(8)
Una visita a Scotland Yard

Pleydell estaba en una sala de espera cuando Roger y el inspector jefe llegaron a Scotland Yard. De camino, habían discutido la conveniencia de que Roger estuviese o no presente en esa primera entrevista; y habían decidido que, como era probable que Pleydell siguiera teniendo sus reservas, la presencia de una tercera persona podría desanimarle a hablar. No obstante, para no perderse la conversación, Roger se ocultaría detrás de un biombo en un rincón de la sala.

Moresby había dado instrucciones por teléfono de que no le diesen a entender a Pleydell que la policía estaba interesada en la muerte de su prometida a fin de que lo que tuviera que decirles fuese totalmente espontáneo. Así que Roger corrió a ocultarse en su rincón, donde comprobó con satisfacción que mirando por una ranura del biombo podía no solo oír, sino también ver lo que ocurría. Al cabo de un instante, entró Pleydell.

Al principio, Roger se preguntó si aquellas precauciones no habrían sido innecesarias, pues Pleydell parecía totalmente dueño de sí mismo.

—Buenas tardes, señor —dijo en respuesta al saludo de Moresby—, desconozco el procedimiento habitual, pero querría hablar con alguien de un asunto muy delicado.

—Lo sé, caballero —le tranquilizó Moresby—. Puede contármelo a mí.

Pleydell parecía poco convencido.

—Pensaba que tal vez el ayudante del comisionado…

—Esta tarde sir Paul está fuera de la ciudad, caballero —replicó no muy sinceramente Moresby—. De momento, estoy al mando. Puede contarme todo lo que desee. Tome usted asiento, por favor.

Pleydell dudó un momento, como si no se contentara con un mero inspector jefe, luego pareció resignarse a lo inevitable. Cuando se dio la vuelta para sentarse, Roger ya no estuvo tan seguro de su compostura, había unas arruguitas en las comisuras de los labios y en los ojos que parecían indicar tensión. Su dominio de sí mismo, no obstante, era notable. Ahora que Roger podía observarlo más de cerca que en la sala del tribunal se convenció de que por sus venas corría sangre judía. Pleydell era un judío de pura cepa, alto, apuesto y digno como lo son a veces los judíos puros. A Roger le gustó su aspecto nada más verlo.

—En fin, señor mío —continuó Moresby una vez se sentaron—, ¿qué es lo que quería usted decirme? —Hablaba en tono informal como si aquel visitante hubiera ido, que él supiera, a venderle un tresillo a plazos.

—Me llamo Pleydell —dijo el otro—. Supongo que eso no le dirá nada, pero estoy… estaba… —se corrigió haciendo un esfuerzo— prometido con lady Ursula Graeme.

El rostro del inspector jefe dibujó un apropiado gesto de condolencia.

—¡Ah, sí! Un asunto muy triste, señor. No hace falta que le diga lo mucho que lo lamento.

—Gracias. —Pleydell se movió inquieto en la silla y luego desaparecieron su compostura y su dominio de sí mismo—. Oiga —le espetó bruscamente—, por eso he venido. No me lo creo.

—¿No se lo cree? —La voz del inspector jefe era un modelo de sorpresa educada—. ¿A qué se refiere?

—No me creo lo de la muerte de mi prometida. Estoy seguro de que lady Ursula era la última persona en el mundo capaz de matarse así sin motivo. Es… ¡grotesco! Quiero que lo investiguen.

El inspector jefe tamborileó en la mesa con los nudillos.

—¿Que lo investiguemos? —repitió. En casos así, el inspector jefe respondía siempre repitiendo en tono interrogativo las dos o tres últimas palabras que hubiera pronunciado su interlocutor. Era un buen método, pues le evitaba tener que quedarse sin decir nada o tener que aportar algo a la conversación. Además, es un modo excelente de tirar de la lengua a los demás.

—Sí. —Después de aquel estallido Pleydell se había quitado un peso de encima, y empezó a recobrar la calma—. Mi prometida tuvo que tener muy buenos motivos para hacer lo que hizo. Alguien debía haberla amenazado, o chantajeado, o… algo horrible. Quiero que la policía averigüe cuáles fueron esos motivos.

—Comprendo, caballero —dijo Moresby sin dejar de tamborilear en la mesa con aire ausente—. Pero eso no es exactamente asunto nuestro, ¿no cree?

