(5)
El señor Sheringham plantea una pregunta

—Veamos, caballeros —dijo el inspector, en cuanto los cuatro estuvieron sentados en el salón—, me veo obligado a hacer ciertas preguntas de rutina que tal vez a ustedes les parezcan carentes de importancia. —Esbozó una leve sonrisa en dirección a Roger.

—Al contrario —respondió enseguida dicho caballero—. Todo esto me interesa muchísimo. No se hace una idea de lo útil que me resultará si alguna vez decido escribir una novela de detectives.

—Muy bien, lo primero que quiero saber —prosiguió el inspector— es quién fue la última persona que vio al difunto con vida. Veamos, ¿cuándo lo vio usted por última vez, comandante Jefferson?

—Una hora y media después de cenar. Digamos a las diez. Lo encontré fumando en el jardín con el señor Sheringham, fui a preguntarle cuáles eran sus instrucciones para hoy.

—Cierto —asintió Roger—, lo recuerdo. Fue poco después de las diez. El reloj de la iglesia acababa de dar las campanadas.

—¿Y qué quería usted preguntarle?

—¡Oh!, nada importante. Solo a qué hora quería el coche por la mañana, en caso de que lo necesitara. Tenía la costumbre de reunirme con él a esa hora de la noche por si tenía alguna instrucción que darme para el día siguiente.

—Comprendo. ¿Y qué le dijo a usted?

—Que esta mañana no iba a necesitar el coche.

—¿Y le pareció a usted normal? ¿No estaba nervioso ni enfadado? ¿Totalmente normal?

—Totalmente.

—¿Y lo había estado todo el día? ¿En la cena, por ejemplo?

—Desde luego. De hecho, estuvo de muy buen humor.

—¿Qué quiere decir? —preguntó rápidamente el inspector—. ¿Es que no lo estaba siempre?

—¡Oh, sí! Normalmente. Pero, como todos los hombres decididos y de carácter, también sabía ser muy desagradable cuando quería.

—En sus funciones como secretario, ¿no sabe usted si ha recibido alguna mala noticia últimamente? Financiera o de cualquier otro tipo…

—No.

—¿Y lo habría sabido de haber sido así?

—Lo dudo. Si se hubiese tratado de algún asunto de dinero, tal vez me lo hubiera dicho, pues con frecuencia me pedía que le escribiese cartas a propósito de sus inversiones y demás. Pero, de lo contrario, estoy bastante seguro de que no lo habría hecho. El señor Stanworth era muy reservado con sus asuntos personales.

—Comprendo. Tengo entendido que disfrutaba de una situación bastante desahogada, ¿no es cierto?

—Mucho. Se podría decir bastante más que eso.

—Un hombre rico. ¿Y qué me dice de sus inversiones? ¿Había invertido, por ejemplo, casi todo su dinero en un solo valor?

—¿Se refiere usted a si podía arruinarse por el fracaso de un único negocio? No, estoy seguro de que no. Invertía su dinero en muchas empresas diferentes; y me consta que todavía debe de tener una suma considerable invertida en deuda pública.

—Entonces, ¿podemos dar por sentado que, cualquiera que fuese el motivo que le impulsó a quitarse la vida, no se trata de un asunto económico?

—Sí, estoy convencido.

—En ese caso, tendremos que buscar en otra parte. Dígame, ¿tenía el señor Stanworth otros parientes aparte de su cuñada?

—No que yo sepa, y llevo seis años con él. Tenía un hermano pequeño, claro, el marido de lady Stanworth, pero nunca le oí hablar de otros parientes.

—Ya veo. En fin, comandante Jefferson, ¿debo deducir que no puede arrojar usted ninguna luz sobre los motivos que condujeron al suicidio al señor Stanworth? Piénselo bien, por favor. El suicidio es un asunto muy grave, y las razones deben serlo también. El juez de instrucción hará todo lo posible por averiguarlos.

—No tengo ni la menor idea —respondió despacio Jefferson—. Es la última cosa del mundo que habría esperado del señor Stanworth.

El inspector se volvió hacia Roger.

