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Anne interviene

De hecho, en lo que a Roger se refiere, el caso no avanzó en varios días, Moresby se fue volviendo cada vez más reticente en sus respuestas. Al principio Roger se lo tomó con humor, luego se ofendió, después se enfadó y por fin se resignó, pero ninguno de esos estados de ánimo sirvió para que Moresby discutiera el asunto con la misma franqueza que al principio. Roger creía saber la razón y culpó amargamente al superintendente Green. La discrepancia que había anticipado se convirtió en un hecho.

No obstante, le permitieron acceder a una copia de los turistas ingleses de la Riviera en esas fechas cruciales y, en cuanto cayó en sus manos se la entregó a Pleydell, quien se dedicó a investigar a los actores que aparecían en ella. También le informó de que en esa lista no figuraban más amigos de lady Ursula que los que había en la suya. A Roger también le dejaron ver el informe de la policía francesa sobre la muerta de Montecarlo, aunque le dieron a entender sutilmente que no era tanto un derecho como un favor; en todo caso no le sirvió de nada. La policía francesa no había dudado de que se tratara de un suicidio, y al parecer seguía pensándolo; todo apuntaba a un suicidio y no veían motivos para sospechar lo contrario.

Sin duda, si el caso se consideraba por separado, la policía francesa tenía razón; como de costumbre, no había indicios de lucha, la muerta no tenía moratones en el cuerpo o las muñecas y la carta de despedida había sido mucho más explícita que las inglesas, estaba firmada y al parecer era muy convincente. Adjuntaron una copia y Roger tuvo que admitir que, aunque un poco vaga, era posible que fuese auténtica. En suma, la policía francesa no solo pensaba que se trataba de un caso de suicidio, sino que sugería con mucha delicadeza que tal vez lo fueran también las muertes producidas en Inglaterra (tenían el tacto suficiente para no escribir «probablemente») y añadían algunas observaciones muy útiles sobre las mujeres neuróticas y el poder de la sugestión.

—Mi artículo era mucho mejor, comentó disgustado Roger. En fin, no parece que vaya a sacar nada en limpio de esto.

Basado en el principio de responder al mal con el bien, Roger le habló a Moresby de la teoría de que el hombre a quien buscaban pudiera ser un actor. Moresby recibió la sugerencia con agradecimiento, pero echó a perder el efecto añadiendo que la idea ya se les había ocurrido al superintendente Green y a él.

—En tal caso, supongo que estarán investigándolo —observó Roger.

—Estamos investigando todas las posibilidades, señor Sheringham —respondió con mucha educación el inspector jefe, y se puso a charlar del tiempo.

—Al diablo con el tiempo —dijo Roger con mucha menos educación—, y al diablo con usted, Moresby.

En otra ocasión, Roger quiso saber cómo iban las pesquisas sobre la nota de papel.

Moresby se mostró tan esquivo como siempre.

—Todavía no tenemos todos los informes, señor Sheringham —dijo.

—Bueno, ¿puedo ver los que ya tienen?

—Será mejor que espere; así podrá verlos todos juntos.

—¡Qué demonios!, dígame solo si han averiguado algo.

—Siempre he dicho que la nota nos permitiría desentrañar el caso, señor Sheringham —respondió con una radiante sonrisa el inspector jefe Moresby.

Roger se marchó muy enfadado.

Pero eso no le ofuscó lo más mínimo. Moresby había descubierto algo importante. Y no quería compartir la información con él. ¿Por qué? Debía de haber alguna razón aparte de los caprichos y preferencias del superintendente Green.

Fue a ver a sir Paul y le preguntó por qué le habían apartado de la investigación. ¿Acaso Scotland Yard le había ofrecido la zanahoria de colaborar con él solo para averiguar lo que sabía y, una vez descubierto, lo habían dejado de lado como un pañuelo usado?, preguntó con acaloramiento Roger.

—Ni muchísimo menos —replicó sir Paul con manifiesta incomodidad—. ¡Oh, no! ¡Dios mío, no debe pensar algo así!

—Entonces, ¿qué debo pensar? —quiso saber Roger.

Sir Paul se puso a la defensiva. Las investigaciones habían entrado en una fase muy delicada; los detectives oficiales habían creído mejor no decir nada de momento; el Ministerio del Interior se había mostrado de acuerdo; si a Sheringham no le importaba quedarse en segundo plano unos días…

A Sheringham le importaba, y mucho; pero comprendió que no unía otra posibilidad. Así que se quedó en segundo plano convertido en un personaje airado, pero impotente.

