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Un caso complicadísimo

Cuando se marchó el médico el grupo que había en torno al diván se dispersó. Volvieron a llamar al fotógrafo y, mientras Moresby y el inspector Tucker conferenciaban en voz baja allí cerca, el superintendente Green le ordenó:

—¿Ve usted esas marcas? —preguntó volviendo a exponer la parte trasera de los muslos de la difunta, pero sin desvestir del todo al cadáver—. Quiero la mejor fotografía que pueda conseguir. Mueva el diván si la luz le molesta, pero vuelva a dejarlo donde estaba. Luego puede ir a revelar las placas; no hay ninguna otra marca en el cadáver. —Volvió con Moresby y Tucker—. Como ha dicho el médico, no creo que tengan importancia —observó—, pero es mejor sacar fotografías, por si acaso.

—Si es que lo consigue —asintió Moresby—. No es fácil de fotografiar.

Siguieron hablando.

Roger cruzó la habitación y examinó la puerta. Había reparado en que no había arañazos en la parte de abajo hechos por unos tacones altos cuando la víctima se debatía desesperadamente, igual que había ocurrido en el caso de Janet Manners; ahora comprobó que tampoco los había en la parte superior, lo cual corroboraba la afirmación del forense de que no sacarían nada en claro de las uñas de la chica. Al menos era evidente que la pobre Dorothy Fielder había muerto tranquila y no podía decirse lo mismo de Janet y (por lo que había oído) de Elsie Benham.

Enfrente de la puerta, volcada con el respaldo hacia la entrada, estaba la silla. Roger la observó de cerca, pero no vio que pudiera deducir nada de ella. Era una silla estilo prie-dieu de asiento bajo y respaldo alto con una moldura en la parte superior; de hecho el asiento era tan bajo que a Roger le sorprendió que pudiera haber servido a aquel propósito. Su superficie apenas se alzaba treinta centímetros del suelo y a menos que la chica hubiera estado de puntillas, la media habría cedido lo suficiente para que pudiera apoyar los pies en el suelo. Luego se dijo que, después de todo, la silla era solo parte del decorado de un suicidio y no tenía mayor importancia. Pero aun así era curioso que el asesino, tan meticuloso en todo lo demás, hubiese escogido la silla que peor se ajustaba a sus intenciones.

Dio media vuelta y vio al ayudante del comisionado que acudía a su encuentro.

—Es usted Sheringham, ¿no? —dijo amablemente sir Paul tendiéndole la mano—. Disculpe que no le haya saludado antes, pero he estado muy ocupado. Mi predecesor me habló de su brillante labor en Wychford. Bueno, ¿qué opina usted de todo esto?

—Que no sé qué hago aquí —replicó enseguida Roger—. No me he sentido tan insignificante en toda mi vida.

—¡Oh!, no crea, todos somos dientes insignificantes del mismo engranaje —se rio el otro. Echó un vistazo a la sala y sus ojos volvieron a ponerse serios al posarse sobre la chica muerta—. Un asunto terrible, ¿verdad? Suponiendo que se trate de un asesinato, claro. Es el primer caso de importancia al que me enfrento desde mi nombramiento, por supuesto, y no me gusta lo más mínimo. Si no conseguimos atrapar a ese tipo, se va a organizar un buen revuelo cuando los periódicos se enteren. ¿Recuerda lo que dijeron de nosotros cuando lo de Jack el Destripador?

—Sí, pero no fue culpa de Scotland Yard. No tenían ni por dónde empezar.

—Ni ahora tampoco —respondió tristemente sir Paul—. Todavía no hemos dado con una sola pista. Ese hombre debe ser un genio criminal. No hay ni una mísera huella dactilar.

—Es un demonio —murmuró Roger.

—Desde luego —coincidió el ayudante del comisionado—, desde luego…

Observaron a los demás en silencio. La habitación empezaba a vaciarse. El fotógrafo se había ido y el inspector de la división fue a dar instrucciones a sus hombres de que montaran guardia en el piso hasta el levantamiento del cadáver. El especialista en huellas dactilares había vuelto y seguía pululando por el cuarto, pero su rostro había perdido la expresión esperanzada. Moresby y el superintendente seguían conferenciando en un rincón.

