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El señor Sheringham discrepa

Esa noche Roger lo pasó fatal. Le parecía una sosería quedarse solo en casa repasando los acontecimientos de aquel día tan importante y salir a divertirse, ir al teatro o a un concierto, sería un auténtico anticlímax. Estaba deseando comentar el caso con alguien, pero no quería molestar más a Moresby ni a nadie de Scotland Yard, sobre todo teniendo en cuenta que había dejado de ser una especie de socio para convertirse en una mera excrecencia en la vasta organización que había tomado por fin el asunto en sus manos. A Roger le disgustaba ser una mera excrecencia.

Fantaseó con la idea de visitar a la pobre chica que había compartido el piso con Janet, Moira Carruthers. Llevaba unos días sin verla, y después de lo mucho que le había ayudado al principio del caso no quería que pensara que la había olvidado ahora que había pasado a un nivel más alto. Luego recordó que estaría en el teatro y descartó la idea aliviado. ¿Con quién más podría discutir aquel asunto sin tener que medir demasiado sus palabras?

¡Pues claro! Se levantó de la silla con un respingo, cogió la guía telefónica y buscó el número de Pleydell.

Por suerte Pleydell estaba en casa y respondió afirmativamente a la pregunta cuidadosamente formulada por Roger de si le importaría pasar por el Albany a charlar de una cuestión de importancia que había surgido desde la última vez que comieron juntos, añadió con cierto acaloramiento que llegaría en menos de veinte minutos. Roger comprendió el motivo de su precipitación. Los periódicos vespertinos habían sido discretos, pero todos habían informado de la nueva tragedia, aunque, por supuesto, sin aludir al interés de Scotland Yard por el caso.

Mientras esperaba a Pleydell, Roger aprovechó para añadir los acontecimientos del día al sucinto diario que llevaba del caso, así como todo lo averiguado gracias al portero y la señorita Deeping. También anotó lo del hallazgo de la huella dactilar y gracias a quién la habían descubierto.

Pleydell llegó puntualmente a los veinte minutos y preguntó a Roger qué cuestión era aquélla. Su agitación, tratándose de un hombre tan imperturbable, era evidente. Repitió sus amenazas de contratar a los mejores detectives que pudiera pagar, incluso habló de traer de Estados Unidos a algunos hombres de Pinkerton, que tenían fama de ser los mejores detectives privados del mundo. La narración del testimonio del portero y el hallazgo de la huella dactilar (por la que felicitó a Roger con un apasionamiento que contrastaba mucho con la frialdad oficial del superintendente Green) sirvió para aplacarlo un poco y Roger se esforzó por hacer el resto.

—¡No lo eche todo a perder, Pleydell! —le insistió—. Prometió no hacer nada si le tenía informado y eso es lo que estoy haciendo. Llegaremos al fondo de este asunto. Moresby me ha asegurado que ya tiene una teoría sobre la identidad de quien dejó la huella.

—¿Ah, sí? —preguntó ansioso Pleydell dejando de deambular por la habitación—. ¿Y quién cree que es?

—Bueno, no quiso decirme su nombre —respondió un tanto avergonzado Roger. Después de subrayar que uno es uña y carne con Scotland Yard, es difícil admitir que la uña no siempre está tocando la carne—. No quiso decírmelo hasta haber hecho no sé qué absurdas comprobaciones. Creo que el superintendente le ha hablado mal de mí. Es obvio que no le gusta la idea de que colabore oficialmente con Scotland Yard. —Roger se las arregló para insinuar que Scotland Yard tenía celos de los aficionados brillantes.

—Pero cree saberlo, ¿eh? —dijo Pleydell sin prestar la menor atención a los aficionados brillantes y a los celos profesionales que tienen que sufrir—. En fin, ya es algo. Dios mío, Sheringham, ojalá se den prisa en atrapar a ese tipo. No descansaré hasta que lo hagan. La desdichada de esta tarde…, no pude evitar sentirme responsable de su muerte. Debería haberlo impedido de algún modo; sabía que esa bestia andaba suelta y no hice nada por atraparla.

