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La trampa se cierra

Los de Scotland Yard fueron los primeros en llegar, pues Roger les había pedido que fuesen a las once y media de la mañana, mientras que los demás no llegarían hasta las doce en punto. El inspector jefe Moresby, el superintendente Green y el mismísimo ayudante del comisionado saludaron a su huésped con cierto aire de desaprobación y consintieron a regañadientes beber el pálido jerez que les había preparado para aplacarlos.

—Y ahora recuerden —dijo cuando vio que el jerez empezaba a causar efecto— que están aquí extraoficialmente. No les he pedido que vengan a presenciar mi jueguecito del gato y el ratón porque sean de Scotland Yard. Ni muchísimo menos. Sino solo porque sir Paul Graham, el señor Green y el señor Moresby son amigos míos y me apetecía invitarlos a mi fiesta.

—¡Bah! —dijo hosco el superintendente Green.

—¡Ah! —dijo cordial el inspector jefe Moresby.

—Sheringham, es usted incorregible —dijo con la misma cordialidad el ayudante del comisionado—. Aunque ya sabe que no apruebo sus métodos.

—Pero, por otro lado —replicó Roger—, no los desaprueba del todo porque no sabe qué demonios voy a hacer.

—Bueno, ¿y qué es lo que va a hacer? —preguntó sir Paul.

—Está deseando saberlo, ¿verdad? —dijo Roger—. Sírvanse un poco más de jerez. —Volvió a llenar las copas entre un educado murmullo de desaprobación que pasó por alto, tal como pretendían en realidad quienes lo pronunciaron.

—Bueno, en cualquier caso —insistió el ayudante del comisionado—, ¿qué quiere que hagamos nosotros?

—Que se sienten ahí quietos y asistan a la pequeña obra de teatro que vamos a representar. Y, por encima de todo, que no interfieran ni con el menor gesto en la representación que les he preparado. Les advierto que les va a costar quedarse ahí sin decir nada, pero quiero que me prometan que lo harán, aunque crean que estoy asesinando a la señorita Manners ante sus propios ojos. ¿Estamos de acuerdo?

—Esto no me gusta —dijo incómodo el ayudante del comisionado.

Roger desplegó todo su poder de convicción. Sabía que todo dependía de ese momento. Si Scotland Yard se negaba a estar presente, el plan no serviría de nada. Señaló con elocuencia que cualquier método, por poco ortodoxo que fuese, era admisible en un caso como ése, y que Scotland Yard no tenía por qué cooperar sino que bastaba con que se quedasen allí; y les imploró patéticamente que le diesen aquella última oportunidad de impedir la detención de Jerry Newsome, de lograr que la policía no cometiera un grave error y de probar una descabellada teoría que haría que se desternillaran de risa si se la explicaba demasiado pronto.

Al final, sir Paul aceptó. Probablemente fuera el argumento relativo a Newsome el que le convenció de honrar un escenario tan poco convencional con su presencia y la de sus dos principales subordinados; pues sir Paul no estaba tan convencido como los dos oficiales de que Newsome fuese el hombre al que buscaban. Igual que le ocurría a Roger, era incapaz de imaginarlo en ese papel; y al fin y al cabo las pruebas circunstanciales, aunque casi siempre son infalibles, no siempre lo son.

Aliviado, Roger apuró la botella sirviéndoles más jerez y procedió a darles sus instrucciones. Moresby y Green no debían dejarse ver: se ocultarían detrás de un biombo que había en un rincón y solo aparecerían cuando los llamara Roger. Presentaría, en caso necesario, al ayudante del comisionado y no revelaría su relación con Scotland Yard; debería quedarse en un rincón e intervenir lo menos posible. ¿Querría hacerlo? Sí.

—En fin, señor Sheringham —dijo el inspector jefe Moresby en tono jovial—, espero que después de todo esto nos ofrezca usted algún resultado sorprendente.

—Estoy seguro de que se sorprenderá usted, Moresby —dijo Roger.

El superintendente Green siguió sin decir nada. Ni siquiera el excelente jerez de Roger había ablandado a aquel hombre tan adusto. Excepto cuando lo bebía, su rostro expresaba con elocuencia su opinión de que todo aquello no eran más que tonterías absurdas que le estaban haciendo perder un tiempo muy valioso. Estaba claro que el superintendente Green no iba a ser un público muy entregado.