—¿Cómo que no? —replicó Pleydell indignado—. Le estoy diciendo que alguien debió obligar a lady Ursula a quitarse la vida. La empujaron al suicidio. Seguro. ¿No equivale eso a un asesinato? Suponiendo que la chantajearan, por ejemplo. Está claro que es asunto suyo.

—Desde luego, señor, si lo plantea usted así. A lo que me refiero es a que el asunto es muy vago. Después de todo es solo su opinión. Si pudiera darnos alguna prueba que apoyara lo que dice… la cosa sería muy distinta.

Roger sonrió. Apreciaba el método del inspector jefe: estaba fingiendo tomarse a la ligera las sospechas de su visitante con la esperanza de arrancarle nuevas revelaciones sobre la muerte de su prometida que de otro modo podía haberse callado.

No obstante, daba la impresión de que las sutilezas de Moresby no iban a tener su recompensa.

—¿Alguna prueba? —dijo Pleydell con más calma—. Lo veo difícil. No creo tener ninguna. Lady Ursula nunca me dio a entender que nada fuese mal. Este terrible asunto es un auténtico misterio. Lo único que sé es que jamás habría hecho algo así sin motivo, y no conocemos ninguno. Por tanto es necesario averiguarlo. Es usted quien tiene que buscar las pruebas, no yo.

Roger pensó que, hasta el momento, las sospechas de Pleydell se correspondían casi exactamente con sus propias reservas sobre Janet Manners. De no ser por la eficacia de aquella indirecta que le hizo a Moresby casi al azar y que barrió las telarañas de su cerebro, probablemente seguiría teniéndolas. ¿Y qué diría Pleydell cuando descubriera que no se trataba de un caso de suicidio por razones desconocidas sino sencillamente de un asesinato?

Lo observó con cuidado por la pequeña ranura. No había duda de que, debajo de ese aspecto frío e impasible, el fuego de la pasión podía arder tan intensamente como en cualquier sitio. Tal vez incluso más, pues los estallidos de emoción suelen ser más violentos en quienes controlan tanto sus sentimientos que en la gente normal. Y después de todo en este caso, por muy remoto que fuese su origen, no dejaba de tener sangre oriental. El ansia de venganza que le dominaría cuando supiera la verdad podía convertir a Pleydell en una ayuda para la investigación. Roger decidió que lo mejor sería contársela cuanto antes.

El inspector jefe estaba abordando el asunto sin prisas.

—¿Y cree que a la condesa le gustará que haya llamado usted a Scotland Yard? —estaba preguntándole—. Ahora que todo está arreglado, ¿no sería mejor dejar las cosas como están y no remover lo que podría acabar siendo un desagradable escándalo?

Pleydell se ruborizó.

—No es exactamente que les esté «llamando» —replicó—. Supongo que eso se hace si se tienen auténticos motivos. Tan solo he venido aquí después de mucho pensarlo para informarles de que, en mi opinión, aquí hay gato encerrado. Por supuesto, pueden ustedes sugerir que mi prometida estaba implicada en un «escándalo desagradable»; yo creo que fue víctima de una horrible conspiración que terminó empujándola a poner fin a su vida. En mi opinión, deberían ustedes investigarlo. Creo que no tenemos más que hablar. —Se puso en pie, cogió el sombrero y los guantes y se dirigió hacia la puerta—. Buenas tardes —añadió secamente.

Moresby se puso también en pie.

—Un minuto, caballero. Si no tiene usted prisa, quisiera pedirle que esperase usted un instante en el pasillo. Es posible que no le falte a usted razón y tal vez hagamos algunas comprobaciones. Me gustaría hablar con uno de mis colegas que quizá quiera hablar con usted. En casos así, tenemos que tener cuidado de no…

Su voz retumbó en el pasillo a medida que se alejaba.

Al cabo de un instante estaba de vuelta.

—Bueno, señor Sheringham. ¿Qué opinión le merece a usted?

—Que le pasa exactamente lo mismo que me ocurrió a mí con Unity Ransome. Sabe que hay algo que no encaja, pero no sabe qué. Deberíamos decírselo.

El inspector jefe hizo un gesto de duda.

—¿Que se trata de un asesinato?

—Sí. Podría sernos muy útil. Yo diría que es nuestra mejor herramienta para descubrir al asesino de lady Ursula.

—¡Hum! Aun así, si no le importa, creo que es mejor no decirle directamente lo que pensamos, señor Sheringham. Nunca lo hacemos a menos que veamos ventajas muy claras, y en este caso no acabo de verlas. No obstante, no tengo objeción en decirle que estamos investigando el caso.

