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El detective Sheringham brilla con luz propia

Moresby saludó muy amable a Roger (aunque el superintendente siguió mostrándose un poco distante) y le contó lo ocurrido. No le habían sacado nada a la otra chica. Que ella supiera, Dorothy Fielder no esperaba ninguna visita y tampoco se le ocurría quién podía haber ido a verla; había tantos hombres, en su mayoría relacionados con la profesión, que se dejaban caer por allí de vez en cuando, que era imposible saber quién pudiera ser.

En suma, su información fue meramente negativa. Dorothy no esperaba visita, no estaba comprometida y no salía con nadie. Zelma Deeping (y Moresby le echó una significativa mirada a Roger) tampoco le había oído hablar nunca de George Dunning o de Gerald Newsome. Le sonaba que le había hablado de Arnold Beverley, aunque no recordaba a propósito de qué; en todo caso estaba segura de no haberlo visto nunca. Después de advertirle que no dijera nada de lo sucedido esa tarde, la dejaron marchar, bajo vigilancia policial, a casa de una amiga casada, en Hampstead, donde se alojaría hasta que la policía hubiese terminado de registrar su piso.

No obstante, gracias al portero del edificio habían conseguido información valiosa. El portero vivía en un sótano, a la izquierda de la entrada, y la parte superior de sus ventanas quedaba por encima del nivel de la acera. Para acceder al edificio había que subir un tramo de escaleras que conducía al vestíbulo y a la escalera. Y, a menos que uno trepara por los tejados, ése era el único modo de llegar a cualquiera de los apartamentos.

Por fortuna el portero, cuando no tenía otra cosa que hacer, acostumbraba a sentarse a última hora de la mañana a leer el periódico en el salón de su apartamento, desde donde podía ver a cualquiera que bajara o subiera por las escaleras. Había adoptado aquella costumbre porque había aprendido a adivinar por los andares de la gente si necesitaban o no de sus servicios, y desde allí podía ver muy bien a todos los que llegaban, aunque, si no se daban la vuelta, solo acertaba a ver la espalda de los que se marchaban. El hombre había sido sargento en el ejército, era miembro del cuerpo de veteranos y a Moresby le había parecido no solo fiable, sino sorprendentemente inteligente.

El portero les había proporcionado una lista de los desconocidos a quienes había visto entrar en el edificio desde que se instaló en su sillón poco antes de las doce hasta la una, cuando le llamaron a comer. Aunque no había podido garantizarlo con exactitud, sí afirmó tener buena memoria. Moresby, en todo caso, parecía convencido de ello.

Justo antes de las doce había entrado una chica a quien enseguida tomó por una actriz y que apenas se quedó unos minutos. A las doce y cinco había entrado un joven con pinta de operario a quien no había visto salir. Justo después había entrado una mujer mayor y luego, a eso de las doce y cuarto, un anciano con gafas doradas, perilla y sombrero de copa que parecía un abogado, se había quedado unos veinte minutos y luego se había ido en un taxi. Durante su estancia había llegado otro hombre, a eso de las doce y media, y había salido diez minutos después acompañado de una de las jóvenes que vivían en el edificio. Entre las doce y media y la una habían llegado una o dos mujeres más, y luego, justo antes de la una, había llegado un caballero que parecía tener mucha prisa. Se apeó de un taxi, pagó al chófer y subió rápidamente los escalones, aunque no tanto como para que el portero no pudiera echarle un buen vistazo.

Aparentaba entre treinta y cuarenta años, era un hombre fuerte y bien vestido, apuesto y con un bigotito negro, llevaba una gabardina azul, sombrero hongo y unos guantes de gamuza en la mano, no era muy alto, pero tampoco bajo, más bien de estatura media y al portero no le cabía ninguna duda de que podría reconocerlo si volviera a verlo. No le había visto salir, porque le habían llamado a comer unos minutos antes.

—He ahí a nuestro hombre, señor Sheringham —dijo en tono autoritario Moresby.

—¡Buen trabajo! —exclamó Roger.

Se encontraban en el saloncito del apartamento. Habían retirado ya el cadáver y levantado la prohibición de mover los muebles. Solo quedaban allí Moresby y el superintendente; incluso el inspector Tucker se había ido a redactar su informe. Era evidente que no contaban con encontrar nada más en el piso. No obstante, seguía habiendo un oficial de guardia a la entrada.

El superintendente Green, que había estado mirando a Roger sin parpadear, se unió a la conversación.

—Sí, ya solo nos falta identificarlo. ¿Se le ocurre algún modo de hacerlo, señor Sheringham?

—¡Oh!, sin duda eso es pura rutina —respondió Roger con una sonrisa—. Será mejor dejárselo a ustedes.

—¡Bah! —exclamó el superintendente Green, y le dio la espalda. No le devolvió la sonrisa a Roger. Tal vez no fuese muy sociable, pero Roger sabía que era un detective muy inteligente, por mucho que le costara reconocerlo.

