Esa tarde Roger llegó a Sutherland Avenue para montar guardia con el corazón dividido. Estaba convencido de haber dado por fin con la pista correcta, también estaba seguro de que no podría completar la investigación en apenas veinticuatro horas, de que la policía cometería un error colosal si llegaba a detener a Gerald Newsome, de que Anne se equivocaba al decir que el abogado tenía que ser Arnold Beverley, y de que él mismo no tenía ni idea de quién pudiera ser aquel hombre. En conjunto no lamentaba disponer de un par de horas tranquilas para reflexionar sobre ese asunto tan peliagudo.
Dejó el sombrero sobre una mesa que, junto con un cómodo y sólido sillón era el único mobiliario de la habitación, se sentó en este último con alivio. La tensión estaba empezando a pasarle factura y se notaba cansado. Cuando todo acabara (si es que alguna vez llegaba a hacerlo) se tomaría unas vacaciones en alguna parte.
La tarde anterior había comprobado con Pleydell que el timbre funcionaba perfectamente y que las señales de diez minutos llegaban sin problemas. Echó un vistazo al reloj mientras se instalaba cómodamente en el sillón y vio que eran las dos y media en punto. Como para confirmar su precisión, se oyó un breve y agudo timbrazo en el rincón donde habían instalado el timbre. Roger dejó el reloj sobre su rodilla para ver pasar el tiempo y trató de concentrarse.
No estaba preocupado por Anne, a pesar de las observaciones que le había hecho Newsome. Cuanto más lo pensaba, más improbable le parecía que, de todas las víctimas posibles, el asesino decidiera atacar a Anne. En cuanto a la supuesta atracción que ejerce el escenario del crimen y que podría empujarle a volver a Sutherland Avenue, Roger no creía en ella. Pero a Anne se le había ocurrido aquella idea y estaba convencida de estar haciendo algo para vengar a su hermana al ponerla en práctica, así que valía la pena dejar que lo hiciera.
Hasta aquí Roger.
Poco a poco las manecillas del reloj avanzaron hasta las tres menos cuarto, las tres en punto, las tres y media; y puntualmente cada diez minutos el timbre de la esquina dio un breve y brusco timbrazo. Pero Roger no tuvo ninguna iluminación. Se concentró más y más; gritó presuntuosamente en su imaginación: «¡Hágase la luz!», pero no se hizo la luz; deambuló por los interminables laberintos del caso, y en cada ocasión volvió a encontrarse en un nuevo callejón sin salida. A las cuatro en punto se había dado por vencido y estaba deseando que llegase la hora de tomar el té para poder charlar con alguien.
Miró su reloj. Eran las cuatro y tres minutos. Sintió una punzada de culpabilidad. ¿Había sonado el timbre a las cuatro en punto? Había estado tan inmerso en sus cábalas que apenas había oído los últimos timbrazos. Sin embargo, ahora tuvo la sensación de que algo iba mal. No, estaba seguro de no haber oído el timbre a las cuatro.
Se puso en pie. No podía dejar una cosa así al azar, debía acudir de inmediato. Al fin y al cabo, tal vez hubiese menospreciado el peligro. ¿Y si el asesino hubiera descubierto su plan y, temiendo que pudieran seguirle la pista, hubiese decidido aprovechar la oportunidad para librarse de uno de sus perseguidores? Era una posibilidad que no había tenido en cuenta. Volvió a mirar su reloj antes de volver a guardarlo en el bolsillo; eran casi las cuatro y cinco. Corrió hacia la puerta. Cuando su mano rozó el picaporte se oyó por fin el timbre, pero en esta ocasión era una llamada larga e insistente: la señal de alarma.
Roger bajó las escaleras de tres en tres y corrió a la casa de al lado.
La puerta del salón resistió sus esfuerzos por abrirla.
—¡Anne! —gritó con todas sus fuerzas, sin importarle lo que pudieran pensar los inquilinos del piso de abajo—. ¡Anne!
Se oyó un golpe sordo a sus espaldas y Newsome salió de su escondrijo.