Roger asintió.

—Lo sé. Yo me siento exactamente igual. Es absurdo, claro, pero me parecía el colmo de la insensibilidad haber estado cenando tan tranquilo con usted mientras asesinaban a esa pobre chica. Recuerdo habérselo dicho al ayudante del comisionado.

Roger no pretendía sugerir que, aunque los superintendentes iletrados pudieran llevarse mal con él, los ayudantes del comisionado comían de su mano, pero las palabras le salían casi sin pensar.

—¿El ayudante del comisionado? ¡Ah!, sir Paul Graham, claro; ahora es el ayudante del comisionado, ¿no? Le conozco un poco.

—Sí, ya me lo dijo. Oiga, Pleydell —le pidió con firmeza Roger—, deje de ir y venir como un león enjaulado, sírvase un whisky con soda y siéntese aquí junto al fuego. Quiero hablarle de una cosa y así no hay manera de concentrarse.

—¿De qué quiere hablarme?

—Pues del caso, claro. Necesito hablar de estas cosas con alguien —dijo con franqueza Roger—. Es una terrible molestia para mis víctimas, desde luego, pero me ayuda mucho; se me aclaran las ideas mucho más que pensando.

—Pues puede usted utilizarme como interlocutor hasta la madrugada —dijo Pleydell con una vaga sonrisa—, y cuanto más hable, mejor. Y para demostrarle que lo digo en serio me sentaré y me serviré ese whisky con soda.

Así lo hizo.

Roger volvió a llenar la pipa y la encendió con cuidado. Quería organizar sus ideas.

—Lo que quiero contarle es lo siguiente —empezó—, y espero que entienda por qué la policía, incluyendo a mi excelente amigo el inspector jefe Moresby, no sirve como confidente en este asunto: tengo la sensación de que en Scotland Yard no están siguiendo las pistas adecuadas.

—¿Ah, no? —preguntó Pleydell con el interés de un Watson.

—No. Es lo que he dicho siempre sobre esa nota en la que depositaron todas sus esperanzas, y con este caso me ocurre exactamente lo mismo. En mi opinión, no es un crimen de los que se resuelven con los métodos policiales de nuestro país. Tiene una base psicológica que estoy convencido de que solo podrá desentrañarse mediante la aplicación de métodos psicológicos más imaginativos.

—Creo que en eso coincido con usted —dijo Pleydell.

Roger se quedó pensando un momento.

—Piense, por ejemplo, en esa huella dactilar. ¿De qué sirve una huella dactilar si no pueden encontrar el dedo que la dejó allí? No constará en sus registros, como probablemente ocurriría si se tratase de un caso de robo. Solo servirá para confirmar sus sospechas de que han dado con su hombre, pero no les ayudará a dar con él. Y la descripción que les ha dado el portero del hombre de la gabardina azul y los guantes de gamuza podría aplicarse a varios miles de jóvenes solo en Londres. No, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que este último crimen no nos ayudará a encontrar a ese tipo. Lo que significa que la policía volverá a encontrarse más o menos donde estaba antes y seguirá concentrando sus esfuerzos en la nota con la esperanza de conseguir resultados. Y puede que lo consigan, claro —admitió de buena gana Roger—, aunque lo dudo mucho.

—¿Y bien?

—Bueno, en tal caso, creo que Scotland Yard y yo acabaremos siguiendo líneas de investigación diferentes. No me considero obligado a seguirles. Como no creo que vayan por el camino correcto, tendré que abrirme yo el mío.

—Desde luego.

—Y necesito que usted me ayude —añadió Roger echándole una mirada al otro.

—Nada me gustaría más —dijo Pleydell en voz baja—. Le agradezco mucho que me dé la oportunidad. Sabe que estoy deseando atrapar a ese demonio. Y también —añadió con sobriedad— que me mueven motivos mucho más personales que a usted.

