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Anne tiene una teoría

Estaban ya a jueves y, a menos que Roger encontrara motivos para impedirlo, detendrían a Newsome el sábado por la tarde. Y hasta el momento no había encontrado ninguno. Más o menos una hora después, mientras volvía al Albany con el sospechoso, admitió con franqueza para sus adentros que no había avanzado lo más mínimo. Durante su conversación con Zelma Deeping, habían salido a relucir algunos hechos curiosos, pero eso era todo.

Había invitado a Newsome a cenar con él porque estaba deseando hablar del caso. Tenía la convicción de que solo discutiéndolo una y otra vez lograría descubrir algún nuevo aspecto, o conseguiría arrojar alguna luz sobre el caso de Dorothy Fielder a partir de los datos que tenían a su disposición. Y, sin duda, había posibilidades de que así fuera. No obstante, también tenía la sensación de que, de momento, todo estaba demasiado confuso en su imaginación para dejarle ver con claridad.

Así que habló con Gerald Newsome durante los cócteles.

Y Newsome, cuyo cuello, después de todo, podía depender de aquella conversación, aguantó como un hombre.

—De manera —dijo Roger mientras tomaban el café— que podemos resumir nuestras conclusiones del modo siguiente. El asesino no pudo llegar entre las once y las doce porque Dorothy Fielder no se habría quedado con él en bata todo ese tiempo, por lo que tuvo que llegar después, digamos a la una y cuarto. Sin embargo, no abrió la puerta cuando llamaste a la una, de lo que podemos deducir que se lo impidieron por la fuerza; en otras palabras, que el asesino estaba ya con ella. No obstante a las doce y media te telefoneó y parecía totalmente normal. La conclusión parece ser que el asesino llegó entre las doce y media y la una.

—Pero según el testimonio del conserje no fue así.

—Exacto; y eso mismo es lo que debemos considerar. ¿Tiene razón el portero? Él dice estar seguro. ¿Nos equivocamos nosotros? Eso parece. Piénsalo, Jerry. Cuando Zelma se marchó, Dorothy no le habló de ninguna propuesta. Cuando te llamó, una hora y media más tarde, sí lo hizo. Por tanto alguien habló con ella en ese rato, ya fuese por teléfono o en persona. Eso está claro.

Newsome asintió.

—Ahora que lo dices, tienes razón.

—En fin, me inclino a pensar en la visita personal. También es posible que fuera por teléfono, claro, pero si hablaron con ella con la intención que supongo, debieron de retenerla por la fuerza, por así decirlo, justo después de llamarte.

—¡Demonios! ¿Y con qué intención?

Roger miró con curiosidad a su amigo.

—Caramba, Jerry —dijo en voz baja—, pues para arrojar todas las sospechas sobre ti, claro.

—¡Diablos! Pero ¿por qué?

—Bueno, creo que está muy claro. El asesino conocía tu relación con lady Ursula y sabía que, si la policía se enteraba, causaría cierta alarma y desánimo entre tus amigos. Y supongo que estaba tomando la precaución de asegurarse, mediante tu presencia en el descansillo a la una en punto, de que si sus pecadillos salían a relucir en una investigación oficial, la pista conduciría directamente hacia ti.

—¡Maldito sea! —observó incómodo el señor Newsome—. Pues lo ha conseguido.

—Y en cuanto oyó tus pasos que se alejaban por la escalera, siguió con el trabajo y procedió a ahorcar a la chica.

—Sí, pero ¿quién era?

—Tengo que reconocer —admitió Roger— que eso me tiene totalmente perplejo. De acuerdo con las pruebas, no pudo ser cualquiera. ¡Dichoso abogado! Llegó justo a la hora indicada y parece el hombre que buscamos, pero se marchó antes de que mataran a la chica. En fin, hemos decidido que el asesino debió llegar entre las doce y la una, así que la única posibilidad es que el portero se descuidara un momento. ¡Y no creo que lo hiciera!