Una vez dispuestos los preparativos, Roger llamó a Anne y la presentó.

—Bueno, Anne —dijo en tono profesional—, quiero que les explique a estos tres escépticos que hace usted esto por propia voluntad, que comprende perfectamente los riesgos que va a correr aunque peligre su vida y que no quiere que intervengan a no ser que yo les diga lo contrario.

—Así es —respondió muy seria Anne—. Y querría añadir que, aunque supusiera una muerte segura, seguiría creyéndolo necesario porque estoy convencida de que vale la pena sacrificar una vida para salvar todas aquéllas con las que sin duda acabaría ese hombre si nadie lo detiene, y también que si el señor Sheringham se hubiese negado a poner en práctica su plan por considerarlo demasiado peligroso, yo misma no habría descansado hasta encontrar a alguien que estuviese dispuesto a hacerlo.

Cuando Anne terminó de hablar se produjo un silencio. Incluso Moresby pareció más o menos serio.

—¿Quiere decir que este plan supone un verdadero peligro para la vida de la señorita Manners? —preguntó incómodo sir Paul.

—Un peligro gravísimo —respondió Roger.

—En tal caso le sugiero que, por su propio bien, ella ponga por escrito todo lo que nos ha dicho.

—Excelente idea —respondió ecuánime Anne—. Ahora mismo lo haré.

El ayudante del comisionado, que había tenido la vaga esperanza de asustarla y que abandonara su descabellado propósito, pareció quedarse perplejo.

Anne salió de la habitación.

—¿Se da usted cuenta, Sheringham —dijo sir Paul—, de que lo que ha dicho no supone la menor diferencia desde el punto de vista legal? Si la chica muere por su culpa, usted será el responsable.

Roger asintió.

—Sí, por supuesto. Pero quería que oyesen lo que opina ella. A propósito, debo admitir que no he cumplido con mi deber. Tal vez les interese saber que, aunque todavía no hayamos presentado denuncia, ayer alguien atacó a la señorita Manners, que estuvo a punto de perder la vida.

Procedió a darles brevemente los detalles y respondió a las preguntas que le hicieron.

—¡Newsome! —dijo sin dudarlo el inspector jefe Moresby.

—La verdad —admitió sir Paul, casi convencido a pesar de sus sentimientos— es que parece ser nuestro hombre.

—Eso mismo dijo Pleydell —reconoció con ecuanimidad Roger—. Pero no lo es.

—¿Y cree usted saber de quién se trata?

—Estoy convencido. Pero este experimento demostrará de una vez por todas si estoy en lo cierto o no. Es el único modo. —Le entregó a sir Paul un sobre sellado—. A propósito, ahí tiene el nombre del sospechoso. Métaselo en el bolsillo y no lo abra hasta que termine el espectáculo. No me gustaría que luego dijese que no me atreví a comprometerme.

Sir Paul lo cogió con una leve sonrisa y se lo guardó en el bolsillo.

—Y ahora —dijo Roger—, creo que es mejor que ocupen sus puestos. Los otros deben de estar a punto de llegar.

Hasta entonces habían estado en el despacho de Roger. Ahora los llevó a través del vestíbulo hasta el salón. Era una habitación bastante amplia, alargada, pero no estrecha. Había una ventana en un extremo y dos en uno de los lados y la puerta estaba enfrente de la ventana. En el rincón que había junto a ella se encontraba el biombo y en el otro la silla de sir Paul. Roger se aseguró de que cada cual ocupara su puesto y luego cerró las cortinas hasta asegurarse de que ambos rincones quedaban en penumbra.

Acababa de completar los preparativos cuando sonó el timbre de la puerta y se excusó.

George Dunning fue el primero en llegar, un tanto desconcertado, pero de tan buen humor como siempre, y Roger le hizo pasar a su despacho donde se encontraba ya Newsome, que había salido del dormitorio de Roger. Anne seguía en la habitación de invitados redactando su documento, un poco asustada, pero decidida a que no se le notara, y vigilada de cerca por Moira, que estaba mucho más asustada y tenía órdenes de quedarse, para prestar primeros auxilios en caso necesario, y no dejarse ver.

En el despacho, Roger, Newsome y George Dunning conversaban tranquilamente, pues el último era demasiado educado para preguntar a qué demonios venía la apremiante invitación que había encontrado al volver a casa la noche anterior.

