Antes de despedirse, Roger quedó con Anne en que volverían a verse a la hora del té y en que trataría de encontrar a Pleydell para que los dos nuevos miembros de su sociedad pudieran conocerse; pero el destino lo impidió como hace a veces en esos casos. Poco después de almorzar con Pleydell, de informarle de los nuevos acontecimientos y de garantizar su presencia a la hora del té, Roger se encontró mientras iban por Piccadilly con Anne y la señorita Carruthers, y le presentó a Pleydell a la primera allí mismo. Y puesto que la señorita Carruthers también estaba presente, no pudo por menos que presentárselo a ella también.
—Encantada de conocerlo —dijo lánguidamente la señorita Carruthers, con la respetuosa deferencia de una corista por un soltero joven y extremadamente rico—. ¡Imagínate! ¡Así que es usted el señor Pleydell!
—Y usted es la señorita Carruthers —respondió con galantería Pleydell—. La habría reconocido en cualquier parte.
—¿De verdad? —sonrió con afectación la señorita Carruthers, adoptando un aire increíblemente joven e inocente.
—Vaya, ¿ya se conocían? —preguntó Roger.
—No exactamente —murmuró la señorita Carruthers en tono señorial—. Pero he visto a menudo al señor Pleydell en el patio de butacas mientras ensayamos.
Pleydell asintió.
—Ya le dije que tengo intereses en el teatro —le explicó a Roger—. Thumbs Up!, es una de las obras en que estoy participando. Pero, por el amor de Dios, que no salga de aquí —añadió con una sonrisa— o mi reputación como hombre de negocios se arruinará para siempre. Ningún hombre de negocios que se precie invierte nunca en el teatro.
—Bueno, desde luego yo nunca habría imaginado que era usted ese mismo señor Pleydell —pestañeó la señorita Carruthers.
—Ni usted, ni el portero, ni la taquillera, ni siquiera el productor —se rio Pleydell—. Le aseguro que siempre que voy al teatro lo hago de incógnito. Ahora están ustedes en posesión de un gran secreto. Si los periódicos se enterasen de que he invertido en una revista teatral, me arruinaría en menos de veinticuatro horas.
—¡Jamás haría tal cosa! —dijo muy impresionada la señorita Carruthers.
Roger aprovechó aquella conversación para confirmar la cita con Anne, luego se despidieron de las dos jóvenes y siguieron su camino.
—Ahora —dijo Pleydell en cuanto estuvieron lo bastante lejos para que no pudieran oírle— comprenderá por qué la señorita Manners consiguió un papel en Thumbs Up! con tanta facilidad. Pero hablo muy en serio cuando digo que guardo un absoluto secreto sobre mis intereses teatrales, así que sea buen chico y no se lo diga a nadie, ni siquiera en broma.
—Desde luego —asintió Roger—. Sí, he de admitir que me tenía un poco perplejo. Me pareció un poco raro cuando me lo contó. ¿De modo que dedujo usted cuáles eran sus planes?
—¡Oh, no! Ni siquiera se me pasó por la cabeza. Pero recordé que me había contado usted que la familia estaba muy afectada y pensé que tal vez viniera huyendo de la presión familiar o en busca de un poco de consuelo, así que cuando me enteré de que la hermana de Unity Ransome había ido a pedir trabajo, les pedí que se lo dieran.
—¿Tanta influencia tiene usted en Thumbs Up!?
—Soy el principal inversor en esa dichosa obra —dijo con naturalidad Pleydell.
Roger se quedó tan impresionado como la señorita Carruthers. Si él hubiese sido el principal inversor en una revista londinense, aunque fuese de segunda fila, no lo habría dicho con tanta despreocupación. Invitó a Pleydell a un trago en prueba de su respeto. Los respetuosos pobres siempre están dispuestos a invitar a una copa a los ricos despreocupados.
Pero el dinero tiene otros usos aparte de ahorrarle a su dueño tener que pagar sus propias bebidas y esa misma tarde, a la hora del té, pudieron comprobarlo.
