Roger se arrellanó en su silla y aspiró complacido dos o tres bocanadas de humo.
—Los viejos métodos franceses de reconstruir el crimen en presencia del sospechoso pueden apuntarse otro tanto —dijo—. Es una lástima que en Scotland Yard sean tan conservadores, ¿no cree?
—Sea como fuere, señor Sheringham —observó el superintendente Green—, los métodos conservadores funcionan en la mayor parte de los casos.
—Pero no en éste —replicó Roger—, ya se lo advertí desde el principio. ¿Verdad, Moresby?
—Sí, señor Sheringham —admitió Moresby. No le quedaba otro remedio. Roger se lo había advertido más de una vez.
Eran las tres en punto, más de dos horas y media después de que se hubiesen llevado a Pleydell forcejeando y totalmente desquiciado del Albany, y en el despacho de Roger había un cuarteto formado por el propio novelista, el ayudante del comisionado, y los dos oficiales a cargo del caso. En la habitación contigua estaba Anne recuperándose de aquella prueba, con Moira sujetándole una mano y Jerry Newsome la otra; totalmente feliz del éxito del desesperado plan en el que había desempeñado tan valeroso papel. Había estado inconsciente solo un momento (aunque les habían parecido horas en realidad había estado colgada cuarenta segundos según el reloj de pulsera de Roger) y su recuperación había sido considerablemente más rápida y menos desagradable que el día anterior, cuando había tenido que recuperarse también de un fuerte golpe en la cabeza.
La terrible impresión de verse desenmascarado delante de todos aquellos testigos había terminado de desequilibrar el cerebro de Pleydell y de sumirlo en el abismo de la locura. Como financiero había sido un genio y, como el genio ya es de por sí una anormalidad, la línea entre él y la locura es siempre muy delgada; en el caso de Pleydell no solo había sido delgada sino que estaba hecha jirones, cualquier impresión como un desastre financiero habría bastado para borrarla por completo; y ahora se había producido dicha impresión. Todos soltaron un suspiro de alivio al darse cuenta. Era, con mucho, lo mejor que podía haber pasado, pues si Pleydell hubiese conservado la cordura, renegado de su confesión y se hubiese declarado no culpable, habría sido difícil condenarlo con tan pocas pruebas. El ayudante del comisionado no había escatimado elogios ni agradecimientos y se había quedado a comer en el Albany, y los dos oficiales, después de entregar a su prisionero y cumplir con todas las formalidades, habían regresado para oír la versión de su colega aficionado. Tanto para ellos como para el propio ayudante del comisionado la identificación de Pleydell con el loco al que estaban persiguiendo había sido una auténtica sorpresa.
—Y tampoco podemos decir que estuviera usted observándolos a todos y acusara al que le pareció el más probable, señor Sheringham —admitió Moresby—, porque había escrito su nombre en el sobre que entregó al señor comisionado.
—Por eso se lo di —sonrió Roger—. Sabía que lo dirían si no lo hacía.
—Y además el señor Sheringham me entregó una nota advirtiéndome de que no perdiera de vista a Pleydell —añadió sir Paul.
—Temí que pudiera ponerse violento —explicó Roger—. Por eso le senté a usted tan cerca.
—¿Cuándo empezó a sospechar de él, señor Sheringham? —preguntó el superintendente Green. El superintendente se había ablandado mucho desde las doce en punto, pero saltaba a la vista que seguía opinando que un aficionado no tenía el menor derecho a triunfar allí donde había fracasado Scotland Yard.
—Ayer por la tarde —respondió Roger—. Después de producirse el ataque contra la señorita Manners. No diré que no se me hubiera ocurrido antes, pero no lo pensé en serio. Y, cuando lo hice, no tardé en convencerme. Cuanto más lo pensaba, más evidente me parecía. Y sabía que el criminal, quienquiera que fuese, debía tener una llave de la puerta de Newsome, una barba falsa y un par de gafas doradas, por no hablar de la porra de goma en forma de mano de mortero; así fue como pude incluir la lista de objetos que encontrarían en sus habitaciones en el sobre que entregué a sir Paul.
