(18)
Lo que reveló el sofá

Alec lo miró incrédulo.

—¿A la casa? Pero…, pero ¿para qué demonios iba a querer volver a la casa?

—A eso se le llama poner el dedo en la llaga. No tengo ni la menor idea. Ni siquiera sé si lo hizo. Solo digo que es lo único que puede deducirse del hecho de que los trozos del jarrón estén donde están. Tal vez me equivoque.

—Pero, si quería volver a la casa, ¿por qué se tomaría la molestia de salir por la ventana de ese modo? ¿Por qué no salió por la puerta de la biblioteca?

—Obviamente porque quería dejar las puertas y las ventanas cerradas por dentro para dar a entender que se trataba de un suicidio.

—Pero ¿por qué volver a la casa? No logro entenderlo.

—Bueno —observó Roger como de pasada—, ¿y si viviese en ella?

—¿Qué?

—Digo que, si viviese en la casa, querría ir a acostarse a su cama, ¿no?

—Dios mío, ¿no estarás sugiriendo que alguien de la casa asesinó al viejo Stanworth? —preguntó horrorizado Alec.

Roger volvió a encender la pipa con cuidado.

—No necesariamente, pero me has preguntado por qué iba a querer volver a la casa y te doy la explicación más evidente. De hecho, diría que, probablemente, quisiera comunicarse con alguien de la casa antes de huir.

—Entonces, ¿no crees que fuese alguien de la casa quien mató a Stanworth? —inquirió Alec con cierto alivio.

—Dios sabe —replicó lacónico Roger—. No, pensándolo bien, no lo creo. No debemos olvidar que Jefferson no encontraba las llaves por la mañana. ¡A menos que lo estuviese fingiendo, claro! No lo había pensado. O tal vez hubiera olvidado algo importante y quisiera volver a meterlo en la caja, sin darse cuenta de que había puesto las llaves en el bolsillo equivocado.

—Supongo —observó tranquilamente Alec— que Jefferson es la única persona de la casa de quien sospecharías algo así.

—No, que me cuelguen si lo es —replicó con energía Roger.

—¡Oh! ¿De quién más sospechas?

—Ahora mismo sospecho de todo el mundo, pero me gusta. Sospecho de todo y de todos en estas cuatro paredes.

—De acuerdo, pero no olvides tu promesa, ¿eh? Nada de dar pasos decisivos sin contar conmigo.

—Sí, pero mira, Alec —dijo muy serio Roger—, en realidad no tienes por qué secundarme, si decidiera dar algún paso que no sea de tu aprobación. Éste es un asunto muy serio, no podemos actuar como si fuese una excursión por el campo y quedarnos solo con lo que nos gusta y dejar de lado lo más desagradable.

—Sí —reconoció Alec a regañadientes—. Comprendo. Procuraré no ser más quisquilloso de lo necesario. Pero debemos seguir trabajando juntos.

—¡De acuerdo! —respondió enseguida Roger—. Trato hecho. Ahora que lo pienso, hay algo que deberíamos haber hecho antes, pero se me fue de la cabeza. Tenemos que buscar el segundo casquillo. No creo que lo haya, estoy convencido de que se produjo un disparo con cada revólver, pero es una posibilidad y no deberíamos pasarla por alto.

—No es empresa pequeña. Podría estar en cualquier sitio.

—Sí, pero solo hay un sitio donde valga la pena buscarlo: en la biblioteca. Si no está allí, lo mejor será dejarlo correr.

—Muy bien.

—Ah, Alexander —observó tristemente Roger, mientras volvían hacia la biblioteca—, estamos claramente en desventaja en este problemilla, como lo llamaría Holmes.

—¿A qué te refieres?

—A que desconocemos el motivo por el que se cometió el asesinato. Si pudiéramos averiguarlo, eso simplificaría todo muchísimo. Casi me atrevería a decir que podríamos echarle el guante al asesino. Así es como se resuelven siempre estos casos de asesinato, tanto en la vida real como en la ficción. Primero se establece el motivo y luego se investiga a partir de ahí. Hasta que no lo averigüemos, estaremos tanteando en la oscuridad.