—Estamos en un callejón sin salida —observó sabiamente el señor Newsome.

Roger se quedó un rato pensando en silencio.

—Supongamos que atase a la chica, saliera para que lo viera el portero y asegurar así su coartada, y luego volviera para rematar el trabajo. ¿Qué te parece? Eso encaja. Y supondría que estaría familiarizado con las costumbres del edificio, que como ya hemos dicho sería un dato interesante.

—Creo que has dado en el clavo —dijo Newsome en tono triunfal—. Está claro, Roger. Fue el abogado. ¿Cómo demonios vamos a atraparlo?

—¿Cómo? Eso es aún más difícil que lo otro. ¿Y qué hay de su relación con los otros casos? Por lo que sabemos, ninguna. Que yo sepa, en ellos no se ha mencionado a ningún abogado con barba.

—No —reconoció Newsome—. Sin duda es un inconveniente.

—Sin embargo, el asesino debía de ser un conocido de Janet Manners, lady Ursula y Dorothy Fielder. ¿No podríamos encontrar a alguien cuya órbita rozara el caso en esos tres puntos? Me temo que con el tiempo que disponemos es imposible.

Volvieron a quedarse callados. Roger había llevado sus conclusiones un poco más allá, pero nuevamente les habían conducido a un callejón sin salida.

—Ese condenado abogado… —murmuró Roger—. Tiene que ser nuestro hombre. —Newsome guardó un respetuoso silencio—. Probemos otra cosa —prosiguió Roger al cabo de un par de minutos—. Hay algo que me ronda por la cabeza a propósito de Dorothy Fielder. Acabo de recordar de qué se trata: esas marcas en la parte de atrás de los muslos —le explicó lo que les había dicho el forense—. No pareció concederle mucha importancia y tampoco la policía. Pero quisiera saber si… —El público estaba tan expectante como podía desear el detective más exigente. Roger reflexionó un instante—. Se produjeron en vida, claro, y la chica llevaba tres horas muerta cuando las vimos. Eso significa que debían ser mucho más profundas en el momento de la muerte. Pues bien, ¿qué demonios pudo producir unas marcas tan profundas que la huella persistió hasta tres horas después de morir? El forense dijo que una presión constante aplicada durante un buen rato. Cuando el tipo la maniató, ¿la dejó con las piernas contra un objeto punzante, en una postura en la que todo su peso descansaba sobre ellas? Es raro.

—Pero, oye —se aventuró a interrumpirle Newsome—, respecto a lo de que la atara y saliera un rato; creía que habías dicho que no la habían atado. Que no tenía marcas en las muñecas ni en los tobillos.

Roger pareció apesadumbrado.

—Caramba, es cierto; lo había olvidado. Y tampoco había huellas en el cadáver, excepto esas dos pequeñas marcas. De hecho no había indicios de lucha. Y no creo que ella se dejara atar sin defenderse.

—¿Y no es posible que la durmiera con cloroformo?

Con unas cuantas palabras escogidas, Roger le aclaró a su compañero la fatuidad de aquella sugerencia.

—Pues que le golpeara en la cabeza y la dejara sin sentido.

—El forense no dijo nada de ningún moratón —señaló Roger—. Sin duda lo habría visto.

—Pues me rindo —dijo Newsome.

Roger recapituló sus ideas:

—Si no se produjo ninguna lucha y no la ató, tuvo que inmovilizarla de algún otro modo; de lo que estoy seguro es de que estaba con vida, pero inconsciente, cuando llamaste. Sabemos que lo estaba y también que se hallaba en el apartamento. ¿Cómo demonios lo haría? Y no me digas que con morfina y cosas por el estilo. El forense lo habría descubierto en la autopsia. Dios mío, ese hombre es un genio. —Y ahí lo dejaron por esa noche. Pues, tal como dijo Roger, habían despejado todo lo posible la cuestión y seguir dándole vueltas solo serviría para complicar más las cosas—. Quiero aclarar mis ideas y luego volveré a pensarlo —dijo—. Es el mejor modo de conseguir resultados. ¿Qué te parecería gastar unos chelines en esa birria de espectáculo donde Anne malgasta su talento y su amiga Moira pone en práctica el suyo?

