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Familiarizándose con el caso

Esa misma tarde, poco después de las ocho, en respuesta a una sugerencia telefónica de Roger, el inspector jefe Moresby volvió a visitar el Albany, después de obtener la autorización oficial para abandonar sus reticencias. Roger le recibió dándole a elegir entre whisky o cerveza y tabaco de pipa o cigarrillos y los dos se sentaron al calor de la chimenea con las pipas encendidas y una jarra de peltre junto al codo, dispuestos a estudiar seriamente el caso.

—A propósito, ¿ha leído The Evening Clarion? —preguntó Moresby antes de nada, sacando el periódico del bolsillo—. Ustedes los periodistas siempre dándonos trabajo.

Se lo alcanzó señalando cierto pasaje con el pulgar.

El pasaje estaba al final de un relato de la investigación sobre el caso de lady Ursula de aquella mañana. Roger leyó:

«La discreta presencia de cierto alto funcionario de Scotland Yard entre los espectadores del fondo de la sala nos lleva a deducir que la policía no acaba de estar satisfecha con el caso. Desde luego parece haber muchos puntos oscuros que requieren aclaración. No debe suponerse que el interés de dicho funcionario por las actuaciones judiciales signifique necesariamente que Scotland Yard sospeche que hay gato encerrado, pero tampoco es descabellado pensar que volveremos a oír hablar de este trágico asunto».

—No se puede explicar mejor —fue el comentario profesional de Roger—. ¡Maldita sea su estampa! —añadió en tono mucho menos profesional.

—Es una lata —asintió su compañero—. Por supuesto, lo he arreglado para que no publiquen nada más y no creo que hayan hecho mucho daño, pero estas cosas son un auténtico fastidio cuando uno está haciendo todo lo posible por mantener algo en secreto. De todos modos, en una cosa sí hemos tenido suerte: nadie ha sacado a relucir aún lo de Montecarlo.

—¿Lo de Montecarlo? ¿A qué se refiere?

—¡Oh!, ¿es que no se ha enterado, señor Sheringham? —preguntó el inspector jefe con los ojos brillantes—. Pensaba que estaría usted al cabo de la calle. El caso es que una chica francesa, una croquette, o comoquiera que las llamen…

—Una cocotte —le corrigió Roger sin sonreír—. Una especie de actriz. ¿Y bien?

—En febrero encontraron a una cocotte francesa muerta en su dormitorio justo del mismo modo. Había perdido un montón de dinero en el casino, por lo que todo el mundo pensó que se había ahorcado. Lo silenciaron lo mejor que pudieron (es lo que hacen siempre) y no creo que los periódicos de aquí llegaran a publicarlo. Nosotros nos enteramos extraoficialmente.

—En febrero y en Montecarlo, ¿eh? —repitió pensativo Roger—. Eso debería sernos de ayuda.

—Es casi lo único que tenemos —dijo el inspector jefe—. Suponiendo que se trate de un asesinato y que lo haya cometido la misma persona. Bueno, y también la nota.

—¿La nota? ¡Ah!, se refiere a la nota que dejó lady Ursula. Sí, ya había pensado que, si se trataba de un asesinato, las notas tenían que tener un significado muy distinto del que les dio después todo el mundo. El asesino es un hombre inteligente, Moresby, eso es innegable.

—Desde luego, señor Sheringham. Pero podemos sacar más información de la de lady Ursula que de las otras. Si fue un asesinato, la nota tiene que tener un significado muy distinto, como usted dice. Pero lo importante es que estaba toda arrugada. Puede verla en Scotland Yard cuando quiera.

—Comprendo —dijo Roger—. Se refiere usted a que no la habían metido en el sobre. En otras palabras, que debió de estar en otro sobre y por tanto no se escribió en esa ocasión.

—O en el bolsillo de alguien. El papel está un poco rozado en los pliegues, como si hubiese estado en un bolsillo. En fin, señor Sheringham, encontremos a la persona a quien iba dedicada la nota y estaremos mucho más cerca de resolver el misterio. Es la única pista que tenemos, pero no me sorprendería que fuese la única necesaria. Recuerde mis palabras, amigo mío: si logramos averiguar a quién iba dirigida la nota podremos resolver el caso.

—No me extrañaría —replicó Roger sin mucha convicción. En el fondo no estaba nada seguro. Sabía que Scotland Yard iba a considerar la carta la prueba principal, pero el método de la prueba principal, aunque a menudo fuese deslumbrante y eficaz (aunque no tan deslumbrante como fatigoso), podía irse al traste si la pista no era correcta. Scotland Yard había fracasado muchas veces en casos parecidos por descuidar los aspectos secundarios, mientras que con un método más amplio de miras, como el de los franceses y su razonamiento inductivo, casi seguro se habrían resuelto; y de nada servía decir que lo contrario también era verdad y que en los archivos franceses hay misterios sin resolver que probablemente se habrían resuelto con los métodos más laboriosos de Scotland Yard.

