Como muchas otras habitaciones de Layton Court, la biblioteca había sido considerablemente modernizada. Las paredes todavía estaban cubiertas de oscuros paneles de roble, pero habían tapiado la enorme chimenea y la repisa y la habían sustituido por una estufa moderna. La habitación era bastante grande y (suponiendo que estuviésemos justo en el vestíbulo de espaldas a la puerta principal) formaba el ala derecha de la parte trasera de la casa, enfrente del comedor que quedaba al lado. Entre ambos había una salita más pequeña, de la misma anchura que el vestíbulo, que se empleaba como armero, almacén y cuarto trastero. Las dos habitaciones a ambos lados del profundo vestíbulo en la parte delantera eran el salón, al mismo lado de la biblioteca, y el cuarto de estar, que quedaba enfrente. Un estrecho pasillo entre el salón y el comedor conducía a los aposentos de los criados.
Por el lado de la biblioteca que daba al césped de la parte trasera de la casa habían colocado un par de amplios ventanales, igual que habían hecho en el comedor; mientras que en la otra pared, que daba a la rosaleda, había una moderna ventana de guillotina, con un cómodo sillón apoyado contra la pared. La única ventana original que quedaba era una pequeña celosía en un rincón, a la izquierda de la ventana de guillotina. La puerta que conducía a la habitación desde el vestíbulo estaba en el rincón opuesto a la ventana de celosía. La chimenea quedaba justo enfrente de los ventanales.
La habitación no estaba demasiado abarrotada de muebles. Había un sillón o dos junto al fuego y una mesita con una máquina de escribir junto a la pared al lado de la puerta. En el ángulo que quedaba entre la ventana de guillotina y la chimenea se encontraba un sofá tapizado de negro. El mueble más destacable era un enorme escritorio que había justo en mitad de la habitación, enfrente de la ventana. Las paredes estaban forradas de estanterías.
Ésa fue la imagen que pasó por el retentivo cerebro de Roger cuando se plantó con el pequeño grupo delante de la puerta de la biblioteca y oyó el breve y casi brutal anuncio del comandante. Con una curiosidad instintiva se preguntó dónde yacería el lúgubre añadido a la escena. Un momento después el mismo instinto le hizo volverse y escrutar el rostro de su anfitriona.
Lady Stanworth no había gritado ni se había desmayado, no era de ésas. De hecho, aparte de contener breve e involuntariamente el aliento, no hizo nada que denotase la menor emoción.
—¿Que se ha pegado un tiro? —repitió con calma—. ¿Está usted seguro?
—Me temo que no cabe la menor duda —respondió muy serio el comandante Jefferson—. Debe de llevar muerto varias horas.
—Y ¿cree usted que es mejor que no entre?
—No es una imagen agradable —dijo secamente el comandante.
—Bien. En todo caso será mejor telefonear al médico. Yo lo haré. Víctor llamó al doctor Matthewson cuando tuvo aquel ataque de alergia hace unas semanas, ¿verdad? Lo llamaré.
—Y a la policía —dijo Jefferson—. Habrá que notificárselo. Yo me encargaré.
—Puedo hacerlo yo —replicó lady Stanworth cruzando el vestíbulo en dirección al teléfono.
Roger y Alec intercambiaron una mirada.
—Siempre dije que era una mujer increíble —susurró el primero en voz baja, mientras se disponían a seguir al comandante a la biblioteca.
—¿Hay algo que pueda hacer, señor? —preguntó el mayordomo desde el umbral.
El comandante Jefferson le echó una mirada penetrante.
—Sí, venga usted también, Graves. Así tendremos otro testigo.
Los cuatro hombres entraron en fila india en la habitación. Las cortinas seguían bajadas, y la luz era tenue. Jefferson avanzó a grandes zancadas y apartó las cortinas de los ventanales. Luego se volvió e indicó con la cabeza hacia el gran escritorio.
