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Scotland Yard en acción

Para quien, como Roger, no haya visto nunca en acción la maquinaria de caza de criminales de este país, el espectáculo de Scotland Yard acudiendo al escenario de un crimen es extraordinario e impresionante. A menudo se ha dicho que la investigación del asesinato se ha reducido a pura ciencia, pero tal vez sería más revelador añadir que se ha convertido en un negocio, con sus tarjetas, sus jefes de departamento, sus expertos en diversas ramas y su bien engrasada eficiencia; la forma en que está organizado se parece más a la de una empresa comercial que a la eficacia más rígida y menos imaginativa del ejército o cualquier otro departamento administrativo gubernamental. Si el asesino pudiera vislumbrar las actividades que se llevan a cabo en el lugar que acaba de abandonar, desaparecerían de inmediato todas las esperanzas que pudiera tener de escapar bien librado y vería con desánimo los metódicos y hábiles esfuerzos encaminados a garantizar su captura.

Cuando llegaron Roger y Moresby dichas actividades empezaban a ponerse en marcha. Desde el momento en que una nerviosa muchacha había salido corriendo a Gray’s Inn Road, había cogido del brazo al primer policía con quien se encontró y balbucido que la amiga con quien compartía el piso se había ahorcado en el salón aprovechando que ella había salido a almorzar, la maquinaria se había puesto en movimiento. El policía había informado de inmediato al oficial al mando antes de acompañar a la chica a su piso, y él se había puesto en contacto con la comisaría; el sargento de guardia se había comunicado inmediatamente con Scotland Yard antes de subir a un coche e ir en persona al edificio. Scotland Yard se lo había notificado al inspector jefe encargado de las otras investigaciones, por suerte lo habían encontrado en el primer número al que llamaron, y había enviado a los expertos necesarios; un oficial superior o dos, incluyendo tal vez el ayudante del comisionado, acudieron pocos minutos después. Llamaron al forense y pusieron a varios policías a vigilar la entrada del piso.

El policía que llegó primero había descolgado cuidadosamente el cadáver de la puerta, no sin antes tomar la precaución de hacerse una imagen mental de su posición y apariencia exactas, y lo había dejado sobre un diván que había en un rincón del cuarto, por lo demás no había tocado nada. Todo el mundo estaba muy nervioso. Las comisarías estaban informadas de las conclusiones preliminares a las que había llegado el cuartel general en los demás casos y se había emitido aviso de que cualquier muerte similar debía considerarse prima facie un asesinato, independientemente de que el fallecido hubiese dejado o no una carta de despedida. Así que se produjo un gran revuelo por si este caso proporcionaba por fin una pista definitiva.

Al entrar en el saloncito detrás de Moresby, Roger tuvo la sensación de que entre tanto desorden no quedaría ni una sola pista. Tardó treinta segundos en darse cuenta de que era exactamente al revés: era cierto que el cuarto estaba abarrotado de gente, pero no había ningún desorden, cada cual tenía asignada una labor y la desempeñaba silenciosa y metódicamente sin molestar a nadie. Roger, sintiéndose muy poco importante en mitad de aquel bullicio científico, se apartó discretamente a un rincón, desde donde podría observar lo que ocurría sin entorpecer la investigación.

Moresby había ido a ver al inspector de la división y los dos estaban inclinados sobre el cadáver que yacía en el diván; un fotógrafo estaba instalando la cámara junto a ellos; un experto en huellas dactilares examinaba las superficies de la habitación; un oficial, evidentemente habituado a hacer ese trabajo, tomaba notas para dibujar un plano; habían enviado a un policía al dormitorio contiguo para que procurase ofrecer algún consuelo a la amiga de la fallecida.

Cuanto más miraba Roger, más insignificante se sentía. Viendo aquello no era difícil entender el desdén con que consideraba Scotland Yard a los detectives aficionados.

Roger dedujo por la conversación que las circunstancias de la muerte eran casi exactamente iguales a las de las demás, con la excepción de lady Ursula. El gancho atornillado en la parte superior de la puerta, la silla volcada en el suelo, la media de seda y la pierna desnuda, el modo en que la habían dispuesto en torno al cuello de la víctima, todo igual. Las únicas diferencias, por lo que pudo oír, eran que la chica solo llevaba puesta la ropa interior y que la acostumbrada nota de despedida no estaba escrita a mano sino que eran uno o dos versos recortados de un libro y enganchados a la ropa con un broche. En el respaldo de un sillón había extendida una manta de seda de color malva.