Roger se volvió hacia Moresby.

—¿Qué me dice del taxi en que llegó? Supongo que podrán localizarlo, ¿no?

—Sí, desde luego, nos pondremos en contacto con él. Es posible que pueda ayudarnos. Es nuestra principal esperanza. Pero, señor Sheringham…

—¿Sí? —Roger reparó con sorpresa en que el inspector jefe Moresby estaba visiblemente incómodo. Casi parecía cohibido. Un inspector jefe cohibido son casi términos contradictorios y Roger se extrañó mucho—. ¿Sí? —repitió, al ver que a Moresby le costaba seguir…

—En fin, creo saber quién puede ser nuestro hombre dijo el inspector jefe casi como un niño que balbucea una confesión.

Roger pensó que Moresby se estaba disculpando por habérsele adelantado al descubrir la solución, aunque nunca a irles hubiera sido tan delicado.

—¿Ah, sí? ¿Ya? —replicó muy cordial, como si dijera: «No pasa nada, hijo, pero no lo vuelvas a hacer». Tal vez sintiera algo parecido, pues acto seguido añadió—: ¡Muy brillante por su parte!

—Sí, ¿verdad? —respondió muy triste el inspector jefe.

Roger lo miró perplejo.

—Bueno, ¿y quién es?

Las sorpresas de Roger no habían terminado. En un tono tan culpable como si hubiese sido él quien hubiera cometido los asesinatos, Moresby replicó:

—No sé, señor Sheringham, ¿le importa si no se lo digo todavía? Quiero decir, hasta que lo haya comprobado. Claro que, si insiste, tendré que decírselo en virtud de nuestro acuerdo, pero honradamente prefiero no hacerlo todavía. Me temo que lo entenderá a su debido momento.

—Muy bien —dijo confundido Roger—. No sé adónde quiere llegar a parar, pero no me lo diga si no quiere… —Pensó que sir Paul no tendría tantos escrúpulos a la hora de divulgar una noticia tan crucial—. Pero, oiga —añadió de pronto—, si es por miedo a que lo publique, pensaba que me conocía usted lo suficientemente bien para…

—No, señor Sheringham —le interrumpió atropelladamente el inspector jefe—, no tiene nada que ver con eso. En fin, se lo agradezco mucho. Lo pospondremos hasta que haya hecho unas comprobaciones. Será lo mejor.

—Hablando de comprobaciones —observó Roger, que pensó que sería mejor cambiar de tema—. Supongo que investigarán también a los demás hombres que vinieron a esas horas, ¿no? Para estar seguros, quiero decir.

—¡Oh, sí! —asintió Moresby con una expresión de alivio casi cómica—. Por supuesto que sí. No queremos dejar ningún cabo suelto.

—Cabos sueltos —gruñó el superintendente desde el otro extremo de la habitación—. En mi opinión es lo único que tenemos, aunque prendidos con un par de hilos a los que llamamos pruebas. Lo que me gustaría saber es cómo vamos a demostrar que fue él quien lo hizo cuando le detengamos…

Se hizo una breve pausa en la que los tres se preguntaron evidentemente lo mismo.

—Sin embargo, con el testimonio del portero… —dudó Roger.

—¿Y qué le impedirá decir que subió para invitar a comer a la chica y que, como no la encontró, se marchó? —objetó el superintendente Green—. Porque eso es lo que dirá y no podremos demostrar lo contrario. ¿De qué servirá entonces el testimonio del portero?

—Comprendo —murmuró abatido Roger.

—¿Cómo vamos a demostrar siquiera que estuvo en este piso? —preguntó el superintendente aprovechando la ventaja—. No hay una sola cosa que lo relacione con él. Ni una huella dactilar. Lo único que demuestra el testimonio del portero es que tuvo ocasión de hacerlo después de que saliera la otra chica, y ¿de qué nos sirve?

—Cierto —coincidió humillado el señor Sheringham.

—Suponiendo que diga que llamó a otra puerta sin obtener respuesta —remachó el superintendente—. La de esa chica a la que el portero vio salir a las doce y media. No podremos rebatirlo. Tan solo podremos decir: «Sí, señor, es posible. Pero nosotros no lo creemos, así que…». —El tono escogido por el superintendente para imitar lo que diría Scotland Yard no podía ser más irónico—. Y eso será de lo más concluyente, ¿verdad, señor Sheringham?

—Sí —respondió atropelladamente Roger—. Quiero decir, no…, ¿a qué hora se fue la otra chica… Zelma Deeping, Moresby? Antes no me lo ha dicho.

—¡Oh!, muy pronto —replicó el inspector jefe, que al parecer había olvidado su anterior inseguridad y había estado observando la incomodidad de su colega con una sonrisa—. Dejó a la otra sola no mucho después de las once. Dijo que tenía que hacer unas compras antes de ir a comer con no sé quién a la una.

