Cuando Roger llegó al Albany, diez minutos tarde para el almuerzo, llevaba la lista en el bolsillo, pero eso no significa que supiera lo que iba a hacer con ella. Investigar personalmente las circunstancias de las veintitantas personas cuyos nombres aparecían en ella le costaría mucho más tiempo del que disponía; sin embargo, no estaba seguro de que no valiera la pena llevar a cabo dicha investigación. El caso era tan turbio que no debía pasarse por alto ningún modo posible de arrojar un poco de luz en él, y, por improbable que pudiera parecer, ¿quién sabe si la clave que estaba buscando no se hallaría en el interior del edificio en lugar de en el exterior?
Al terminar de comer ya había tomado una decisión. La policía, sin duda, sabría algo de los demás inquilinos, pero la línea de investigación que habrían seguido no sería la que habría deseado Roger, por lo que llevaría la lista a una agencia de detectives y les encargaría que hicieran un informe sin reparar en gastos en menos de treinta y seis horas. Justo después de comer telefoneó a Scotland Yard, obtuvo el nombre de una agencia dirigida por un exinspector jefe del departamento de investigación criminal y se apresuró a poner el asunto en sus manos. Le aseguraron que averiguarían a tiempo todo lo que quería (y se aseguró de especificarlo bien claro).
Su siguiente movimiento ya lo había planeado. Obviamente debía hacerle una visita a la señorita Zelma Deeping. Conocía su dirección temporal. Una vez más, llamó a un taxi (Roger tenía la sensación de no haberse ocupado nunca de un caso tan oneroso) y pidió que le llevara a Hampstead.
La señorita Deeping, a quien no había conocido aún, era una joven vivaracha y morena de unos veintiocho años. A Roger no le costó mucho tirarle de la lengua. Enseguida le dijo con franqueza que estaba dispuesta a hablar con él un año entero con tal de ayudar a atrapar al hombre que había asesinado a Dorothy. (Roger reparó en que utilizó el verbo «asesinar». Era evidente que la señorita Deeping no tenía la menor duda respecto a cómo había muerto su amiga). Sin andarse con rodeos, procedió a preguntarle lo que quería.
—¿Cómo iba vestida la señorita Fielder cuando usted se marchó?
—De ningún modo —replicó sin dudarlo la señorita Deeping—. Estaba en la bañera.
—¡Ah! Así que es posible que no llegara a vestirse del todo esa mañana…
—Yo diría que sí. Era lo que llamábamos una «mañana perezosa». Lo hacíamos a veces cuando estábamos muy cansadas, nos dolía la cabeza o algo por el estilo. La perezosa se quedaba en la cama y la otra le servía el desayuno, luego se levantaba cuando le apetecía, se daba un baño y no hacía nada hasta la hora de comer.
Zelma Deeping se esforzaba en hablar en tono desenfadado, pero la voz le temblaba de vez en cuando y una vez se secó disimuladamente los ojos.
—Comprendo —dijo Roger, quien, aterrado de que pudiera echarse a llorar, adoptó un tono brusco y profesional—. ¿Cree usted probable que llevara puesta solo la ropa interior y una bata por encima (imagino que la que había sobre la silla) cuando dejó entrar al asesino?
—Sí —respondió la señorita Deeping—, supongo que sí…
Parecía albergar ciertas dudas.
—¿Por qué no está usted segura? —preguntó enseguida Roger.
—Bueno…, es que no me parece típico de Dorothy que dejara entrar a alguien llevando solo una bata. No éramos lo que puede llamarse dos chicas convencionales, pero en el teatro, cuando se sobrepasan ciertos límites, una se arriesga a echar a perder su reputación, tanto si ha hecho algo por merecerlo como si no. Dorothy y yo siempre andábamos con cuidado. No me refiero a que fuésemos tan mojigatas que no pudiéramos invitar a un hombre a tomar una taza de té si la otra no estaba en casa, pero me extraña que Dorothy recibiera a un hombre por la mañana vestida únicamente con un batín.
—Entonces, ¿qué habría hecho?
—O bien le habría dicho que no podía entrar o, si hubiese sido alguien de mucha confianza, le habría hecho pasar al salón mientras ella iba a ponerse un vestido.
—¿Y si hubiese sido el fontanero, o un empleado de la compañía eléctrica…?
La señorita Deeping sonrió.
—Bueno, eso es distinto. Supongo que es una tontería, pero es diferente. Después de todo, una no…, ¿cómo decirlo?, coquetea con el fontanero, ¿no?
—Bien expresado; sí, es diferente. ¿Y si hubiese sido un actor? ¿También habría ido a ponerse un vestido?
—Sí, estoy segura.