La solitaria vigilancia de Roger no duró mucho. Apenas había tenido tiempo de comprender lo que ocurría a su alrededor cuando Moresby le pidió que acudiera junto al diván, donde le presentó al inspector de la división, un tipo de aspecto marcial con el bigote muy bien cuidado.

—Échele usted un vistazo, señor Sheringham —dijo el inspector jefe—, y vea si puede sacar algo en claro, porque a mí no se me ocurre nada.

Roger había presenciado muchas muertes violentas en Francia durante la guerra, pero ver a hombres muertos no es lo mismo que ver a chicas muertas, y menos si han fallecido estranguladas lentamente. A pesar de sus esfuerzos se estremeció al posar la mirada en su rostro distorsionado. Puede que hubiera sido muy hermosa cuando estaba con vida, pero desde luego muerta no lo era. Tenía las manos apretadas contra los costados.

Era una joven menuda de poco más de un metro y medio de altura y de complexión frágil, y llevaba puesta solo la ropa interior y una media de color claro; la otra seguía anudada en torno a su cuello.

—¿Quién era? —preguntó Roger en voz baja.

Le respondió el inspector de la división.

—Una tal Dorothy Fielder —dijo en tono tajante—. Al parecer era actriz. Interpretaba un papel secundario en esa obra que representan en el teatro The Princess, La mujer de su marido. La otra chica, Zelma Deeping, también trabaja allí, de suplente, creo.

—Comprendo —dijo Roger.

Se inclinó sobre el cadáver y leyó las palabras del pedacito de papel que llevaba clavado en el pecho:

Una infortunada más

cansada ya de respirar,

temeraria e impaciente,

se fue a la muerte.

—Hood —añadió—. El puente de los suspiros. Bueno, sin duda es más conocido que La reina Mab, pero no veo que vaya a sernos de mucha ayuda.

—Ya ve las ventajas de contar con la ayuda de un literato, Tucker —le dijo Moresby en tono jovial al inspector de la división, que se limitó a sonreír con educación—. Así que es de un poeta llamado Hood, ¿eh, señor Sheringham? Quisiera saber si tendrán un volumen de sus obras por aquí. Mire en esa estantería, Tucker. Y, por supuesto, tenga cuidado si lo encuentra.

Tucker asintió con un gesto y fue al otro lado de la habitación.

El fotógrafo se les acercó.

—El médico llegará de un momento a otro, inspector. ¿Quiere que tome ahora las fotografías?

—Sí, Bland, puede usted hacerlas. Necesito lo mismo de siempre y también un par de primeros planos de la cara y el cuello. No la toque hasta que haya terminado el forense, claro. Y no se marche, tal vez necesitemos alguna más si encontramos moratones en el cuerpo.

Roger ya había reparado en que aunque los dos inspectores se habían inclinado sobre el cadáver y lo habían examinado de cerca, ambos habían tenido la precaución de no tocarlo.

—Es detestable, ¿no cree? —murmuró Roger mientras el fotógrafo, que ya había enfocado la cámara, tomaba las fotografías.

—Sí, señor Sheringham. Pero seguimos sin poder demostrar que sea un asesinato. Todavía podría tratarse de un suicidio…

—Podría, pero no lo es —le interrumpió Roger cuyos nervios empezaban a sufrir los efectos de la tensión.

—En fin, Tucker me ha dicho que es posible que venga el superintendente Green (el superintendente de este distrito: uno de los cuatro peces gordos de los que hablan siempre los periodistas). Y no me sorprendería que viniera también el ayudante del comisionado (fue él quien me llamó por teléfono). Si se trata de asesinatos, y no digo que no esté usted en lo cierto, en Scotland Yard tendremos que ponernos manos a la obra. No conoce usted a sir Paul Graham, ¿verdad?

—¿El ayudante del comisionado? No. Es nuevo, ¿no? A quien conocí fue a sir Charles Merriman, a raíz de aquel asunto de Wychford, hace dieciocho meses. ¿Qué tal es?

—Le caerá a usted bien, señor Sheringham. Es un caballero muy amable. Aunque acaba de llegar al puesto. Vaya, ahí está el forense. Me temo que tendrá usted que disculparme, señor Sheringham. Buenas tardes, doctor Pilkington. Un feo asunto, por lo que parece.

Roger se volvió y vio al inspector Tucker que llegaba con un libro en la mano.

—¿Es éste, señor?

Roger echó un vistazo al título y asintió.

—Sí, éste es. Veamos si ha recortado el pasaje de este ejemplar.

—Un minuto, señor, si no le importa. —Tucker hizo un gesto al experto en huellas dactilares y le alcanzó el ejemplar—. Échele un vistazo a esto, ¿quiere, Andrews?

