Después de todo —estaba diciendo Roger unos minutos después—, no es tanta coincidencia como nos pareció a primera vista. La mitad de los que aparecen en la lista de Dorsetshire son de los que van a Montecarlo en temporada. Si se para uno a pensarlo, lo raro habría sido que no hubiera coincidido ningún nombre.
—En cualquier caso no me esperaba que coincidieran tres —dijo Moresby.
—Más extraño es que yo conozca a dos de los tres. Quienes frecuentan Ascot, Goodwood, Hurlingham y Montecarlo son un grupo reducido, y cuando uno se relaciona con ellos no suele tardar en volver a encontrárselos. Tampoco es que los haya tratado mucho, pero he visto a algunos en diversas ocasiones y da la casualidad de que Beverley es uno de ellos. Claro que no lo conozco muy bien. La verdad es que me parece un tipo insoportable.
—¡Ah! —dijo interesado el inspector jefe—. ¿Y cómo es eso, señor Sheringham?
—¡Oh, no es por nada! Solo que es un poco afectado. Es muy alto, muy delgado, muy apuesto, con el pelo muy rubio y los ojos muy azules y también insufriblemente engreído. Escribe poesía. No es que yo tenga prejuicios contra la poesía, Moresby, ni siquiera contra los poetas (también hice mis pinitos antes de descubrir que la naturaleza no me había llamado por ese camino), lo que ocurre es que él afirma que escribe poesías y yo no lo llamaría así.
—¿Cómo lo llamaría usted, señor Sheringham?
—Majaderías. Y, por si eso fuera poco, el tipo lleva barba, cosa que ningún poeta moderno que se precie debería hacer. En fin, Moresby, no quiero ocultarle que es un hombre inaguantable, aunque mucho me temo que también sea totalmente inofensivo. Lo único que diría a su favor es que no mataría a una mosca ni para salvar su vida. No, ojalá fuese nuestro hombre, pero es imposible. Es hijo de lord Beverley, por supuesto.
—¡Hum! —exclamó el inspector jefe Moresby—. ¿Y ese otro al que usted conoce, el tal Gerald Newsome?
—¿Jerry Newsome? Éramos muy buenos amigos. Fuimos juntos al colegio y después a Oxford. Sí, ahora recuerdo que era de Dorsetshire. Jerry está descartado. Es un tipo encantador y totalmente sin fisuras. Recuerdo que ganó varios torneos de tenis. Golpeaba la pelota con muy mala intención.
—¡Ah! —dijo Moresby con gesto inexpresivo—. ¿Un tipo fuerte?
—Muy nervudo, sí; no particularmente grande, pero…
¡Ah, ya comprendo! No, Moresby, no creo que tenga que preocuparse por Jerry, está todavía más descartado que Beverley.
—Pues solo nos queda George Dunning —dijo el inspector jefe consultando las listas.
—Entonces tendrá que ser él —replicó Roger muy convencido—. Concentraremos nuestros esfuerzos en George Dunning.
—¡Hum! —dijo el inspector cogiendo el Quién es quién.
De los tres sospechosos solo Beverley figuraba en el Quién es quién, pero, aparte del hecho de que el poeta había estudiado en Eton y en Christ Church, Oxford, y había publicado dos volúmenes de versos y uno de obras de teatro, dicho omnisciente volumen no les informó de mucho más. En cuanto a Newsome, últimamente Roger había perdido el contacto con él, aunque le sonaba que a la muerte de su padre se había retirado a cuidar sus fincas en Dorsetshire. Un volante enviado por Moresby a algún destino desconocido les procuró la información al cabo de muy poco tiempo de que así era y que el lugar en cuestión estaba a unos quince kilómetros de Little Monckton. El mismo volante también les informó de que George Dunning era soltero, de unos treinta años, con unas rentas muy elevadas y ocupaba un apartamento en una de las calles más caras de Piccadilly; era miembro de varios clubes y había estudiado en Rugby y en Cambridge y había jugado al rugby en el equipo de la universidad, aunque no había ganado ningún trofeo.
—Vaya —dijo Roger, estudiando atentamente el informe—, es miembro del club de Oxford y Cambridge. Me pregunto si va mucho por allí. Tal vez tengamos algún amigo común.
—Intente averiguar lo que pueda —aprobó Moresby—. Pero tenga cuidado de no delatarse —añadió no sin cierta preocupación—. No debe saber que vamos tras él. —Roger miró con aire digno a su colega—. Y no trate de sonsacarle hasta que yo se lo diga —añadió el inspector jefe sin dejarse amedrentar por su mirada—. No quiero que se asuste. Recuerde que aún no hemos completado nuestras comprobaciones. Todavía tienen que llegar los resultados de las pesquisas sobre el papel en que se escribió la nota y lo más probable es que eliminen a dos de los sospechosos.