—Y yo almorzando en mi club mientras esto sucedía —murmuró Roger—. ¡Demonios! Y nada menos que con Pleydell; el prometido de lady Ursula, ya sabe…

—Sí, lo conozco de vista. No creo que tarde en olerse algo raro.

—Ya se lo ha olido.

—No podremos impedir mucho más tiempo que los periódicos se enteren —suspiró el ayudante del comisionado.

Volvieron a guardar silencio.

—Y esta vez no hay el menor indicio de lucha —musitó Roger—. Es raro.

—Ya ve que no los hay en la habitación y, por lo que ha podido ver el forense, tampoco en el cadáver. Va a hacerle la autopsia, pero no creo que descubra nada nuevo. La causa de la muerte es evidente incluso para un profano.

—Y no hay moraduras en las muñecas…

—Al parecer no, y tampoco en los tobillos.

Roger se quedó pensando un momento.

—Lady Ursula tenía las muñecas levemente amoratadas, ¿verdad? Sí, ahora lo recuerdo. Y los tobillos también, ¿no?

—Sí, muy poco. Es evidente que la ató, si es eso a lo que se refiere.

—¿Y a esta otra no? Es raro. Aunque tal vez utilizase algo que no dejara marcas.

—No creo que usara exactamente el mismo método cada vez —dijo el ayudante del comisionado—. ¿No sabe que las muñecas de las otras dos chicas tampoco tenían moraduras?

—No, no lo sabía. Moresby me dijo que iban a examinarlas.

—Sí, recibí el informe esta mañana. No hay moraduras en ninguno de los dos cadáveres; en otras palabras, al parecer no hubo lucha. ¿Sí, superintendente?

El superintendente se había aproximado. Saludó con un leve movimiento de cabeza a Roger como para darle a entender que, aunque acabaran de conocerse, sabía lo bastante de él para que no le incomodara su presencia; no obstante, no fue un saludo excesivamente cordial.

—Me temo que este caso no va a sernos de mucha ayuda, señor —dijo—. Ni Moresby ni yo hemos encontrado nada. Ese tipo sabe lo que se hace, aunque juraría que no es ninguno de nuestros sospechosos habituales.

—No —coincidió sir Paul—. No pensaba que lo fuese. En fin, será mejor que usted y Moresby vuelvan a echar un vistazo para asegurarse de que no se les pasa nada por alto. Tenemos que atrapar a ese tipo como sea, ahora que la ausencia de huellas en el libro parece probar por fin su existencia. —El superintendente pareció ofenderse, era evidente que no le había gustado la insinuación de que pudiera haber pasado algo por alto. Roger se sintió inclinado a ponerse de su lado. No parecía de los que hacen las cosas mal—. Y ahora los periódicos se nos echarán encima —añadió tristemente sir Paul—. Me extraña que no haya por aquí ningún periodista.

El superintendente miró a Roger como si no estuviese muy seguro de que no lo hubiera.

—¿Qué quiere que les digamos si se presentan, señor? —preguntó—. Conviene no levantar la liebre dándole a entender que vamos tras él.

—No, desde luego. Será mejor enviar una nota a los directores advirtiéndoles que no hagan comentarios sobre el caso. Puede usted limitarse a decir con mucho tacto que Scotland Yard no está muy convencido, pero no quiere despertar el interés de la opinión pública mientras duran las investigaciones. Ya sabe, lo habitual.

—Sí, señor. Yo me ocuparé.

—Y a propósito, superintendente, ¿qué hay de la otra línea de investigación? Está claro que este tipo es un loco, como dice Moresby. Creo que lo mejor sería investigar si sabemos algo de algún maníaco homicida que anduviera suelto estos últimos meses.

—Sí, señor, podemos hacerlo, claro —admitió el superintendente con condescendencia—. Pero mucho me temo que si usted y yo nos lo encontráramos sin saber quién es, nos parecería tan cuerdo como cualquiera…

—Eso mismo es lo que llevo diciendo todo el tiempo —le interrumpió Roger.

—¿Ah, sí, señor Sheringham? —dijo el superintendente con mucha educación, pero sin el menor interés, y volviéndose hacia Moresby.

El ayudante del comisionado templó gaitas. Conocía al superintendente Green.