Sentados en torno a una discreta mesita en el hotel más elegante y por tanto más caro de Londres, los tres discutieron en voz baja su estrategia.
—Parecemos auténticos conspiradores —observó Anne con una de sus escasas sonrisas. Roger había puesto en antecedentes a Pleydell del papel que pretendía desempeñar Anne en su recién fundada sociedad así como de sus propios reparos, y, tras meditarlo cuidadosamente, Pleydell se había declarado a favor de su propuesta.
—Tengo que decir que considero muy improbable que conduzca a ningún resultado —dijo—, pero, en caso contrario, sería tan valioso que creo que vale la pena intentarlo. Y, si tomamos las debidas precauciones, no creo que la señorita Manners corra verdadero peligro.
—Ni el más mínimo —dijo escuetamente Anne—. No soy ninguna estúpida. —No añadió que, aunque el peligro hubiese sido enorme, no habría dudado ni un instante porque le habría parecido una cobardía y lo que más odiaba Anne en este mundo era a los cobardes y la cobardía.
—Y, por supuesto —añadió Pleydell con naturalidad—, me haré cargo de las precauciones que tomemos; desde el punto de vista financiero, quiero decir. Quisiera que eso quedara claro desde el primer momento: la cuestión financiera corre de mi cuenta. Dios sabe que es solo una pequeña ayuda, pero tengo la sensación de que es el mejor modo de colaborar.
Roger accedió y Anne no puso objeciones. Comprendieron claramente que la fortuna de Pleydell sería una gran ventaja para su sociedad y que, gracias a ella, podrían conseguir cosas que, para cualquier otro que desafiase abiertamente a la policía, serían imposibles. Además, tal como Anne le dijo después a Roger, casi parecía una deferencia dejarle gastar todo el dinero que quisiera en perseguir al asesino de su prometida; por muy imperturbable que pareciera, era evidente que estaba consumiéndose por dentro y deseando hacer algo, y gastar dinero siempre es una válvula de escape incluso para los millonarios.
Pasaron a concretar los detalles.
Enseguida decidieron que las tardes eran el momento más indicado para su experimento, y escogieron el período entre las dos y media y las cuatro y media. Cada tarde, puntualmente a las dos y media, Moira saldría de casa del modo más evidente posible y Anne pasaría dos horas sola en el salón. Después se marcharía ella también, pues a partir de las cuatro y media no podían protegerla.
La cuestión de cómo protegerla fue menos fácil de decidir. La primera consideración, por supuesto, fue que el asesino no debía sospechar lo que se traían entre manos y que, si veía a Roger o a Pleydell entrar en la casa justo cuando salía la señorita Carruthers, todo se echaría a perder. Tampoco era muy práctico que el guardián tuviera que llegar muy pronto para que no lo vieran entrar si vigilaban la casa.
Al final, Pleydell solucionó la cuestión a lo grande. Alquilarían una habitación en la casa contigua y, si no había ninguna disponible, lo más cerca posible, y o Roger o él se apostarían en ella durante esas dos horas cruciales. Instalarían un timbre en la habitación con un botón debajo de la alfombra del salón de Anne, para que pudiera apretarlo con el pie sin alertar a su visitante en cuanto quedaran claras sus intenciones. El vigilante correría escaleras abajo, entraría en la casa, subiría por las escaleras (en total tardaría unos noventa segundos) y lo atraparía con las manos en la masa.
—Excelente —aprobó Roger—. Pero también debemos estar preparados para un ataque por sorpresa. Sugiero que la señorita Manners apriete el botón cada diez minutos para indicarnos que todo va bien, un toque breve y rápido. Así, si no recibimos la señal, sabremos que algo va mal.
—Sí, y para distinguir esos timbrazos de la verdadera señal de peligro podría hacer una llamada más larga y prolongada —añadió Anne con las mejillas sonrosadas al ver que por fin iban a pasar a la acción.
