La carta que Roger abrió como si tal cosa a la mañana siguiente y que empezó a leer mientras se servía café con una mano decía lo siguiente:
Querido Roger:
¿Qué ha sido de ti todos estos años y por qué demonios no me has llamado? Y no preguntes por qué no te he llamado yo a ti, porque te lo he preguntado yo primero. Enhorabuena por tus libros y demás, aunque no sé qué habrá sido del público si te has convertido en un autor de éxito. Dios mío, cuando pienso en… Aunque supongo que a ti esas cosas ya te dan igual.
Bueno, en caso de que quieras saber por qué he quebrantado nuestro voto de silencio, te lo diré. He leído lo que escribes en The Courier y se me ha ocurrido que tal vez te gustaría participar en una cause célebre antes de la detención, porque, si no me equivoco, no tardará en producirse una y yo seré el detenido.
La verdad, amigo, es que me parece que estoy metido en un buen lío. No lo creerás, pero estoy convencido de que la policía va a detenerme acusado nada menos que de asesinato. Por una desdichada coincidencia, estoy implicado en ese caso sobre el que guardan un sospechoso silencio todos los periódicos (supongo que habrás oído rumores); una chica llamada Dorothy Fielder que se ahorcó con una media en su piso en Gray’s Inn Road hace una semana, después de que otras, entre ellas lady Ursula Graeme, hicieran lo mismo. Pero seguro que ya lo sabes.
En resumidas cuentas, la policía parece convencida de que no lo hizo ella, sino que yo la asesiné. Estupendo, ¿verdad? No me lo han dicho con tantas palabras, pero es evidente que lo creen. En todo caso, me han tomado declaración y las huellas dactilares, me han interrogado media docena de veces ¡e incluso se han llevado muestras de mi papel de cartas! De hecho, me han preguntado por mis movimientos desde principios de febrero y no estoy del todo seguro de que no sospechen que las asesinara a todas.
En fin, todo el mundo sabe lo que hiciste en Wychford, e incluso yo, que sé cómo eres, tengo que admitir que fue un buen trabajo. A lo que me refiero es a si te importaría mucho echarme una mano y ayudar a librarme del patíbulo. Porque, dicho sea entre tú y yo, Roger, la verdad es que, por muy anticuado que te parezca, jamás he asesinado a nadie.
En cualquier caso, si te apetece, llámame mañana cuando leas esto y te daré todos los detalles. Mi número es Hyde 1266. He hablado con mi abogado, claro, pero ya sabes cómo es esa gente.
Tuyo moriturus,
Jerry Newsome.
—¡Dios mío! —exclamó Roger y corrió al teléfono—. ¿Eres tú, Jerry? —preguntó en cuanto consiguió línea—. Soy Roger. ¿Estás vestido? ¿Sí? Pues ven para acá enseguida. No, no vale la pena esperar al almuerzo. Supongo que me escribiste antes de que te dieran anoche mi recado, ¿no? Sí, nos hemos cruzado. Enseguida, en taxi, avión o como quieras, pero date prisa. ¡Muy bien! —Colgó el receptor.
Conque por eso ha estado tan esquivo el bueno de Moresby, pensó Roger engullendo el beicon y los huevos a toda velocidad. No me extraña, después de decirle que Jerry era un gran amigo mío. No quería levantar la liebre. Y la verdad es que me habría puesto en una situación muy incómoda. Pero ahora tengo las manos libres para hacer lo que mejor me parezca. Dios mío, ¿sería Jerry el tipo de los guantes de gamuza? Esto promete ser un buen embrollo.
Después de dar cuenta de su desayuno en un tiempo récord, Roger encendió la mejor pipa del día y justo en ese momento hicieron pasar a Gerald Newsome. Era un hombre robusto y proporcionado de la edad de Roger —que rondaba los treinta y tantos— y conservaba el aire vigoroso y saludable de su atlética juventud; su cabello oscuro empezaba a clarear por encima de las sienes y era tan rubicundo como un campesino. Le estrechó la mano a Roger con tanta fuerza que éste torció el gesto.