Una mañana, tres días después de su conversación para ser exactos, sonó el teléfono. Al responder, Roger oyó una voz femenina y soltó un gemido, pues las voces femeninas en su teléfono equivalían casi invariablemente a invitaciones a cenar, bailes u otra forma de tortura social, que Roger habría pagado por evitar, e implicaban la invención al instante de una excusa creíble.

—¡Hola! —dijo la voz femenina—. ¿Es usted, señor Sheringham?

—Sí —gimió Roger.

—Soy Anne Manners —dijo la voz.

Roger dejó de gimotear.

—¿Señorita Manners? ¡Dios mío! ¿Llama usted de Dorsetshire?

—No, desde Londres; estoy a quinientos metros de su apartamento, señor Sheringham, ¿tiene usted algo que hacer esta mañana?

—Nada —respondió enseguida Roger, y era cierto.

—En fin, siento mucho molestarle, pero necesito verle. Lo cierto es que he venido a propósito a Londres para eso. ¿No podríamos quedar en algún sitio, tomar una taza de café y charlar un rato?

—Me encantaría —dijo Roger—. ¿Dónde le apetece?

Quedaron en verse al cabo de un cuarto de hora en el restaurante de unos grandes almacenes cerca de Piccadilly Circus (el lugar lo eligió Anne).

Roger era un soltero empedernido. Sabía muy poco de las mujeres y no sentía curiosidad; sus heroínas eran siempre el punto débil de sus libros; quedar con una chica en el restaurante de unos grandes almacenes no le pareció muy emocionante.

Pero, quince minutos más tarde, incluso él tuvo que admitir que ver a Anne Manners era muy agradable, aunque fuese en el restaurante de unos grandes almacenes que solo vendían artículos femeninos. Llevaba un abrigo entallado, una falda de color gris oscuro y un sombrerito de fieltro gris sin adornos; parecía más diminuta que nunca en aquel enorme restaurante. Roger descubrió que le gustaban las mujeres menudas. Hacían que sintiera una grata sensación de superioridad masculina y le inspiraban mayor confianza en su capacidad de protegerlas.

Sin embargo, Anne Manners no parecía necesitar protección. En todo caso la habría necesitado Roger, pues en cuanto la camarera les sirvió el café y unas pastas. Anne procedió a atacar con vigorosa calma a su compañero.

—¿Por qué no me ha escrito para hablarme de Janet, señor Sheringham? —preguntó—. Prometió usted hacerlo.

Roger afrontó el ataque con valentía.

—Lo sé, debería haberlo hecho.

—Desde luego —insistió Anne con severidad.

—Estaba esperando a que se aclarasen ciertos detalles —prosiguió tímidamente Roger.

Anne dio un respingo.

—¡Ah! ¿De manera que ha averiguado usted algo?

—Al… alguna cosa, sí —balbució Roger. Iba a ser muy difícil. ¿Qué iba a decirle a aquella pobre chica? La verdad no. Al menos aún no.

—¿Qué? —le espetó Anne casi a bocajarro.

—Bueno, no mucho, ya sabe… Nada definitivo. Aún no hemos…, quiero decir que no he podido identificar al hombre que hay detrás de todo esto.

—¿O sea que hay un hombre?

—¡Oh, creo que sí! Al menos es lo más probable, ¿no le parece? Es decir…, en fin, siempre me ha parecido la explicación más probable. —Muy pocas veces Roger se había sentido tan incómodo y hay quien (sin ir más lejos, un tal Alexander Grierson) habría disfrutado al verlo así. De haber estado presente en el restaurante de los almacenes en aquel momento, Alec habría considerado olvidados algunos antiguos agravios.

Anne miró a su interlocutor directamente a los ojos.

—No soy una niña, señor Sheringham —dijo, tamborileando impaciente con los delicados dedos sobre la mesa—. Por favor, no juegue conmigo de un modo tan pueril. Necesito que me lo diga usted directamente: ¿murió asesinada mi hermana?

Roger la miró boquiabierto. Había empleado aquel mismo método para coger a Moresby desprevenido, y ahora que lo habían utilizado contra él se quedó igual de perplejo.