—Muy bien. Y pregúntele también si puede arrojar alguna luz sobre la nota que escribió lady Ursula.

—Desde luego. Bueno, iré a buscarle.

Al volver, el inspector jefe presentó a Roger como «el señor Sheringham, que va a estudiar el caso conmigo».

Pleydell saltó de inmediato:

—¡Ah! —dijo—. De modo que van a estudiarlo.

El inspector jefe esbozó una sonrisa de disculpa en la que no había ninguna disculpa.

—Me temo que no he sido del todo franco con usted, señor. Espero que no se ofenda, aquí somos muy dados a los secretos. —Le guiñó un ojo con picardía a Roger—. Para serle sincero, estamos investigando discretamente el caso. Desde hace dos días, para ser más exactos.

—¡Ah! —Pleydell se acarició pensativo la barbilla—. ¿Así que mi visita no les ha cogido de sorpresa?

—Suponíamos que vendría usted —reconoció Moresby—. Hace un momento el señor Sheringham me decía que tenía la impresión de que le habían extrañado a usted las mismas cosas que a él.

Pleydell se volvió de pronto hacia Roger con una levísima sonrisa en los labios.

—Desde luego que me han extrañado, señor Sheringham, y mucho. Llevo media hora tratando de convencer al inspector jefe de que investigaran oficialmente el caso, sin éxito según creía.

—Bueno, bueno —dijo paternalmente el culpable—, sentémonos a hablarlo con calma. El señor Sheringham le explicará que el secretismo es uno de mis vicios. Pero ahora que he sacado la lengua a paseo, por así decirlo, no me cabe duda de que nos será usted de mucha ayuda.

Como metáfora aplicada a las circunstancias de la muerte de lady Ursula, Roger no pudo sino pensar que era muy poco afortunada. Roger y el inspector jefe se sentaron a un lado de la mesa, y Pleydell, quitándose el abrigo, se sentó enfrente en una silla. Llevaba un traje de etiqueta que realzaba su figura alta y apuesta, muy diferente de la de casi todos los banqueros a quienes había visto Roger. Moresby empezó haciendo unas preguntas que el otro respondió lo mejor que pudo, y Roger aprovechó la ocasión, mientras volvían sobre lo mismo sin que pareciese que fuera a revelar nada nuevo, para estudiar una vez más al visitante.

El término «banquero» evoca una imagen levemente repulsiva. Es triste que los banqueros, en abstracto, evoquen algo repulsivo, pero así es. Aunque no hay duda de que deben de sobrellevarlo con paciencia. El banquero ideal es bajito, rollizo, con dedos rechonchos, ojos pequeños, calvo y de estómago prominente. Pleydell no tenía ninguna de las marcas de la tribu, considerado como espécimen de la humanidad era de aspecto agradable, con rasgos marcados y claros, ojos castaños tal vez un poco fríos, aunque solo si uno los miraba atentamente, y una abundante mata de pelo negro y crespo; para ser un banquero era un Apolo. Su edad estaría entre los veintiocho y los treinta y cinco años. Por supuesto, Roger había oído hablar de él antes de producirse la tragedia, igual que había oído hablar de lady Ursula Graeme. El padre de Pleydell pertenecía al rango financiero de los «banqueros del rey», lo que en estos días equivale a decir los «banqueros del partido», hacía años que se rumoreaba que su hijo, que contaba ya con varios éxitos en el campo de batalla de las finanzas, sería su digno sucesor. Padre e hijo destacaban también por otra razón: eran escrupulosamente honrados, no se involucraban en asuntos turbios y solo golpeaban si les atacaban sin motivo.

Al reparar en el perfil de la mandíbula del joven Pleydell, el brillo de sus ojos oscuros y las minúsculas arrugas de las comisuras de sus labios, Roger resumió su impresión en una frase: En cuanto este hombre sepa que murió asesinada, no descansará hasta oír pronunciar al juez una sentencia de muerte. Le recorrió un escalofrío nada desagradable. Aunque era seis años más joven, lo miró igual que miraba de adolescente al capitán de su equipo de fútbol. Pocas veces sufría Roger complejo de culpabilidad, pero en ese momento estuvo a punto de hacerlo.

