De vuelta en el Albany, y mientras se preparaba una copa antes de dormir, Roger estuvo muy pensativo. Este caso era tan peculiar que corría el peligro de sentirse un poco perdido. En los demás casos que había investigado siempre se había enfrentado a diversos motivos y posibles criminales y tan solo había tenido que ir reduciendo las posibilidades hasta que las pruebas apuntaran sin dejar lugar a dudas a uno de los sospechosos.
Este caso era todo lo contrario. No solo no había ningún motivo razonable, excepto el del crimen sexual cometido por un depravado, sino que la valiosa pista que proporciona siempre el móvil, y que en nueve de cada diez casos es lo que atrae la atención de la policía sobre el culpable, sencillamente no existía. Además, en lugar de un grupo de sospechosos no había nada. Nadie era sospechoso y todo el mundo lo era. El lienzo que tenía que considerar Roger era tan vasto que podía considerarse infinito. El mundo entero era sospechoso.
Se metió en la cama y trató de dormir, pero el cerebro le zumbaba y no paraba de darle vueltas a las infinitas posibilidades del caso. El optimismo con que se había despedido de Moresby había desaparecido: a altas horas de la madrugada no hay sitio para el optimismo. Apenas treinta minutos después de meterse en la cama ya había decidido que no había la más remota posibilidad de que el mismo nombre apareciera en las listas de Anne Manners y Pleydell. Esas coincidencias solo ocurrían en las novelas, en la vida real las cosas nunca eran así. No, debía abandonar esa leve esperanza y buscar otra perspectiva desde la que abordar aquel misterio.
Lo más irritante era que de todos los enigmas que había investigado, era precisamente aquél, el más desconcertante de todos, el que más ansiaba resolver; pues si no contribuía con algo verdaderamente valioso a la sociedad que había conseguido establecer, estaba seguro de que ni Moresby ni las autoridades de Scotland Yard volverían a dejarle intervenir en un caso verdaderamente interesante. Y lo que más anhelaba Roger era intervenir en casos verdaderamente interesantes.
Dio vueltas y más vueltas. Sería absurdo pretender resolver el caso él solo, y más con Moresby investigándolo también con todos los recursos de Scotland Yard, pero sí quería proporcionar las líneas maestras de las pesquisas. Estaba claro que Moresby iba a concentrar sus esfuerzos en la nota de lady Ursula; y si por un azar lograba averiguar quién la había escrito, el caso estaría prácticamente resuelto. Pero ¿cómo iba a hacerlo? ¿Valía la pena que Roger se concentrara también en la nota? No. Scotland Yard no tenía rival a la hora de seguir una pista concreta y un aficionado que intentara competir con ellos no haría más que perder el tiempo.
No, dejaría eso para Moresby y si, en contra de toda probabilidad, lograba tener éxito, que se llevase él todo el mérito; mientras tanto Roger investigaría de un modo muy diferente: recopilaría todos los datos infinitesimales que Moresby tendía a pasar por alto e intentaría deducir algo de ellos. ¡Y si era él quien daba en el blanco no solo sería él quien se llevase el mérito, sino que se aseguraría de que las autoridades de Scotland Yard tomasen buena nota! Después de lo de Ludmouth, Roger no tendría la tentación de quedarse modestamente en segundo plano tras dar con una solución brillante al estilo de los detectives de novela y dejar que un torpe policía se colgase todas las medallas.
Pasó dos horas y media estudiando dichos datos infinitesimales y no pudo deducir nada. Luego se levantó, se tomó tres aspirinas con un whisky con soda y volvió a la cama. Esta vez se quedó dormido.
Al pasar por Scotland Yard a las once de la mañana siguiente (sintió una especie de emoción infantil al saludar con un movimiento de cabeza al guardia de la puerta y ver que lo dejaban pasar sin más al despacho de Moresby) encontró al inspector jefe sentado a su mesa muy concentrado. Enfrente tenía la nota. Roger sonrió para sus adentros. Era como si el prosaico Moresby estuviese invocando su esencia y pidiéndole que se alzara y proclamase su secreto.
—Buenos días, señor Sheringham —dijo con un gesto abstraído—. Échele un vistazo a esta carta, ¿quiere? ¿Nota algo extraño?
—Aparte de lo que dijo de que parece un poco rasgada y manoseada, no.
—¿Y qué me dice del papel en que la han escrito?