En la silla que había detrás, y que estaba ligeramente apartada de la mesa, se encontraba sentado, o más bien reclinado, el cadáver del señor Stanworth. Su mano derecha, que colgaba a su lado sobre el suelo, estaba aferrada a un pequeño revólver, el dedo seguía apretando convulsivamente el gatillo. En el centro de su frente, justo en la línea del pelo, había un pequeño agujero circular, cuyos bordes parecían extrañamente ennegrecidos. La cabeza colgaba indolente sobre el respaldo de la silla y los ojos muy abiertos miraban vidriosamente al techo.
Como había dicho Jefferson, no era una imagen agradable.
Roger fue el primero en romper el silencio.
—¡Así me cuelguen! —dijo en voz baja—. ¿Por qué demonios habrá hecho una cosa así?
—¿Por qué lo haría cualquiera? —preguntó Jefferson mirando la figura inmóvil como si tratara de desvelar su secreto—. Supongo que debía de tener un buen motivo.
Roger se encogió de hombros con cierta impaciencia.
—Sin duda. Pero ¡precisamente el señor Stanworth! Habría jurado que no tenía la menor preocupación en el mundo. No es que yo lo conociera mucho, claro; pero ayer mismo le dije a Alec… —Se interrumpió de pronto. El rostro de Alec se había puesto fantasmalmente lívido mientras contemplaba con ojos horrorizados la figura de la silla—. Olvidaba —le murmuró en voz baja a Jefferson— que el chico es demasiado joven para haber estado en la guerra; solo tiene veinticuatro años. El primer cadáver siempre impresiona un poco. Sobre todo tratándose de esta clase de cosas. ¡Uf! Se nota el hedor de la muerte. Abramos esas ventanas. —Se volvió y abrió los ventanales dejando que entrase una ráfaga de aire caliente en la habitación—. Es cierto que están cerradas por dentro. Vamos, Alec, sal conmigo un momento. No es raro que te sientas un poco mareado.
Alec esbozó una vaga sonrisa; se las había arreglado para dominarse y el color estaba volviendo a sus mejillas.
—¡Oh!, estoy bien —dijo un poco tembloroso—. Al principio, me ha impresionado un poco.
La brisa había alborotado los papeles que había sobre la mesa y uno había caído al suelo. Graves, el mayordomo, se adelantó para recogerlo. Antes de dejarlo en su sitio, miró por encima lo que estaba escrito en él.
—¡Señor! —exclamó muy agitado—. ¡Mire esto!
Le alcanzó el papel al comandante Jefferson, que lo leyó impaciente.
—¿Algo de interés? —preguntó con curiosidad Roger.
—Sin duda —replicó secamente Jefferson—. Es una declaración. Se la leeré: «A quien pueda interesar: por razones que solo a mí me conciernen, he decidido suicidarme». Está firmado. —Retorció pensativo el trozo de papel—. Ojalá hubiese explicado también sus motivos —añadió en tono confundido.
—Sí, es un documento muy escueto —asintió Roger—. Pero está muy claro, ¿no les parece? ¿Puedo verlo? —Lo cogió de la mano extendida del otro y lo examinó con interés. El papel estaba ligeramente arrugado y habían mecanografiado el texto. La firma, Victor Stanworth, era clara y firme, pero justo encima había otro intento, que solo había llegado hasta V-i-c y daba la impresión de haber sido escrito con una pluma sin tinta—. Debe de haberlo hecho con una deliberación extraordinaria —comentó Roger—. Se tomó la molestia de mecanografiarlo en lugar de escribirlo; y cuando vio que no había mojado lo suficiente la pluma en el tintero, volvió a firmarlo tranquilamente. Y ¡miren la firma! ¡Ni rastro de nerviosismo!
Devolvió el papel y el comandante volvió a mirarlo.
—Stanworth nunca fue un hombre nervioso —observó brevemente—. Y no cabe ninguna duda de que la firma es auténtica. Estaría dispuesto a jurarlo.