No obstante, el siguiente en llegar, sir James Bannister, no tuvo tantos remilgos.

—¿El señor Sheringham? —preguntó cuando Roger le abrió la puerta (le había dado el día libre al criado).

—En efecto —respondió cordialmente Roger invitándole a pasar.

—He recibido un recado suyo pidiendo que viniera esta mañana por un asunto que afecta no solo a mi honor y reputación, sino a mi integridad física, señor Sheringham —dijo muy serio sir James—. Señor mío, esto es muy grave. ¿Puedo pedirle que se explique?

—Desde luego, sir James. Quítese el sombrero y el abrigo y pase usted. Se lo explicaré todo en unos minutos.

Sir James enarcó las gruesas cejas, pero consintió en hacer lo que le pedían. Roger le hizo pasar al salón y le invitó a tomar asiento en una de las sillas que había dispuesto formando un semicírculo mirando a la puerta. Newsome, tal como habían acordado previamente, hizo pasar a Dunning al mismo tiempo y ambos se sentaron también.

Eran las doce y uno o dos minutos y el resto de los invitados llegaron casi a la vez, al primero Roger no lo conocía, llevaba una gabardina azul con un corte precioso, aunque el efecto lo echaban a perder una corbata demasiado chillona y un par de zapatos de charol con el empeine de tela, y resultó ser nada menos que el mismísimo Billy Burton, el más popular de los humoristas teatrales, cuyos ingresos anuales eran cinco veces los del primer ministro de su país. Justo después llegó Arnold Beverley acompañado de Pleydell.

Roger se quedó un instante con este último en el vestíbulo.

—No he tenido tiempo de advertirle, Pleydell, pero necesito su ayuda. Anoche no pude decírselo, pero creo que estoy a punto de descubrir algo. Basta con que se siente ahí sin decir nada (enseguida verá lo que pretendo) y recuerde que la responsabilidad es solo mía. Pase y le diré dónde sentarse. —Pleydell pareció sorprendido, pero no había tiempo para explicaciones, y Roger le condujo a la silla que quedaba libre en un extremo del arco, justo delante del rincón donde estaba sentado sir Paul—. Y asegúrese de respaldarme si lo necesito —susurró con cierto nerviosismo. Al pasar al lado de sir Paul, puso con disimulo una nota en su regazo antes de plantarse en medio del salón.

Roger tomó aliento mientras contemplaba a su público. Estaba plenamente convencido de que uno de los siete hombres que tenía enfrente era el desequilibrado culpable de la muerte de al menos cuatro chicas y de que probablemente estaría planeando asesinar a otras. Y ahora había llegado el momento crucial en que caería o lograría escapar. Roger no acostumbraba a ponerse nervioso, pero el corazón le latió con fuerza al pensar en la enorme responsabilidad que tendría que asumir al cabo de unos minutos.

—Caballeros —dijo con desenfado—, la mayoría de ustedes no saben por qué les he hecho venir esta mañana con tanta urgencia. Permitan que les explique. Es posible que hayan leído en los periódicos acerca de una nueva forma de suicidio en el que la víctima, siempre una mujer, se ahorca con una de sus propias medias. He estado investigando esos casos de manera extraoficial, como un simple aficionado, y he llegado a la conclusión de que no se trata de suicidios sino de asesinatos.

»De ser cierto, caballeros, nos hallaríamos ante un asunto muy grave, pues equivaldría a admitir que en nuestra comunidad hay alguien tan desequilibrado que su mayor placer es matar a chicas indefensas y que es mucho peor que un maníaco homicida, pues en todos los demás aspectos puede estar perfectamente cuerdo. No les aburriré con los detalles que me han hecho llegar a semejante conclusión, aunque después estaré encantado de proporcionarles cualquier información, lo importante es que no hay una sola prueba que la apoye. ¡Ni una sola! Me encuentro, pues, en una situación muy difícil. Sé que esas muertes no son suicidios, sino asesinatos; pero si fuese a Scotland Yard y se lo contara sin tener pruebas, sencillamente se burlarían de mí.