—Caramba, Jerry —dijo Roger, tras intercambiar los primeros saludos después de catorce años sin verse—, te has metido en un buen lío, ¿eh?
Newsome pareció deprimirse.
—Roger —dijo con franqueza—, estoy metido en un lío de mil demonios.
—Pues sí —coincidió Roger con idéntica sinceridad—. Solo sería peor si de verdad hubieses cometido esos asesinatos tan interesantes. Y no es así, ¿verdad?
—Por supuesto que no —sonrió Newsome—. Tengo mala memoria, pero no tanto.
—En fin, siéntate y cuéntamelo todo. A propósito, antes de nada debo decirte que has ido a dar con el hombre adecuado, Jerry. Llevo metido en este asunto desde el principio.
—¡Qué me dices! —comentó el señor Newsome.
Ambos se sentaron y Roger le explicó brevemente el papel que había representado en el caso y la situación en que se encontraba en ese momento.
—… y así se explica que me hayan estado dando esquinazo —concluyó—. Y menos mal, porque así puedo actuar como mejor me parezca. Y me parece que lo primero que debemos hacer es demostrar que no eres el hombre a quien buscan.
—Pues lo vas a tener difícil —opinó apesadumbrado Newsome—. Lo malo es que estuve todo el tiempo en ese condenado edificio.
—No me digas que el tipo de los guantes de gamuza eras tú.
—Sí, maldita sea. Y al parecer incluso tienen una huella dactilar mía.
—Cuéntame exactamente lo que pasó —dijo Roger.
Gerald Newsome empezó su relato.
No tenía mucho que contar. Conocía a la muerta, pero solo de vista. Se la habían presentado en una fiesta y había charlado con ella en la calle en un par de ocasiones. Por eso le sorprendió tanto que le telefoneara la mañana del asesinato a eso de las doce y media y le diera a entender, sin demasiada delicadeza, que le encantaría que la llevara a comer para hablar de esa «idea tan interesante».
—¿Qué idea? —preguntó Roger.
—¡Vete a saber! Solo te cuento lo que me dijo. No sabía nada de una idea interesante ni de Dorothy Fielder, pero ella parecía dar por supuesto que sí, por lo que me pareció mejor tener tacto y fingir que sabía de lo que hablaba y dije: «¡Oh, sí, claro!». O algo por el estilo.
—Comprendo —dijo Roger—. Continúa.
—El caso es que me pidió que pasara a recogerla a la una en punto y yo acepté. Y lo hice. Llamé al timbre tres o cuatro veces, pero no obtuve respuesta. Esperé en el rellano unos diez minutos, pero no se presentó, así que pensé que habría cambiado de planes sin avisar, como hace siempre la gente del teatro, y que ya no quería que la invitaran a comer a la una en punto. Así que me fui y ya está.
—¿Te fuiste? ¿A qué hora?
—Poco después de la una. Entre la una y diez y la una y cuarto, supongo.
—Y dejaste tu huella dactilar en el timbre.
—¡Ah! ¿Fue ahí donde la encontraron?
—Sí, y fui yo quien la encontró, maldita sea. Ojalá no hubiese sido tan listo. Es una prueba muy comprometedora. No podrás negar haber estado en el edificio esa mañana.
—Ni tampoco quiero hacerlo. Cuando me interrogaron le dije a la policía que había estado allí. ¿Por qué iba a negarlo?
—Eso mismo digo yo… —respondió Roger—. ¿Y cogiste un taxi nada más salir del edificio?
—No, estuve paseando por Holborn y almorcé en un restaurante.
—Pues eso debería servirte de coartada.
—Es lo que pensé. Pero la policía no parece estar de acuerdo. Ellos no me lo han dicho, claro, pero cuando les conté que llegué al restaurante a eso de la una y veinte, o en todo caso no más tarde de la una y media, dijeron: «Sí, sí», como si me siguieran la corriente, que es otro modo de decir: «Mientes». Al menos es lo que me pareció.
—Lo comprobaré —dijo Roger y tomó nota.