—Exacto —coincidió Pleydell—. Bueno, creo que eso es todo, ¿no?
—Sí, siempre que todo vaya bien. Pero ¿conseguiremos encontrar una habitación? —preguntó Roger.
—Déjelo de mi cuenta —respondió con seguridad Pleydell—. Conseguiré una habitación. —Y a Roger no le cupo la menor duda de que lo haría.
—¿Y si no nos permiten instalar el timbre entre las dos casas? —sugirió Anne.
—No tienen por qué enterarse —respondió tranquilamente Pleydell—. Déjenlo también de mi cuenta. Me ocuparé de que se haga en secreto. Supongo que el cable podrá instalarse por el tejado o la pared exterior. Y, por supuesto —añadió como si hubiera caído de pronto en algo tan evidente que no valiera la pena expresarlo en palabras—, si hay algún problema con los caseros, compraré las dos casas.
Nadie planteó más objeciones ante tan suprema omnipotencia.
—Bueno, ¿y cómo vamos a dar a conocer nuestra pequeña trampa a los sospechosos? —preguntó Roger—. Supongo que tendremos que incluir a George Dunning, aunque me parece bastante innecesario.
—Hay que incluirlos a todos —respondió Pleydell con firmeza—, independientemente de lo probables o improbables que puedan parecer.
—Sí, supongo que sí. En fin, ¿se encargará usted de Dunning? Usted lo conoce mejor que yo, claro. Se lo dejaré caer a Jerry Newsome, aunque me parece totalmente…, pero… Y a propósito, quisiera saber qué ha sido de él. No he vuelto a verle desde antes de la guerra. Me alegrará recuperar el contacto con él.
—Tengo entendido que vive en Londres —respondió Anne—. Por lo que sé, solo pasa en el campo unos meses en verano.
—Bueno, no creo que me cueste mucho encontrarle. Y preferiría que se encargase usted también de esa sabandija de Arnold Beverley, Pleydell.
—Me temo que no lo conozco.
—Lo haré yo, señor Sheringham —dijo Anne con una vaga sonrisa—. Ya le conté esta mañana que lo he visto una o dos veces. Es muy puntilloso respecto a la gente que frecuenta cuando está en el campo (por supuesto, los Beverley son los grandes señores de la región), pero supongo que en Londres no será tan quisquilloso. En cualquier caso, le enviaré unas líneas y le diré con el mayor descaro que estoy sola entre las dos y media y las cuatro y media, ¿qué le parece?
—No sabe cuánto se lo agradezco —dijo Roger—. Apenas le conozco, pero desde que me lo presentaron siempre procuro poner tierra de por medio. Y de todos modos no veo cómo iba a decirle que está usted dispuesta a recibir visitas a esas horas por si quiere aprovechar la ocasión.
—Muy bien. Por supuesto, si se llega a saber (y por lo que sé del señor Beverley siempre es posible) mi reputación estará arruinada para siempre, pero no me importa.
—Pues a mí sí —objetó Roger—. Sobre todo teniendo en cuenta que es totalmente innecesario en el caso de Beverley. A ese tipo lo hemos descartado desde el primer momento. Ni siquiera me he molestado en investigarlo o comprobar sus movimientos. Si hay alguien incapaz de cometer un asesinato cualquiera, y no digamos uno como éste, es Arnold Beverley. ¿De verdad cree que debemos preocuparnos por él, Pleydell?
—Debemos tener en cuenta a todo el mundo —replicó Pleydell con una sonrisa no del todo carente de tristeza—. Y, ya que hablamos de eso, tengo otros dos candidatos.
—¿Otros dos sospechosos? —preguntó ansioso Roger.
Pleydell asintió.
—Los dos únicos actores que hay en las listas de la Riviera. Aquí los tienen: sir James Bannister y Billy Burton.
Roger adoptó una expresión desolada.