—Veamos, señor, estuvo usted con él en el jardín la otra noche. ¿Qué ocurrió después?

—¡Oh!, no nos quedamos mucho. Diría que no más de veinte minutos. Yo tenía trabajo y entramos juntos.

—¿De qué hablaron en el jardín?

—De rosas. Le encantaban las rosas, y le interesaba mucho la rosaleda del jardín.

—¿Parecía contento?

—Mucho. Siempre me pareció una persona excepcionalmente cordial. Casi jovial diría yo.

—¿Y no dijo nada que le hiciera a usted pensar que pudiera estar considerando quitarse la vida? No en ese momento, claro, pero haga memoria. ¿No recuerda ninguna observación casual o algo por el estilo?

—¡Dios mío, no! Al contrario, habló mucho del futuro. De en qué parte del país iba a instalarse al año siguiente y cosas así.

—Comprendo. Bien, ¿y qué ocurrió después de que entraran ustedes?

—Nos encontramos a la señora Plant en el vestíbulo y se quedó hablando con ella. Yo volví al salón a por un libro que había dejado olvidado. Cuando regresé, seguían conversando en el vestíbulo. Les di las buenas noches y subí a mi habitación. Fue la última vez que lo vi.

—Gracias, entonces, ¿usted tampoco puede ayudarme?

—Me temo que no. Este asunto me supera por completo.

El inspector miró a Alec.

—¿Y usted, señor? ¿Cuándo lo vio por última vez?

Alec hizo memoria.

—Apenas lo vi después de cenar, inspector. Es decir, no hablé con él, pero lo vi una o dos veces en el jardín acompañado por el señor Sheringham.

—¿Estaba también usted en el jardín?

—Sí.

—¿Qué hacía usted allí?

Alec se ruborizó.

—Bueno, estaba… Es decir…

Roger acudió al rescate.

—El señor Grierson y la señorita Shannon, a quien todavía no ha tenido usted el placer de conocer, se prometieron ayer, inspector —dijo muy serio, pero guiñándole un ojo.

El inspector sonrió con cordialidad.

—En ese caso no creo que sea necesario preguntar qué estaba haciendo anoche el señor Grierson en el jardín —observó jovialmente—. Ni tampoco la señorita Shannon, cuando le haga unas preguntas más tarde. ¿Tampoco puede usted ayudarnos en uno u otro sentido?

—Me temo que no, inspector. En realidad apenas conocía al señor Stanworth. Me lo presentaron hace tres días, cuando llegué.

El inspector Mansfield se puso en pie.

—Bien, creo que eso es todo lo que tenía que preguntarles, caballeros. Después de todo, aunque no podamos descubrir sus motivos, el caso está muy claro. La puerta y las ventanas cerradas por dentro, el revólver que el médico afirma que tuvo que empuñar estando todavía con vida, por no hablar de su propia nota. No creo que el juez de instrucción tarde mucho en pronunciar su veredicto.

—¿Y qué hay de la investigación judicial? —preguntó Roger—. ¿Tendremos que ir a declarar?

—Usted y el señor Grierson, y la otra persona que estaba presente cuando forzaron la puerta…, el mayordomo ¿no? Y, por supuesto, usted, comandante, y lady Stanworth; y la última persona que lo vio con vida. ¿Quién más hay en el grupo? ¿La señora y la señorita Shannon y la señora Plant? En fin, no creo que las llamen, a menos que descubramos alguna información de importancia. En todo caso el juez de instrucción se lo notificará a los interesados.

—¿Y la investigación será mañana? —preguntó el comandante Jefferson.

—Es probable. En casos tan claros como éste, no vale la pena retrasar las cosas. Y ahora, comandante, quisiera saber si es posible hablar un momento aquí con lady Stanworth. Y le agradecería que fuese usted a ver si puede averiguar la combinación de la caja. Podría conseguirlo del fabricante, claro, en caso de que sea necesario; pero no quiero hacerlo, a menos que no quede otro remedio.

El comandante Jefferson asintió con la cabeza.

—Lo intentaré —dijo brevemente—. Y enviaré a una de las criadas a avisar a lady Stanworth. Está en su habitación.