—¿Qué ocurre? —preguntó preocupado.
—La señal de alarma —jadeó Roger mientras empujaba con todas sus fuerzas—. No contesta. Creo que el tipo está dentro.
Newsome corrió a ayudarle y empujó con sus fornidos hombros. Buscando otro modo de abrir la puerta, Roger alzó la vista y lo que vio casi le puso enfermo. En lo alto de la puerta había un gancho firmemente atornillado y atado a él una tira de un material de aspecto sedoso.
Roger cogió a Newsome del hombro y se lo indicó.
—Echémosla abajo —gritó—. ¡No hay un segundo que perder! —Dieron un paso atrás, se detuvieron por un instante y luego cargaron contra la pesada y anticuada puerta. Esta vez cedió y se abrió de par en par—. ¡Vigila la entrada! —balbució Roger al entrar en la habitación. Utilizó el propio empuje para lanzarse por el hueco de la puerta. Colgada del borde, con los pies a treinta centímetros del suelo, estaba Anne. En un mismo movimiento, Roger la levantó, gritó a Newsome que soltara la media del gancho y se la aflojó del cuello. Cuando Newsome la soltó, Roger llevó a Anne al sofá y la tendió en él con delicadeza—. Busca a ese tipo, Jerry —dijo sin volverse—. Yo me ocuparé de Anne.
Estaba inconsciente y tenía el rostro horriblemente convulso, pero para el indecible alivio de Roger todavía respiraba. Sin volver siquiera la vista hacia la habitación, empezó a flexionarle los brazos y a aplicar los medios habituales para aliviar sus pulmones.
—Caramba —dijo la voz de Newsome a sus espaldas—, es espantoso. ¿Está… viva?
—Sí, enseguida se pondrá bien. ¿Lo has atrapado?
—¡No había nadie! La habitación estaba vacía, a excepción de Anne.
—Tonterías —respondió Roger—. Tiene que estar en alguna parte. Vuelve a echar un vistazo. Y no pierdas de vista la puerta, seguro que intenta escapar. Yo cuidaré de Anne. Ya está mucho mejor. —Newsome registró la habitación y comprobó sin resultado hasta el último escondrijo posible. El pájaro había volado—. Corre a telefonear a Pleydell y dile que venga ahora mismo —dijo Roger todavía inclinado sobre la chica inconsciente—. ¡Deprisa!
—Oye, ¿no sería mejor llamar antes al médico? —sugirió Newsome al ver a Anne, cuyos labios exangües empezaban ahora a perder ese horrible color—. Tiene muy mal aspecto. Debemos…
—¡Ve a llamar a Pleydell! —le interrumpió Roger en tono autoritario—. Yo estoy al mando, Jerry. Y quiero ver a Pleydell cuanto antes. Tenemos que decidir si informamos a la policía o no, y todo depende de lo que nos diga Anne. Está bien; se recuperará en unos minutos. Y, si no es estrictamente necesario, no nos interesa que venga un médico; haría demasiadas preguntas. Sé un buen chico y ve a telefonear. No sé si hay un aparato abajo o no. Ve a averiguarlo.
Newsome dudó un momento y salió. Roger siguió con sus cuidados.
A los cinco minutos, un poco antes de que regresara Newsome, Anne movió los párpados y las manos empezaron a moverse a sus costados.
—¡Gracias a Dios! —balbució Newsome al reparar en aquellos síntomas de recuperación—. Pleydell tenía una reunión.
No está en su despacho. He dejado recado de que lo busquen y lo envíen aquí por una cuestión de vida o muerte.
Roger asintió y los dos se quedaron mirando a Anne. Momentos después, empezó a mover la cabeza sobre la almohada, alzó una mano y se la llevó a la frente.
—¡Mi cabeza! —susurró con voz entrecortada—. ¡Ay, mi cabeza!
Roger dio un súbito respingo y se inclinó sobre ella, le palpó la nuca con infinito cuidado y frunció el ceño.
—¡Qué curioso! —murmuró, y siguió palpando.
Todavía confusa, Anne empezó a murmurar.
