en gran parte la compostura.

—La verdad —dijo con una risita nerviosa—, es absurdo por mi parte organizar tanto revuelo por una cosa tan tonta, pero me da pavor testificar…, un temor enfermizo, si se quiere, pero no por eso menos auténtico. Por eso traté de quitarle toda la importancia que pude a mi última conversación con el señor Stanworth con la esperanza de que la policía no me llamase a declarar.

—Roger se sentó en el brazo del sillón y balanceó la pierna con despreocupación.

—Pero, de todos modos la llamarán, ¿por qué no decirles exactamente lo que ocurrió?

—Sí, pero… entonces no lo sabía; me refiero a cuando hice mi declaración. No se me ocurrió pensar que me llamarían. O más bien tenía la esperanza de que no lo hicieran.

—Comprendo. Aun así, tal como están las cosas, creo que haría usted mejor en no ocultar nada, ¿no le parece?

—¡Oh, sí! Ahora lo veo claro. Totalmente. Le agradezco mucho su ayuda, señor Sheringham. ¿Cuándo…, cuándo encontró usted mi pañuelo?

—Justo antes de ir a cambiarme para la cena. Estaba entre los cojines del sofá.

—¿Así que supo que había estado en la biblioteca? Pero ¿cómo supo que fue a esa hora?

—No lo sabía. De hecho, sigo sin saberlo —sonrió Roger—. Lo único que sé es que debió de ser después de la cena, pues la doncella limpia la habitación a esa hora.

La señora Plant asintió lentamente.

—Ya veo. Sí, muy inteligente por su parte. No dejaría nada más olvidado, ¿verdad? —añadió con la misma risita nerviosa.

—No, nada —replicó tranquilamente Roger—. Bueno, ¿lo ha pensado usted bien?

—¡Oh!, pues claro que se lo diré, señor Sheringham. En realidad es totalmente ridículo. ¿Recuerda cuando nos cruzamos en el vestíbulo? Pues bien, el señor Stanworth estaba hablándome de unas rosas que había enviado a mi cuarto. Y yo le preguntaba si le importaría guardar mis joyas en la caja fuerte, pues…

—Pero esta mañana dijo usted que se lo había pedido el otro día —la interrumpió Roger.

La señora Plant soltó una risita frívola. Volvía a ser dueña de sí misma.

—Cierto, y al inspector le conté que había sido ayer por la mañana. ¿No es terrible? Por eso me disgusté tanto cuando esta tarde me dijo usted que tendría que prestar declaración. Temía que me hicieran un montón de preguntas y averiguasen que había estado en la biblioteca, cuando no les había dicho nada de eso, y después de haber mentido al inspector acerca de las joyas. De hecho, me asustó usted mucho, señor Sheringham. Me imaginé pasando el resto de mi vida en prisión por haber mentido a la policía.

—Lo lamento mucho —sonrió Roger—. Pero no tenía forma de saberlo.

—Pues claro que no. Fue culpa mía. En cualquier caso, el señor Stanworth me dijo muy amablemente que estaría encantado de guardármelas y las llevó a la biblioteca. Me senté en el sofá y vi cómo las metía en la caja. Es todo lo que ocurrió, y ahora veo lo absurdo que fue por mi parte el ocultarlo.

—¡Hum! —dijo pensativo Roger—. Bueno, desde luego no parece que tenga mucha relevancia para el caso, ¿no? ¿Es eso todo?

—¡Desde luego! —replicó con firmeza la señora Plant—. Y, ahora, ¿qué me aconseja usted hacer? ¿Admitir que cometí un error cuando estaba con el inspector y contar la verdad? ¿O no decir nada? Le parecerá una tontería por mi parte, pero no veo que tenga mucha relevancia. El incidente carece por completo de importancia.

—Aun así, creo que es mejor asegurarse. Si fuese usted, llevaría aparte al inspector antes de que empiece la investigación judicial y le diría con franqueza que cometió usted un error, y que le llevó las joyas al señor Stanworth a la biblioteca anoche, antes de despedirse de él.

La señora Plant hizo una mueca.

—De acuerdo —dijo a regañadientes—. Lo haré. Es horrible tener que admitir que uno se ha equivocado, pero es probable que tenga usted razón. De todos modos, haré lo que me dice.