Newsome aceptó sin dudarlo.

Fueron y Roger pasó una velada un tanto triste. Baste con decir que sentía una respetuosa admiración por Anne y verla interpretar sucesivamente a una guapa hawaiana, una niña de seis años, un soldado en un regimiento escocés, una deportista, un pájaro (de especie desconocida), una modelo de lencería, un adorno en un pastel de boda y una belleza de Deauville en bañador, en compañía de la señorita Carruthers y otras veintitantas señoritas que sonreían con gesto mecánico, no solo le dejó frío sino helado. Habría salido del local en cuanto apareció el regimiento escocés de no ser porque el señor Newsome parecía opinar que aquellas representaciones eran el último grito en ingenio, belleza, arte y genio dramático.

En todo caso, si Roger quería un contraste con sus preocupaciones recientes, al menos tuvo el consuelo de saber que lo había encontrado.

La inspiración visitaba felizmente a Roger entre las dos y las tres de la mañana. En casos anteriores había comprobado que si les daba vueltas y más vueltas en la imaginación después de meterse en la cama y justo cuando todo parecía tan enrevesado que sería imposible sacar nada de aquel caos, algún rayo iluminador acababa por cruzar la imagen mental que se había formado de ellos. Y así ocurrió también esa noche. Decidió que lo único que podía hacer era levantarse, ir a su despacho, leer seis páginas escogidas al azar de la Enciclopedia Británica, beber un buen trago de whisky y volverse a acostar, y en el momento de ir a alargar el brazo para retirar las mantas y encender la luz de la mesilla vio en una especie de fogonazo lo que había hecho el malvado y anciano abogado y lo que debían significar las marcas en las piernas de Dorothy Fielder.

Acto seguido se dio la vuelta y se quedó profundamente dormido.

A la mañana siguiente aunque seguía convencido ya no lo estaba tanto. Mientras se afeitaba, Roger argumentó contra aquella idea, la rebatió y cuestionó y se esforzó cuanto pudo por reducirla a pulpa. No lo consiguió. La idea siguió intacta y resistió todos sus embates.

Impresionado, Roger trató de comprobarla después del desayuno.

Solo se le ocurrió un modo de hacerlo y eso implicaba hablar con el oficial a quien Zelma Deeping había cogido del brazo en Gray’s Inn Road. Así que Roger salió en su busca y por fin lo encontró haciendo su ronda a menos de cien metros del propio edificio. Se presentó, y el oficial, que recordaba haberlo visto conversando nada menos que con el inspector jefe Moresby del departamento de investigación criminal, no dudó en proporcionarle a aquel caballero la información que necesitaba.

—Ahora piénselo bien —dijo Roger en tono muy impresionante—. Cuando abrió usted la puerta de la habitación, ¿se abrió con facilidad o estaba obstruida?

—Pues se abrió con bastante facilidad, señor, pero la silla estaba apoyada contra ella y por supuesto tuvimos que empujarla para abrir.

Roger asintió como si dicha información no le sorprendiera.

—¿Recuerda si la silla estaba apoyada contra la puerta, o la golpeó usted al abrir?

El oficial se quedó pensando un momento.

—No sé, señor, es difícil de decir, pero si no recuerdo mal estaba apoyada. Al menos no me suena haberla golpeado. Supongo que me habría llamado la atención.

—Sí. Y, cuando entró usted, la silla estaba tal como la encontramos después, ¿no? Volcada y con las patas formando un ángulo con la puerta.

—Sí, señor. Nadie la tocó hasta la llegada del superintendente y el señor Moresby.

