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El señor Sheringham se afana

Moresby hizo prometer a Roger que la inminente detención de Newsome seguiría siendo un secreto entre los dos y no puso objeciones a que informara al propio Newsome dado que ya debía de suponérselo y no tenía sentido seguir ocultándoselo, pero no debía saberlo nadie más. Roger prometió guardar silencio, aunque eso significaba que no podría contárselo a sus dos socios, y comprometió su palabra también en nombre de Newsome.

En el taxi, camino del Albany, se esforzó por identificar el problema. Si tenía que establecer la inocencia de Newsome en dos raquíticos días, tendría que ponerse manos a la obra cuanto antes, pero ¿por dónde empezar? No veía ningún punto de apoyo desde el que iniciar sus pesquisas. ¿El mayordomo y la nota, tal vez? Era el único hecho novedoso que había salido a la luz.

Lo primero que hizo al llegar a sus habitaciones fue telefonear a Pleydell. Sin traicionar su promesa, le informó de que de un momento a otro podían producirse acontecimientos de crucial importancia, por lo que era esencial que pusieran en práctica cuanto antes lo acordado el día anterior. Pleydell respondió que todo estaba arreglado, que lo dispondría para empezar esa misma tarde y que ya había informado a los sospechosos que le habían asignado. Cuando Roger le preguntó sorprendido cómo iba a hacerlo, si ya eran más de las once, le respondió lacónico que si decía que lo haría era que lo haría. Roger aceptó su respuesta y le preguntó si le importaría montar guardia esa tarde, pues él tenía otras ocupaciones. Pleydell respondió que para él sería un placer.

—Caramba, a este hombre no se le caerá la casa encima —comentó Roger al colgar el auricular.

—¿A Pleydell? —preguntó Newsome—. ¿De qué estabais hablando?

Roger le explicó lo de la sociedad que habían formado y los planes que tenían.

—Creo que deberíamos llamarla la Liga para la Defensa de Jerry Newsome —concluyó—. Por cierto, no debes decirle a nadie lo que vamos a hacer, y menos a la policía.

—Pero, por el amor de Dios, ¿hay alguna esperanza de que consigáis algún resultado?

—Yo diría que solo una lejanísima —respondió ecuánime Roger—. Si ese tipo se presenta será que es deficiente en más de un sentido y estoy seguro de que no es así. Pero, por pequeña que sea, no deja de ser una esperanza, y no veo ninguna en nuestros otros planes, por lo que al menos debemos probar suerte.

—Me apetece volver a ver a esa chica —observó Newsome—. ¡Anne Manners! ¿Quién iba a decirlo? Debe de tener muchas agallas.

—Es la chica más menuda y con el corazón más grande que he conocido —afirmó Roger con un apasionamiento inusitado—. Pienso convertirla en la heroína de mi próximo libro.

—¡Pobre chica! —comentó el señor Newsome a quien al parecer ni siquiera una detención inminente podía inspirar el menor respeto por el talento literario de su amigo de la infancia—. ¿Qué ha hecho para merecer semejante castigo?

Roger pasó por alto aquel chascarrillo.

—Déjate de bromas y dime: ¿te preguntó la policía por una nota que supuestamente te dejó lady Ursula el día antes de que la mataran?

—Sí, algo dijeron, pero no sabían lo que decían. No me dejó ninguna. Johnson (mi mayordomo) me contó que pasó por casa para lavar a su perro o no sé qué despropósito, pero…

—Vamos —le interrumpió Roger—. No tenemos tiempo que perder.

—¿Adónde vamos?

—A tener unas palabras con Johnson.

Salieron corriendo.

Johnson resultó ser un hombrecillo reseco de dientes prominentes que sentía devoción por su amo y muy poco aprecio por la policía. Al cabo de tres minutos de hablar con él, Roger empezó a comprender lo mucho que debía de haberles costado sacarle aquella información.

Sin embargo, su historia no podía ser más sencilla. Lady Ursula había dejado la nota. Johnson la había visto con sus propios ojos cuando ella entró en el dormitorio del señor Newsome para acicalarse un poco después de lavar al perro (estaba claro que las convenciones no significaban nada en la vida de lady Ursula). Sin duda era la misma nota que había encontrado la policía. Johnson no tenía ni idea de que su amo no la hubiera recibido o no habría dicho nada.