—Sí, y de hecho las encontramos —admitió de buen grado Moresby—, aunque, como usted mismo dijo, no constituyan una prueba irrefutable. Pero ¿cómo descartó usted sus coartadas, señor Sheringham? Sigo sin entenderlo. ¿Cómo pudo matar a esa chica en Pelham Mansions al mismo tiempo que almorzaba con usted en su club?
Roger dio un sorbo a la jarra de cerveza que tenía al lado. Fuera, un gobierno paternalista estaba prohibiendo a sus ciudadanos saciar su sed con buena cerveza australiana; en el Albany, con la ayuda de un buen barril, tales puerilidades podían pasarse por alto.
—Sírvanse ustedes también —dijo Roger—. Todavía quedan diez o doce litros y odio la cerveza rancia. Empezaré por el principio, así que vayan preparándose.
Con una sonrisa, los dos representantes de ese mismo gobierno paternalista dieron los pasos necesarios para prepararse.
—El principio es Montecarlo —dijo Roger—, así que empezaré por ahí. En fin, lo cierto es que en Montecarlo no se cometió ningún asesinato. La policía francesa tenía razón: fue un suicidio auténtico. Así que ahí va la coartada número uno. Sin embargo, eso fue lo que le dio a Pleydell la idea. Recordarán que llegó justo después y debió de oír hablar mucho del asunto. Eso le cosquilleó la imaginación. Es posible que hubiese estado trabajando demasiado o que se encontrase mal de salud, pero sin duda estaba alterado. Imagínenlo pensando en la chica colgada de la puerta con una de sus medias. Debió de encantarle la idea. No pararía hasta verlo con sus propios ojos. Así que lo primero que hace al volver a Inglaterra es ponerla en práctica.
»No olviden que Pleydell sufría de megalomanía. Lo pensé en varias ocasiones. “Cuando digo una cosa se hace”; “si afirmo que se hará lo imposible es que se hará”. Pero, a diferencia de los megalómanos normales que suelen ser jactanciosos, él era muy discreto y era muy difícil darse cuenta. En cualquier caso, llegó a convencerse de que no había nada imposible para él, de que si le divertía ver morir a chicas de ese modo, tenía derecho a matarlas con tal de satisfacer su deseo; y, por supuesto, de que nadie sospecharía de él y menos aún le descubriría.
»Una vez iba con él por la calle y nos encontramos con la señorita Carruthers; me sorprendió que la conociera. Luego resultó que estaba financiando el espectáculo en el que ella participa. En ese momento no se me ocurrió, pero ahí estaba su relación con Unity Ransome. Tal vez ni siquiera fuese a Sutherland Avenue con intención de matarla. Puede que viera su oportunidad y la aprovechara. Probablemente es lo que pasó.
»En cuanto a la nota dejada en ese caso y en el siguiente no sabría decirles exactamente cómo indujo a las chicas a escribirlas; pero pueden imaginar lo que ocurrió. Tal vez les regaló una pluma y les pidió que la probaran; o fingió interpretar su personalidad por su escritura, algo por el estilo. Lo único que está claro es que les dictó y les indujo a copiar al pie de la letra. Pero salta a la vista que no fue fácil, porque en el último caso no tuvo tiempo que perder y se contentó con recortar unos versos de un volumen de poesía.
»En fin, la muerte de Janet Manners le abrió el apetito. Se contuvo seis semanas, y luego atacó a esa pobre prostituta, Elsie Benham. Por supuesto, era lo más seguro. En esos casos es imposible establecer ninguna conexión. Pero no creo que eso le preocupara. Debía de darle igual. Y el paso siguiente fue asesinar a su propia prometida.
—En eso sí que no sé cómo pudo caer usted —dijo Moresby, con más sentimiento que respeto por la sintaxis.