—Y nos quede solo George Dunning… —repuso Roger—. Muy bien, Moresby, trataré de contenerme y no decirle todo a las primeras de cambio, no sabe cuánto le agradezco su confianza.
El inspector jefe Moresby le miró con aire paternal.
Roger se marchó poco después y, dominado por la impaciencia de seguirle la pista al señor Dunning, fue a almorzar al club de Oxford y Cambridge. Mientras andaba a grandes zancadas no le quedó ninguna duda de haber identificado al asesino; ahora solo faltaba demostrarlo. Y Roger se alegró de no verse entorpecido por las restricciones habituales de los detectives profesionales. Con tal fin urdió uno o dos pequeños planes que sin duda no habrían contado con aprobación oficial.
Por el portero supo que el señor Dunning no se encontraba en el club en ese momento. Sonsacándole más se enteró de que el señor Dunning no iba mucho por allí, a lo sumo dos o tres veces al mes. Fue un poco decepcionante. No obstante, Roger no cambió de planes, pues hacía más de un año que no almorzaba en el club de Oxford y Cambridge, y no tardó en estar sentado solo en el comedor. Escogió un bistec con patatas fritas y una pinta de cerveza y miró a su alrededor con gesto amistoso. No había ni un alma.
No obstante, Roger no iba a comer solo ese día. Justo diez minutos más tarde, cuando le estaban sirviendo el bistec, una voz le saludó en tono dubitativo desde detrás de su hombro izquierdo. Al volverse, vio a Pleydell de pie junto a su silla y se puso en pie de un salto.
—Me ha salvado usted —dijo apresuradamente, aprovechando la oportunidad antes de que se le escapara—. Estaba muerto de miedo de tener que comer solo y en silencio, cosa que aborrezco. Si no ha quedado con nadie, venga a comer conmigo, ¿le apetece?
—Me encantaría —replicó cortésmente Pleydell, y se sentó en la silla que había enfrente.
—Es usted Roger Sheringham, el novelista, ¿verdad? —prosiguió cuando se sentaron—. Ya decía yo que su cara me resultaba familiar cuando le vi ayer en Scotland Yard.
—Yo también tenía la vaga idea de haberle visto a usted antes —asintió Roger—. Ahora lo recuerdo: había sido aquí, claro, aunque no le conocía. ¿No echamos una partida de bridge hará ahora dos años? Recuerdo que estaba Frank Merriman.
—Cierto —reconoció Pleydell con una sonrisa—. Es extraordinario cómo uno se relaciona con gente por un tiempo sin llegar a saber siquiera sus nombres y luego no vuelve a verlos en varios años, ¿no le parece?
Intercambiaron algunos recuerdos convencionales y Roger supo que su invitado había estudiado en Cambridge pero había abandonado los estudios por culpa de la guerra. Agotados los recuerdos, la conversación empezó a divagar aunque la imaginación de ambos bullía de cosas que estaban deseando decirse. Roger sabía que el otro debía de estar preguntándose cómo averiguar educadamente qué demonios hacía alguien como Roger Sheringham implicado en la investigación policial de las circunstancias de la trágica muerte de su prometida; y el propio Roger estaba preguntándose qué demonios le diría cuando inevitablemente tratara de sonsacarle.
Pleydell abordó la cuestión dando un rodeo.
—Ese inspector jefe al que conocí en Scotland Yard —observó casi con desgana cuando la conversación empezó a avanzar a trompicones, se estancó, trató desesperadamente de seguir adelante y se atascó por fin— se llama Moresby, ¿no? ¿Le parece a usted un tipo sensato?
—¡Oh, sí! —dijo Roger con similar desenfado—. Muy sensato, diría yo.
—No pareció muy sorprendido cuando fui a verle ayer por la tarde.
—No —respondió ambiguamente Roger—. Ya imaginábamos que lo haría.
Está usted relacionado con Scotland Yard —dijo Pleydell afirmando más que preguntando—. Debe de ser muy interesante.
—Lo es —asintió Roger aceptando lo que eso implicaba, ya que no tenía otro remedio.
Pleydell lo miró a la cara.
—Es usted un hombre con sentido común. ¿Qué opina de la muerte de mi prometida?
En esta ocasión, Roger rechazó sus avances.
—Nos pareció lo bastante extraña para requerir una pequeña investigación —replicó tratando de recuperar el tono impersonal.
—Desde luego que lo es —murmuró Pleydell—. ¿Cree que puede haber un hombre detrás de todo? —insistió—. Es lo que parece por la lista que me pidió Moresby.