Roger asintió. No había sido una oferta impulsiva. Lo había pensado mucho antes de telefonear a Pleydell. Había decidido que no había nada de malo en que aceptara (no había dudado ni por un momento de que lo haría) y que lo más probable era que diese muy buenos resultados. Pleydell era muy inteligente y sin duda sabía juzgar a las personas, por lo que su cooperación podría serle de gran ayuda. Además, al dejarlo participar de forma oficial en la investigación se aseguraría de que no intentaría nada por su cuenta y Roger temía que un número excesivo de cocineros pudiera echar a perder el caldo.

—Cada vez lo veo más claro —añadió fumando pensativo—. La maquinaria de Scotland Yard es una excelente organización cuando se trata de atrapar criminales, no creo que la haya mejor. Pero en este caso es como si tuviese arena en los engranajes. El asesino corriente en cierto sentido no es un criminal; quiero decir que a menudo no tiene una mentalidad criminal. Y no me refiero al ladrón que pierde la cabeza al verse atrapado y dispara presa del pánico, sino al asesino no premeditado corriente, pues en casi ningún asesinato hay premeditación.

—Supongo que sí —murmuró Pleydell.

—En fin, si estudia usted los registros de los crímenes resueltos en nuestro país —prosiguió Roger dejándose llevar por su argumentación—, verá que al criminal conocido por la policía que se convierte en asesino casi siempre acaban atrapándolo; una vez entra en los archivos de Scotland Yard, las posibilidades de que salga bien librado de un asesinato son casi nulas. En los asesinatos de ese tipo nuestro servicio de detectives cuenta con los mejores archivos del mundo. Los datos no pueden ser más completos e incluyen no solo las características físicas, sino también las idiosincrasias psicológicas: a Bill Jones le gusta coger un poco de mermelada de frambuesa de la despensa una vez concluido el robo; Al Smith entra siempre en la casa por una trampilla del tejado; Joe Robinson besa a la criada a quien secuestra a punta de pistola, y otras cosas por el estilo. Los asesinos criminales dejan una docena de indicios característicos, aparte de las demás pistas que permiten a la policía identificarlos de inmediato.

—¿Ah, sí? —preguntó interesado Pleydell—. No tenía ni idea de que los registros fuesen tan exhaustivos.

—Sí —dijo Roger—, en cambio cuando la policía tiene que vérselas con el otro tipo de asesino, el hombre de quien no saben nada de antemano, verá que, a menos que haya dejado una pista muy clara o alguien descubra una prueba concluyente, casi nunca llegan a atraparlo. Lo que significa que casi nunca deja tras de sí ni pistas ni pruebas.

—Supongo que el asesino medio debe de ser un poco idiota —asintió Pleydell—. De lo contrario no asesinaría.

—Exacto. En una palabra, si estudiase usted los crímenes sin resolver de los últimos cincuenta años, descubriría que todos entran dentro de esta última categoría: o bien no había pistas ni pruebas concluyentes, o la única pista que siguió la policía no condujo a ningún sitio. Pues yo le pregunto: si esa nota no les condujera a ninguna parte, ¿no entraría también este caso en la misma categoría?

—Desde luego, yo diría que sí.

—Exacto. Y estoy seguro de que la policía acabará estrellándose. En suma, si queremos que alguien detenga a ese hombre tendremos que atraparlo nosotros.

Alcanzado aquel punto culminante, Roger volvió a encender su pipa, que se había apagado durante su arenga, y se puso a fumar sumido en un impresionante silencio.

Se quedaron unos minutos mirando el fuego.

—Me alegra que me haya invitado a cooperar, Sheringham —observó por fin Pleydell—, porque tengo una idea que vale la pena considerar. Si no me hubiese dicho nada, lo habría investigado por mi cuenta, pero, aunque tal vez carezca de importancia, me gustaría conocer su opinión.

—Me encantará escucharla —dijo Roger con sinceridad, cualquier idea proveniente de Pleydell merecía ser tenida en consideración.