—¿Y por qué? —respondió Roger—. Lo cierto es que a nosotros se nos ocurrió, pero solo porque ambos cometimos el mismo error. Dimos por sentado que el compromiso era feliz y resulta que no lo era. Como es lógico no salió a relucir en la investigación, pero era la comidilla de todos sus íntimos. A ese idiota de Newsome no se le ocurrió decírmelo hasta la una de la madrugada de hoy, después de casi dos horas de interrogatorio. Pero usted cometió un error mayor que yo, porque cuando se enteró de que Newsome y lady Ursula habían estado muy unidos, pensó que su compromiso con Pleydell le daba motivos a Newsome para matarla. Conociéndolo, a mí nunca se me pasó por la cabeza. Más bien proporcionaba motivos a Pleydell.
El ayudante del comisionado que ya había oído esa parte, asintió sabiamente con la cabeza.
—Por lo que he podido deducir —prosiguió Roger—, lady Ursula siempre estuvo enamorada de Newsome y se comprometió con Pleydell por pura desesperación cuando se convenció de que Newsome no la quería. Él no se enteró, claro, y sigue sin saberlo, pero yo lo veo muy claro. En fin, no creo que estuvieran felizmente comprometidos, ¿no les parece? Tal como yo lo veo se pasaban el día discutiendo y lady Ursula estaba a punto de cancelar el compromiso, hasta que se encontraron esa noche (recuerden que Pleydell no tenía una verdadera coartada) y, tras una terrible discusión, lady Ursula, nerviosa y con una fuerte jaqueca, le dio calabazas. Probablemente fuesen a aquel estudio para seguir discutiendo en privado, y Pleydell, irritado en su megalomanía, se limitó a dar los pasos que consideró necesarios para recuperar el respeto por sí mismo. En esa ocasión se produjo una lucha porque no llevaba su arma consigo y tuvo que atarla por las muñecas y los tobillos y sin duda la amordazó tal como le sugerí a usted, Moresby, la primera vez que reconstruimos el caso, ¿lo recuerda?
Moresby asintió.
—Sí, lo recuerdo. Con una bufanda o algo parecido. Pero ¿qué hay de la nota, señor Sheringham?
—Ah, sí, la nota —sonrió Roger—. Siempre tuve el pálpito de que esa nota le estaba haciendo seguir una pista equivocada, Moresby, pero usted no me escuchó. Verá, hubo algo que me llamó mucho la atención, pero no se lo dije porque sabía que no me haría usted caso. Me refiero al modo en que estaba doblada. Usted mismo dijo que el pliegue principal no coincidía con el centro y que debían de haber cortado algo de la parte de arriba; pero luego se confundió usted porque no reparó en que si hubiese sido el destinatario quien lo hubiera hecho, el pliegue habría quedado en el centro porque lo habría plegado después de cortarlo y no antes. Eso me dijo (en cuanto me enteré por el mayordomo de que no había dejado la nota en un sobre) que no había sido el destinatario, sino otra persona que se hizo con ella, la plegó y la recortó después.
—¡Vamos, señor Sheringham! —exclamó Moresby—. Es demasiado sutil.
—¡Sabía que diría usted eso! —replicó Roger—. Por eso no se lo dije. Pero deduje que alguien podía estar en posesión de una de las llaves de Newsome; y hete aquí que, cuando interrogué al mayordomo, descubrí que habían perdido una de sus llaves. A Newsome le habían robado la cartera y las llaves unas semanas antes. Fue Pleydell, claro, que buscaba cartas de lady Ursula y a quien debieron de venirle muy bien las llaves.
»Si uno lee entre líneas, la verdad no puede ser más evidente. Pleydell lo sabía todo de Newsome y lady Ursula y estaba celoso de Newsome. Estaba siempre tratando de conseguir pruebas de que los dos estaban unidos por algo más que una simple amistad; de ahí el robo. No me cabe duda de que se dedicó a seguir a lady Ursula; en cualquier caso, debió de verla entrar en el piso de Newsome el día antes del crimen. Puede que eso confirmara sus sospechas, aunque nunca lo sabremos. En cualquier caso, en cuanto se marchó el mayordomo, entró con su llave y encontró la nota. La cogió, comprendiendo en el acto que podría serle útil. ¡Ay, Moresby! ¿Por qué no me haría usted caso y comprobaría lo que habría ocurrido si Newsome estuviera diciendo la verdad y fuesen los hechos los que estuvieran equivocados?