Alec no pudo sino tener la sensación de que Jefferson había contestado a una pregunta que Roger había evitado plantear.
—En fin, no entiendo mucho de estas cosas —observó Roger—, pero supongo que hay algo que está claro: nadie debe tocar el cadáver hasta que llegue la policía.
—¿Incluso en caso de suicidio? —preguntó Jefferson en tono dubitativo.
—En cualquier caso, desde luego.
—No creí que tuviera tanta importancia en estos casos —dijo Jefferson con cierta reticencia—. Aun así es posible que tenga usted razón. Aunque tanto da… —añadió rápidamente.
Se oyó llamar a la puerta entreabierta.
—He telefoneado al doctor Matthewson y a la policía —dijo la voz imperturbable de lady Stanworth—. Enviarán enseguida a un inspector desde Elchester. ¿No creen que deberíamos contárselo a los que esperan en el comedor?
—Desde luego que sí —respondió Roger, que era el que estaba más cerca de la puerta—. No tiene sentido seguir demorándonos. Además, si se lo decimos ahora, tendrán tiempo de serenarse un poco antes de que llegue la policía.
—Cierto —coincidió Jefferson—. Y lo mismo los criados. Graves, será mejor que vaya usted a la cocina a comunicarles la noticia. Sea discreto.
—De acuerdo, señor.
Con una última mirada inexpresiva a su difunto amo, la corpulenta figura se volvió y salió despacio de la habitación.
—He visto a gente más afectada por la muerte de un hombre con quien han vivido veinte años que ese caballero —le murmuró Roger al oído a Alec alzando las cejas con aire expresivo.
—Le agradeceré que tenga usted la bondad de informar a los del comedor —observó la señora Stanworth—. Yo no me veo con ánimos.
—Por supuesto —respondió en el acto Jefferson—. De hecho, creo que es mucho mejor que suba usted a su habitación y descanse un poco antes de que llegue la policía, lady Stanworth. Va a estar sometida a una gran tensión. Le diré a una de las criadas que le suba una taza de té.
Lady Stanworth pareció sorprenderse y por un momento dio la impresión de ir a poner a alguna objeción. No obstante, si ése era el caso, evidentemente cambió de idea, pues se limitó a decir muy despacio:
—Gracias. Sí, creo que será lo mejor. Por favor, avíseme en cuanto llegue la policía.
Se marchó con aire fatigado por las amplias escaleras y desapareció de la vista.
Jefferson se volvió hacia Roger.
—De hecho, creo que sería preferible que informara usted a las señoras, si no le importa, Sheringham. Lo hará usted mucho mejor que yo. No se me da bien contar de forma agradable las cosas que no lo son.
—Desde luego, como quiera. Alec, es preferible que te quedes aquí con el comandante.
Jefferson dudó.
—De hecho, Grierson, me estaba preguntando si tendría usted la bondad de ir a los establos a pedirle a Chapman que tenga el coche preparado, es posible que lo necesitemos. ¿Le importa?
—Por supuesto —respondió enseguida Alec, y se marchó encantado de tener ocasión de hacer algo. Todavía no se había recuperado de la primera impresión de ver al muerto iluminado por la luz del sol.
Roger anduvo muy despacio hasta la puerta del comedor; sin embargo, no estaba meditando lo que iba a decir. Estaba repitiéndose, una y otra vez: «¿Por qué estaría Jefferson tan ansioso por librarse de los cuatro tan deprisa? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?».
Al poner la mano en el picaporte se le ocurrió una posible respuesta en forma de otra pregunta: «¿Por qué no quería Jefferson admitir que no debían tocar el cadáver hasta que llegara la policía?».
Fue un Roger bastante distraído el que abrió la puerta del comedor y procedió a informar a las tres perplejas damas del hecho, sin duda sorprendente, de que su anfitrión acababa de volarse la tapa de los sesos.