Andrews cogió el libro y lo examinó con cuidado. Espolvoreó un poco de polvillo gris que sacó de un receptáculo parecido a un bote de pimienta, y observó el resultado, luego movió tristemente la cabeza y se lo devolvió.

—Nada, me temo. Ni tampoco en ningún otro sitio, solo las de las dos chicas. ¿Por qué, es que creen que pudo manipularlo?

—Espere medio minuto y se lo diré. ¿Podría usted indicarnos dónde está el poema, señor Sheringham?

Roger hojeó el índice y buscó la página. Habían recortado limpiamente los versos. Señaló el espacio en blanco sin decir nada.

Andrews asintió e hizo una triste mueca.

—En fin, al menos sabemos que usó guantes. Y esas deben de ser las tijeras con las que lo recortó. —Señaló unas tijeras de uñas que había en una mesita—. Ya las he examinado y no hay ninguna huella. No, me temo que no tengo mucho más que hacer aquí.

—Parece dar usted por supuesto que fue otra persona —observó Roger—. Pensaba que en Scotland Yard todavía no habían tomado una decisión al respecto.

Andrews lo miró con una sonrisa divertida y Tucker hizo lo propio. Roger tuvo la sensación de haberse puesto en ridículo, pero no supo por qué. Andrews procedió a aclarárselo.

—No hay una sola huella en el libro, señor —le dijo amablemente—. Si lo hubiese recortado la chica, sin duda habría dejado huellas, igual que cualquier otra persona. Pero alguien debió recortarlo, ¿no? Por tanto, quienquiera que fuese debió de usar guantes —le habló como si fuese un niño pequeño que empezara a vérselas con el abecedario.

—¡Oh, sí! —asintió Roger—. Claro, así se explica… ¿no?

—Desde luego, señor —dijo tristemente el inspector de la división y fue a informar a Moresby, que estaba hablando con el forense acerca del cadáver.

Un minuto después, se abrió la puerta y entraron otros tres hombres. Roger reconoció a dos de ellos: el detective superintendente Green, a quien había visto en una ocasión, y sir Paul Graham; el otro, según le explicó Andrews, era un inspector especialista en casos de estrangulamiento. Roger comprendió que, por mucho que tratasen de disimularlo, en Scotland Yard estaban muy preocupados por aquel maníaco desconocido y sus siniestras andanzas.

Escuchó la conversación que se produjo después.

—¿Ha descubierto usted algo, Moresby? —preguntó lacónico el superintendente, después de echar un breve vistazo al cadáver.

Moresby negó con la cabeza.

—Acabo de llegar. Tucker me ha dicho que ha hecho algunas comprobaciones antes de venir yo, pero no ha podido sacar nada en limpio.

—Veamos si encuentro algo —respondió el superintendente, un hombre muy grande que empezaba a mostrar indicios de corpulencia. Sin más preámbulos se puso a cuatro patas—. Veo que todavía no le han abierto las manos —resolló.

—Estábamos esperando al forense —explicó Moresby—. Ha venido hace un momento.

Roger observó el corpachón del superintendente con interés. Mientras sir Paul iba a ver al forense y a Moresby junto al diván, empezó a arrastrarse con sorprendente agilidad por la alfombra sometiendo cada centímetro cuadrado a una inspección minuciosa; y cuando terminó con la alfombra examinó las tablas del suelo con idéntico cuidado, metiendo la nariz debajo de las sillas y las mesas, pero sin mover un solo mueble. Al cabo de siete u ocho minutos, se puso en pie y le hizo un gesto a Moresby con la cabeza.

—Nada —suspiró.

Entretanto el forense había completado su primer examen, flexionándole los brazos al cadáver, moviéndole la cabeza entre las manos y tomando buena nota del estado de la piel del cuello y la condición de los rasgos. Luego procedió a abrirle los dedos. Moresby y el ayudante del comisionado se inclinaron ansiosos hacia delante, pero volvieron a echarse atrás entre gestos de profunda decepción. Las delicadas manos estaban vacías.

—No veo que haya el menor indicio de lucha —musitó el médico examinando las uñas de la fallecida—. Miren…, nada en absoluto.

—¡Demonios! —murmuró Moresby. Como Roger sabía, las pruebas más valiosas cuando ha habido pelea suelen estar en las manos—. En fin —añadió el inspector jefe—, necesito saber si el cadáver tiene algún moratón.

—¿Ahora? —preguntó el forense—. Por supuesto, más tarde lo examinaré con atención.

—Creo que prefiero saberlo cuanto antes, doctor. Es muy importante comprobar si hay algún indicio de lucha en el cadáver.