»En fin, no sé si Pleydell se daría cuenta entonces, aunque sin duda lo hizo después, de que había urdido, premeditadamente o no, un caso contra Newsome. Lo siguiente era aprovecharlo. Así llegamos al último asesinato.
»Hasta entonces los crímenes habían tenido dos motivos distintos. De los cuatro, solo los dos primeros habían sido puramente por compulsión. El de lady Ursula fue por venganza, o megalomanía, si se quiere. El último fue un crimen cometido con la sola intención de incriminar aún más al hombre a quien tanto odiaba. Cuando lady Ursula lo prefirió a él, fue como si Newsome cometiera un pecado imperdonable. Debía ser eliminado a toda costa y preparó astutamente una trampa contra él. —Aquí Roger hizo una pausa, para impedir que se enranciara otra jarra de cerveza—. Sí…, Pleydell era un hombre muy astuto. ¿Sabe lo que le empujó a ir a Scotland Yard, Moresby? No una vaga sospecha, como pensamos entonces, sino ese párrafo de The Evening Clarion que me mostró usted y que sugería que la policía estaba empezando a interesarse por la muerte de lady Ursula y que pronto se producirían nuevas revelaciones sobre el caso. Pleydell sabía que la policía no se interesa por una muerte a menos que sospeche que se trata de un asesinato. Estuvo dándole vueltas, se puso en nuestro lugar e hizo exactamente lo que esperábamos que hiciera; e interpretó muy bien su papel. Pero quería más que eso. Quería estar al tanto de nuestras investigaciones y saber lo que pensábamos en cada momento, lo que hacíamos y lo que íbamos a hacer. Y en eso admito que fui un idiota. Le di lo que quería a manos llenas.
»El caso es que a Pleydell no le preocupaba la investigación policial. La agradecía. Y le divertía terriblemente. Era imposible que sospecharan de él y ahora podía seguir tramando su caso contra Newsome. Y lo hizo. Una vez trazado su plan, se dispuso a ponerlo en práctica. Fue disfrazado a visitar a una de las chicas de sus espectáculos (¿sabían que también estaba financiando La mujer de su marido? La señorita Deeping me lo dijo ayer por teléfono) para que nadie pudiera reconocerlo, llamó al timbre, se quitó el disfraz y entró. Sin duda la telefoneó antes de ir o se cercioró de algún otro modo de que no habría moros en la costa hasta después de la hora de comer. Lo primero que hace es decirle a la chica que un amigo suyo llamado Gerald Newsome está interesadísimo en ella (son solo conjeturas, claro, pero deben de aproximarse mucho a los hechos) y le ha pedido que invierta en un espectáculo en el que ella sería la estrella principal. (Por supuesto, escogió a una chica a quien Jerry conocía). Newsome ha dicho algo de invitarla a comer y hacerle la propuesta. ¿No le ha llamado?
»“No”, responde emocionada la chica. “Pues si yo estuviera en su lugar le llamaría cuanto antes para cerrar el trato”, dice Pleydell. «Y dígale que no venga antes de la una, pues antes quiero discutir algunos detalles con usted». Y, como es natural, la chica hace lo que le dice. De modo que ya tiene garantizada la presencia de Newsome a la una en punto, con la certeza de que el portero le verá entrar. Doy por sentado que Pleydell conocía la rutina del edificio y había oído hablar del portero; eso también se confirmó anoche, como les explicaré más tarde.
»En fin, de la siguiente deducción es de la que estoy más orgulloso. Se basa en las marcas de las piernas de la chica. Ya había decidido que el hombre con pinta de abogado era el asesino y que iba disfrazado, aunque no tenía ni idea de quién pudiera ser; si bien estaba seguro de que su objetivo era establecer una coartada. Y también había llegado a la conclusión de que la chica seguía con vida cuando llegó Newsome. Aunque más que de deducción debería hablar de inducción. Partí de ambos supuestos y construí un caso para probarlos. Hice mal, ¿verdad, Moresby?