—Sin embargo no lo hizo —señaló Roger—. ¿Se le ocurre a usted alguna explicación, señorita Deeping? Me parece de crucial importancia.
Zelma Deeping pensó un momento.
—Lo único que se me ocurre es que la cogiera por sorpresa nada más abrir la puerta. ¿No podría haber sido eso?
—Sí, desde luego. En fin, he creído entender que la señorita Fielder no salía con muchos hombres, ¿me equivoco?
—No. No era coqueta, si se refiere usted a eso. Las dos teníamos muchos amigos. Pero no eran más que eso.
—¿Está usted segura de que la señorita Fielder no había iniciado hacía poco una relación con alguien? —Roger sabía ya que la moralidad de Dorothy Fielder había sido tan estricta como habría podido desear cualquier defensor de la pureza del teatro británico. Pero eso no quería decir que no pudiera haber recibido en bata a un hombre concreto.
La señorita Deeping no tardó en frustrar sus esperanzas.
—No, seguro que no. Sin duda me lo habría dicho (llevábamos seis años viviendo juntas) y nunca me habló de ningún hombre en particular.
—¡Vaya! —dijo decepcionado Roger; hasta aquel momento la conversación no había llevado a ninguna parte. Probó un nuevo enfoque—. Y, claro, estará usted convencida de que, cuando usted salió, la señorita Fielder estaba sola.
—Desde luego —afirmó sorprendida la chica—, si hubiese habido alguien en el salón lo habría visto, ¿no cree?
—Sí, supongo que sí —admitió Roger—. ¿Y no vio a nadie en las escaleras, que entrara cuando usted salía o que se comportase de forma sospechosa?
—No, me temo que no.
—Lástima —dijo Roger.
—¿Insinúa usted que el asesino podría haber llegado antes de las once? —preguntó la señorita Deeping—. Porque, si es así, estoy segura de que se equivoca. Dorothy pudo recibirlo en bata unos minutos si se trataba de algo importante, pero estoy segura de que no se habría pasado así dos horas. Le aseguro que es imposible, señor Sheringham.
—¿Ah, sí? Pues ya tenemos clara una cosa. Veamos, hay otro asunto por el que quiero preguntarle, ¿le mencionó alguna vez la señorita Fielder el nombre Newsome?
La señorita Deeping movió la cabeza morena.
—La policía también me lo preguntó. No, estoy segura de que no. En cualquier caso, no me dice nada.
—¿Ni a propósito de una fiesta y un par de encuentros casuales en la calle? —le insistió Roger.
—No, lo siento, no lo recuerdo.
—Pues no sabe cuánto me alegro. Es un buen amigo mío. En fin, una cosa más. ¿Le pareció nerviosa por algo esa mañana? ¿Había dicho algo sobre una propuesta que le habían hecho, algo relacionado con el teatro, supongo?
La señorita Deeping pareció perpleja.
—No, es la primera noticia que tengo. No, sin duda Dorothy no estaba nerviosa por nada. Más bien lo contrario. Y estoy segura de que en el correo de esa mañana no había más que un par de facturas.
—¿Hay alguna otra entrega antes de las doce y media?
—Sí, pero es a las diez y media. Llegó antes de que me marchase y Dorothy no recibió nada.
Roger hizo una pausa.
—Todo esto es muy importante. ¿Está usted segura de lo que me ha dicho?
—¿De lo del correo y los nervios? Sí. Totalmente.
—¡Bien! —respondió Roger—. Bueno, creo que no tengo más preguntas por hoy. ¿Puedo volver a verla si se me ocurre algo más?
—¡Sí, por favor! Estaré en casa todo el tiempo, menos cuando vaya al teatro, claro. Haré cuanto esté en mi mano por ayudarle, señor Sheringham.
Siguió insistiéndole en que no dudase en recurrir a ella hasta que la puerta principal se cerró a sus espaldas.
¡Me gusta la gente del teatro!, se dijo Roger mientras se alejaba a buen paso.
Eran casi las tres y media y en Sutherland Avenue no le esperaban hasta al cabo de una hora. Se encaminó hacia Hampstead Heath.
Hacía una tarde cálida y soleada, y —como indicó una vez el poeta Browning— no hay tarde cálida y soleada que resista la comparación con las de finales del mes de abril. Roger encontró un banco vacío y se sentó media hora a tomar el sol. Mientras descansaba estuvo meditando el resultado de su última visita. Había varios puntos que merecían que los considerase con cierta atención.
Una hora más tarde, a las cuatro y media en punto, subía las escaleras en dirección al piso de Anne, con el corazón un poco acelerado. ¿Habían hecho bien Pleydell y él al permitir que una persona tan frágil corriera semejante riesgo? ¿Y si, por una remota posibilidad, algo hubiese…?