—En fin —dijo lentamente Pleydell—, ¿no se le ha ocurrido pensar que tal vez pudiésemos atrapar a ese tipo por su profesión? Si pudiésemos averiguar que es un médico y luego comprobar la lista de turistas en la Riviera el pasado febrero fijándonos en los médicos, habríamos dado un gran paso para identificar a nuestro hombre.

—Desde luego —asintió calurosamente Roger—. ¿Insinúa que conoce su profesión?

—¡Oh, no!, no de forma tan clara. Lo que ocurre es que se me ha ocurrido que podría ejercer cierta profesión. Veamos si opina usted igual si se lo planteo de este modo. Exceptuando a la mujer de Montecarlo, Unity Ransome era actriz, Dorothy Fielder también, y, según tengo entendido, la mujer del club nocturno también había pisado los escenarios, en cualquier caso, probablemente se había relacionado con los individuos más turbios de la profesión. Añádale a eso que el asesino conocía a las víctimas ¿y a qué cree que podía dedicarse?

—¡Un actor! —exclamó sin dudarlo Roger.

—Exacto.

Siguieron fumando en silencio un minuto o dos.

—Es muy interesante —dijo Roger.

—Eso me pareció —admitió con modestia Pleydell.

—Debemos seguir esa pista.

—Me alegra que lo diga. Iba a hacerlo yo mismo. Y la verdad es que estoy en situación de hacerlo.

—Pues ya es más de lo que puedo decir yo —respondió Roger, pensando en la señorita Carruthers, uno de sus escasos vínculos con el mundillo del teatro.

—Sí —explicó Pleydell—, estoy participando financieramente en una o dos producciones y mi padre también. Sin duda puedo conseguir que me presenten a cualquiera y obtener información útil.

—Excelente. Bueno, lo primero que hay que hacer es conseguir la lista de turistas ingleses en la Riviera. Puedo pedirle un ejemplar a Moresby, pero hasta que la tengamos no creo que podamos hacer nada.

—No, me temo que no, salvo hacer algunas averiguaciones sobre los amigos actores de esas pobres chicas.

—Se lo sugeriré a Moresby. La policía puede ocuparse de eso mucho mejor que nosotros. Sus investigaciones cubren todos los campos posibles y nunca se olvidan de nadie. Supongo que ahora se lo tomarán más en serio. Interrogarán a todos los amigos íntimos de las chicas asesinadas, a todas las personas de quienes hablen, a todos aquéllos de quienes hablen éstos y así hasta conseguir algún resultado. La paciencia de la policía es impresionante. Moresby me ha contado que normalmente interrogan a docenas de personas y que, en los casos particularmente difíciles, pueden llegar a interrogar a más de cien antes de obtener información relevante, pero cuando consiguen algo se aferran a ello igual que un bulldog.

—Es una imagen muy gráfica —dijo Pleydell con una sonrisita—. No me gustaría asesinar a alguien y que azuzaran contra mí una jauría de bulldogs.

—Lo he pensado a menudo —coincidió Roger—. Debe de quitarle a uno el sueño. La descripción del tipo al que vio el portero ya debe estar en todas las comisarías del país, imagino que el superintendente la habrá enviado por teléfono nada más llegar a Scotland Yard. Las estaciones de tren están vigiladas, los puertos en estado de alerta y los policías de patrulla estarán atentos por si ven unos guantes de gamuza amarillos. Caramba, no me gustaría tener unos guantes de gamuza.

—¿Y cree que lo atraparán?

—Eso es diferente. No estoy tan seguro, si es mínimamente sensato, no lo creo. La descripción es demasiado vaga y puede aplicarse a demasiada gente. Cambie uno o dos detalles y tendrá a un hombre totalmente distinto. No —dijo solemnemente Roger—. No creo que vayan a capturarlo por la descripción. Pero aun así no me gustaría ser el dueño de esos guantes.

—Y gracias a usted tenemos sus huellas dactilares —señaló Pleydell con satisfacción.

—Eso también es cierto —admitió Roger.

Se quedaron hablando hasta la madrugada, pero el caso no avanzó ni un ápice.