»Así que me puse en su lugar y me pregunté cómo podría hacer que esa chica muriese exactamente tres cuartos de hora después de que me hubiese ido. Al principio me desconcertó, pero luego empecé a preguntarme si no habría algún modo de dejarla inconsciente y ponerla en alguna posición en la que muriese al recobrar la conciencia. Hacerme esa pregunta fue un gran paso, enseguida se me ocurrió la respuesta. Sí, dejándola inconsciente con un instrumento como un saco de arena que no llegara a romperle el cráneo. Eso no dejaría moraduras y sería casi inapreciable en una autopsia a menos que examinaran el cerebro, cosa altamente improbable. Por supuesto no necesito explicarles a los expertos que un golpe con un instrumento semejante aturde porque el cerebro está un poco suelto dentro del cráneo y se desplaza violentamente hacia el otro lado. Entonces no caí en que podía ser una cachiporra de goma, pero luego cuando la señorita Manners me contó el arma que había entrevisto caí en que debía ser eso.
»Después de propinarle un golpe capaz de dejarla inconsciente una hora, supongo que lo siguiente que haría fue colocarla apoyada contra una puerta abierta, sentada en el respaldo, con la media en posición alrededor del cuello y atada al gancho, y la silla inclinada de modo que el menor movimiento le hiciera perder el equilibrio. Así la puerta se cerraría, la silla caería al suelo y la chica quedaría colgando de la media. Y la elegancia del plan reside en que lo primero que hace alguien al recobrar la conciencia es estirar los brazos y las piernas. Sé lo que digo porque me ha ocurrido varias veces. Dicho movimiento, por supuesto, le haría apoyar los pies en el asiento de la silla y empujar la puerta hacia atrás. El siguiente impulso, dicho sea de paso, es vomitar, pero la estrangulación lo impediría.
—¿Y lo dedujo usted, basándose solo en las marcas de las piernas, señor Sheringham? —preguntó con auténtico respeto el superintendente Green.
—Más o menos —respondió orgulloso Roger—. Eso, el tipo de silla que utilizó con un respaldo muy alto y el hecho de que no llevara puesta ninguna bata; si se había tomado la molestia de quitársela debía de ser por algún motivo y el único que se me ocurrió fue que le impedía hacer lo que pretendía con ella. Y lo que es más, cuando el superintendente y el inspector jefe terminaron de inspeccionarlo, revisé la puerta en busca de las dos pequeñas muescas que debía de haber dejado el respaldo de la silla y las leves marcas que habría hecho al caer y allí estaban.
—Caramba —dijo el superintendente, quemando noblemente sus naves—. Nunca había oído un razonamiento tan brillante.
—Gracias —dijo Roger—. Y todo basado en esos métodos inductivos de los que tanto reniegan ustedes. A propósito, también se me ocurrió otra cosa. Un cuerpo inerte es muy difícil de manejar y pensé que utilizaría algo para impedir que la puerta se cerrara antes de tiempo. Bueno, en ese caso, ¿qué mejor que una nuez colocada entre el marco y la puerta? Mantendría el equilibrio y se rompería cuando se aplicara cualquier presión adicional. Y allí, entre el polvo, encontré los fragmentos de cascara de nuez.
—¡Que me aspen! —exclamó el inspector jefe Moresby.
Abriéndose como una flor ante aquellos calurosos elogios oficiales, Roger prosiguió.
—El detalle de la bata fue el que me dio a entender que lo primero que había hecho Pleydell al entrar en el piso había sido contarle las emocionantes noticias a propósito de Newsome y que la golpeó nada más colgar el auricular. Fue una simple deducción a partir de lo que me contó la señorita Deeping de las costumbres de su amiga respecto a las visitas y las batas.
»Pues ya está. Lo único que tuvo que hacer el asesino fue volver a ponerse el disfraz y salir a la calle y el portero confirmaría su coartada. Al principio, cuando empecé a comprender que el abogado era nuestro hombre, pensé que, conocedor de las costumbres del portero, habría vuelto en cuanto el otro se fue a comer, pero acerté al pensar que el hombre no solo quería el testimonio del portero sino la confirmación de otro. Yo mismo se la di al invitarle a comer. Y cuando, según su plan, Newsome llamó al timbre la chica aún estaba con vida. No puede ser más elegante. Así es como se estableció el caso contra Newsome, tal como pretendía Pleydell.