—Siempre es una posibilidad, ¿no le parece? —se escabulló Roger.
—¿Por qué no es usted franco conmigo, Sheringham? —dijo Pleydell en tono un poco conmovido—. ¿Acaso no ve que para mí es una tortura insoportable? Si no se aclara pronto este asunto creo que me volveré loco.
A Roger le pilló desprevenido. Lo último que esperaba del circunspecto e impasible Pleydell era una apelación a sus emociones. Comprendió lo que debía estar sufriendo aquel hombre para exponerle así sus sentimientos más íntimos a un completo desconocido, y pensó que tal vez ninguna otra persona del mundo hubiese visto el fuego que se ocultaba tras aquella apariencia tan fría, a excepción, claro está, de lady Ursula.
—¿No creerá que habría ido a Scotland Yard a hablarle de ella a un maldito policía —prosiguió Pleydell desmigajando el pan en su plato con dedos temblorosos— si no estuviese al límite de mi aguante? Por el amor de Dios, dígame lo que opinan y lo que piensan hacer al respecto.
Roger se alarmó. Aún se convenció más de que, en cuanto Pleydell supiera la verdad, su venganza sería terrible. Cuando se saca de sus casillas a una persona tan circunspecta, puede volverse muy peligrosa. En su propio interés deberían contenerle.
Y, no obstante, si se enteraba por sí mismo de la verdad (como sin duda acabaría ocurriendo tarde o temprano), ¿no sería tanto más peligroso precisamente por estar fuera de control? ¿No sería mejor insinuarle lo ocurrido y asegurarse de que no intentara hacer nada por su cuenta? Si lograba que le diera su palabra, Roger se inclinaba a pensar que la cumpliría. Y en cualquier caso Moresby tendría que decírselo al día siguiente para proseguir con el interrogatorio. Adelantarse veinticuatro horas no supondría una gran diferencia y daría al pobre tipo un poco de consuelo: saber lo peor siempre es mejor que temerlo.
Roger tenía que tomar una decisión y lo hizo.
—Antes de nada, ¿qué opina usted, Pleydell? —preguntó sin ponerse a la defensiva como hasta entonces.
Pleydell lo miró y la expresión que leyó en su interlocutor le indicó que no era momento de andarse con evasivas.
—¿Yo? No sé si decírselo. Le parecería descabellado.
—Pongámoslo de otro modo —dijo bruscamente Roger, convencido de que las sospechas del otro se acercaban más a la verdad de lo que había supuesto hasta entonces—. ¿Cree usted que lady Ursula se quitó la vida?
Pleydell no se inmutó. Fue como si se temiera la insinuación que le había hecho Roger y no le hubiese cogido de sorpresa.
—Así que la asesinaron, ¿eh?
Roger se sintió aliviado. Contaba con que el hombre se lo tomara con entereza, pero estaba claro que no le había extrañado su pregunta. Después de todo Pleydell no era ningún idiota. Era una posibilidad que debía habérsele ocurrido.
—No estamos seguros —dijo con una voz que no dejaba mucho lugar a la esperanza.
Pleydell asintió. Ahora que las sospechas se habían convertido en certeza, hizo un esfuerzo por dominarse y habló casi con desapego. Roger volvió a maravillarse de tanto comedimiento.
—Sí —dijo—, me lo temí en cuanto reparé en ello. Por eso fui a Scotland Yard. Pero luego no me atreví a plantearlo con tanta claridad. Parecía descabellado. Ya sabe…, pensar que habían asesinado a Ursula… Era tan incongruente que rozaba el absurdo —suspiró—. Aunque supongo que el asesinato siempre lo parece cuando se trata de alguien de tu propio círculo. ¿Tienen alguna pista?
—Muy pocas —dijo apesadumbrado Roger—. Antes o después le echaremos el guante, se lo prometo; aunque no será tarea fácil. A propósito, Pleydell… —Se interrumpió cohibido.
Pleydell alzó la vista.
—¿Sí?
—Oiga —dijo Roger un poco cortado—, no debe usted olvidar que se trata de un loco…
—¿Un loco?
—Sí. Un maníaco sexual. Me refiero a que no es un caso de asesinato normal, en el que uno puede sentir rencor contra el asesino. No sé si la ley considerará a ese hombre responsable de sus actos, pero lo dudo mucho.
—¿Eso cree? —respondió Pleydell en tono seco y sombrío—. En cualquier caso es imprescindible atraparlo.