El modo en que recibieron la noticia no habló muy bien del tacto de Roger. Puede que la preocupación que le rondaba por la cabeza le impidiera lucirse, pero el hecho sigue siendo que incluso a él le impresionó considerablemente el modo en que se comportaron, y Roger no era fácil de impresionar.
Lo cierto es que la señora Shannon se limitó a señalar, con comprensible irritación, que aquello era un auténtico incordio, pues lo había arreglado todo para pasar allí al menos otros diez días. Ahora tendrían que marcharse enseguida, ¿y dónde demonios iban a ir, si la casa de la ciudad estaba cerrada y todos los criados se habían ido? Por su parte, Bárbara se puso en pie muy despacio y con el rostro lívido, trastabilló un poco, volvió a sentarse de pronto y se quedó mirando fijamente el jardín iluminado por el sol. La señora Plant perdió el dominio de sí misma y se desmayó sin decir palabra.
Sin embargo, Roger tenía otras cosas que hacer que atender a unas señoras histéricas y desmayadas. Dejó con muy pocas ceremonias a la señora Plant al cuidado de Bárbara y su madre y se apresuró a volver a la biblioteca, tratando de no hacer ruido. Lo que vieron sus ojos fue justo lo que había esperado ver.
El comandante Jefferson estaba inclinado sobre el muerto registrándole rápida y metódicamente los bolsillos.
—¡Vaya! —observó con desenfado desde el umbral—. ¿Enderezándolo un poco?
El comandante se llevó un susto de muerte. Luego se mordió el labio y se incorporó muy despacio.
—Sí —dijo tras una brevísima pausa—. Sí, no soporto verlo en esta postura contraída.
—Es horrible —dijo compasivo Roger, entrando despreocupadamente en la habitación y cerrando la puerta a su espalda—. Lo sé. Pero, si fuese usted, no lo movería. Al menos hasta que lo haya visto la policía. Tengo entendido que son muy quisquillosos con eso.
Jefferson se encogió de hombros y frunció el ceño.
—Pues a mí me parece una estupidez —respondió bruscamente.
—Oiga —observó de pronto Roger—, no debe usted dejarse llevar por los nervios. Venga a dar un paseo por el jardín conmigo. —Entrelazó su brazo con el del otro, reparó en sus más que evidentes dudas y lo arrastró hacia los ventanales abiertos—. Le sentará bien —insistió.
Jefferson se dejó convencer.
Ambos estuvieron varios minutos yendo y viniendo por el césped y Roger se aseguró de charlar solo de cuestiones insustanciales. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, Jefferson siguió mirando el reloj, y era evidente que estaba contando los minutos que faltaban para que llegase la policía. Lo que no pudo descubrir Roger, por mucho que lo observó, fue si su acompañante estaba deseando que llegara o todo lo contrario. De lo único que estaba seguro era de que, por uno u otro motivo, aquel hombre tan imperturbable estaba muy agitado. Roger pensó que era posible que el simple hecho de la indecorosa muerte de su patrón le hubiese inducido aquel estado de ánimo, pues Jefferson y el viejo Stanworth llevaban mucho tiempo juntos. Por otro lado, también era posible que no fuese así. Y, si no era ése el motivo, entonces ¿cuál era?
Ya habrían dado tres vueltas en torno a la rosaleda cuando de repente Jefferson se detuvo.
—La policía debe de estar al llegar —dijo de pronto—. Saldré a recibirles a la entrada de la finca. Le llamaré cuando le necesitemos.
Era difícil imaginar una despedida más brusca. Roger la aceptó con toda la elegancia que pudo.
—De acuerdo —asintió—. Estaré por ahí.
Jefferson desapareció enseguida por el camino y Roger siguió con su paseo a solas. Pero no tenía intención de aburrirse. Tenía mucho en lo que pensar y no le desagradó tener la oportunidad de disfrutar de unos minutos de soledad. Volvió andando lentamente al césped chupando la pipa y dejando un rastro de humo a su espalda.