—Muy bien —dijo el médico—. La desnudaré. Pero, a juzgar por las manos, no creo que los haya.

El superintendente Green que, tras arrastrarse por el suelo, había ido con los demás junto al diván (Roger seguía un poco apartado, sin saber muy bien qué hacer), se dio la vuelta.

—Muy bien, Bland —le dijo al fotógrafo—, puede usted esperar en el vestíbulo, y usted también, Andrews. —Dio instrucciones similares al oficial que estaba dibujando el plano y a los demás subordinados, que se fueron inmediatamente—. No hay por qué celebrar una reunión de la escuela dominical mientras el médico la está examinando, ¿no cree? —le dijo con un gruñido al ayudante del comisionado. Era la primera vez que demostraba tener sentimientos.

El forense procedió a examinar el cadáver con manos expertas.

—Antes de nada le tomaré la temperatura —dijo.

Se hizo un profundo silencio que duró casi medio minuto.

—No hay indicios de moratones en la parte delantera, ¿verdad, doctor? —dijo Moresby.

El forense, que estaba agachado sobre el cadáver, alzó la mirada.

—Por ahora no he visto ninguno, pero tendré que examinarla más de cerca. Aquí tampoco parece haber ninguno. No hubo forcejeo. Aunque, vaya, ¿qué tenemos aquí?

Haciendo un esfuerzo por superar sus reticencias, Roger se acercó. Los cuatro observaron dos marcas transversales no demasiado claras en la parte posterior del muslo de la chica, a un tercio de su altura. Eran heridas muy leves, sin descolorar, y debían de medir unos diez o doce centímetros.

—Es curioso —observó el médico—. ¿Qué opina usted, superintendente? Deben de ser recientes. Se las hicieron poco antes de su fallecimiento, o estarían descoloridas. Demasiado tarde para que le salieran moratones y demasiado pronto para una equimosis post mortem.

El superintendente Green parecía perplejo. Es casi como si la hubieran golpeado en las piernas, ¿no le parece? Con un bastón muy fino o algo parecido.

El forense frunció el ceño.

—¡Oh, no! Es imposible que esa sea la causa. Tiene que haber sido una presión continua y aplicada un largo rato; de lo contrario ya habrían desaparecido. Si se fijan, verán que apenas tienen un centímetro de ancho. Yo diría que pasó al menos media hora sentada en una silla que tenía un borde de metal que sobresalía unos dos centímetros por la parte delantera.

—¿Y por qué demonios iba a hacer algo así? —preguntó perplejo Moresby.

—A mí no me lo pregunte —replicó el forense—. La causa de la muerte no puede ser más evidente: estrangulación por ahorcamiento. En fin, echémosle un vistazo al termómetro. —Lo sacó, lo examinó y se limitó a soltar un ¡ajá!

—¿Y la parte delantera, doctor? —insistió Moresby, que parecía estar deseando aclarar ese aspecto.

El médico le dio la vuelta al cadáver e inspeccionó la piel con atención.

—¡Ni una sola marca! —anunció por fin—. Si usted quiere, le haré la autopsia, sir Paul, aunque no creo que averigüemos nada.

—Será lo mejor —murmuró el ayudante del comisionado—. Así que no ha visto usted indicios de lucha…

—Ni uno solo. Es imposible que forcejeara. No tiene moraduras en las muñecas, ni en los tobillos. Diría que lleva muerta unas tres horas. Tres y media como mucho. ¿Qué hora es? Yo diría que murió entre la una y veinte y la una treinta y cinco; estoy casi seguro de que a la una seguía con vida y de que a las dos menos cuarto había muerto. Todavía no se nota el rigor mortis. Bueno, poco más puedo hacer. Supongo que después enviarán ustedes el cadáver al depósito.

—¿Ha terminado, doctor? —dijo el superintendente—. ¿Le importaría volver a darle la vuelta? Quiero que fotografíen esas marcas de las piernas.

El doctor asintió y le dio la vuelta, luego la cubrió con la vaporosa prenda antes de marcharse.

Roger estaba mirando fijamente aquella forma inmóvil. ¡La una!, estaba pensando. ¡A la una!, cuando aún estaba viva, yo estaba pidiendo el filete de Pleydell; a la una y media, mientras ella moría, pedí otra media pinta de cerveza; a las dos, cuando ya estaba muerta, pedí la cuenta. Le parecía horrible que él y Pleydell hubiesen estado almorzando mientras alguien asesinaba a aquella desdichada. Pero la gente come y muere…

Roger se dijo, sin demasiada convicción, que era un idiota sentimental.