—Sí, sí, desde luego. Pero…
—Y no hace falta que le diga —le interrumpió Pleydell, como si no se diera cuenta de que Roger le estaba hablando— que si necesitan ustedes dinero no tienen más que decírmelo. Soy un hombre rico y daría casi todo lo que tengo por ver a ese animal en el patíbulo.
—¡Oh, sí! —murmuró cada vez más incómodo Roger—. Desde luego.
—Y, si puedo ayudarles de cualquier otro modo…
—Sí —exclamó bruscamente Roger—. Hay un modo en el que puede usted ayudarnos. Scotland Yard está investigando el caso y no hay en el mundo entero una maquinaria mejor dedicada a la caza del hombre. Quiero que lo tenga presente. En otras palabras, quiero que me prometa que no intentará nada por su cuenta. No conseguiría nada y lo más probable es que echara usted a perder nuestra investigación. —Era notable cómo Roger, ahora que gozaba de una posición oficial, parecía haber aceptado como propias las ideas oficiales sobre los aficionados entusiastas y sus buenas intenciones. No obstante, Pleydell parecía muy poco inclinado a comprometerse—. Le he contado mucho más de lo que debería —insistió Roger— y quiero que corresponda usted dándome su palabra. Le aseguro que es importante.
Pleydell pareció considerarlo.
—De acuerdo —dijo despacio—. Le daré mi palabra con una condición, y es que me tenga usted informado de todo lo que descubran. De lo contrario, me consideraré en mi derecho de contratar a detectives privados para complementar sus esfuerzos.
—¡Oh, no lo haga! —exclamó Roger, horrorizado por la idea—. Sí, le mantendré informado (de forma extraoficial, claro, y siempre que usted prometa guardar el secreto), pero, por el amor de Dios, no nos eche encima a un montón de detectives privados. Aparte de Scotland Yard solo usted sabe que estamos investigando estos casos. Nuestra mejor baza es coger a ese tipo desprevenido.
—Muy bien —respondió escuetamente Pleydell—. Trato hecho. Dígame con exactitud lo que saben del caso.
Mientras lo hacía, Roger tuvo la sensación de haber convertido una situación delicada en otra muy útil. No había duda de que, si sabía manejar y lograba contener a Pleydell, podría serles de gran ayuda en la investigación.
Después de resumirle al otro lo que habían averiguado y las esperanzas que albergaban, procedió a hacer lo que había pensado cuando invitó a Pleydell a compartir su mesa.
—En fin —concluyó—, ya ve usted que todo depende de esos tres hombres que aparecen en las dos listas. Es decir, de uno de ellos, porque, en mi opinión, tanto Newsome como Beverley están descartados. A propósito, supongo que conocerá usted muy bien a casi todos los hombres de la lista que nos dio, ¿no?
—A la mayoría, sí, más o menos… Ahora entiendo para qué la quería el inspector jefe, tengo que admitir que me dejó muy desconcertado; es una lástima no haber estado en Montecarlo cuando murió esa chica. Ese tipo debió de marcharse antes de que yo llegara.
—Es posible, desde luego. Aunque no me parece muy probable. Solo son cinco días. Por supuesto, siempre es posible que se asustara y se fuese corriendo, pero sería fácil averiguar quién se marchó en esos cinco días. Personalmente, soy de la opinión de que se quedó.
Pleydell se puso solemne.
—Todo esto me coge de sorpresa, Sheringham. No se me había ocurrido que esa bestia pudiera ser uno de nuestros amigos.
—Pues parece que así es. Recuerde que, quitando su perversión, lo más probable es que ese tipo parezca de lo más cuerdo. Sin duda Jack el Destripador debía de parecer a sus amigos un ciudadano modélico.
—Es horrible —murmuró Pleydell.
—Bueno —prosiguió Roger—, hay varias personas en su lista cuya carrera me gustaría repasar con usted. ¿Le importaría hacerlo?
—Desde luego que no, siempre que los conozca. Ojalá pudiera encomendarme alguna tarea más difícil. Le aseguro, Sheringham, que estoy deseando echarle el guante a ese tipo.
—De acuerdo —dijo Roger sin prestar atención a los guantes de su compañero—. Me gustaría empezar por George Dunning. ¿Lo conoce?
—¿A George? ¡Oh, sí! ¿Pero no pensará usted que…?
—¿Por qué?
Pleydell miró su reloj.
—Ya lo verá. En cuanto acabemos de comer le llevaré a sus habitaciones con algún pretexto y le dejaré con él. No sospechará nada. Pero se lo advierto, Sheringham —añadió con una leve sonrisa—, si de verdad sospecha de Dunning se equivoca usted de medio a medio. Por mucho que se esfuerce, George es incapaz de tener ninguna perversión.
—¡Ah! —respondió Roger un tanto decepcionado.