—¿Así que la dejó sin más sobre la mesa? —preguntó Roger—. ¿Sin doblarla ni meterla en ningún sobre?

—Eso es, señor, la dejó sin más sobre la mesa.

Ni que decir tiene que Johnson no la habría leído de haber sabido de qué se trataba, pero al verla allí, pensó que era algo del señor Newsome y cuando fue a recogerla reconoció la letra de lady Ursula.

—¿Qué había escrito en la parte de arriba? —preguntó Roger—. ¿Algún nombre o algo por el estilo?

—Que yo recuerde, la palabra «Jerry», señor —replicó Johnson con aire avergonzado, como si se disculpara por haber pronunciado aquel hipocorístico.

—Comprendo. Veamos, ¿vino alguien después de que se marchase lady Ursula y llegara el señor Newsome?

—No, señor —replicó Johnson con decisión.

—¿Nadie? Entonces, ¿cómo desapareció la nota?

—No lo sé, señor. No estoy seguro. Sé que la dejé aquí. Solo se me ocurre que el señor Newsome no la viera y que al día siguiente la tirase sin darme cuenta.

—¿Y que ninguno de los dos reparase en ella? No, eso no tiene sentido. Veamos, esto es muy importante, así que haga un esfuerzo y rebusque en su memoria. ¿Está usted seguro de que esa tarde no entró aquí nadie más?

—Totalmente, señor. Verá, yo mismo me fui poco después de marcharse lady Ursula. Lo recuerdo muy bien. El señor Newsome no iba a volver hasta más tarde y tuvo la amabilidad de decirme que no me quedara en casa si me apetecía salir a tomar un poco el aire. No volví hasta después de las seis.

—¿Y qué estuvo usted haciendo? —preguntó con brusquedad Roger.

Johnson pareció un poco picado.

—Fui al cine a ver una película, señor —replicó con dignidad.

Roger no quiso hacer comentarios sobre lo que entendía el mayordomo por salir tomar el aire.

—En fin, menudo misterio —dijo—. Estoy convencido de que alguien se hizo de algún modo con la carta. ¿Tiene el portero llave del piso?

—No, señor. Pero, ya que lo pregunta, le diré que nos falta una llave. Siempre habíamos tenido tres y ahora solo nos quedan la del señor Newsome y la mía. La de recambio se ha perdido.

—¿Cuándo se perdió?

—¡Oh!, hace ya varios meses. Pero no creo que tenga mucha importancia, señor. —Johnson volvió a parecer avergonzado—. El señor Newsome siempre pierde las cosas, espero que no le moleste que lo diga.

—Johnson está tratando de decirte educadamente que fui yo quien la perdí —se rio Newsome—. Era mi llave y me la robaron del bolsillo. No solo perdí la llave sino también la cartera, con un montón de billetes. No tiene mayor importancia.

Roger asintió.

—Gracias, Johnson. Eso es todo.

Cuando estuvieron solos se volvió hacia Newsome.

—Qué cosa tan rara. Es imposible que ninguno de los dos reparaseis en la nota. ¿Es Johnson totalmente de fiar?

—Totalmente —respondió airado Newsome—. Lleva en nuestra familia desde niño.

—En fin, al menos nos ha dicho algo interesante —murmuró Roger—. Ya has oído que la nota no estaba en un sobre. Sin embargo, cuando la encontramos, alguien la había doblado.

—¿No sería el tipo que la cogió?

—Sí, claro. Pero lo más interesante es el modo en que la doblaron. No es que nos sirva de mucha ayuda, y me temo que no interesará a la policía; aunque es un punto a tu favor, pero dejémoslo por ahora. Tengo que ir a Maida Vale a advertir a Anne Manners de que empezaremos esta tarde.

—Te acompañaré —dijo enseguida Newsome.

—Claro —asintió Roger—, y puedes traerte también al tipo ése que te anda siguiendo.

Salieron a la calle y Newsome miró a uno y otro lado.

—Vaya —dijo—. El tipo ha desaparecido.

Roger echó un vistazo. No se veía un alma.

—Caramba —exclamó—, no se puede negar que Moresby cumple sus promesas.