—Lo cierto es que no me atendieron enseguida, había mucha gente. Es uno de esos sitios donde comen los hombres de negocios en Kingsway. No creo que el camarero esté dispuesto a jurar a qué hora llegué. Al fin y al cabo, no creo que se diera ni cuenta. Pero lo malo es que no me identificó en la rueda de reconocimiento.
—¡Ay, Dios!, ¿te han hecho participar en una?
—Eso me temo. En la comisaría de Gray’s Inn Road. Me pusieron con otros siete tipos y el portero del edificio me reconoció en el acto. Igual que el taxista que me llevó allí, aunque a él le costó un poco más. Y, claro, el camarero no me reconoció.
—¡Uf!, quisiera saber por qué no te han detenido todavía. Supongo que les deben de quedar algunos cabos sueltos. Saben que se va a organizar un buen revuelo y no quieren correr riesgos. Y saben que no intentarás darte a la fuga.
—De nada me serviría intentarlo. Es como si ya me hubiesen detenido, estoy en una especie de libertad vigilada. Me siguen constantemente y hay un hombre instalado delante de mi casa. Seguro que ya hay uno abajo.
—Pues tanto peor para él. Supongo que harías una declaración, ¿no?
—Sí, me llamaron una o dos veces a Scotland Yard para interrogarme. Respondí a todas sus preguntas, por supuesto; pensé que lo mejor en cualquier caso es siempre decir la verdad.
—Desde luego —asintió Roger.
—La última vez me preguntaron si tenía alguna objeción en firmar una declaración que incluyera todo lo que les había contado. Les dije que no me importaba lo más mínimo. Me dieron un documento que hojeé por encima y todo parecía en regla, así que lo firmé.
—Ya. ¿Y el documento se refería solo al caso de Dorothy Fielder?
—No. Se refería a todas. Estoy convencido de que creen que las despaché a todas, Roger.
—Bueno, está claro que quienquiera que matara a Dorothy Fielder mató a las demás. Pero no veo qué pueden tener contra ti respecto a las otras. Eso debe de ser lo que les contiene. A propósito, ¿qué pasó con el papel de cartas?
—¡Oh!, parecían muy interesados. Solo Dios sabe por qué. Empleo uno gris azulado con mi dirección de Clarges Street…
—No será Princess Bond Superfine, ¿verdad?
—Sí, creo que se llama así o algo parecido, ¿por qué?
Roger gruñó.
—Solo otra desagradable coincidencia en tu contra. De acuerdo, continúa. ¿Qué más te preguntaron?
Newsome se ruborizó y se movió incómodo en su silla.
—Me hicieron un montón de preguntas impertinentes sobre Ursula Graeme —respondió con voz ronca.
—Era de esperar, claro, pero tú no la conocías de nada.
—Al contrario —dijo Newsome a regañadientes—. La conocía muy bien.
Roger estuvo a punto de dar un respingo.
—¿Ah, sí? Dios, Jerry, esto se pone cada vez peor.
—Pero ¿por qué? No lo entiendo. ¿Por qué demonios no iba a conocer a Ursula? Eso no significa que la asesinara, ¿o sí?
—No, claro que no. Pero… es un poco raro. Dime hasta qué punto la conocías y dame todos los detalles.
—De acuerdo, supongo que a estas alturas ya poco importa. La policía parece enterada de todo. Bueno, por decirlo brevemente, Ursula y yo fuimos muy buenos amigos hace un tiempo. Supongo que debimos de dar pie a muchos cotilleos. Viejas brujas propagando la feliz noticia de que íbamos a casarnos y demás. Hasta que apareció Pleydell, claro.
—¡Dios mío! ¿Y Pleydell te la quitó?
—¡No, hombre, no! Eso no son más que bobadas. Nunca habíamos hablado de matrimonio. Salíamos mucho juntos y ya está. No estábamos enamorados ni nada. Fui el primero en alegrarme de que Ursula se prometiera con un tipo tan decente como Pleydell, aunque tenga un poco de sangre judía. Es un tipo estupendo, aunque tal vez un poco frío para una chica tan animada como Ursula. No, todo lo contrario, yo llevaba meses diciéndole que no perdiera tiempo en prometerse o perdería la ocasión.