—No sé nada de papeles —sonrió Roger sentándose en el borde de la mesa—. Ésa es su especialidad. No pretenderá darme un trozo de papel y que reconstruya su historia desde el momento en que era una camiseta de Celanese o cualquier otra cosa con la que fabriquen esa clase de papel.
El rostro más bien impasible del inspector jefe se iluminó de manera triunfal.
—¿Así que un trozo de papel? Fíjese, señor Sheringham, eso es justo lo que no es.
—¡Ah! —respondió educadamente Roger. Estaba claro que Moresby concedía la mayor importancia a que aquel trozo de papel no fuese un trozo de papel, pero Roger no acertaba a entender por qué—. Le creo —dijo—. Ahora explíqueme por qué.
—De vez en cuando los pobres policías de Scotland Yard también sabemos deducir alguna que otra cosa —respondió con una sonrisa desagradable—, aunque no escribamos inteligentes artículos sobre psicología criminal para los periódicos. Vuelva a observar ese trozo de papel, señor Sheringham. Sopéselo. No es un trozo de papel normal, sino un papel muy caro.
—¡Ah! —dijo Roger.
—Sí, y lo han recortado —prosiguió Moresby—. Y quien lo recortó tenía sus motivos. ¿Me explico?
—Sí. Han recortado la dirección. Muy inteligente por su parte. Casi seguro que se trataba de un membrete y usted…
—Y también recortaron otra cosa —le interrumpió el inspector jefe, que no disimulaba lo mucho que estaba disfrutando con su propia perspicacia; ya hemos dicho en algún otro sitio que incluso los inspectores jefe son humanos. Hizo una meditada pausa.
—Ya le he dicho que le creo —le insistió Roger con humildad.
—Me sorprende usted, señor Sheringham —se burló el inspector jefe—. Pensaba que las deducciones inteligentes eran su especialidad. ¿Sigue sin comprenderlo? ¡Bueno, bueno! Piense lo que haría usted si estuviese escribiendo una nota a un amigo con mucha precipitación, en su propio apartamento, como demuestra la nota. ¿No escribiría usted…?
—¡El nombre de mi amigo subrayado en lo alto! —exclamó Roger—. Pues claro. Moresby, es usted un genio.
—Bueno, por fin ha caído en la cuenta —dijo el inspector jefe en tono decepcionado—. No negaré que es inteligente por su parte haber reparado en ello —añadió con elegancia—, aunque haya tardado un poco. Mire la parte de arriba, justo ahí…
Roger examinó la parte del papel que señalaba el grueso pulgar de Moresby. Se distinguía claramente el extremo de una línea trazada a lápiz. Asintió.
—Y han recortado cuidadosamente el papel con un cuchillo —observó contemplando el borde.
El inspector jefe se arrellanó en su silla.
—Eso mismo opino yo, señor Sheringham. Si estudia las arrugas del papel, verá que el pliegue del centro no lo divide exactamente en dos. Mire, faltan casi tres centímetros. En fin, es raro, no…
—No es natural —le interrumpió Roger.
—No. Es casi instintivo doblar un trozo de papel con la mayor exactitud posible. Por tanto el papel debieron de doblarlo antes de recortar la parte de arriba. Por tanto podemos deducir el tamaño exacto del trozo que falta y también el tamaño exacto de la hoja original.
—Comprendo —dijo Roger.
Moresby apretó un botón que había sobre su mesa.
—En esto es en lo que Scotland Yard les lleva ventaja a los aficionados —dijo, y le entregó la hoja de papel.
Cuando llegó un ordenanza en respuesta al timbre, Moresby le envió en busca del sargento Burrows.
—Buenos días, Burrows —saludó con la cabeza a un hombre de expresión particularmente despierta que entró un minuto después en su despacho—. Éste es el señor Sheringham, que trabajará con nosotros por un tiempo. Tengo un encargo para usted, Burrows. Quiero que averigüe todo lo que pueda sobre el papel en que se ha escrito esta nota. Mírelo bien. Le he apuntado aquí la descripción y la marca al agua, así como el tamaño de la hoja original; como verá, ésta la han recortado. Dígame quién lo fabrica, en qué papelerías de Londres se vende, sobre todo en el West End, y averigüe también el nombre de los clientes que lo compran y si se hacen imprimir un membrete. Se lo he apuntado todo aquí. Le va a costar un tiempo, así que ponga a cinco hombres a trabajar en ello. Quiero la lista completa lo antes posible.