Moresby, consciente de que hasta entonces no había conseguido sacarle nada útil, estaba preguntando a Pleydell por la nota que había dejado lady Ursula; con rodeos, porque no quería que se percatara de que sospechaban que fuese un asesinato. Roger comprendió que el inspector pensaba que podrían sacar más en claro si Pleydell continuaba ignorándolo. El asesinato, sobre todo cuando se trata de la prometida de uno, puede hacer que se pierda el sentido de la proporción.

—No —dijo Pleydell—. Coincido con usted en que la redacción es un poco extraña, pero no puedo serle de ayuda. Es su letra, desde luego, de lo contrario me habría atrevido a sugerir que no tiene nada que ver con el caso.

—¿Está usted seguro? —preguntó Moresby—. De que es su letra, quiero decir. ¿Totalmente seguro?

—Por supuesto —respondió sorprendido Pleydell—. ¿Cómo si no…? ¡Oh! ¿Quiere decir que tal vez no la dejara ella?

—Algo así. Mírelo de este modo. La redacción es tan extraña que casi parece que la escribiera en otra ocasión y la hubiese dejado allí por error, ¿no le parece? En fin, ¿se le ocurre algo que pueda sernos de ayuda en ese sentido? ¿La había visto antes o había oído hablar de ella?

Pleydell pareció quedarse perplejo.

—No, la verdad es que no. Pero ¿cómo iba a haberla visto? Quiero decir, si se la hubiese dejado a la señorita Macklane en otro momento.

—Pero no fue así. Lo he comprobado. Entonces, ¿está usted seguro de no poder ayudarnos con la nota?

—Sí. Aunque estoy de acuerdo en que la redacción es tan peculiar que podría referirse a una ocasión diferente.

El inspector jefe se quedó mirando fijamente al techo.

—Lady Ursula y usted estuvieron en Montecarlo el pasado mes de febrero, ¿no? —preguntó como de pasada.

—Así es —dijo Pleydell nuevamente sorprendido.

Roger aguzó el oído. Moresby no le había dicho nada y al principio no entendió a qué venía esa pregunta. Un momento después lo comprendió.

—¿Recuerda usted qué día llegaron?

Roger escuchó con atención. La croquette francesa había muerto el 9 de febrero.

Pleydell estaba consultando su agenda.

—Yo llegué el 14 de febrero. Pero lady Ursula llegó al menos quince días antes. —Pasó las páginas—. Sí, partió de Londres el 27 de enero.

—Quisiera saber si sería mucha molestia que me hiciese una lista de los amigos y conocidos de lady Ursula que estaban en Montecarlo o los alrededores cuando llegó usted.

—Por supuesto, cuente usted con ello —dijo Pleydell cada vez más confuso—. Pero ¿qué tiene eso que ver con…?

—Es necesario —le espetó sin más el inspector jefe.

A Pleydell no pareció ofenderle aquel desaire, aunque quedó claro que no tenía ni idea de a qué venía y ésos son los desaires más irritantes de todos.

—¿Cuando llegué? —preguntó—. ¿Los que llegaron después no? Dicho sea de paso, lady Ursula se quedó bastante más tiempo. Yo me fui el 3 de marzo y ella se quedó quince días más.

—Me basta con la segunda semana de febrero, señor Pleydell —dijo Moresby con aparente descuido—. Los que estaban allí cuando usted llegó o cualquiera que se marchara la semana anterior. Lo más completa posible. Con eso bastará.

Unos minutos más tarde informaron a Pleydell de que podía marcharse y de que la policía se haría cargo del caso. Si se le ocurría alguna cosa podía ponerse en contacto con el inspector jefe por teléfono.

—Bueno, no hemos sacado tanto en claro como esperábamos —dijo pesaroso Roger en cuanto se quedaron solos.

—Salvo lo de Montecarlo —observó Moresby—. En eso hemos tenido suerte, señor Sheringham. En esa época llevaban muy poco tiempo prometidos y debió de fijarse en los amigos de lady Ursula, ni nosotros mismos habríamos estado tan atentos. Fíjese en lo que le digo, no olvidará a uno solo de los hombres con quien lady Ursula habló en esos quince días.

—¡Ah!, hablando de listas, olvidé decirle una cosa —dijo muy animado Roger y pasó a hablarle de la lista de amigos que tenía Janet en Dorsetshire que le había proporcionado Anne.

—¡Ah! —exclamó elocuentemente Moresby.

—En otras palabras —señaló Roger—, ¡si tenemos la suerte de que algún nombre figure en las dos listas tendremos a nuestro hombre!

—Sabremos quién es —le corrigió el inspector jefe y no dijo más…