Llamó al timbre y Roger y Alec se encaminaron hacia la puerta.

—Advierta también a los demás criados de que no se marchen hasta que haya hablado con ellos —oyeron decir al inspector al cruzar el umbral—. Tendré que interrogarlos a todos, claro.

Roger llevó a Alec al comedor y desde allí pasaron al jardín. No habló hasta que llegaron al centro del césped.

—Alec —dijo muy serio—, ¿a ti qué te parece todo esto?

—¿El qué? —preguntó Alec.

—¿El qué? —repitió desdeñoso Roger—. Pues todo este dichoso asunto, claro. Alec, estás un poco más lento que de costumbre. ¿Es que no ves que Jefferson oculta algo?

—Desde luego me ha parecido un poco reticente —admitió cautamente Alec.

—¿Reticente? Vamos, hombre, me sorprendería que ese tipo hubiese contado la décima parte de lo que sabe. ¿Y qué me dices de la señora Plant? ¿Y por qué nadie sabe la combinación de la caja? Te lo diré, aquí hay un misterio dentro de otro.

Alec abandonó toda precaución.

—Es muy curioso —aventuró osadamente.

Roger estaba sumido en sus propios pensamientos.

—¿Y por qué estaba Jefferson registrándole los bolsillos al señor Stanworth? —preguntó de pronto—. ¡Oh, claro!, es evidente.

—Que me ahorquen si lo es. ¿Por qué lo hacía?

—Supongo que buscaba las llaves de la caja. ¿Qué otra cosa podía ser si no? Por una u otra razón a Jefferson no le interesa que abran la caja. Al menos la policía. Y lo mismo le ocurre a la señora Plant. ¿Por qué?

—No tengo ni idea —respondió perplejo Alec.

—¡Ni yo! Eso es lo más irritante. Me irritan las cosas que no entiendo. Me pasa siempre. Desvelarlas es como una especie de desafío.

—¿Y piensas desvelar esto? —preguntó Alec con una sonrisa.

—Lo haré, si es que hay algo que desvelar —respondió desafiante Roger—. Así que no sonrías de forma tan sarcástica. Maldita sea. ¿Es que no sientes curiosidad?

Alec dudó.

—En cierto sentido, sí. Pero, al fin y al cabo, no parece que sea asunto nuestro, ¿no crees?

—Eso todavía está por ver. Lo que quiero averiguar es: ¿a quién concierne este asunto? De momento parece concernir a todos.

—¿Y vas a decirle algo a la policía?

—No, antes dejo que me cuelguen —dijo Roger con convicción—. Me da igual de quién sea asunto, pero desde luego no es de la policía. Al menos de momento —añadió con un deje levemente siniestro.

Alec se quedó muy sorprendido.

—¡Dios mío! No pensarás que puede llegar a serlo, ¿verdad?

—¡No sé qué pensar! A propósito, volviendo a Jefferson, ¿recuerdas cuando encontré esas cenizas en la chimenea y sugerí que podían ser los restos de esos misteriosos documentos a los que había aludido Jefferson? ¿No te dio la impresión de que parecía aliviado?

Alec reflexionó un instante.

—Creo que no le estaba mirando.

—Pues yo sí. En realidad, lo dije a propósito para ver cómo reaccionaría. Y estaría dispuesto a jurar que la idea le complació mucho. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver él con los documentos privados del señor Stanworth?

—Pero, escucha —dijo Alec muy despacio—, si de verdad estaba ocultando algo, como pareces pensar, no es lógico que nos contara sin más qué era lo que ocultaba. Quiero decir que, si oculta alguna cosa, tal vez hablara de esos documentos para hacernos seguir una pista equivocada, ¿no crees? Me refiero a que podría ser algo muy distinto. Es decir…

—Sí, sí, creo que ya me voy haciendo una idea de lo que quieres decir —dijo Roger con amabilidad—. En serio, Alec, lo que dices no es ninguna tontería. Al fin y al cabo, Jefferson no es de los que se delatan, ¿verdad?