—Muy bien, señor —dijo el sargento Burrows y se marchó a toda prisa.
—Sí —admitió Roger—. En esto Scotland Yard nos lleva clara ventaja.
El inspector jefe sacó su pipa y Roger le ofreció su petaca. Estaba impresionado. Moresby iba a investigar esa nota hasta las últimas consecuencias, y Roger no pudo evitar la sensación de que conduciría a descubrimientos en los que él no tendría ni arte ni parte.
—A propósito —dijo, pensando que ya iba siendo hora de que sus propias averiguaciones adquiriesen más relevancia—, aquí tiene la lista de nombres de la que le hablé y que me dio la señorita Manners. —Sacó la lista del bolsillo y se la alcanzó—. Es una copia para usted. Yo tengo el original.
El inspector jefe echó un vistazo a los treinta y tantos nombres de la lista mientras llenaba la pipa.
—¡Caramba! —observó—. Parece haber frecuentado mucho la buena sociedad cuando estaba en casa. Lord no sé qué, sir no sé cuántos y el honorable no sé quién.
—Era de buena familia y supongo que deben de conocer a todos los grandes personajes del condado —respondió Roger con despreocupación—. Hay muchas casas solariegas en la vecindad y los niños debían de jugar juntos.
—Qué raro que ninguno de esos peces gordos hiciera nada por ayudarla cuando vino a Londres en busca de empleo.
—No creo que ella se lo pidiera. Lo más probable es que ni siquiera lo supiesen. Puede que los Manners sean pobres, pero, si no me equivoco, también son muy orgullosos.
—Aunque no tanto como para rechazar un empleo de corista en los escenarios —objetó Moresby aplicando una cerilla al tabaco de Roger.
—¿Y qué es eso hoy en día? —replicó Roger ligeramente irritado—. No sea tan Victoriano, Moresby.
Sin embargo, pensó que lamentaría mucho que Anne siguiera los pasos de su hermana pequeña.
—¡Uf! —gruñó Moresby, y siguió estudiando la lista en silencio.
Roger dio pataditas contra la pata de la mesa. Tenía la sensación de que debería salir a hacer algo, pero no se le ocurría qué. Moresby parecía haber hecho todo lo que podía hacerse. Esa condenada nota. ¿Terminaría segándole la hierba debajo de los pies y serviría para resolver el misterio? Roger tenía la desagradable premonición de que sí. Exasperado, la cogió de la mesa y volvió a examinarla.
—Sí, han cortado el borde cuidadosamente con un cuchillo —anunció—. Eso indica premeditación, ¿no cree?
El inspector jefe levantó la mirada de la lista.
—¿Premeditación? —repitió—. Sí, claro… Ya se lo dije anoche.
—Cierto. Aunque no acabó usted de convencerme. En fin, no hay duda de que esto refuerza lo de la premeditación, pero sigo pensando que el lugar escogido no fue premeditado aunque el crimen si lo fuera. Diría que quien asesinó a lady Ursula hacía días que tenía la intención de hacerlo y llevaba la nota consigo con la intención de utilizarla cuando surgiera la ocasión. La elección del estudio fue puramente fortuita.
—Es muy probable —coincidió Moresby—. A mí tampoco me convencía mucho lo del estudio. Tan solo lo propuse como una posibilidad que no debíamos pasar por alto. Bueno, eso puede sernos de ayuda. ¿Quiere usted decir que podemos buscar a alguien que tuviese buenos motivos para asesinar a lady Ursula?
—No. —Roger golpeó la mesa con enfado—. Es lo malo de este caso: ¡identificar el motivo no nos sirve de nada! Ya tenemos el motivo de la muerte de lady Ursula. Lo tiene ahí delante: es esa nota. En el momento en que lady Ursula la escribió firmó su propia sentencia de muerte, como dicen las novelas.
—¡Ah! —dijo interesado el inspector jefe—. Sí, no lo había considerado de ese modo. Muy ingenioso, señor Sheringham.
—Pero también muy evidente —repuso Roger complacido—. Ese maníaco está buscando nuevas víctimas constantemente. Una chica cuya muerte no pueda disfrazar de suicidio no le sirve de nada. Le gusta matar, pero no correr riesgos, si es que puede evitarlos. ¡Y hay que reconocer que se le da de maravilla! Por supuesto, el suicidio es el mejor camuflaje para sus métodos. En fin, cuando esa nota de lady Ursula cayó en sus manos debió de venirle que ni pintada ¿no cree? Ya tenía a su próxima víctima. Le bastaba con esperar su oportunidad y llevar siempre consigo la nota para no desperdiciarla. Elemental, mi querido Moresby.