—Creo que es lo más prudente —replicó Roger volviendo a ponerse en pie—. Bueno, Alec, ¿qué hay de ese paseo que íbamos a dar? Temo que ahora tendrá que ser a la luz de la luna. —Se detuvo en el umbral y se volvió—. Buenas noches, señora Plant, por si no la veo, supongo que se acostará usted temprano. Duerma bien y, haga lo que haga, no se preocupe.

—Lo intentaré —dijo devolviéndole la sonrisa—. Buenas noches, señor Sheringham, y muchísimas gracias.

Soltó un sentido suspiro de alivio al verlo marchar.

Los dos salieron al césped en silencio.

—Vaya —observó Roger al llegar al gran cedro—, han olvidado recoger las sillas. Aprovechémoslo.

—¿Y bien? —preguntó con hosquedad Alec después de sentarse, con la desaprobación pintada hasta en el último de sus rasgos—. Espero que estés satisfecho.

Roger sacó la pipa del bolsillo y la fue llenando metódicamente mientras contemplaba pensativo la oscuridad.

—¿Satisfecho? —repitió por fin—. Pues no mucho. ¿Qué opinas tú?

—Creo que has aterrorizado a esa pobre mujer para nada. Hace siglos que te digo que te equivocabas respecto a ella.

—Me temo, Alec, que eres un joven muy incauto —respondió con pesar Roger.

—¿No irás a decirme que no la has creído? —preguntó atónito Alec.

—¡Hum! Yo no diría tanto. Es posible que haya dicho la verdad.

—Qué amable por tu parte —observó con sarcasmo Alec.

—Pero lo malo es que, desde luego, no nos ha dicho toda la verdad. Pienses lo que pienses, esa mujer guarda algo en la manga. ¿No has notado cómo ha tratado de sonsacarme? ¿Cómo había averiguado a qué hora había estado allí? ¿Si había olvidado algo más? ¿Cuándo encontré el pañuelo? Admito que su explicación parece perfectamente razonable. Pero no es toda la verdad. No explica lo de los polvos cosméticos en el brazo del sofá, por ejemplo; y en la cena me he fijado en que no se empolva los brazos. Pero, por encima de todo, hay una cosa que no está clara.

—¿Ah, sí? —preguntó con ironía Alec—. ¿Y de qué se trata?

—Del hecho de que se echase a llorar cuando estuvo en la biblioteca —replicó sencillamente Roger.

—¿Y cómo demonios sabes eso? —preguntó confundido Alec.

—Porque el pañuelo estaba un poco húmedo cuando lo encontré. Y arrugado formando una bola, como hacen las mujeres cuando lloran.

—¡Ah! —respondió inexpresivo Alec.

—Ya ves que hay muchas cosas que la señora Plant ha dejado sin explicar. En cuanto a lo que nos ha contado, puede que sea cierto y puede que no lo sea. En esencia yo diría que lo es. Solo hay una cosa que me hace dudar y es la hora en que dijo estar en la biblioteca.

—¿Y qué te hace dudar de eso?

—En primer lugar, no la oí subir a por las joyas, como casi seguro habría hecho si hubiese subido. Y, en segundo, ¿no reparaste en que me preguntó si sabía a qué hora había estado allí, antes de responderme? En otras palabras, cuando le confesé como un idiota que no sabía a qué hora había sido, ella cayó en la cuenta de que podía decir cualquier cosa con tal de que no se contradijera con ninguno de los hechos conocidos (como que Stanworth estuvo conmigo en el jardín).

—¿Un sofisma? —murmuró lacónico Alec.

—Probablemente, pero uno sencillo y fácil de idear.

Siguieron fumando en silencio, sumidos en sus propios pensamientos.

—¿Quién dirías tú que es mayor? —preguntó de pronto Roger—. ¿Lady Stanworth o la señora Shannon?

—La señora Shannon —replicó sin dudarlo Alec—. ¿Por qué?

—Estaba preguntándomelo. Sin embargo, lady Stanworth parece mayor, tiene el cabello gris. La señora Shannon todavía lo tiene castaño.

—Sí, ya sé que la señora Shannon es la que parece más joven, pero estoy seguro de que no lo es.

—Bueno, ¿y qué edad dirías que tiene Jefferson?

—Dios, no lo sé. Podría tener cualquiera. Más o menos como lady Stanworth, diría yo. ¿Por qué demonios lo preguntas?

—Oh, es solo que se me había pasado por la cabeza. Nada importante.

Volvieron a sumirse en el silencio.