Hacía mucho que Roger tenía muy claro que un cuerpo de detectives como es debido no debía limitarse a un único método, sino utilizarlos todos a la vez; y decidió que eso es lo que harían Moresby y él. El inspector seguiría la pista principal y pediría ayuda a Scotland Yard y él consideraría el problema en su conjunto, desde todos los puntos de vista posibles, y haría todo lo que pudiera por combinar los impresionantes poderes deductivos de los profesores de criminología austríacos con la brillantez imaginativa de los detectives franceses más famosos. Es típico de Roger que se echara aquella enorme tarea sobre los hombros sin perder la compostura, entre dos sorbos de cerveza.

Siguieron conversando.

Roger se quedó muy impresionado con el sentido común de su colega, a quien siempre había considerado un poco obtuso en cuanto a su percepción de los matices de la criminología científica debido a su tendencia a centrarse exclusivamente en la pista principal. También le desanimó comprobar que el conocimiento de la historia criminal de Moresby era incluso más completo que el suyo.

Roger no fue el único en llevarse una sorpresa. Al inspector jefe, que hasta entonces había tenido a Roger por un aficionado con la cabeza llena de pájaros y empeñado en demostrar toda suerte de teorías imposibles, le asombró su aguda comprensión de los aspectos esenciales del caso y la vivida imaginación con que los abordaba. Sus reticencias por haber hecho como en las novelas al incluir a un aficionado en la investigación no tardaron en desaparecer. Al cabo de media hora, su acuerdo se asentaba sobre una base mucho más sólida.

Roger se levantó y llenó las jarras. Vale la pena subrayar que la cerveza era una estupenda «XXXX» de un color oscuro y afrutado, de un barril que Roger tenía en su despacho en la habitación de al lado. ¡Ay, jovencitas, desconfiad de un hombre que le haga ascos a una buena «XXXX», exactamente igual que desconfiaríais de cualquier miembro de vuestro sexo que no se empolvase la nariz!

—Tengo la impresión —dijo Roger cuando volvieron a sentarse— de que estamos hablando por hablar. Llamemos a las cosas por su nombre y vayamos paso a paso. En primer lugar están las propias muertes. Ambos estamos de acuerdo en que cualquier otra hipótesis que no sea la del asesinato requeriría demasiadas coincidencias, ¿no es así? Pues hagamos como los franceses y reconstruyamos el crimen.

—Muy bien señor Sheringham. Me encantará ver cómo lo hace.

—Pues he aquí cómo lo veo: en primer lugar, el asesino escoge a sus víctimas con mucho cuidado. Deben cumplir ciertos requisitos. Por ejemplo, estar lo suficientemente familiarizadas con él para que no se asusten al verle. La ocasión la elige con no menos astucia. Debe ser cuando la víctima esté sola y sea probable que vaya a estarlo al menos media hora. Pero todo esto es muy elemental.

—No tiene nada de malo repasar lo más elemental con lo demás —dijo el inspector mirando abstraído el fuego.

—Una vez escogidos la chica y el momento, procede a inmovilizarla. Lo digo, porque ninguna chica permitirá que la ahorquen sin resistirse, y menos aún va a quitarse una media y a ofrecérsela al asesino; sin embargo, ninguna de ellas tenía indicios de violencia. Ni siquiera las marcas en las muñecas de lady Ursula pueden considerarse como tales. Pues bien, ¿cómo las sometió entonces?

—Eso es —observó el inspector jefe Moresby.

—Fue diabólicamente inteligente —continuó Roger cada vez más animado—. Trate usted de inmovilizar a una chica normal y que goce de buena salud y dígame si no ofrecerá una resistencia endiablada. Así que lo más sencillo es suponer que debe de ser un hombre muy fuerte y probablemente muy corpulento. Y ni siquiera gritaron, por lo que es evidente que debió de impedírselo. No soy tan pueril para sugerir algo tan tonto como el cloroformo, cualquiera que no sea un escritor de novelas de quiosco sabe que no actúa así, por no hablar del olor que queda después. No, lo que sugiero es una bufanda de lana que se pasa inesperadamente sobre la boca y se aprieta con fuerza. ¿Qué le parece?

—La verdad es que no se me ocurre nada mejor.