—Lo cual demuestra mucho tacto por tu parte —observó Roger—. No obstante, si tenías esa relación con ella, supongo que no había nada de cierto en los rumores, pero la policía debe de haberse enterado y me temo que van a tratar de ponerte las cosas muy difíciles.
—¡Oh, ya me las arreglaré! —dijo Newsome, aunque sin mucha convicción.
—Claro —coincidió jovial Roger—. Seguro que nos las arreglaremos para sacarte de este lío. Pero tenemos que actuar cuanto antes. Bueno, ya hemos hablado de los dos últimos casos. En el anterior, el de Elsie Benham, la supuesta actriz, el asesino pudo ser cualquiera. ¿Y qué hay de la primera asesinada en Inglaterra? ¿No tienes coartada para la tarde en que mataron a Unity Ransome?
—No sé lo que hice esa tarde. ¿Cómo quieres que me acuerde? Apenas hacía una semana que había vuelto a Londres, es lo único que recuerdo. Pues claro que no tengo coartada.
Siguieron hablando. Roger le hizo cuantas preguntas se le ocurrieron, pero ya habían hablado de lo principal y no se les ocurrió nada nuevo. Newsome, a pesar de sus esfuerzos por aparentar indiferencia, estaba muy preocupado y Roger le presionó para que se quedara a comer y aguardase el resultado de una visita que pensaba hacer cuanto antes a Scotland Yard, pues tuvo la sensación de que el mejor tónico que podía prescribir era un cambio de aires y un poco de camaradería.
Newsome aceptó en el acto y Roger fue a ponerse ropa más apropiada para una visita a Scotland Yard.
Media hora después estaba solicitando audiencia para ver a Moresby.
El inspector jefe le recibió con una especie de sonrisa avergonzada.
—Imaginaba que vendría usted, señor Sheringham —dijo—. Hace casi una hora que le espero.
—Sí. Supongo que su hombre le habrá telefoneado para advertirle de que estaba en el Albany. Bueno, inspector, ¿no tiene nada que decirme?
—Sabía que lo descubriría antes o después, señor Sheringham —dijo Moresby como un penitente que no estuviera muy arrepentido—, pero teníamos que mantenerle al margen el mayor tiempo posible. No queríamos que advirtiese usted a su amigo, pues eso habría entorpecido mucho la investigación.
—Está usted perdonado —dijo Roger con magnanimidad—. Supongo que no servirá de nada decirle que se equivocan de hombre, ¿verdad?
Moresby movió la cabeza.
—Temía que dijera eso, señor Sheringham. Ojalá fuese cierto, pues no parece encajar, como si duda habrá venido a decirme.
—Algo por el estilo —admitió Roger.
—Y reconocerá que le estamos dando muchas oportunidades. Con las pruebas que tenemos podíamos haberle detenido hace días, pero estamos violando algunas normas para estar totalmente seguros. No crea que quiero cargarle el mochuelo, Sheringham. Es un hombre agradable y un auténtico caballero y admito que casi parece imposible. ¡Pero fíjese en las pruebas! ¿Cómo no darles crédito?
—Sí, lo sé. En fin, demuestra usted tener mejores sentimientos de lo que imaginaba, y en correspondencia admitiré que las pruebas parecen irrebatibles. De hecho lo son.
Roger se sentó en la esquina de la mesa del inspector jefe y se puso a balancear el pie con aire pensativo.
—No sé lo que habrá averiguado, señor Sheringham —prosiguió el inspector jefe desplomándose en su silla—, pero ahora que se ha destapado el pastel no tengo inconveniente en decirle todo lo que sabemos. Y, si puede usted demostrar que su amigo no es culpable y otro hombre sí, seré el primero en alegrarme.
—Moresby —dijo Roger—, es usted muy poco profesional. ¿Es que no ha leído novelas? Debería saber que ningún detective de Scotland Yard quiere que se escape su víctima. Bueno, ¿le importa exponerme las pruebas?