—Voy…, voy a…, a…
Roger se volvió de pronto hacia Newsome.
—¡Jerry! ¡Sal de aquí!
—¿Qué? —preguntó dicho caballero muy sorprendido.
—Que salgas —le espetó Roger—. Aquí no se te ha perdido nada. ¡Deprisa! —Echó a empellones a Newsome de la habitación y cerró la puerta con llave.
Sacó unas hojas secas de un jarrón grande al pasar y volvió corriendo al sofá. Llegó justo a tiempo.
—Niñera, nodriza, aquí uno hace de todo —murmuraba distraído Roger tres minutos después mientras administraba primeros auxilios con un pañuelo de seda en una mano y un almohadón en la otra.
—Vamos, Anne, querida, ¿no se siente usted mejor…, aparte de más limpia?
Anne lo miró con ojos llorosos.
—Roger, es usted un encanto —dijo—. Pero no podré volver a mirarle a los ojos sin ruborizarme.
Roger echó un disimulado vistazo debajo del sofá para asegurarse de que las pruebas estaban fuera de la vista.
—La golpeó en la cabeza, ¿verdad?
—Creo que sí —reconoció Anne palpándose la nuca con cuidado.
—Lo imaginé —asintió Roger— y me faltó tiempo para sacar a Jerry de la habitación. Anne, ¿pudiste verle?
—¡Sí! —Anne se estaba recuperando deprisa—. Roger, ¡fue el abogado!
—El abogado, ¿eh? ¿Con el sombrero de copa, la barba, las gafas y demás?
—Sí, y los guantes. Apenas acerté a verlo y me golpeó antes de que pudiera abrir la boca para gritar. O más bien creo que me quedé tan helada de terror que no pude hacerlo. No le oí entrar y de pronto apareció en la habitación. Estaba leyendo, alcé la mirada y lo vi con el brazo levantado para golpearme. —Se estremeció—. Roger, ¡me quedé aterrada! ¡Y yo que me creía tan valiente! —Se echó a reír en voz baja mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
Roger trató de calmarla, pero ella siguió riéndose como una loca.
—¡Anne, ya está bien! —gritó desesperado—. Pare de una vez o tendré que besarla. —Y como no paró, la besó, una dos, tres, cuatro, cinco, muchas veces…
Anne tardó medio minuto en reparar en lo que estaba haciendo Roger y entonces paró y le paró también los pies a Roger.
—¡Roger! —dijo ruborizándose hasta la raíz del cabello.
—Como vuelva a ponerse histérica, la besaré otra vez —la amenazó Roger sin inmutarse. Cualquier cosa con tal de hacerle olvidar lo que acababa de pasar, pensó con una sonrisa, y éste parecía ser el mejor método.
—Si lo hace volveré a vomitar —repuso Anne, y Roger juzgó que la cura era completa—. Pero ¡ay! —murmuró la chica llevándose la mano a la frente—, cómo me duele la cabeza.
—¡Pobrecita! Anne, es usted la joven más valiente que he conocido. Y recuerde que ha resuelto el misterio.
—Pero seguimos sin saber quién es.
—Pronto lo averiguaremos —replicó sombrío Roger. Se agachó debajo del sofá y retiró las pruebas, que envolvió en el almohadón y se las llevó para hacerlas desaparecer—. Volveré en un minuto.
—Muy bien —dijo Anne mirando al techo y esforzándose por fingir que no sabía lo que estaba haciendo.
Fuera le esperaba Newsome con los ojos desorbitados.
—¿Está bien? —balbució—. La oí hacer un horrible…
—Sí —le interrumpió Roger—, entra a comprobarlo tú mismo.
Veinte minutos más tarde, cuando llegó Pleydell, Anne se había recuperado lo suficiente para sentarse en una silla y dejar que Newsome le mojara la frente con agua de colonia. Roger le hizo a Pleydell un rápido relato de lo ocurrido y éste, muy conmovido, felicitó calurosamente a Anne por su valor y por haber salido bien librada.