Anne y la señorita Carruthers los recibieron con amabilidad y Newsome aprovechó la oportunidad para renovar su leve amistad con la primera. Roger, en cambio, no se anduvo con tantos preámbulos, no estaba muy seguro de lo que debía hacer, pero sabía que tenían que actuar cuanto antes. Además Newsome podía quedarse allí. Por lo visto no tenía mucho más que contar y aquel lugar aún sería mejor para su moral que el piso de Roger.

Con el pretexto de despedirse, Roger llevó a Anne al rellano, cerró firmemente la puerta del salón y le informó de que empezarían esa misma tarde.

A Anne le brillaron los ojos.

—¡Cuánto me alegro! —dijo—. Los obreros vinieron a primera hora y tenía la esperanza de poder empezar hoy. Le dije al casero que eran los fontaneros que venían a revisar los desagües y pareció tan aliviado al ver que no tenía que pagarles él que no dijo ni una palabra. Vive en la planta baja.

—¿Y no está usted asustada, Anne? —preguntó Roger.

—No tendré tiempo de estarlo; estaré demasiado ansiosa por atraparle. Pero ¿le he dado permiso para llamarme Anne?

—¿No lo ha hecho? ¡Qué olvidadiza! Pero se lo advierto, siempre llamo a mis cómplices por su nombre de pila. Y a las chicas de menos de veintiún años también.

—Buenos días, señor Sheringham —dijo Anne, y dio un paso en dirección a la puerta.

—¡Oh!, y a propósito, Anne —respondió enseguida Roger—. Sea amable con mi buen amigo Jerry, ¿quiere?

—Seré educada. Aunque espero que no haya olvidado usted que está en nuestra lista de sospechosos.

—Ya no. Pero no se lo diga a nadie, ni siquiera a Pleydell. Es un secreto crucial. Entre nosotros, Anne (y esto es altamente confidencial), no es el hombre que buscamos, aunque las pruebas apuntan a que lo es.

—¿Quiere usted decir que lo busca la policía? —preguntó Anne con los ojos abiertos como platos.

—Si no es así —replicó Roger con una evasiva—, es que están incumpliendo con su obligación. Se encuentra en una situación muy delicada. Y, a propósito, le he puesto al tanto de nuestros planes.

Anne pareció dudar.

—¿Le parece prudente, señor Sheringham?

—¿Puedo permitirme recordarle, Anne Manners —replicó muy digno Roger—, que estoy a cargo de esta investigación? Manos a la obra, jovencita. Pasaré a las cuatro y media para comprobar que sigue usted con vida. Hasta entonces, au revoir.

Mientras bajaba las escaleras Roger miró su reloj. Eran justo las doce y media. Haría una visita a Gray’s Inn Road antes del almuerzo.

Roger estaba convencido de que la única forma de exculpar a Newsome era averiguar quién había cometido verdaderamente los asesinatos; en vista de la acumulación de pruebas, no bastaría con ninguna otra cosa. Además, ¿qué otro modo había de probar que Newsome no era culpable? De momento, los hechos demostraban de forma casi concluyente que lo era. Incluso en el caso de Janet Manners había una conexión.

Pero si Gerald Newsome no había matado a Dorothy Fielder, ¿quién lo había hecho? El operario estaba libre de sospecha, el anciano caballero con pinta de abogado no se encontraba en el edificio. La única posibilidad era que el verdadero asesino hubiese llegado después de que el portero se fuese a almorzar a eso de la una. Pero Jerry había llamado a la una en punto y no había obtenido respuesta.

Sentado en su taxi, Roger trató de analizar aquel punto en particular. Dorothy Fielder le había pedido, casi con descaro, que la invitara a comer. ¿Sería posible que, de haber podido hacerlo, no hubiera respondido al timbre sabiendo por la hora que debía ser él? Sin duda no. O sea que no había podido hacerlo. ¿Por qué no? Dando por sentado que no había cambiado de opinión, la única respuesta parecía ser que se lo habían impedido a la fuerza. Sin embargo, nadie podía habérselo impedido porque el asesino no había llegado antes de la una; eso estaba claro.

—¡Demonios! —dijo Roger encendiendo un cigarrillo.