—Pues bien un hombre fuerte podría atársela con facilidad a la nuca, cogerla de las muñecas (instintivamente intentaría quitarse la bufanda de la boca) y retorcérselas para atárselas a la espalda. Admito que no es tarea fácil, pero unos conocimientos elementales de jiu-jitsu podrían serle de ayuda: quiero decir que la dejaría en una postura en la que no pudiera moverse sin romperse un brazo, le sujetaría las dos muñecas con una mano y se las ataría con la otra. Y, como los moretones son muy leves, debió de atárselas con algo que no le cortara la piel…, con un extremo de la bufanda de lana, por ejemplo. —Roger hizo una pausa y dio un par de chupadas a la pipa.

—Continúe, señor Sheringham —le animó Moresby con mucha educación.

—Después, claro, la tendría a su merced. Supongo que no le costaría mucho quitarle una media y seguir tranquilamente con sus preparativos, atornillando el gancho a la pared, acercando una silla donde subirla y demás. Después de ahorcarla solo tendría que desatarle la bufanda y los tobillos.

El inspector jefe asintió.

—No cabe duda de que debió de ocurrir así.

—Bueno, he ahí la reconstrucción, y no veo que nos aporte nada nuevo, a no ser la bufanda de lana, que es una pura especulación. Es un loco, claro. Su único motivo posible, que sepamos, es el placer de matar. Manía homicida convertida en una obsesión incontrolable. Como las medias de la víctima, por ejemplo. Y supongo que deben ser de seda. Sí, ha de ser por fuerza un tipo retorcido, la idea de ahorcar a una chica con una media de hilo de Escocia debe de parecerle tan horrible como a usted o a mí.

—Al estilo de Jack el Destripador, tiene usted razón —comentó el inspector jefe.

—Ése es otro enfoque posible: los paralelismos criminológicos. Como dice, tenemos a Jack el Destripador y también a Neill Cream, aunque él era psicológicamente distinto. Nunca entendí que no quisiera ver morir a sus víctimas. Cualquiera diría que ése y no otro era el objetivo de ese tipo de asesino. ¿Se le ocurren a usted otros casos similares?

—¿Quiere usted decir asesinos sexuales o lujuriosos, como los llaman los psicólogos? Bueno, no son muy frecuentes en este país. La mayoría de los extranjeros también se parecen a Jack el Destripador. En lo del apuñalamiento, quiero decir. Supongo que los más conocidos son Andreas Bickel, Menesclou, Alton, Gruyo y Verzeni. Luego hubo una epidemia de apuñalamientos en Nueva York en julio de 1902 y otra en Berlín, curiosamente ese mismo mes. Después está Wilhelm Damián en Ludwigshafen en Alemania, en 1901 y…

—¡Caramba, Moresby! —le interrumpió un sorprendido Roger—. Sí que se ha aplicado usted desde que lo ascendieron a inspector jefe. ¿Cómo demonios sabe usted todo eso?

—Es mi trabajo, señor Sheringham —replicó el inspector jefe con laconismo, y ahogó su sonrisa con un trago de «XXXX».

—Bueno, a lo que me refería —prosiguió Roger en tono sumiso— es a si podemos o no sacar algo en claro de esos paralelismos.

—Lo dudo, señor, como no sea que de todos los asesinos éstos son los más difíciles de atrapar; me temo que no hacen falta muchos paralelismos criminológicos para saber eso.

—Pues pasemos al apartado siguiente: las víctimas. ¿Qué podemos sacar de ellas? ¿Sabe ya algo de la mujer de Montecarlo?

—Aún no. He escrito solicitando todos los detalles. Pero si fue la misma persona, podemos deducir que estuvo en Montecarlo, claro.

—Sí, eso puede sernos de mucha ayuda. ¿Es posible conseguir una lista de los ingleses que visitaron Montecarlo el pasado mes de febrero?

—Ya la tengo, señor Sheringham —replicó el inspector jefe con una sonrisa tolerante; ningún aficionado iba a darle lecciones sobre los procedimientos de rutina—. Y también la de los que estuvieron en Niza, Cannes y los demás sitios de la Riviera.

—Bien hecho —dijo Roger sin dejarse impresionar—. Después está Janet Manners, o Unity Ransome, como creo que deberíamos seguir llamándola. Lo único que se me ocurre es que debía de conocerlo muy bien, o mucho me equivoco o de lo contrario no le habría llevado a su cuarto de estar cuando no había nadie más en el piso. Tal vez nos sea de ayuda.

—Nada más cierto.

—De Elsie Benham no sacaremos nada en claro, puede que la conociera y puede que no. En el segundo caso pudo abordarla en Tottenham Court Road cuando volvía del club a su piso y en el primero haberla esperado en el piso. La única esperanza es que los viera juntos algún oficial de patrulla…

—Y no lo hizo —le interrumpió el inspector—. Ya lo he comprobado. Estoy haciendo averiguaciones para comprobar que nadie más los vio, pero no creo que haya muchas esperanzas.