—¿Y no se te ocurre ninguno? ¿Ni siquiera una suposición?

—No, o, más bien, se me ocurren demasiados. Es imposible decirlo, tratándose de un hombre como Stanworth. Después de todo, ¿qué sabemos de él, aparte de que era un anciano muy alegre y que tenía una bodega excelente? ¡Nada! Tal vez fuese un mujeriego y el asesino sea un marido celoso, y Jefferson y lady Stanworth estén tratando de silenciarlo para salvaguardar su buen nombre.

—¡Caramba, qué buena idea! ¿Crees que fue eso? No me extrañaría lo más mínimo.

—Es posible, aunque no me parece muy probable. Era demasiado viejo para ejercer de Romeo, ¿no crees? Puede que el asesino sea alguien a quien arruinase en los negocios (no parecía muy escrupuloso en sus métodos) y que quisiera vengarse, y es posible que los otros dos estén enterados y quieran echar tierra al asunto por motivos que desconocemos. Pero ¿de qué sirve todo esto? Hay cientos de teorías, todas igualmente posibles y factibles, que encajan con los escasos hechos que conocemos.

—Sí, estamos un poco perdidos —reconoció Alec mientras entraban en la biblioteca.

—No obstante, sabemos bastante más que hace una o dos horas —replicó animado Roger—. No, si se piensa bien, no nos ha ido tan mal, hemos tenido suerte y algunas otras cosas que la modestia me impide mencionar. Veamos ahora lo del casquillo y recemos para que no nos interrumpan.

Durante varios minutos registraron diligentemente el cuarto en silencio. Luego Alec se puso en pie al lado de la mesita de la máquina de escribir y se miró apesadumbrado las manos.

—Ni rastro —dijo—, y encima me he puesto perdido. No creo que esté aquí, ¿y tú?

Roger estaba examinando los cojines del enorme sofá.

—Me temo que no —replicó—. No esperaba encontrarlo, pero… ¡Vaya! ¿Qué es esto?

Sacó un trozo de material blanco de entre dos de los cojines y lo observó con interés.

Alec atravesó la habitación para ir a donde estaba él.

—Parece un pañuelo de mujer —observó con cautela.

—Mucho más que eso, Alexander: es un pañuelo de mujer. ¿Qué demonios hace un pañuelo de mujer en la biblioteca de Stanworth?

—Supongo que alguien debió de dejárselo olvidado —observó sagazmente Alec.

—Alec, ¡decididamente eres un genio! Ahora lo entiendo. Debieron de dejárselo olvidado. ¡Y yo que pensaba que lo habían enviado por correo con instrucciones precisas para que lo dejasen entre los cojines, por si alguna vez querían encontrarlo ahí!

—¡Te creerás muy gracioso! —gruñó fatigado Alec.

—Solo en ocasiones —admitió con modestia Roger—. Pero, volviendo al pañuelo, me pregunto si esto no va a tener una importancia crucial.

—¿Por qué iba a tenerla?

—No estoy seguro, pero me ha dado una especie de pálpito. Depende de muchas cosas. De quién sea la dueña del pañuelo, por ejemplo, de cuándo limpiasen por última vez el sofá, y de cuándo diga la propietaria del pañuelo que estuvo ahí por última vez, y… ¡oh!, de otras muchas cosas. —Olisqueó con delicadeza el pañuelo—. ¡Hum! En todo caso creo reconocer el olor.

—¿Sí? —preguntó ansioso Alec—. ¿Quién lo emplea?

—Por desgracia, ahora mismo no lo recuerdo —confesó a regañadientes Roger—. Aun así deberíamos poder averiguarlo con unas discretas pesquisas. —Guardó el pañuelo con cuidado en el bolsillo de la pechera arrugándolo hasta formar una pelotita para conservar el olor tanto como fuera posible—. Sin embargo, creo que lo primero que debemos hacer —prosiguió nada más ponerlo a buen recaudo— es inspeccionar con más atención el sofá. Está claro que nunca sabe uno lo que se va a encontrar.

Sin mover los cojines, empezó a observar con cuidado el respaldo y los brazos. Sus esfuerzos no tardaron en verse recompensados.