El ruido de voces y risas procedentes del último piso alivió su ansiedad. Llamó a la puerta del salón y la voz de Anne le dijo que entrara. De pie junto a la chimenea, fumando una pipa como si tal cosa, estaba Newsome.
—Caramba, Jerry —dijo Roger con encomiable amabilidad—. Sí que has vuelto pronto.
—¿Vuelto? —respondió sin inmutarse dicho caballero—. Todavía no me he ido.
Roger frunció el ceño.
—¿No irás a decir que has pasado aquí toda la tarde?
—Pues sí, Roger. No me mires así. Perdimos la noción del tiempo.
—No deje que le tome el pelo, señor Sheringham —sonrió Anne—. No ha estado en esta habitación. Pero me temo que se negó en redondo a marcharse. No pude hacer nada.
—¿Qué hay del té que me habías prometido, Anne? —la interrumpió Newsome antes de que Roger pudiera decir nada—. Y tal vez puedas traer otra taza para Roger, de lo contrario me temo que se pondrá muy quisquilloso.
—Y otra para el señor Pleydell, debe de estar al llegar, son ya las cuatro y media —dijo Anne—. De acuerdo. Vamos, no se enfade, señor Sheringham. Gerald solo está bromeando.
—¡Gerald! —exclamó en tono incisivo Roger.
Anne se ruborizó hasta la raíz del cabello, pero conservó su dignidad.
—Bueno, prácticamente lo conozco de toda la vida…, aunque nos hayamos visto muy poco —respondió y salió bien librada.
Roger se volvió hacia Newsome.
—Jerry, ¿te importaría decirme qué has estado haciendo?
—Sí. —Newsome adoptó un gesto más serio—. Roger, creo que debías de estar loco para dejar a esa chiquilla aquí esperando a que la asesinen como a su hermana. No sé en qué debías de estar pensando.
Y siguió diciéndole otras cosas por el estilo y acalorándose cada vez más.
—¡Pero mi querido Jerry…! —respondió Roger tratando de contener la marea—. Estaba totalmente segura con uno de nosotros en la casa de al lado.
—¡En la casa de al lado! —se burló desdeñoso Newsome—. ¿De qué demonios sirve eso?
Prosiguió su monólogo. Lo malo de los amigos de juventud es que se creen con el privilegio de ponerse desagradables y no tener pelos en la lengua.
—De acuerdo, de acuerdo —le interrumpió desesperado Roger unos dos minutos más tarde—. La verdad es que quería que asesinaran a la chica, aproveché su oferta y telefoneé al asesino que había otro trabajito esperándole, no sirvo ni para proteger a una col de Bruselas. Lo admito. Y ahora, ¿te importa decirme qué has estado haciendo?
—Pues cuidar de Anne, por supuesto. Si tuvieses la iniciativa de un mosquito habrías descubierto, como he hecho yo, que hay una trampilla en el techo que conduce a una especie de altillo. Ahí era donde había que esconderse, y no montar un estúpido sistema de timbres que sin duda no funcionaría cuando hiciera falta, amigo mío.
Roger trató de explicarle que el principal objetivo había sido pasar desapercibidos para cualquiera que pudiera estar vigilando la casa, pero Newsome no le hizo ni el menor caso.
—Si quieres, puedes ir a vigilar un reloj despertador en Birmingham —dijo por fin—, pero yo pienso ocultarme en el tejado.
Roger pensó que la presencia de Newsome no plantearía ningún problema, pues aunque alguien podía saber que él mismo estaba participando en la investigación policial y que Pleydell estaba implicado en el caso, no había motivos para que el asesino sospechara de Jerry. De todos modos le hizo prometer que llegaría a la casa al menos una hora antes de que empezase la vigilancia.
—De acuerdo —sonrió Newsome—. En eso estoy de acuerdo. Incluso creo que vendré dos horas antes. Más vale no correr riesgos, ¿no crees?
Llamaron a la puerta y un momento después apareció Pleydell, que arqueó levemente las cejas al ver a Newsome.
—Vaya, Newsome —dijo con naturalidad y disimulando hasta el más mínimo atisbo de sorpresa en su voz—. No esperaba encontrarte aquí.
—Estaba tirándole de las orejas a Roger por el modo en que habéis expuesto el cuello de la señorita Manners al cuchillo del asesino —respondió Newsome de buen humor—. De Roger podría habérmelo imaginado, pero de ti no, Pleydell.
—Por lo visto Jerry se ha unido al grupo —explicó Roger al reparar en el desconcierto de Pleydell, y le explicó lo que pretendía hacer. Pleydell asintió con su habitual cortesía, pero Roger notó que no estaba muy satisfecho con aquel arreglo. Sugirió a Newsome que fuese a ayudar a Anne con el té (propuesta que el otro aceptó con el mayor entusiasmo) y aprovechó la ocasión para decirle a Pleydell en privado que podían borrar a Newsome de la lista de sospechosos.