—Pues solo nos queda lady Ursula… y no creo que podamos averiguar gran cosa. Bien mirado, no tenía por qué conocerla. Pudo presentarse en la calle diciendo que era amigo de un amigo, eso no habría inquietado a lady Ursula. O puede que fuese amigo de la dueña del estudio y que llamase al ver encendida la luz. No se me ocurren muchas más posibilidades.

—Tenemos la nota, señor Sheringham —le recordó el inspector jefe—. En mi opinión demuestra que fue premeditado y que llevó la nota adrede.

—Pero ¿cómo supo que iba a ir al estudio? Lady Ursula no dijo nada a sus amigos. Es probable que no lo supiera ni ella, sino que pasase por allí y entrara a preguntarle a la chica si quería salir un rato.

—Es posible, claro, pero no debemos perder de vista la idea de que lady Ursula podría haberse citado allí con alguien, y más sabiendo que su amiga estaría fuera, y que lo de ir a dar una vuelta lo dijese solo para despistar a los demás. Tal vez supiera que ninguno querría acompañarla.

—¡Bah! —dijo Roger, que estaba más que dispuesto a descartar esa idea en la que no creía ni por un momento—. A propósito —continuó al recordar una cosa—. He tenido la impresión de que ese tipo con el que estaba prometida…, ¿cómo se llama? Pleydell…, también alberga sus sospechas. ¿Lo ha visto usted en el tribunal esta mañana? Más de media docena de veces me ha dado la impresión de que estaba a punto de decir algo importante.

—Sí, creo que algo le ronda por la cabeza. Pensaba hablar con él mañana por la mañana.

—No quisiera estar en el lugar de ese hombre —dijo pensativo Roger—. Y menos si sospecha que hay gato encerrado. Ya es bastante malo que se te suicide la novia, ¡pero que la asesinen…! Oiga, Moresby, ¿por qué no retrasa su charla con él uno o dos días?

—¿Por qué, señor Sheringham?

—Buena pregunta. Si sospecha algo, ¿cree usted que dejará las cosas como están, para ahorrarle otro escándalo a su familia, o que hará todo lo posible por descubrir la verdad? En mi opinión, optará por lo segundo. Pero al principio no sabrá por dónde empezar. Si le interroga usted antes de que haya tomado una decisión podría negarse a hablar. Por una especie de instinto de conservación, ya sabe. Y, si tiene algo que contar, eso sería una pena. Por otro lado, si esperamos hasta que se haya decidido no me extrañaría que acudiera a usted; y en ese caso averiguaríamos mucho más que del otro modo. Siempre que sospeche algo, claro, porque también es posible que no lo haga.

El inspector jefe bebió un poco más de cerveza.

—No le falta razón —admitió secándose delicadamente la boca con un enorme pañuelo de seda—. Sí, tal vez no debería haberme precipitado tanto. De acuerdo, le daré tres días y veremos si está usted en lo cierto. Si es así, se habrá ganado una pluma para su sombrero.

Roger hojeó las notas que había tomado de la conversación.

—Bueno, por lo visto buscamos a un hombre que ha rozado nuestro círculo varias veces, incluyendo Montecarlo el pasado febrero. Es probable que sea un tipo corpulento, y un caballero (o que se haga pasar por uno), y no hay por qué suponer que su conducta tenga nada de anormal excepto en este particular. Si conseguimos reducir la lista a un único sospechoso, trataré de tirarle de la lengua (aunque no será fácil sacar el asunto a colación) y, si se delata, sabremos con seguridad que estamos sobre la pista correcta.

—Y luego habrá que reunir pruebas contra él —añadió sombrío el inspector—, y eso será lo más difícil. Si llevase usted tanto tiempo como yo en Scotland Yard, señor Sheringham, sabría que… Oiga, ¿no es ése su teléfono?

Roger se incorporó y fue a descolgar dicho aparato al cuarto de al lado. Al cabo de un momento regresó.

—Para usted, Moresby —dijo—. Scotland Yard.

Moresby salió de la habitación.

Cuando regresó, unos minutos más tarde, su rostro tenía una expresión de admiración más bien reticente.

—Señor Sheringham, hace unos minutos ha hecho usted una deducción psicológica muy brillante —dijo.

—¿A qué se refiere? —preguntó con curiosidad Roger.

El inspector jefe se agachó y sacó una pluma que asomaba de un cojín de la silla.

—Aquí tiene, señor —dijo—. Póngasela en el sombrero. En este mismo instante, el señor Pleydell me espera en Scotland Yard. ¿Le apetece a usted venir?

—¡Y tanto que sí! —respondió Roger con fervor.