—Atrancó la puerta apoyando una silla contra el picaporte, ¿eh? —dijo observando el objeto astillado que les había dificultado la entrada.
—Sí —dijo Roger—, debió de ajustaría muy bien.
—¿Y a pesar de todo no pudo usted identificarlo? —le preguntó Pleydell a Anne.
Ella negó con la cabeza.
—Me temo que no. Apenas tuve ocasión.
Pleydell frunció el ceño.
—Esto es muy grave. Sheringham, ¿se da usted cuenta de que la señorita Manners todavía corre peligro? No hay duda de que ha sido un ataque premeditado. Tenía un objetivo y no lo ha conseguido. Cuando lo descubra, mucho me temo que volverá a intentarlo.
—Sí, ya lo había pensado —asintió Roger—. Debemos sacarlas de aquí a las dos. La señorita Carruthers tampoco está a salvo.
—Estoy de acuerdo. En mi opinión deberían irse cuanto antes. No tiene sentido que vuelvan al teatro esta noche, aunque la señorita Manners estuviera en condiciones, que no lo está. —Se quedó pensando un momento—. Tengo una casita en Surrey, en las colinas de Banstead. Está a su disposición.
—Es usted muy amable, señor Pleydell —dijo agradecida Anne—. Se lo agradezco mucho.
—¿Le parece una buena idea? —objetó Roger—. Me inclino a pensar que estarían más seguras en Londres, en alguno de los grandes hoteles. Quiero decir que si alguien las siguiera hasta Surrey…, aisladas en una casa correrían aún más peligro que aquí.
—Entiendo a lo que se refiere —respondió Pleydell haciendo una pausa. Se hizo un breve silencio—. A propósito, Newsome —continuó—, ¿podrías hacerme un favor? Me sacaron a toda prisa de una reunión y he traído conmigo unos papeles que les harán falta. ¿Podrías acercarte a la City y entregarlos en una dirección de Leadenhall Street?
Newsome pareció un poco sorprendido por semejante petición y más aún cuando Roger insistió en que lo hiciera.
—Sí, Jerry, aquí ya no puedes hacer nada y no debemos olvidar que para Pleydell el tiempo es dinero. Sé buen chico y ve a Leadenhall Street. Luego ve a cambiarte y pásate por mi apartamento. Para mi desgracia, me han invitado a cenar en Kensington y me pidieron que llevara a alguien. Tú serás ese alguien.
—Pero… —se quejó el receptor de aquellas instrucciones.
—Jerry —dijo Roger con fingida severidad—, permíteme recordarte que estás a mis órdenes. ¡Así que haz lo que te dicen!
Su tono era frívolo, pero cierto matiz daba a entender que hablaba en serio.
Newsome pareció molestarse, pero se dispuso a obedecer.
—Bueno, si tanto insistes… —dijo de no muy buen humor.
Pleydell sacó un sobre largo del bolsillo de la chaqueta, escribió una dirección en él y se lo entregó.
—Muchas gracias —dijo cortésmente—. Me ahorras muchas complicaciones.
Newsome asintió y se fue sin decir palabra.
Pleydell se volvió hacia Anne como si no notara que el ambiente se había enrarecido.
—Creo —dijo en voz baja— que si se encuentra usted mejor debería hacer la maleta cuanto antes, señorita Manners. No conviene perder tiempo, y cuanto antes se vaya usted de aquí tanto mejor.
—¡Ah, sí! —dijo alegremente—. Ya me encuentro mejor. —Se levantó y salió de la habitación.
Pleydell, que le había abierto la puerta, volvió a cerrarla con cuidado. Esperó un momento y luego se acercó a donde estaba Roger. En ese breve instante su rostro más bien cetrino se había ruborizado y Roger reparó en que estaba temblando como una hoja.
—¿Todavía le quedan dudas, Sheringham? —dijo en voz baja pero dominada por la pasión—. ¿Todavía le quedan dudas?
Con infinita parsimonia, Roger sacó la pipa y empezó a llenarla.
—¿Lo dice por Newsome? —dijo con frialdad.