De pronto Roger se golpeó la rodilla.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡No sé si nos atreveremos!

—¿Qué ocurre ahora?

—Acabo de tener una inspiración. Mira, Alexander Watson, creo que hemos abordado este pequeño asunto por el lado equivocado.

—¿Cómo es eso?

—Hemos concentrado todas nuestras energías en deducir las cosas hacia atrás a partir de personas y circunstancias sospechosas. Lo que deberíamos haber hecho es empezar antes y trabajar hacia delante.

—No acabo de entenderte.

—Planteémoslo de otro modo. Al fin y al cabo, la pista principal de cualquier asesinato la proporciona siempre la propia víctima. A la gente no la asesinan por nada…, a no ser que se trate de un robo casual, claro, o de un maníaco homicida, y creo que en este caso podemos descartar ambas posibilidades. A lo que me refiero es a que, si averiguamos todo lo posible sobre la víctima, esa información debería conducirnos a su asesino. ¿Entiendes? Lo hemos pasado por alto por completo. Lo que deberíamos haber hecho es reunir toda la información posible acerca del viejo Stanworth. Averiguar qué clase de persona era y a qué se dedicaba y trabajar a partir de eso. ¿Entiendes?

—Parece razonable —dijo cautamente Alec—. Pero ¿cómo vamos a averiguarlo? No podemos preguntar a Jefferson o lady Stanworth. No nos lo dirán.

—No, pero tenemos la oportunidad de averiguar casi tanto como sabe Jefferson —dijo muy animado Roger—. ¿No dijo que estaba repasando los papeles, las cuentas y las cosas de Stanworth en el saloncito? ¿Qué nos impide echarles también un vistazo?

—¿Quieres decir que nos colemos cuando no haya nadie y los hojeemos?

—Exacto. ¿Te atreves?

Alec guardó silencio un momento.

—Esas cosas no se hacen —dijo por fin—. Se trata de los documentos privados de otra persona. Quiero decir que…

—¡Alec, cabeza hueca! —exclamó desesperado Roger—. ¡Te aseguro que, a veces, eres de lo más exasperante! Han asesinado a un hombre delante de tus mismas narices, y estás dispuesto a dejar escapar tan tranquilo al asesino porque no te parece correcto hojear los papeles personales de la desdichada víctima. Seguro que a Stanworth le encantaría saberlo, ¿no te parece?

—Tal como lo planteas… —dijo en tono dubitativo Alec.

—¡Pues claro que lo planteo así, cabeza de chorlito! Es la única forma de hacerlo. Vamos, Alec, trata de ser razonable por una vez en tu vida.

—De acuerdo —respondió Alec, aunque sin excesivo entusiasmo—. Lo haremos.

—Eso está mejor. Mira, la ventana de mi dormitorio da a la parte delantera de la casa y desde allí se ve la ventana del saloncito. Vete a dormir como siempre, y duerme, si quieres (tanto mejor, en caso de que a Jefferson se le ocurra hacerte una visita), yo me quedaré vigilando hasta que se apague la luz del saloncito. Siempre puedo poner la excusa de que estoy trabajando. De hecho, sacaré mi manuscrito, por si acaso. Luego esperaré una hora, para darle tiempo a Jefferson de irse a dormir, iré a despertarte y bajaremos con el mayor sigilo. ¿Qué te parece?

—No suena mal —admitió Alec.

—Entonces está decidido —dijo apresuradamente Roger—. En fin, creo que lo mejor que puedes hacer es irte a la cama cuanto antes bostezando ruidosamente. De ese modo verán, por un lado que te has ido a dormir, y por el otro que no estamos conspirando aquí dentro. Tenemos que tener presente que esos tres, a pesar de su cordialidad y sus buenas palabras es probable que nos estén observando con mucha suspicacia. No saben lo que sabemos, y, por supuesto, no se atreven a delatarse para averiguarlo. Pero puedes estar seguro de que Jefferson les ha advertido de lo de la pisada, y cuento con que, en cuanto les demos la espalda, la señora Plant corra al saloncito a contarles lo de nuestra reciente conversación con ella. Por eso fingí tragarme su explicación.

La cazoleta de la pipa de Alec brilló roja en la oscuridad.

—Entonces, ¿sigues convencido, a pesar de lo que nos dijo, de que esos tres están confabulados? —preguntó tras un momento de pausa.

—Corre a la cama, pequeño Alexander —dijo muy amable Roger—, y no seas pueril.