—¿Solo estos dos? Dios mío. Puede que Bannister interpretara a algún asesino en sus buenos tiempos, pero hoy es demasiado famoso para un papel así. Y, en cuanto a Billy Burton…, bueno ¿por qué no Charlie Chaplin?
—Sin embargo, estoy convencido de que tanto los trágicos como los comediantes son humanos fuera del escenario —observó secamente Pleydell.
—Sinceramente, Pleydell, ¿los imagina en un papel así? Y no me venga con que también son humanos, ese salvaje al que buscamos no tiene nada de humano.
—Sinceramente no. Pero no quiero dármelas de psicólogo. Cualquiera de ellos podría tener pulsiones ocultas que le obligasen a hacer cosas que luego le dieran escalofríos…, igual que, según tengo entendido, las hay en todos nosotros, solo que unos las controlamos mejor que otros.
—En fin, supongo que habrá que decírselo como a los demás, aunque… No obstante, lo cierto es que ninguno de nuestros cinco sospechosos hasta la fecha parece cumplir los requisitos necesarios. Si el asesino es uno de ellos…
—Lo es —le interrumpió convencido e imperturbable Pleydell—. Tiene que serlo. Todas las pruebas lo indican.
—Bueno, sí lo es, será el más inesperado del siglo. ¿Quién informará a estos dos? Yo no los conozco.
—Yo me encargaré. Conozco de vista a Bannister y me las arreglaré para que me presenten a Burton.
—Gracias. Procuraré investigar sus movimientos en esas fechas. Eso me recuerda que tengo que ir a Scotland Yard y sonsacarle a Moresby lo que ha descubierto de los movimientos de los otros tres. Y también de ese operario… Ese tipo no acaba de gustarme. Espero que la policía haya podido localizarlo. ¿Se ha dado cuenta, Pleydell, de que aunque un actor encaja muy bien, también lo hace un operario? Uno deja entrar en su casa al fontanero o a un empleado de la compañía eléctrica sin necesidad de que nadie nos lo presente. Tal vez deberíamos seguir también esa pista.
Pleydell se encogió de hombros.
—¿Y cómo hacerlo? Debe de haber varios miles de fontaneros solo en Londres, por no hablar de los empleados de la compañía eléctrica y demás. Esa investigación nos desborda.
—Supongo que sí —se vio obligado a admitir Roger—. Pero no estoy tan seguro de que no sea ahí donde se esconde la verdad.
Pleydell se puso en pie y se excusó para marcharse. Se había quedado ya más de la cuenta y tenía una cita importante al cabo de un rato.
Roger y Anne se quedaron unos minutos más.
—Nunca había conocido a un judío que me cayera tan simpático —observó Anne.
—El judío de pura cepa como Pleydell —respondió Roger— suele ser un tipo excelente. Quienes han desprestigiado la raza son los judíos mestizos, las variedades rusa, polaca y alemana.
—Parece tan reservado e impasible como un inglés —murmuró Anne—. Creía que los judíos de pura cepa conservaban casi intacto su apasionamiento oriental.
Roger a punto estuvo de besarla por aquel modo un poco pedante de hablar que, después de un exceso de patronas y jóvenes modernas y argóticas, le pareció sencillamente encantador.
—Supongo que tiene que ver con la educación y con la siniestra influencia de los colegios privados ingleses —dijo con frivolidad, recordando una ocasión en que Pleydell no había sido ni reservado ni impasible.
—Y no parece que el dinero lo haya echado a perder —concluyó Anne—. Es raro, ¿no cree?
—Sí —coincidió Roger sintiéndose absurdamente celoso del objeto de aquellos halagos. Aunque ¿qué era Anne para él o él para Anne?
Luego la joven descubrió que apenas le quedaba tiempo para llegar a Sutherland Avenue a recoger un pañuelo limpio, o algo igual de innecesario, si no quería llegar tarde al teatro. La oferta de Roger de comprarle una docena de pañuelos por cada cuarto de hora que se quedara allí con él recibió la severa respuesta que era de esperar.