Su impasibilidad causó el efecto deseado y Pleydell se dominó, aunque era evidente que le costó un visible esfuerzo hacerlo.
—Era el único que estaba en el edificio, el único que tuvo ocasión de hacerlo y el único que lo sabía —dijo con voz levemente estremecida a pesar de sus esfuerzos por controlarse—. Dios mío, he tenido que hacer un esfuerzo por no estrangularle aquí mismo.
Roger asintió como si tal cosa.
—Me temo que ya no cabe ninguna duda. Al principio a mí también me costó creerlo, pero…, en fin, como usted dice, es imposible que haya sido ningún otro. Ya habrá imaginado que por eso le ayudé a librarse de él.
—Sí. Es imprescindible que no sepa adónde va la señorita Manners. Dios mío, Sheringham, si vuelve a intentarlo, me tomaré la justicia por mi mano. Nadie tiene más derecho que yo a castigar a ese hombre.
Roger rezó para no tener que atender a más histéricos (a él no podría aplicarle el mismo tratamiento) y aparentó normalidad al ver que el otro se acaloraba.
—¡Oh, yo no lo haría! —dijo como si estuviese hablando de la gran carrera del día siguiente—. Ya se vengará cuando oiga al juez pronunciar la sentencia de muerte. Recuerde que es tarea de la policía y que, después de este último esfuerzo, el caso volverá a sus manos. De hecho —añadió en tono confidencial—, si eso le tranquiliza, le diré que me consta que la detención de Newsome ya solo es cuestión de horas.
A Pleydell le brillaron los ojos.
—¿Ah, sí? En ese caso creo que podré pasarme sin mi venganza. Tiene usted razón, Sheringham. Es un asunto policial. Pero no imagina lo difícil que me resulta tenerlo presente. Todo este tiempo lo he considerado un asunto personal que no atañía a nadie más. Traté de involucrar a la policía (usted mismo estaba presente) y tenía la impresión de que no habían hecho nada. Así que…
—¡Oh, sí!, claro que han hecho cosas —le interrumpió Roger—. Han reunido un montón de pruebas contra Newsome y esto terminará de confirmarlas. No se preocupe por eso, Pleydell, le aseguro que no han estado mano sobre mano.
—No sabe cuánto me alegro. Pero no descansaré hasta verlo entre rejas. Tenga en cuenta que, en el momento menos pensado, puede atacar a cualquier otra desafortunada.
—Desde luego —dijo tranquilamente Roger—. ¿No vio cómo me aseguraba de eso? Le prometo que mientras siga en libertad no le quitaré el ojo de encima.
—Gracias. De lo contrario, me habría encargado yo. En cuanto a lo de las chicas, coincido con usted en que lo de Surrey podría ser peligroso. ¿Qué sugeriría usted?
—El Piccadilly Palace —respondió en el acto Roger—. Estarán mucho más seguras en un sitio tan grande y animado como ése que en otro más pequeño. Yo mismo las llevaré.
Pleydell asintió.
—Excelente. Llámeme esta noche, ¿quiere? Es muy amable al encargarse de estas cosas, Sheringham. No es que pretenda escurrir el bulto, pero lo cierto es que hoy tengo un día muy ocupado y aunque, por supuesto, estoy dispuesto a ayudarle si soy verdaderamente necesario, le agradecería mucho que se ocupara de los pequeños detalles.
—Pues claro —respondió Roger cordial—. No se preocupe. Márchese si tiene cosas que hacer. No tiene por qué quedarse. Yo me encargaré de todo.
Supongo que eso resume el punto de vista judío, pensó Roger al ver salir a Pleydell. Lo darían todo para salvar la vida de un amigo agonizante, o incluso para ofrecerle un funeral suntuoso, pero eso no les impide pedir al enterrador que les haga un descuento. ¿Y qué tiene eso de malo? Nos parece cruel, pero en realidad es solo práctico. Ahí radica nuestra desventaja, en que no sabemos distinguir los sentimientos reales de los falsos. Y los judíos sí.
No obstante, a pesar de tan pacíficas reflexiones, habían sido diez minutos muy tensos.