Pleydell pareció dudar un poco.
—¿Está seguro? —preguntó—. ¿Puede demostrar su inocencia? Admito que Newsome era mi amigo —añadió sin rodeos— y personalmente coincido con usted en que es imposible que sea nuestro hombre, pero hasta que este asunto esté resuelto no tengo amigos.
—Sí, sí —respondió Roger un poco incómodo—. Es la única manera, claro. Pero he repasado los movimientos de Newsome y creo que podemos descartarlo.
Roger sabía que no era cierto; es más, tuvo la desagradable sensación de que Pleydell también. No era fácil engañar a aquel hombre.
—¿Por completo? —se limitó a preguntar Pleydell sin dejar entrever lo que pensaba.
—Al menos en mi opinión —replicó Roger con mucha más sinceridad que antes.
Pleydell se encogió visiblemente de hombros.
—De acuerdo, Sheringham, acordamos que dirigiría usted nuestra investigación y no seré yo quien lo discuta. Pero creo que no deberíamos considerar inocente a nadie hasta haber descubierto al culpable.
Exactamente lo que yo decía hace apenas unas horas, pensó Roger aprovechando que Anne puso fin a la conversación al aparecer con la tetera. ¡Qué extraño!
Pleydell le había dado a entender claramente que no aprobaba el ingreso de aquel nuevo miembro en su sociedad, y menos teniendo en cuenta que el recién llegado había pasado de ser sospechoso a una especie de investigador subordinado, pero se las arregló para no dar esa impresión mientras tomaban el té.
Estuvo tan serio y educado con Newsome como con Anne, aunque Roger, que se dedicó a observarlos entre incómodo y divertido, pensó que nunca había visto a dos hombres tan diferentes.
La conversación, como es lógico, versó sobre la prueba que acababa de pasar Anne, quien, ahora que había concluido, admitió que no le había gustado lo más mínimo.
—Ha sido peor de lo que imaginaba —dijo—. Intenté leer un libro, pero no podía concentrarme. Tenía la desagradable sensación de que ese hombre horrible aparecería de pronto en mitad de la habitación y me atacaría antes de que pudiera alcanzar el timbre.
—Pues imagina cómo te habrías sentido si yo no hubiese estado en la casa —dijo Newsome con lo que Roger consideró una sonrisa fatua. Los años, pensó apesadumbrado Roger, no habían mejorado a Jerry Newsome. Siempre había sido un poco caradura, pero ahora era sencillamente un desvergonzado.
—Exactamente igual —dijo Anne en un tono que en cualquier otra habría sonado coqueto.
—Supongo que habréis acordado alguna señal que te hará caer del techo como un deus ex machina, ¿no, Newsome? —preguntó Pleydell—. Quiero decir que no aparecerás a menos que sea estrictamente necesario.
—¡Oh, no! —respondió enseguida Anne—. Ha prometido no salir de su escondite si no grito.
—Y tú has prometido hacerlo al menor indicio de peligro —le recordó Newsome.
—Desde luego —dijo acalorada Anne—. A propósito, señor Sheringham, tal vez le interese saber que la tarde ha sido productiva, aunque no como esperábamos.
—¡Ah! ¿Y cómo es eso?
—He estado pensando. Y he descubierto un par de cosas interesantes. La verdad es que he atado un par de cabos. ¿Sabe, señor Sheringham? Creo que ha estado usted ciego.
—No me cabe la menor duda —respondió Roger—. Pero le quedaré muy agradecido si tiene la bondad de abrirme los ojos.
—Creo que lo haré, dentro de uno o dos días —replicó sin inmutarse Anne—. Quiero darle vueltas a una teoría y, si ciertos detalles son como sospecho, tal vez les sorprenda a todos.
—Dudo que haya nada que pueda sorprenderme en este asunto —dijo Pleydell con una triste sonrisa.
—Pues esto lo hará… —repuso con dulzura Anne.
—Pero, Anne —la interrumpió Roger—, habíamos quedado en compartir lo que averiguásemos.
—Excepto esto —sonrió Anne—. Antes quiero comprobar un par de cosas. No quiero que se burlen ustedes de mí, así que no pienso apresurarme; aunque…, veamos, mañana le toca a usted montar guardia, ¿no? Pues bien, si viene solo a tomar el té a las cuatro y media, tal vez se lo cuente.
—Vaya, Anne —objetó Newsome—, ¿significa eso que yo me quedo sin té?
—¡Qué va! —respondió Anne todavía con mayor dulzura—. Hay un montón de cafeterías baratas en Kilburn High Road.