»Y eso nos lleva al ataque contra la señorita Manners de ayer. Pleydell habría hecho mejor dejándolo correr, pues es lo que terminó de delatarle. Y lo más curioso es que, cuando tenía la chica a su merced, no solo olvidó dar la señal de los diez minutos él mismo, como sin duda tenía pensado hacer, sino que pisó el timbre de alarma. ¿Imaginan la ironía? ¡Qué mezcla de astucia y estupidez! Sí, ese último intento fue el acto de un demente. Se dio cuenta en el acto, claro, y salió disparado a esconderse en el rellano hasta verme pasar, pero ya había echado a perder su jugada.
»Al principio me quedé totalmente perplejo. Ni por un momento había pensado que una trampa tan ingenua fuese a ofrecer resultados con un criminal tan astuto. Empecé pensando que debía de tratarse de uno de nuestros cinco sospechosos y me pregunté si de verdad podría ser Beverley, como me había dicho la señorita Manners esa misma mañana.
»Ese ataque me aclaró ciertos puntos sobre los que seguía teniendo dudas y confirmó otros. Decidió por completo la cuestión del arma y explicó la ausencia de indicios de lucha con la excepción del caso de lady Ursula; también probó que me había equivocado en mi primera reconstrucción en lo de la bufanda, pero eso no me sirvió de mucho. Luego se me ocurrió que aquel caso podía perseguir dos objetivos: no solo eliminar a la señorita Manners, sino también acumular más sospechas sobre Newsome, pues entonces ya estaba convencido de que alguien estaba tratando deliberadamente de hacerlo con una insidia que indicaba algún motivo de peso. ¿Saqué alguna conclusión? ¿Quién tenía algo contra Newsome? Por lo que sabía, solo Pleydell; y, como les dije, me reí de mí mismo.
»Luego pensé: ¿por qué iba a querer nadie eliminar a la señorita Manners? Aunque conociera la existencia de nuestro trío, ella era la menos importante. ¿Por qué no acabar con Pleydell o conmigo? ¿No podría haber otra posibilidad aparte de su pertenencia al trío? Como saltaba a la vista que no había sido un ataque al azar (o eso pensé), tenía que haber algún motivo. Y enseguida recordé la conversación que habíamos tenido esa misma mañana.
»En suma, la señorita Manners había sugerido una nueva línea de investigación: hacer averiguaciones para descubrir si, después de cometerse el crimen, alguien había visto en las proximidades del estudio de la señorita Macklane a un hombre que no respondiera a la descripción de Newsome pero llevara barba y gafas doradas. Era muy importante; además Anne había llegado por su cuenta a la conclusión de que el asesino era el hombre de la barba a quien habían visto en Pelham Mansions, aunque estaba convencida de que se trataba de Arnold Beverley y yo tenía mis reservas. Pero lo que me pareció más interesante fue que se lo había contado a Pleydell esa misma mañana y él le había insistido en que no me lo contara y en que sería divertido investigarlo a mis espaldas. ¿Comprenden? Estaba claro que había algo turbio y que él no quería que se investigase. Además, el día anterior la había oído decir que se le había ocurrido una idea, que habíamos estado ciegos y que había prometido contármelo al día siguiente. Si Pleydell era el asesino, pensé, eso le proporcionaría un motivo para librarse de ella antes de que pudiera contarme nada.
»Así fue como empecé a tomarme en serio lo de Pleydell. E inmediatamente las cosas empezaron a encajar. Pleydell no estaba en su despacho de la City cuando le telefoneamos justo después de producirse el ataque. ¿Por qué? Pues porque estaba en Maida Vale. Llegó a Sutherland Avenue mucho más deprisa que si hubiese llegado de su reunión del consejo. ¿Por qué? Porque estaba deseando saber si sospechábamos de él después del incidente con el timbre de alarma. Lo primero que hizo al quedarse a solas conmigo fue volver a acusar a Newsome. ¿Por qué? Para despistarme. Y una de las primeras cosas que afirmó fue que tenía que haber sido Newsome porque era “el único que lo sabía”. ¿Por qué dijo eso? No lo era. Pleydell había informado a otros sospechosos de la presencia de Anne en el piso. Lo importante era que Pleydell era el único que sabía que Newsome estaba en el edificio.