—En fin, Sheringham —dijo—, poco más podemos hacer aquí. Venga a mi club y tomemos una taza de té. Me gustaría charlar con usted sobre el caso y saber lo que opina.

—Gracias —replicó Roger—, será un placer.

Roger nunca rechazaba una invitación a hablar.

Al pasar por el rellano de piedra sir Paul echó la cabeza atrás.

—Está la otra chica, claro, pero dejaremos que ellos la interroguen. Saben hacer bien su trabajo y si hay demasiada gente no haremos más que molestar; la pobre ya está medio histérica. Aunque no creo que nos diga nada de importancia. ¡Demonios! Qué caso más endiablado.

Subieron a un taxi y se encaminaron a Pall Mall.

Buscaron una mesa apartada en el gran salón comedor, sir Paul pidió que les sirvieran el té y se sentaron. Roger le explicó lo que había despertado sus sospechas y detalló las conclusiones a las que había llegado. Sir Paul sabía escuchar. Roger expresó también sus dudas sobre la conveniencia de centrar todos los esfuerzos en la nota de suicidio. Pero sir Paul no estuvo de acuerdo.

—Al fin y al cabo —dijo exactamente igual que había hecho Moresby—, es la única pista de que disponemos. Debemos seguirla hasta las últimas consecuencias.

—Tengo la sensación —respondió Roger— de que este caso no se resolverá con los métodos tradicionales. La pista no es lo bastante importante. Recuerde que ya les pasó lo mismo con Jack el Destripador. Siempre he sido de la opinión de que los métodos de investigación de los franceses habrían logrado mejores resultados.

—Tenemos que utilizar los nuestros —replicó sir Paul—. La sociedad británica no toleraría otra cosa. Recuerde el alboroto que se organizó hace poco con lo de tomar las huellas dactilares a los sospechosos. Nadie tenía nada que perder si era inocente y sí mucho que ganar, pero la sociedad británica lo consideró una violación de sus libertades y los periódicos dijeron un montón de bobadas sobre los métodos no ingleses, así que tenemos las manos atadas y no podemos hacer nada parecido. No, Sheringham, es inútil que me pida que cambiemos nuestros métodos, aunque sea para atrapar a un asesino. La sociedad británica preferiría que todos los asesinos siguieran libres antes que cambiar los métodos para atraparlos. Aunque usted ya debe de saberlo.

Era evidente que sir Paul se tomaba aquello muy en serio.

—Supongo que no le falta razón —tuvo que admitir Roger.

—Desde luego —respondió sir Paul con vehemencia—. Además, debe recordar que un jurado británico no es igual que uno francés. En los tribunales británicos solo las pruebas concluyentes sirven de algo. A los franceses les encantan los razonamientos inteligentes, pero a los británicos les traen sin cuidado. Ya puede uno intentar apabullarles con brillantes razonamientos y astutas deducciones, que a menos que el caso esté fundamentado en una base firme y en datos sólidos, ni siquiera parpadearán. Lo que tenemos que llevar a los tribunales son hechos incontestables y no solo ingeniosos.

—Sí —se vio obligado a decir Roger—. Moresby siempre me está insistiendo en la diferencia entre estar seguro de quién es el asesino y reunir pruebas suficientes contra él. Y, por lo visto, es de la opinión de que cuando lo encontremos nos será difícil demostrar los cargos.

—Apuesto a que sí —convino tristemente sir Paul—. El muy desgraciado no deja ni una sola prueba a la que podamos asirnos. Mire este último caso. Aparte del detalle de que no hubiera huellas dactilares en el libro, que a nosotros puede parecemos muy convincente pero no tiene por qué convencer a un jurado, aparte de ese detalle, digo, no hay nada que demuestre que no se trata de un suicidio. Sabemos que no puede serlo, pero ¿cómo demonios vamos a probar que es un asesinato sin tener siquiera un sospechoso? Lo tenemos difícil.

—Desde luego —dijo Roger, y volvió a pensar para sus adentros que, tal como estaba el caso, los métodos habituales de la policía no servirían de nada. Y, siendo así, ¿qué podía hacer? La respuesta estaba clara: Scotland Yard podía tener las manos atadas, pero él no.