Pero ¿estaba lo suficientemente claro? Quedaba el lapso de tiempo entre las once, cuando salió la otra chica, Zelma Deeping, y las doce, cuando el portero empezó a vigilar la puerta. ¿Sería posible que el asesino hubiese llegado durante ese rato? En tal caso, debía de haber estado en el piso hasta después de la muerte de la chica a eso de la una y media. ¿Por qué, si ése había sido el caso, había tardado tanto en matarla? ¿Acaso sabía que el conserje no estaría en la puerta entre la una y las dos y que en ese momento podría salir sin que nadie lo viera? Roger pensó que era una idea muy interesante, que indicaba que el asesino estaba muy familiarizado con los horarios del edificio, en otras palabras que conocía muy bien a la propia Dorothy Fielder. ¿Cómo encajaba eso con la teoría de Pleydell de que podía tratarse de un actor? Perfectamente. Pero entonces uno se topaba otra vez con sir James Bannister y Billy Burton y ni el elegante sir James ni el esbelto y mercurial humorista conocido por su público como Billy Burton podían ser el hombre a quien estaban buscando. ¡Maldita sea!

Pero ¿de verdad eran solo ellos los posibles sospechosos? ¿Debía el asesino haber estado en Montecarlo cuando se produjo la primera muerte? ¿No sería posible (y Roger dio un respingo) que la muerte de Montecarlo fuese un auténtico suicidio que hubiera excitado la imaginación de un sádico asesino que se había sentido obligado a seguir haciendo lo mismo? Era una idea.

Mientras le daba vueltas y más vueltas llegó a las puertas del edificio.

Decidió meditar más tarde aquella nueva posibilidad y fue a buscar al portero.

—Buenos días —dijo muy animado—. Supongo que me recordará. Estuve aquí con la policía el jueves pasado a propósito de la muerte de la señorita Fielder en el apartamento número seis.

—¡Oh, sí, señor! —murmuró el portero.

—Hay una o dos cosas que me gustaría preguntarle —prosiguió Roger con autoridad—. Por lo que nos ha contado, parece evidente que el asesino debió de llegar después de la una o antes de las doce. ¿Hay algún modo de averiguar quién entró en el edificio entre la hora en que salió la señorita Deeping, poco después de las once, y antes de las doce?

El portero negó con la cabeza.

—No, señor, me temo que no. Cualquiera podría haber entrado sin que nadie se diera cuenta.

—Comprendo. Es una lástima. Y dígame, suponiendo que el asesino entrara en el edificio entre las once y las doce, pero por algún motivo no quisiera entrar en el piso hasta mucho después, ¿hay algún sitio donde pudiera ocultarse? Digamos un armario, un desván o algo por el estilo.

Una vez más el portero movió la cabeza.

—No, señor. En las escaleras no hay nada, ni armarios ni nada parecido. A menos que se ocultara en otro apartamento, no se me ocurre cómo podría haber pasado inadvertido en el interior del edificio.

—¡Ah! —dijo pensativo Roger—. Sí, no se me había ocurrido… Oiga, necesito una lista de los nombres y profesiones de los demás inquilinos. Vaya diciéndomelos que yo tomaré nota. Usted vive en el número 1. ¿Quién vive en el número 2…? —El portero le proporcionó la información que quería—. Veo que se alojan aquí muchos artistas del mundo del teatro.

—Hay artistas y artistas —respondió sombrío el conserje—. Quiero decir que los hay que dicen que están en el teatro porque de verdad lo están, y quienes lo dicen porque algo tienen que decir.

—En otras palabras «supuestas actrices», pero no irá usted a decirme que aquí hay muchas de ésas.

—En un sitio tan grande hay gente de todo tipo —respondió el portero con aire de resignación.

—Pero ¿no es muy estricto el casero?

—Bueno, lo es, sí…, pero no siempre es tan fácil. Me refiero a que si es una señora como la del número 7, que solo tiene… En fin, a lo que me refiero es a que… —dijo el portero dejando de esforzarse por envolver los hechos en circunloquios y explicando sin más a lo que se refería.

—Vaya, vaya —respondió Roger—. Supongo que sería indiscreto por mi parte preguntar más…

—Me pagan para tener la boca cerrada, señor —replicó el conserje con elocuencia.

Roger, que no tenía intención de pagarle para que volviera a abrirla para sonsacarle información puramente escandalosa, esbozó una sonrisa no menos elocuente y siguió con su lista.