—Pero seguimos donde estábamos, señor Holmes. Aunque tiene usted razón respecto a los motivos del caso, señor Sheringham; significa que solo tendremos pruebas circunstanciales sobre sus movimientos y esa clase de cosas para basar el caso. Lo cierto es que por muy seguros que lleguemos a estar un día de quién es el culpable lo único que podremos demostrar es que tuvo la oportunidad de cometer el crimen. ¿Y de qué nos serviría eso?
—De muy poco —confesó Roger.
Se miraron desazonados.
—Siempre, claro está —añadió el inspector jefe—, que no tengamos un poco más de suerte la próxima vez.
—¿La próxima vez? —repitió Roger.
—Sí —dijo con frialdad el inspector—. La próxima vez que asesine a una chica.
—¡Ah! —exclamó Roger.
El timbre del teléfono interrumpió tan negras reflexiones.
—¿Sí? —respondió Moresby—. Sí, le habla el inspector jefe Moresby… ¡Ah, sí! Buenos días, señor… ¿Ya la tiene…? Si no le importa. Sí, cuando usted quiera…, muy bien, señor. —Colgó el auricular—. Pleydell —dijo—. Va a venir a traer la lista.
—¡Ah! Bueno, ojalá tengamos suerte. No me gusta estar aquí sin hacer nada sabiendo que ese salvaje puede estar ahora mismo planeando asesinar a otra chica.
—Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? —señaló juiciosamente Moresby—, si ni siquiera sabemos quién es…
—¡Bah! —dijo Roger. No hay nada tan irritante como la razón cuando no coincide con nuestros deseos—. ¿Podemos suponer que intentará asesinar a otra joven?
—No me cabe la menor duda —respondió alegremente el inspector jefe—. Es casi seguro, siempre lo hacen. Sobre todo llegado a este punto. Le excita la idea de matar, aún no ha tenido tiempo de tranquilizarse. Siempre asesinan al menos a una docena —añadió el inspector con aire judicial— antes de hartarse.
—¡Demonios! —respondió con violencia Roger—. Pero, oiga, no puede dejar a ese maníaco suelto sin advertir a la gente. Al menos debe usted advertir a esas pobres chicas.
—¿Y ponerle sobre aviso también a él? No, no me parece buena idea. Así nunca lo atraparemos y es demasiado peligroso para dejarlo en libertad. Aunque el precio es que tenga que morir otra chica antes de atraparlo, su muerte podría evitar una docena de asesinatos. Tenemos que detenerle cuanto antes y, ahora que estoy convencido de que nos enfrentamos a un maníaco homicida voy a acelerar todo lo que pueda mis pesquisas.
Roger no estaba tan seguro. Pensaba que debía emitirse algún tipo de advertencia, aunque fuese solo para las chicas desprotegidas, las chicas que vivían solas, las prostitutas y demás, y defendió su opinión con convencimiento. El inspector jefe se mostró inflexible y afirmó que su larga experiencia demostraba que no sirve de nada advertir a las prostitutas, pues casi nunca hacían el menor caso. En mitad de la discusión anunciaron a Pleydell.
Les saludó con su habitual cortesía solemne y sosegada que parecía un poco anticuada en un hombre tan joven y sacó la lista que les había llevado. Sin mirarla siquiera, Moresby la dejó sobre su escritorio y se puso a conversar con Pleydell y a preguntarle lo que pensaba hacer ese día en caso de que necesitara ponerse en contacto con él. Pleydell se lo explicó brevemente y prometió llamar a Scotland Yard si cambiaba de planes. Pareció sorprenderle la pregunta, pero respondió casi en el acto. Roger al verlo reparó en que todavía no había comprendido la verdad sobre la muerte de su prometida.
Apenas se quedó cinco minutos y nada más cerrarse la puerta a sus espaldas, los dos se pusieron a cotejar ansiosamente las dos listas.
—¡Ah! —dijo Roger un instante después.
—¡Caramba! —exclamó Moresby al momento.
—¡Mil demonios! —gritó Roger al cabo de un segundo.
No había un único nombre repetido en las dos listas, sino tres.