Siguieron conversando con desánimo sobre el crimen desde el punto de vista de la criminología, de la que sir Paul, como Roger, era un devoto estudioso.

—Es casi perfecto —dijo sir Paul encendiendo otro cigarrillo—. Hasta donde llego a ver, no ha cometido un solo fallo. Es casi el crimen perfecto… y ha tenido que cometerlo un loco. No deja en buen lugar a los criminales profesionales.

—¿Casi perfecto? —repitió Roger—. ¿Y por qué no perfecto del todo?

—Sin duda el crimen perfecto es el que nadie sospecha que pueda ser un crimen —dijo sir Paul con una sonrisa.

—Sí, puede usted apuntarse el tanto. Y, a propósito, ¿ha reparado usted en que muy pocos de estos asesinos sexuales llegan a ser detenidos?

—Sí, desde luego; a menos que ellos mismos se delaten, como hizo Neill Cream, no hay ninguna pista. No hay por dónde empezar. En otras palabras, no hay un motivo que conduzca a ninguna parte. Después de todo, en nueve de cada diez casos eso es lo que envía a la gente a la cárcel. Lo que más alegra a un detective profesional es encontrar un motivo y una oportunidad, sabe que casi equivale a la detención del culpable.

—Será que soy un aficionado —suspiró Roger—, pero tengo que decir que prefiero los resultados rápidos. Me angustia tener que quedarme tranquilamente sentado mientras ese salvaje asesina a otra media docena de chicas antes de que podamos echarle el guante, y no me cabe duda de que lo hará.

—Debe usted tener en cuenta, Sheringham, el inmenso y paciente trabajo que requiere un caso como éste antes de que se pueda practicar alguna detención. ¡Es increíble! ¿Sabía que al superintendente Neill le costó casi un año de arduos esfuerzos fundamentar su caso contra Smith, «el asesino de novias en la bañera», como lo bautizaron los periódicos?

Roger asintió.

—Sí, lo sabía. Pero aun así las demoras me impacientan horriblemente. Me temo que no sería un buen detective profesional. Oiga, ¿piensa pasar otra vez por Gray’s Inn Road?

—¿Es que va usted a volver?

—La verdad es que sí. Ya deben haber terminado de interrogar a la otra chica, y estoy deseando saber si han conseguido averiguar algo. Y además están todas las demás averiguaciones, si alguien lo vio entrar o salir y esas cosas. Supongo que lo habrán investigado, ¿no?

—¡Oh, sí! Tucker se habrá ocupado de eso. Es pura rutina, claro. En fin, vaya usted, si quiere, Sheringham. Me temo que no puedo acompañarle; tengo que volver a Scotland Yard.

—Una cosa más, sir Paul —añadió muy serio Roger—. No pretendo entrometerme ni molestar, pero, si pudiera dar orden de que telefonearan a mi piso con cualquier información que pudiera surgir, le quedaría muy agradecido. ¿Cree usted que es posible?

Sir Paul sonrió.

—Sí, eso creo.

Las locuaces expresiones de agradecimiento de Roger se vieron interrumpidas por un conserje del club que les informó de que llamaban a sir Paul por teléfono. Sir Paul se excusó y Roger lo acompañó hasta el vestíbulo, donde se despidieron y Roger fue a buscar su abrigo y su sombrero. Tenía la sospecha de que no le habían hecho salir del piso por casualidad, sino para que la investigación rutinaria oficial pudiera llevarse a cabo sin la presencia de un colega no oficial. En tal caso, pensó que habían tenido tiempo suficiente y que no les molestaría su regreso. Y en caso contrario, a Roger no le sobrecogería tanto el pesar como para salir corriendo.

Estaba bajando las escaleras del club cuando oyó pronunciar su nombre. Sir Paul estaba de pie en el umbral haciéndole señas. Roger dio media vuelta y corrió a su encuentro.

—¡Ha recibido usted noticias! —exclamó.

Sir Paul asintió con la cabeza.

—Por fin un poco de suerte —dijo en voz baja para que no le oyera el portero—. Pensé que le gustaría saberlo. Moresby acaba de decirme que ha conseguido una buena descripción del hombre al que buscamos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó encantado Roger, y salió disparado a coger un taxi.