—¿Y la bata estaba donde la vi, sobre el respaldo de la silla verde?

—Exacto, señor. No tocamos nada excepto el cadáver cuando lo levanté para ver si seguía con vida.

—Entiendo. Bueno, querría echar un vistazo al piso. ¿Aún hay un oficial de guardia?

—No, señor. Está cerrado, pero el portero tiene una llave. No puede entrar nadie si no es acompañado por la policía, pero si le acompaño y hablo con el portero no habrá problema.

Recorrieron majestuosamente la acera. Incluso en un momento tan solemne, Roger se preguntó si alguno de los viandantes creería que lo llevaban detenido y, en tal caso, qué crimen le atribuirían.

Gracias a la hosca intervención del oficial Roger pudo entrar en el piso y quedarse allí a solas. Esperó a que cerrasen la puerta, corrió al salón y examinó con atención la parte interior de la puerta. Tras una larga búsqueda encontró exactamente lo que había esperado encontrar: dos marcas muy leves en la superficie, tanto que apenas habían rascado la pintura, separadas entre sí unos cuarenta y cinco centímetros y a unos sesenta del suelo por el lado más alejado de las bisagras; desde cada marca partía una leve rozadura que llegaba hasta la parte inferior de la puerta. Roger midió la distancia con una cinta métrica de bolsillo, las observó de cerca con una lupa que había llevado a propósito y tomó un par de medidas más. Luego se incorporó, abrió la puerta y examinó con la lupa la pintura del interior del marco por el lado de la bisagra.

—¡Ah! —exclamó feliz al reparar en una marca más profunda donde se había pelado la pintura. Volvió a arrodillarse y empezó a rascar con el dedo en el ángulo donde el marco se unía con el suelo hasta sacar unos fragmentos de cáscara de nuez. Cogió el mayor de todos y lo contempló—. ¡Nueces! —murmuró satisfecho—. Sí, claro. Eso sería lo mejor.

Volvió a dejar los fragmentos donde estaban, se puso en pie y salió del piso. No era la primera vez que Roger se sentía muy complacido con Roger.

En las escaleras se tropezó con Anne Manners.

—¡Oh! —exclamó ella ruborizándose de un modo muy agradable.

—Anne Manners —dijo Roger muy serio—. La insubordinada Anne Manners…, ¿qué está haciendo aquí?

—Investigando —respondió Anne Manners en tono levemente desafiante. Roger la cogió del codo, la obligó a dar media vuelta y la arrastró hasta la calle.

—Es la hora de mi piscolabis de las once —dijo ignorando sus vehementes protestas—. Una taza de malta y un bizcocho. Y usted viene conmigo.

—¡Ni hablar! —respondió la señorita Manners, a quien no le gustaba la malta y odiaba los bizcochos.

—Claro que sí —insistió Roger—. Tengo unas cuantas preguntas que hacerle.

Anne no quería (a) atraer a una multitud al golpear a Roger con el paraguas; (b) que la arrastraran a plena luz del día desde Gray’s Inn Road hasta Holborn, así que le siguió sin decir nada.

Unos minutos después, sentada en el mejor restaurante de Holborn delante de una taza de café con leche y un plato de pasteles deliciosamente indigestos, Anne renunció a sus reservas.

—Está bien, está bien… —exclamó incapaz de contener una sonrisa ante la insistencia de su compañero—, se lo diré. Quería tener una conversación sobre barbas con el portero.

—¿Sobre barbas? —repitió Roger—. ¡Ah! Ya comprendo. Es usted muy lista. Supongo que se refiere a las barbas de los abogados ancianos.

Anne asintió.

—Exacto.

Roger miró admirado a su subordinada.

—Así que usted también ha caído en lo del abogado, ¿eh? ¿De verdad? ¿Usted sólita?