—¡Mira! —exclamó de pronto, señalando el brazo izquierdo—. ¡Polvo! ¿Lo ves? Polvos cosméticos. Ojalá pudiéramos saber lo que significa esto.

Alec se inclinó y observó el lugar. Sobre la negra superficie del sofá había una levísima mancha de polvo blanco.

—¿Estás seguro de que son polvos para la cara? —preguntó un poco incrédulo—. ¿Cómo lo sabes?

—No lo sé —admitió Roger como si tal cosa—. Podrían ser polvos de talco. Pero estoy convencido de que son polvos cosméticos. Veamos, polvos para la cara en la parte interior del brazo, ¿qué significa eso? O, hablando de brazos, tal vez sean polvos para las axilas. También se empolvan las axilas, ¿no?

—Ni idea. Es probable.

—Pues ya deberías saberlo —replicó con severidad Roger—. Estás prometido, ¿no?

—No —replicó tristemente Alec. Después de todo Roger acabaría por enterarse de que el compromiso se había cancelado.

Roger lo miró perplejo.

—¿No? Pero ¿ayer no te prometiste con Bárbara?

—Sí —respondió Alec todavía con mayor tristeza—. Pero hemos roto el compromiso hoy. O más bien lo hemos pospuesto, tal vez volvamos a prometernos dentro de un mes, o eso espero.

—Pero, por el amor de Dios, ¿por qué?

—¡Oh!, por… ciertas razones —respondió torpemente Alec—. Decidimos que era lo mejor. Por… motivos privados, ya sabes.

—Dios mío, lo siento mucho, amigo —dijo con sinceridad Roger—. Espero que al final todo se arregle; y si hay algo que pueda hacer, sabes que no tienes más que decirlo. No hay una pareja en el mundo a quien me gustase más ver casada que a ti y a Bárbara. Sois las personas más agradables que conozco.

Roger tenía la costumbre de pasar por alto, con tanta despreocupación como transgredía todas las demás, la convención de que un hombre no debe, bajo ninguna circunstancia, expresar emoción en presencia de otro hombre.

Alec se ruborizó complacido.

—Te lo agradezco mucho, amigo —respondió taciturno—. Sabía que podía confiar en ti. Pero la verdad es que no puedes hacer nada. Y estoy seguro de que al final todo se arreglará.

—Lo espero de todo corazón, o tendré que retorcerle el cuello a Bárbara —dijo Roger, y ambos supieron que el asunto estaba concluido, al menos hasta que Alec decidiera volver a sacarlo a colación.

—¿Y qué hay de esos polvos? —le recordó Alec.

—¡Ah, sí! No había terminado de inspeccionar el sofá, ¿verdad? Bueno, comprobemos primero si hay alguna cosa más. —Una vez más, se agachó para observar el mueble y enseguida volvió a levantarse—. ¿Ves esto? —dijo indicando un largo pelo rubio en el ángulo entre el brazo y el respaldo—. Hace poco que una mujer se ha sentado aquí. Esto confirma lo de los polvos cosméticos. ¡Menuda suerte que se nos ocurriera registrar el lugar en busca del casquillo! De lo contrario, no habríamos descubierto esto. Tengo la impresión de que esa mujer nos va a ser más útil que cincuenta casquillos. —Y, sacando una carta del bolsillo apartó la hoja de papel y metió el cabello en el sobre—. En los libros siempre hacen esto —explicó al reparar en la mirada interesada de Alec—, así que supongo que es lo más apropiado.

—¿Y qué piensas hacer después? —preguntó Alec mientras el sobre seguía el mismo camino que el pañuelo y acababa en el bolsillo de la chaqueta de Roger—. No sé si sabrás que apenas dispones de una hora antes de cenar.

—Sí. Voy a tratar de averiguar cuándo limpiaron por última vez el sofá; en mi opinión, todo depende de eso. Después, tendré que localizar a la dueña del pañuelo.

—¿Por el perfume? No tiene iniciales.

—Por el perfume. Ésta es una de esas raras ocasiones en las que resulta útil tener olfato de sabueso —añadió reflexivo Roger.