Así lo hizo Moresby y su relato siguió precisamente las líneas que había imaginado Roger. En ausencia de ningún otro desconocido en el edificio en el momento de la muerte de Dorothy Fielder, a excepción del operario cuya coartada era intachable, Newsome debía ser el asesino, tanto por eliminación como por las pruebas proporcionadas por el taxista y el portero que lo relacionaban directamente con aquel piso; la coartada que había dado no se tenía en pie, el camarero no podía jurar que hubiera llegado antes de las dos menos cuarto, y el forense había dicho que la muerte podía haber ocurrido a la una y cuarto. En lo tocante al caso Fielder, Newsome no tenía dónde agarrarse.
El caso Graeme era casi igual de concluyente y había además un móvil. Lady Ursula había dejado a Newsome por otro hombre: ¿cuántos asesinatos se habían cometido por ese motivo? —«Ya sabe, si no ha de ser mía, no será de nadie», explicó el inspector jefe—. Por si fuera poco, el único de los tres sospechosos que utilizaba aquel papel de carta era Newsome; y la policía podía demostrar que la nota que supuestamente había dejado lady Ursula en realidad la había escrito el propio Newsome un día antes de su muerte.
—¡Ah! —exclamó Roger—. No lo sabía. Qué interesante. ¿Y cómo van a probarlo?
En fin, admitió el inspector jefe, la prueba no era del todo concluyente, pero casi. El mayordomo de Newsome había declarado que lady Ursula iba con frecuencia a tomar el té, pero que después de su compromiso fue mucho más raramente. La tarde del día anterior a su fallecimiento, no obstante, llamó al timbre y le explicó al mayordomo que su perro, un sealyham blanco, se le había escapado de entre los brazos y había echado a correr hacia la calle, donde, aparte de estar a punto de morir atropellado varias veces, se había ensuciado de barro, y le preguntó si podía lavarlo en el cuarto de baño.
—Tengo la impresión —dijo el inspector jefe— de que cuando lady Ursula pedía permiso para algo era como si ya tuviera decidido hacerlo. En cualquier caso, no prestó atención a las objeciones del mayordomo, si es que puso alguna, entró directamente en el baño y lavó al perro. El mayordomo protestó un poco al ver lo sucio que lo estaba dejando todo, pero ella se burló y dijo que dejaría una nota para explicarle a Newsome que no había sido él quien había lavado a un perro en el baño de su amo.
—¡Ah! —dijo Roger, que había estado escuchando con gran interés.
—Pues bien —prosiguió Moresby—, el caso es que dejó la nota en el salón de Newsome, y el mayordomo recuerda haberla visto allí. Incluso ha testificado que la que dejó es la misma que le hemos enseñado. En cambio Newsome jura no haberla visto antes. Afirma que, si se la dejó, él no la recibió. ¿Qué me dice de eso, señor Sheringham?
—Voy a dar por sentado que Newsome dice la verdad, Moresby —respondió muy serio Roger—, y que si los hechos no encajan con lo que ha declarado, son ellos los que fallan. Lo que significa que todavía no los conocemos.
—¡Hum! —El inspector jefe se esforzó por no parecer escéptico, pues era un hombre sensible y vio que Roger estaba muy preocupado, pero no tuvo mucho éxito—. En fin, espero que averigüe usted más cosas, señor Sheringham —añadió con educación.
—¿Cuándo piensan detener a Newsome? —preguntó de pronto Roger.
—Eso depende. No estará pensando en escapar, ¿verdad? Ha adquirido usted una responsabilidad, Sheringham, y tendrá que responder por él.
—Me parece bien. No, no tratará de escapar.
—Entonces le diré lo que haremos: íbamos a detenerle hoy mismo, pero si me da usted su palabra de que estará a nuestra disposición, por así decirlo, y de que no saldrá de Londres bajo ningún concepto, lo retrasaré hasta pasado mañana para darle a usted una última oportunidad, señor Sheringham. Por mucho que fuerce las cosas, no puedo hacer más.
—Cuarenta y ocho horas para probar la inocencia de Jerry —murmuró Roger—. ¡Dios mío! De acuerdo, Moresby. Gracias. Trato hecho.