—Pero… ¿cómo se le ha podido ocurrir semejante idea, señorita Manners? —dijo tratando de ganar tiempo.

—Pues sumando dos más dos —respondió con descaro Anne—. Además, no sé si sabe que circulan ciertos rumores…

—¿Ah, sí? —respondió Roger frunciendo el ceño—. ¿Quién se lo ha dicho? —preguntó tras recobrar la compostura.

—Esa chica, Moira Carruthers, la que vivía con Janet.

—¿Ah, sí? ¿Ha ido usted a verla?

—Estoy viviendo en su casa —repuso Anne.

—¡No me diga! ¡Dios mío! ¿Por qué?

Anne no respondió enseguida. Sus dedos siguieron tamborileando un rato, mientras daba la impresión de decidir qué camino seguir. Luego tomó aliento.

—Oiga, señor Sheringham —dijo en voz baja—, no está siendo usted sincero conmigo. Si alguien tiene derecho a saber la verdad de la muerte de mi hermana, soy yo. Y pienso averiguarla. Por esa razón he venido a Londres y he dejado a Mary a cargo de la casa, aunque apenas tiene dieciocho años cumplidos. Por favor, déjese de evasivas. Estoy convencida de que a Janet la asesinaron. ¿No es así?

—Sí —repuso sin más Roger—. Me temo que sí.

El rostro ovalado de la muchacha empalideció por un instante.

—Gracias —dijo mordiéndose el labio. Roger miró hacia otra parte para darle tiempo a dominarse—. Estaba segura —dijo tras una breve pausa—, pero le agradezco que haya sido sincero conmigo. ¿Han averiguado quién… la mató?

—No, todavía no. La policía lo está investigando, claro. Les he ayudado cuanto he podido.

—Entonces, las demás chicas ¿también murieron asesinadas?

—Eso me temo. ¿Lo sospechaba usted antes de salir de casa, señorita Manners?

—¡Oh, no! Pero sabía que usted tenía razón cuando dijo que debía de haber algo detrás de todo el asunto y, como no tuve noticias suyas, vine a ver si podía averiguar de qué se trataba. Luego Moira me contó lo que se rumoreaba en el teatro, y sentí que tenía que preguntarle a usted si era cierto.

—¿De modo que eso es lo que se rumorea en el teatro? —preguntó enseguida Roger.

—Creo que es lo que se rumorea en todas partes —replicó Anne con una triste sonrisita—. Excepto en los periódicos, aunque algunos lo han insinuado. Por supuesto, nadie en el teatro me ha dicho nada, pero Moira me lo contó porque pensaba que tenía que saberlo. A su manera, le tenía mucho cariño a Janet y tiene casi tanto interés como yo en que se aclare este horrible asunto y atrapen al asesino (si es que Janet murió asesinada).

—Sí —murmuró Roger—, es una buena persona, a su manera, como usted dice. Al principio, hizo todo lo que estaba en su mano por ayudarme, aunque no pude sacar nada en claro.

—Sí, me lo contó. Y creo que los demás, al menos el director del teatro, sospechan lo que quiero hacer, porque me contrató como corista en cuanto supo que era la hermana de Janet. Por suerte, una chica acababa de pedir un permiso por matrimonio y había una vacante, aunque normalmente se habría quedado hasta el final. Supongo que ella también lo imaginó.

—No me diga que es usted una de las coristas de Thumbs Up! —preguntó Roger perplejo y un poco desazonado. De todas las chicas del mundo, Anne Manners parecía la menos dotada para ser corista en una revista de segunda.

Anne asintió con la cabeza.

—Pienso meterme en los zapatos de Janet tanto dentro como fuera del escenario y ahí me quedaré hasta que atrapen al demonio que la mató.

—Pero…, pero ¿por qué?

—Porque siempre cabe la posibilidad de que pueda intentar atacarme a mí, y así averiguaré quién es. Es mi mayor esperanza. Quiero atraparlo yo misma. ¡Oh, señor Sheringham, ojalá lo consiguiera!

Su rostro casi siempre encantador exhibió la feroz expresión de una tigresa a punto de hacer pedazos a un cazador que hubiera disparado a uno de sus cachorros.