»Había cientos de detalles más, y no solo en ese caso sino en los otros. De hecho, una vez que empecé a preguntarme seriamente si Pleydell no encajaría, encajó en todas partes. Pasé diez minutos muy interesantes tratando de aplacarlo, fingiendo estar de acuerdo con él respecto a Newsome y procurando librar a las chicas de sus garras. Le dije que iba a llevarlas al Piccadilly Palace (donde sin duda habría vuelto a atacar a la señorita Manners en mitad de la noche), pero cuando llegamos allí, les dije a los demás que esperaran en el taxi mientras reservaba las habitaciones; luego corrí dentro, esperé un minuto, salí y les dije que estaba lleno. No quería que sospechasen de Pleydell porque no estaba seguro, pero sí quería que las dos pasaran la noche a salvo en el Albany.
»Si no estaba seguro antes de cenar, lo estuve después. Aparte de escasos pero reveladores detalles que averigüé de Newsome y por teléfono, me llegó un informe que había pedido respecto a los inquilinos de Pelham Mansions. Una de las chicas era la querida de Pleydell. Eso terminó de convencerme.
»Luego volví a enfrentarme con el problema de demostrarlo. No contaba con verdaderas pruebas. Al menos ninguna que pudiera explicarse fácilmente. Estaba moralmente convencido, pero, como dice Moresby, ¿de qué sirve eso? En cuanto a intentar ensamblarlas en dieciocho horas para evitar que detuvieran a Newsome… ¡ustedes dirán! Así que recordé el conocido método francés de reconstruir el crimen y poner a prueba la reacción del asesino, y me pregunté si podría hacer algo parecido. Y cuanto más lo pensaba, más me convencía de que no solo era el único método posible, sino que, si lo reconstruía de forma suficientemente convincente, lograría algún tipo de reacción.
»Así fue como se me ocurrió ese plan imposible, conseguí la colaboración de la valerosa señorita Manners (a cuya salud, y a la de ese cabeza hueca de Jerry Newsome que va a llevársela inmerecidamente, vacío esta jarra), convencí a Scotland Yard de que asistiera a mi pequeña representación, me obligué a pasar los peores diez minutos de mi vida… y aquí estamos. Ah, y, por supuesto, no podía poner a Pleydell sobre aviso, así que inventé ese cuento sobre el comité de ciudadanos y demás.
»Ojalá Pleydell no hubiera enloquecido al final. Me habría gustado tener ocasión de sonsacarle un poco. Su psicología, por supuesto, es absorbente. No creo ni por un momento que se considerase un asesino. Mataba, pero no asesinaba; en su imaginación debía de concebir alguna sutil diferencia. Y la verdad es que tenía mucho sentido del humor. Debió de desternillarse de risa no solo al presenciar la futilidad de nuestros esfuerzos, sino al colaborar en ellos. Seguro que le costó contener la risa al decir algunas de las cosas que me dijo. En fin, es una lástima que uno de los hombres más brillantes que hemos conocido haya terminado volviéndose loco, pero no se puede tener todo. Y creo que ya está. —El resto del contenido de la jarra siguió el mismo camino que cualquier otra buena cerveza—. Facilis descensus taverni —dijo Roger secándose los labios.
Miró las tres caras pensativas y esbozó una amplia sonrisa. Se sentía más complacido que nunca con Roger Sheringham y quería una víctima. Eligió a Moresby. Sintió que se lo debía.
Se puso en pie y le dio una palmada en el hombro.
—¿Sabe lo malo de los auténticos detectives de Scotland Yard, Moresby? —preguntó con amabilidad—. Que no leen novelas policiacas.
Fin