Pero Roger no iba a tener ocasión de pensar todavía. Apenas pisó el césped, Alec llegó un poco acalorado de los establos. Se reunió con Roger y empezó a explicarle por qué había tardado tanto.
—¡No podía librarme de ese tipo! —exclamó—. He tenido que contárselo todo de principio a… ¡Eh!, ¿qué ocurre?
Roger se había detenido y estaba mirando por las ventanas de la biblioteca.
—Juraría que había dejado la puerta cerrada —dijo en tono de perplejidad—. Alguien la ha abierto. ¡Vamos!
—¿Adónde vas? —preguntó sorprendido Alec.
—A ver quién está en la biblioteca —replicó Roger a mitad de camino ya por el césped. Aceleró el paso, echó a correr y entró por uno de los grandes ventanales, con Alec pisándole los talones.
Una mujer que estaba agachada junto a algo que había al otro extremo de la habitación se puso en pie de pronto al verlos llegar. Era la señora Plant, y el objeto sobre el que estaba inclinada era una enorme caja fuerte que había al lado de la pared, cerca de la mesita con la máquina de escribir. Roger tuvo tiempo para ver que estaba toqueteando febrilmente las ruedecillas antes de que se incorporase al oír sus pasos.
Se enfrentó a ellos con la respiración agitada y los ojos espantados, sujetando con una mano los pliegues del vestido y con la otra cerrada junto al costado. Era evidente que estaba muerta de miedo.
—¿Buscaba usted algo? —preguntó educadamente Roger, y se maldijo por la banalidad de aquellas palabras nada más pronunciarlas.
La señora Plant dio la impresión de hacer un tremendo esfuerzo por serenarse.
—Mis joyas —murmuró con voz entrecortada—. El otro día le pedí al señor Stanworth que… las guardase en su caja fuerte. Pensé que la policía podría llevárselas. Se me ocurrió que sería mejor si…
—No se preocupe, señora Plant —la interrumpió Roger en tono tranquilizador—. Creo que la policía no se las llevaría en ningún caso; y usted podrá identificarlas fácilmente. Están seguras, créame.
El color estaba volviendo a sus mejillas y su respiración se estaba volviendo menos rápida.
—Muchísimas gracias, señor Sheringham —dijo ella más tranquila—. Sin duda, ha sido absurdo por mi parte, pero son bastante valiosas y de pronto me entró el pánico. Por supuesto, no debería haber tratado de cogerlas yo. ¡No puedo creer que lo haya hecho! —Soltó una risa nerviosa—. La verdad, estoy avergonzada. No me hará usted quedar mal por haber sido tan estúpida, ¿verdad?
Había una nota de súplica en sus palabras que desmentía la frivolidad de sus palabras.
Roger sonrió para tranquilizarla.
—Por supuesto que no —respondió enseguida—. Ni se me pasaría por la cabeza.
—¡Oh!, no sabe cuánto se lo agradezco. Sé que puedo confiar en usted. Y también en el señor Grierson. Bueno, supongo que será mejor que me vaya antes de que alguien más me encuentre aquí.
Salió de la habitación apartando cuidadosamente la mirada de la silla que había al lado del escritorio.
Roger se volvió hacia Alec y silbó muy despacio.
—¿Por qué nos habrá mentido así? —preguntó con las cejas arqueadas.
—¿Crees que estaba mintiendo? —preguntó Alec muy perplejo—. Yo habría dicho que la señora Plant era una mujer muy recta.
Roger se encogió de hombros fingiendo desesperación.
—¡Y yo también! Eso es lo extraordinario. Pero desde luego estaba mintiendo. ¡Como un bellaco! ¡Y de un modo ridículo! En cuanto abran la caja se verá que su historia es falsa. Debe de haber dicho lo primero que se le pasó por la cabeza. ¡Alec, muchacho, aquí está pasando algo muy raro! La señora Plant no es la única que miente. Salgamos al jardín y veamos la falsedad de Jefferson.