—No —respondió Alec muy serio—. Verás, a lo que me refiero es a que…

—¡Caramba! —le interrumpió bruscamente Roger—. Ahí tenemos al inspector que se marcha. Y Jefferson no le acompaña. ¡Estamos de suerte! Salgárnosle al encuentro y preguntémosle si ha descubierto algo.

Y, sin esperar una respuesta, empezó a correr tras los pasos del inspector.

Éste, al oír sus pisadas en la gravilla, se volvió para esperarles.

—¿Y bien, señor? —dijo con una sonrisa—. ¿Ha recordado alguna otra cosa?

Roger dejó de correr y continuó andando.

—No, pero me preguntaba si tendría usted algo que contarme. ¿Ha descubierto algo más?

—¿No tendrá usted amigos periodistas, verdad, señor Sheringham? —preguntó con suspicacia el inspector.

—¡Oh, no!, es solo curiosidad natural —rio Roger—. No tengo intención de publicar nada.

—Si trascendiese que he hablado más de lo que debía podría meterme en líos. Pero el caso es que no he averiguado nada más.

—¿Lady Stanworth no le fue de ayuda?

—Ni muchísimo menos, caballero. No pudo arrojar ninguna luz sobre el asunto. No la entretuve mucho tiempo. Ni tampoco a los otros. No había nada más que averiguar y tengo que ir a redactar mi informe.

—¿Ni siquiera ha podido averiguar la combinación de la caja?

—No —replicó decepcionado el inspector—. Tendré que telefonear al fabricante para conseguirla. He anotado el número.

—¿Y quién fue el último que lo vio con vida?

—La señora Plant. La abordó en el vestíbulo para preguntarle si le habían gustado unas rosas que había enviado expresamente a su habitación y luego entró en la biblioteca. Después, nadie volvió a verlo.

—¿Sigue allí el cadáver?

—No. Ya no es necesario. Rudgeman, el oficial que vino conmigo, les está ayudando a trasladarlo arriba.

Llegaron a la verja y Roger se detuvo.

—Bueno, adiós, inspector. ¿Volveremos a verle por aquí?

—Sí, señor. Tendré que venir a comprobar lo de la caja fuerte. No creo que encontremos nada y tendré que pedalear quince kilómetros con este calor, pero ¡qué le vamos a hacer! —Soltó una triste carcajada y siguió su camino.

Roger y Alec dieron media vuelta y empezaron a andar de regreso a la casa.

—De modo que la última en verlo con vida fue la señora Plant… —observó pensativo el primero—. Eso significa que tendrá que quedarse hasta que se lleve a cabo la investigación judicial. Supongo que los demás se marcharán esta misma tarde. ¿Qué hora es?

Alec miró su reloj de pulsera.

—Las once y media.

—¡La de cosas que han pasado en solo dos horas! ¡Demonios! En fin, ven conmigo. Si se han llevado el cadáver, tal vez tengamos la suerte de no encontrar moros en la costa.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó interesado Alec.

—Echar un vistazo en la biblioteca.

—¡Ah! ¿Y con qué propósito?

Por primera vez en su vida, una curiosa reticencia parecía embargar a Roger. Se aclaró la garganta casi con nerviosismo, y, cuando por fin habló, su voz sonó desacostumbradamente grave.

—Bueno —dijo muy despacio, escogiendo con cuidado las palabras—, hay algo de lo que nadie parece haberse dado cuenta, pero que me sorprende más a cada minuto que pasa. Te diré con ingenuidad que se trata de algo horrible…, una pregunta para la que, sinceramente, me asusta mucho encontrar una respuesta.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó perplejo Alec.

Roger volvió a dudar.

—Mira —dijo de pronto—, si quisieras pegarte un tiro, ¿cómo lo harías? ¿No harías así?

Levantó la mano y apuntó un revólver imaginario hacia un lugar justo sobre el extremo derecho de su ceja derecha.

Alec imitó su acción.

—Pues sí, creo que sí. Parece la forma más natural de hacerlo.

—Exacto —repuso Roger muy despacio—. Entonces, ¿qué demonios hace esa herida en el centro de la frente de Stanworth?