—¡Oh! —exclamó nerviosa Anne—. ¿Usted también lo cree? Es él, señor Sheringham. Estoy convencida. ¿Qué le ha hecho a usted pensarlo?

—Espere un momento —dijo Roger—. ¿Se da usted cuenta de que, según el testimonio del portero, es imposible que sea nuestro hombre?

—¡Su testimonio! —dijo Anne con desdén—. Sé que es él.

—Bueno, entre nosotros, yo también. Y creo saber cómo puede serlo a pesar de lo que diga el portero. Pero, lo que ignoro es quién pueda ser. Por supuesto iba disfrazado, con sus gafas de montura dorada y demás. Es evidente que se trata de un disfraz. ¡Si hoy en día un sombrero de copa ya lo es!

—Yo sí sé quién es —dijo Anne con aire muy astuto—. Al menos eso creo. Quería hacerle unas preguntas al portero para estar segura.

—Sin duda no se las habría contestado. Así que sabe usted de quién se trata. Por eso se puso tan misteriosa ayer a la hora del té…

—Es posible —respondió muy digna Anne, y cogió otro pastel.

—¿Le parecería un atrevimiento que su oficial superior le preguntase quién es?

—Por supuesto —dijo Anne mordisqueando el pastel—. Prometí que se lo diría hoy a la hora del té y así lo haré. Pero no antes. Entonces ya contaremos con alguna prueba más.

—¡Contaremos! —repitió Roger—. ¿Está investigando esto con Jerry?

Es difícil conservar la dignidad mientras uno come un pastel de crema, pero Anne hizo lo que pudo.

—Desde luego que no. Con el señor Pleydell. De hecho —le confesó Anne—, le telefoneé a usted justo después del desayuno, pero había salido; así que llamé al señor Pleydell.

—¿A propósito de qué?

Anne pareció dudar.

—No estoy segura de que deba decírselo.

—¿Por qué no?

—Pues porque pensamos que sería divertido ver si podíamos averiguarlo nosotros y no contárselo a usted hasta estar seguros.

—Pleydell está resultando ser un auténtico bromista —dijo con aspereza Roger.

—En realidad creo que fue idea mía. En fin, le contaré lo siguiente: ayer por la tarde reparé en lo tontos que habíamos sido al pasar por alto una importante línea de investigación. ¿No ve cuál debería ser el punto débil de ese hombre en el caso de lady Ursula?

—¿Se refiere a la posibilidad de que lo hubieran visto con ella?

—¡No! Justo al revés. Si creyera que la habían visto con él no la habría matado. Obviamente su punto débil es la posibilidad de que le hubieran visto salir sin ella del estudio.

—¡Ah! —dijo Roger.

—¿No ve —prosiguió animada Anne— que si la policía lo hubiese investigado solo habrían buscado a un hombre que respondiera a la descripción de Gerald Newsome?

—Lo dudo —la interrumpió Roger—. No son idiotas. Pero siga, siga…

—Bueno, se nos ocurrió que lo que teníamos que hacer era preguntar a la gente del barrio si habían visto salir a un hombre con barba. Por supuesto, no podía hacerlo yo misma, así que se me ocurrió la idea de contratar a una agencia de detectives cuanto antes. Le telefoneé a usted, pero había salido, así que llamé al señor Pleydell y prometió encargarse de ello. Le pareció una idea buenísima —añadió con orgullo Anne—. Dijo que esa pista nos llevaría por el buen camino.

—Pero, si la barba es un disfraz… —dijo con pasmo Roger—, no podría haber…

—¡La barba no es ningún disfraz! —le interrumpió Anne con impaciencia—. Lo demás tal vez lo sea, pero la barba no. Vamos, señor Sheringham, ¿es que no se da cuenta? En fin, supongo que puedo decírselo, aunque no se lo dije ni siquiera al señor Pleydell. Es evidente. Me refiero a que…

—¡Dios mío!

—No —dijo Anne—. Arnold Beverley.