»Así que se me ocurrió formar un comité de ciudadanos respetables escogidos de las capas más representativas de la sociedad para que compartiesen conmigo la responsabilidad de lo que sé y me aconsejaran lo que debo hacer. Ustedes, caballeros, son ese comité. No hace falta decir que pueden ustedes negarse a formar parte de él, pero antes les pido que me escuchen un poco más. —Roger hizo una pausa y se humedeció los labios. Su público seguía en silencio y saltaba a la vista que estaba muy interesado—. Para descubrir el modo en que esas desdichadas encontraron la muerte ha sido necesaria una larga y ardua investigación —prosiguió—. He tenido que deducir o averiguar muchos detalles por separado, otros tuve que imaginarlos y algunos solo salieron a la luz después de semanas de trabajo. Tardaría demasiado en explicarles todos esos pasos y enumerárselos pormenorizadamente. Por tanto he pensado ofrecerles una demostración de cómo actúa ese hombre.

»Les advierto que no será agradable. Mi propósito es que comprendan la gravedad de este asunto mostrándoles exactamente cómo han muerto esas chicas. No habrá ni trampa ni cartón. Cuento con la colaboración de una joven que está dispuesta a llegar al borde de la muerte delante de sus propios ojos; y permítanme añadir que está tan convencida de la importancia de este asunto que me ha asegurado que si el experimento acabase costándole la vida (y debo confesar que es muy posible que así sea), considerará que el sacrificio habrá valido la pena si sirve para despertar el interés de la opinión pública y lograr la detención de ese hombre. No tengo más que decir, tan solo debo pedirles que no hablen ni se muevan de sus asientos mientras dure la demostración y que tengan presente que cualquier intento de intromisión cuando el asunto haya llegado a un punto crítico tendrá el efecto contrario al deseado y podría causar la muerte de la joven. ¡Les ruego que recurran a todo el dominio de sí mismos que puedan ejercer!

Tal como había previsto, en cuanto terminó de hablar se alzaron murmullos de protesta, pero él los ignoró, fue hacia la puerta y la abrió. Anne entró en el salón un poco pálida pero totalmente serena. Roger la había aleccionado bien y empezó a hablar de inmediato.

—Quiero añadir a lo que ha dicho el señor Sheringham —dijo con gran precisión— que la responsabilidad de lo que va a suceder es exclusivamente mía. No quiero que nadie intervenga o haga nada excepto quedarse sentado en silencio, aunque pida ayuda o dé la impresión de estar a punto de exhalar mi último aliento. De lo contrario lo echarán todo a perder. Gracias. Estoy dispuesta, señor Sheringham.

Roger se volvió hacia el público.

—Lo que van a ver —dijo— es una réplica exacta de lo que debió de ocurrir cada vez que murió una de esas chicas. Imaginen que se encuentran en la habitación del piso de una de ellas.

Salió del salón.

Anne cogió un libro, se sentó en una silla y empezó a pasar las páginas. Al cabo de un instante Roger volvió a entrar en la habitación y ella se puso en pie.

—¡Vaya, hola, señor Sheringham! —dijo en tono complacido—. Cuánto tiempo sin verle.

Se dieron la mano.

—Pasaba por aquí —respondió Roger— y se me ocurrió subir a verla. ¿Dónde está Phyllis?

—Ha salido de compras y luego iba a comer con un amigo.

—Comprendo. ¿De modo que está usted sola?

—Sí.

—Bueno. Quisiera saber si le apetecería salir a comer conmigo. ¿Tiene algún compromiso o espera alguna visita?

—No, ninguna. No tengo nada que hacer hasta la hora de ir al teatro esta tarde.

—Excelente. Bueno, ¿por qué no va a buscar su sombrero y salimos un rato?

—Sí, me encantaría. ¿Le importaría esperar aquí?

Se volvió hacia la puerta y Roger sacó del bolsillo un objeto negro parecido a la mano de un mortero y lo ocultó detrás de la espalda.

—Permita que le abra la puerta —dijo yendo tras ella.

—Gracias. —Anne se apartó mientras le abría la puerta—. No tardaré ni un minuto —dijo e hizo ademán de salir. En cuanto le dio la espalda, Roger fingió golpearla en la nuca. Sin un ruido ella se desplomó y él la cogió en brazos, la llevó hasta el sofá que había al lado y se acercó de puntillas a la puerta.

El público había soltado un grito ahogado al ver desplomarse a Anne, pero ahora reinaba un tenso silencio.