Roger pagó la cuenta y se marcharon.
Tras dejar a Anne en el metro, que ella insistió en coger pese a que Roger se ofreció a pagarle un taxi, el rechazado novelista se dirigió a su club para averiguar el paradero de Gerald Newsome. Cuando encontró la dirección en la guía de teléfonos eran ya más de las siete, y al llamar al número le informaron de que Newsome había salido y no volvería hasta más tarde. Dejó un recado para verse con él a la hora del almuerzo y volvió a casa a cenar.
Sin saber muy bien qué hacer después de la cena, se le ocurrió probar suerte esa misma noche en Scotland Yard además de a la mañana siguiente. Llamó por probar suerte y tuvo la fortuna de encontrar a Moresby. Sin el menor tacto obligó al inspector jefe a invitarle a regañadientes a pasar por allí.
Roger fue sin mayor dilación.
Para su sorpresa, Moresby le recibió casi con la misma cordialidad de siempre. A las preguntas de Roger sobre los movimientos de los tres sospechosos en las fechas de los crímenes, Moresby respondió que, aunque los informes todavía no estaban completos, daba la impresión de que cualquiera de ellos podía ser culpable. No se había podido confirmar ninguna de las coartadas para el momento de la muerte de Janet Manners; cuando murió Elsie Benham, los tres decían haber estado acostados (y Roger recordó que los tres eran solteros), y dos de ellos carecían de una coartada convincente para el caso de Dorothy Fielder, el informe sobre el tercero no había llegado todavía.
Por lo que pudo sonsacarle al inspector, las posibilidades seguían equilibradas.
—¡Pues vaya! —dijo Roger desconfiando de la ingenua inocencia con que le había dado aquella información. Estaba convencido de que seguían ocultándole algo, pero también lo estaba de que el inspector jefe no le diría de qué se trataba.
Acto seguido le preguntó por el operario y el abogado que habían visitado el edificio una hora antes del asesinato.
Moresby respondió que no les había costado lo más mínimo localizar al operario y le dio todos los detalles; Roger dedujo que la policía no sospechaba de él. Ni tampoco del anciano caballero con pinta de abogado, que había salido del edificio media hora antes de que se cometiera el crimen. Habían localizado el taxi al que se subió, y el taxista había informado de que lo dejó en Piccadilly Circus, aparte de eso poco más habían averiguado. Seguía sin dilucidarse qué había ido a hacer al edificio y nadie decía haber recibido su visita o saber nada de él, aunque era posible que hubiese ido a ver a Dorothy Fielder, que, por supuesto, a esa hora aún estaba viva. En todo caso, la policía no le había concedido mucha importancia pues era imposible que tuviera nada que ver con el asesinato.
—¿Y qué hay del taxi que trasladó a nuestro verdadero sospechoso, el hombre de los guantes de gamuza? —preguntó Roger.
—¡Ah, sí! Lo localizamos con facilidad —respondió el inspector jefe—. Lo recogió en…, ¡déjeme ver!, una de esas calles de Piccadilly. Half Moon Street u otra parecida. Pero eso —añadió el inspector jefe sin darle importancia— no nos sirve de mucha ayuda.
—¿No? —dijo pensativo Roger.
El inspector jefe añadió unas cuantas observaciones sobre la dificultad de seguir los movimientos de cualquiera, incluso antes de que se enfríe su rastro.
«Bueno —dijo Roger para sus adentros al salir—. Está claro que Moresby sabe algo de crucial importancia y de lo que no quiere que me entere. Y, lo que es más, está convencido de haber resuelto el misterio, o de estar a punto de resolverlo, todo señala a la inminencia de un arresto. ¿Por qué estará nuestro amigo Moresby tan pagado de sí mismo?»
La respuesta a esa pregunta estaría en la mesa del desayuno de Roger cuando, a la mañana siguiente, se presentara con un batín de color púrpura y un pijama de seda malva dispuesto a dar cuenta de sus huevos con beicon.