—Ya veo. Y solo contamos con el testimonio del portero a partir de las doce. Lo que deja un margen de una hora, ¿no?

—¿Se refiere a que alguien pudo llegar entre las once y las doce y no asesinar a la chica hasta un par de horas después? —preguntó con aire tolerante Moresby—. Bueno, siempre es posible, pero no creo que tengamos que preocuparnos por eso.

—Pensaba que el abogado defensor tendría algo que decir al respecto —señaló tímidamente Roger.

—Bueno, no cabe duda de que es un cabo suelto. Pero, como dice el superintendente, el caso está lleno de cabos sueltos.

El superintendente seguía husmeando por ahí con una enorme lupa y gruñó como para subrayar que así era.

A Roger se le ocurrió una idea.

—¿Y qué hay del tipo con aspecto de abogado, el de la perilla y las gafas doradas?

—¿Qué pasa con él, señor Sheringham?

—Pues que se parece más al tipo que estamos buscando que el joven apuesto y atlético al que acusa usted. ¿Lo han comprobado? ¿Hay alguien en el edificio que haya dado razón de un abogado con perilla y sombrero de copa?

—No, todavía no lo hemos comprobado. Tucker se encargará en cuanto tenga un momento. Pero de todos modos, Sheringham —señaló Moresby—, no veo por qué dice que el otro no se parece al tipo al que buscamos. Tenemos que basarnos en los hechos, no en los tipos. El anciano no pudo hacerlo porque se marchó justo después de las doce y media y el asesinato no se cometió hasta la una en punto como muy pronto, y más probablemente a la una y media. No, debemos centrarnos en el operario y sobre todo en el otro, porque no me cabe duda de que mañana Tucker lo habrá averiguado todo del operario.

—Supongo que sí —coincidió Roger con unas dudas que le sorprendieron a él mismo—. Sin embargo, hay algo que no encaja.

—Ya encajará cuando le atrapemos —dijo Moresby con feliz optimismo.

—Bueno —refunfuñó una voz desde el otro extremo de la habitación—, si han terminado de discutir, creo que volveré a Scotland Yard. Será mejor que venga conmigo, Moresby. Quiero ver qué tal han salido esas fotos.

—Ya no hay mucho que podamos hacer aquí —dijo Moresby—. Dejará usted a un hombre de guardia en la puerta, ¿no?

—Sí, claro. No dejaremos entrar a nadie por un tiempo. Nunca se sabe. En fin, me temo que esto ha sido una pérdida de tiempo. ¿Viene usted, Sheringham? —Era evidente que no querían dejar investigar a Roger sin supervisión.

Roger estaba pensando en las huellas dactilares, en la frecuencia con que aparecen en las novelas y su irritante escasez en la vida real.

—Sí —dijo—. Será mejor que les acompañe… ¡Un momento! ¡Creo que tengo una idea!

Los dos detectives lo miraron sin mucho entusiasmo. Al parecer las ideas de Roger les dejaban fríos.

—¿Ah, sí, señor Sheringham? —dijo Moresby por seguir con la conversación.

—Sí. El superintendente ha dicho antes que no había huellas que relacionaran a ese hombre con el apartamento. Admito que no haya ninguna dentro, pero ¿se les ha ocurrido comprobarlo fuera?

—¿Y dónde —preguntó cansado el superintendente— pudo nuestro hombre dejar huellas que nos sean de utilidad si están fuera del apartamento, señor Sheringham?

—Pues en el timbre, superintendente —respondió amablemente Roger, que pensó que el superintendente merecía aquella consideración.

—Vaya, no es mala idea —admitió con elegancia Moresby.

El superintendente le echó una mirada amarga. Tenía por norma no alabar las ocurrencias de los aficionados en su presencia. Estaba convencido de que las alabanzas no son buenas para los aficionados.

No obstante, accedió a echarle un vistazo al timbre.

—Debió de ser el último en llamar —explicó satisfecho Roger mientras pasaban al recibidor—. La señorita Deeping sin duda utilizó su llave. Y luego la puerta ha estado siempre abierta. Además, recordará usted que el portero dijo que nuestro hombre llevaba unos guantes de gamuza en la mano, no que los llevara puestos. Cabe la posibilidad de que no se los pusiera hasta después de entrar.

Una vez en el rellano, el superintendente se agachó y examinó el botón del timbre con la lupa.

—¡Bah! —gruñó, y sacó una latita de polvo negro. Echó un poco en la palma de la mano, lo sopló levemente contra el botón y eliminó el polvo restante. Sobre la porcelana apareció el negro relieve de la huella de un pulgar, con las líneas claramente marcadas. Volvió a agacharse y la estudió un largo minuto—. No es de ninguna de las chicas —anunció por fin, sin demostrar emoción—. Ya puede apuntarse un tanto, señor Sheringham. Moresby, asegúrese de que nadie la toca y mande que la fotografíen lo antes posible, ¿quiere?

Roger adoptó una expresión de humildad y no dijo nada.