Con infinitas precauciones Roger salió a hurtadillas de la habitación y se quedó escuchando. Luego, sacó un pequeño gancho del bolsillo lo atornilló en lo alto de la puerta, que abrió del todo para que su público pudiera ver lo que estaba haciendo. Volvió a cerrarla, fue al sofá, le quitó un zapato a la chica y empezó a quitarle una de las medias, que eran de seda y de color pálido. Después de quitársela ató los dos extremos y comprobó el nudo con la rodilla. Le pasó el lazo por encima de la cabeza y se lo dejó suelto en torno al cuello, luego volvió a ponerle el zapato.

Alguien del público se movió en su silla, pero no se oyó ningún ruido.

Sin prestarles atención, ni mirarles siquiera, Roger cogió una silla, la colocó enfrente de la puerta entreabierta con el respaldo hacia la puerta y la cambió varias veces de sitio como para asegurarse de que estaba en el sitio correcto. Satisfecho, volvió al sofá con las manos en los bolsillos y volvió a contemplar a su ocupante.

Anne empezó a dar muestras de estar recobrando la conciencia. Movió la cabeza y las manos. En el acto, Roger la levantó y la llevó a la puerta.

Allí, entre un tenso silencio, la dejó medio sentada en el respaldo de la silla con los pies en el asiento, y mientras la sujetaba dio tres o cuatro vueltas al lazo, lo pasó por encima de la puerta y lo ató al gancho. A continuación, la levantó, empujó la puerta para cerrarla y arrastrando la silla con el pie la dejó en la misma posición que antes, pero ahora que la puerta estaba cerrada la chica podía sostenerse así sin necesidad de sujetarla. Roger se apartó de ella.

Poco a poco Anne abrió los ojos y contempló atónita la habitación, se agarró al respaldo de la silla y movió los labios como si quisiera decir algo.

Roger esperó hasta que estuvo claro que había recobrado todas sus facultades, luego se adelantó, la levantó y derribó la silla de una patada.

—¡Querida, Anne! —susurró tan pálido como ella—. ¡Sea usted valiente!

Acto seguido la dejó caer lentamente y retrocedió. Anne quedó colgada del cuello con la cabeza junto al quicio de la puerta y los pies a más de cuarenta centímetros del suelo. Cuando Roger la soltó, había emitido un grito ahogado, pero ahora era evidente que no podía decir nada.

Se oyó rebullir al público. Unos se habían inclinado horrorizados hacia delante, otros hicieron ademán de incorporarse. Una voz grave pero autoritaria dijo:

—Silencio, por favor.

Era Newsome, que se había levantado de su silla, justo enfrente de Pleydell, y estaba de espaldas al biombo muy pálido y haciendo valientemente lo que le habían dicho.

Todos los ojos estaban fijos en Anne con horrible fascinación. Llevaba colgada solo unos segundos, pero su rostro ya estaba distorsionado y se había puesto de color carmesí; las venas se estaban hinchando como si fuesen a estallar debajo de la piel y sus labios se habían apartado formando una espantosa sonrisa; sus pies golpeaban contra la puerta como si trataran de apoyarse en algún sitio, con una mano tiraba de la media que tenía al cuello y con la otra daba manotazos al aire.

Era un espectáculo horrible y ninguna persona normal habría podido resistirlo. Por todas partes se oía el ruido de las sillas que caían al levantarse sus ocupantes. Gritos de protesta empezaron a llenar la habitación. Aunque él mismo estaba temblando como una hoja, Newsome tuvo que impedir que sir James Bannister corriera a auxiliar a la joven.

Sin prestar atención a aquel estrépito, Roger se acercó como si tal cosa con las manos en los bolsillos hacia el rincón donde estaba sir Paul. Enfrente estaba sentado Pleydell, que era el único que seguía en su silla.

—Así es como lo hace, ¿no, Pleydell? —preguntó Roger como si tal cosa.

Pleydell alzó la mirada con ojos brillantes y desquiciados.

—No —dijo con voz grave—. Las sujeto de vez en cuando para que no… —Se interrumpió de pronto.

—¡Atrápelo, Graham! —gritó Roger, y corrió hacia donde estaba Anne.

Justo al llegar, el cuerpo convulso de la joven acababa de quedarse inmóvil.