Roger sintió respeto por su ansia de venganza. No le convencía esa teoría lacrimógena de que uno no debería buscar venganza. También él deseaba vengarse de aquel bárbaro, aunque de forma muy impersonal, en nombre de la sociedad en general, y aplaudía aquel mismo sentimiento en otros que, como Anne y Pleydell, tenían más motivos. Y puesto que, cada uno a su modo, ambos parecían decididos a conseguirlo, si podía hacer algo por ayudarles tanto mejor.

Habló llevado por un impulso.

—¿Quiere que le diga cómo está el caso en este momento hasta donde yo sé?

—Sí, por favor —dijo Anne en voz baja como si tuviera derecho a saberlo, y de hecho Roger pensaba que lo tenía: ella y Pleydell y cualquier otro que tuviera que vestir luto por aquel asunto. No tuvo el menor reparo en contárselo. El modo en que había actuado la policía le había dejado las manos libres; a partir de ahora tendría que trabajar en el caso de forma independiente y pediría ayuda a todo aquél que le pareciera conveniente. Ya se la había pedido a Pleydell; ahora se la pediría a Anne Manners.

Le informó brevemente del estado de la cuestión hasta el momento y de las esperanzas, oficiales y no, para el futuro. Ella solo le interrumpió una vez, cuando aludió a los tres sospechosos que habían aparecido en su lista y la de Pleydell.

—Conozco al señor Dunning y también un poco al señor Newsome —dijo—. Es imposible que haya sido ninguno de ellos. Y una vez me presentaron al señor Beverley, tampoco es nuestro hombre. No, no es ninguno de los tres.

—Justo lo que yo dije: si las posibilidades se reducen a esos tres es que seguimos una pista equivocada, estoy convencido de que no puede ser ninguno de ellos —coincidió Roger, y prosiguió con su resumen.

Cuando terminó, Anne se quedó pensando un momento con la barbilla apoyada en las manos. Por lo visto, nada de lo que le había contado la había cogido de sorpresa, pero quería asimilar lo que acababa de oír antes de tomar ninguna decisión.

—Mi intención al irme a vivir con Moira y ocupar el puesto de Janet en el teatro —dijo por fin muy despacio— era ofrecerme como una especie de cebo. Quería convertirme en una chica como las que parecen gustarle a ese tipo. Creo que seguiré con mi plan.

—Pero, señorita Manners —la interrumpió Roger—, podría exponerse a un grave peligro. No veo que…

—Solo que ahora —continuó Anne como si no le hubiera oído— me pondré también a su disposición. A sus órdenes, si lo prefiere. Coincido con usted en que Scotland Yard está atado de pies y manos y acabará fracasando, pero creo que entre usted, el señor Pleydell y yo, que no tenemos ningún tipo de ataduras, algo podremos hacer. En todo caso, vale la pena intentarlo.

—Pero… —volvió a empezar Roger.

—Usted estará al mando, claro, tal como ha hecho hasta ahora; estoy segura de que al señor Pleydell le parecerá bien. Y yo estaré disponible cuando me necesite. Tal vez tenga razón en lo del actor y, si entre ustedes dos consiguen reducir las sospechas hasta unas cuantas personas, podrán recurrir a mí para descartar a los últimos sospechosos.

—Pero, señorita Manners…, ¡qué demonios, Anne! No puedo permitir que…

—Lo que quiero decir es que divulgaremos disimuladamente entre los posibles sospechosos la información de que, en ciertos momentos del día (digamos a última hora de la mañana y de la tarde) estaré sola en el piso. Pediremos a Moira que salga y yo esperaré a que pique el anzuelo. Ya comprenderá que no me dejaré sorprender, por lo que no correré ningún peligro. Y aunque sea así, ¿qué importa? No creo que haya nada que temer.

—Pero la responsabilidad…

—Usted estará siempre cerca. Podemos inventar un código de señales, o algo por el estilo. En fin, señor Sheringham, ¿se le ocurre un plan mejor? ¿Está de acuerdo en colaborar conmigo? Porque si no lo está, sencillamente lo haré por mi cuenta y será mucho más peligroso.

—Me pone en una posición muy difícil, Anne —dijo Roger un poco alterado.

—Es justo lo que pretendía —replicó con mucha calma Anne—. ¿Trato hecho? ¿Me deja entrar en su sociedad?

—¡Desde luego que sí! —exclamó Roger enviando al demonio todos sus escrúpulos—. Entre los tres seguiremos los métodos franceses y les daremos a esos tipos de Scotland Yard una buena lección.