(6)
El detective Sheringham, de Scotland Yard

En este mundo pocas personas tienen el privilegio de ver sobresaltarse violentamente a un inspector jefe de Scotland Yard, sin embargo eso fue lo que ocurrió tras la andanada de Roger. Con gran placer vio cómo el rostro del inspector se estremecía de manera visible, cómo todo él se ponía rígido, la cerveza estaba a punto de salirse del vaso y en ese momento sintió que las afrentas del pasado estaban vengadas.

—Caramba, señor Sheringham —dijo el inspector jefe tratando sin éxito de adoptar un gesto inexpresivo—, ¿cómo se le ocurre decir algo así?

Roger no respondió enseguida. Una vez recuperado del leve aturdimiento que siguió al éxito de su pequeño truco (había pensado que como mucho lograría que al inspector le temblara un poco el párpado, pero poco más) lo embargó una sorpresa tan sincera y de dimensiones similares a la que Moresby estaba tratando de disimular tan valientemente. Si había afirmado que lady Ursula había muerto asesinada no lo había hecho tanto por probar suerte como por decir intencionadamente lo más descabellado que se le había pasado por la cabeza para tratar de coger desprevenido al inspector y obligarle a revelar el motivo de su presencia en el tribunal. Pero, tal vez por primera vez en su vida, el inspector jefe se había dejado sorprender con armas y bagajes. El que estuviese sobre aviso tan solo había servido para contribuir al desastre, pues había protegido la vanguardia y Roger le había atacado por la retaguardia.

Entretanto, el cerebro de Roger, saliendo bruscamente del coma en que lo había sumido momentáneamente el sobresalto del inspector, se esforzaba por recuperar el tiempo perdido. Más que pensar, repasó a toda prisa una serie de imágenes. Y, en un instante, lo que antes había sido un misterio se volvió evidente. A Roger le dio rabia haber tenido que sobresaltar a un inspector para caer en algo tan obvio. ¡El asesinato era la única explicación posible para que encajaran aquellos hechos tan desconcertantes!

—¡Caramba! —dijo un poco asustado.

El inspector jefe lo observaba con inquietud.

—¡Qué idea tan extraordinaria! —observó soltando una risa hueca.

Roger apuró la cerveza, miró su reloj y cogió al inspector del brazo en un único movimiento.

—Vamos —dijo—. Es hora de comer. Comerá usted conmigo.

Y, sin esperar una respuesta, salió del local.

El inspector jefe, totalmente en desventaja, no tuvo más remedio que seguirle.

Temblando de pies a cabeza, Roger llamó un taxi y le indicó al taxista las señas de su piso.

—¿Adónde vamos, señor Sheringham? —preguntó el inspector jefe, cuyo rostro no exhibía el gesto expectante de quienes van a comer a costa de otro.

—A mi apartamento —replicó Roger, por una vez parco en palabras—. Allí no nos oirá nadie.

El gemido con que replicó el inspector tampoco lo oyó nadie. Fue un gemido espiritual y al mismo tiempo muy revelador.

Hacía unos meses que, llevado por un impulso extravagante, Roger había entrado en el Albany animado por una visita a su editor y el informe de las ventas de su última novela y había pedido habitaciones. Quiso la suerte que acabara de quedarse libre un apartamento y pudiese mudarse de inmediato. Condujo allí al pobre inspector que ahora estaba empapado de sudor, le invitó a sentarse en un sillón, le preparó una bebida, a pesar de sus protestas en las que la palabra «cerveza» fue la más oída, y salió a encargar la comida. El rato que pasó entre su regreso y la llegada del almuerzo entretuvo a su víctima con una vivida descripción del cultivo del café en el Brasil, negocio al que se dedicaba uno de sus primos pequeños.

—Se llama Anthony Walton —observó con descuido—. Creo que lo conoció usted, ¿no?

Al inspector jefe no le quedaban fuerzas para recordar su promesa y responderle de la forma apropiada.

Que nadie vaya a pensar que el inspector jefe aparece aquí cogido en falta. Roger lo tenía a su merced y Moresby lo sabía. En el transcurso de una investigación policial que requiere el más absoluto secreto, la menor insinuación a la prensa sobre su existencia puede bastar para echar a perder la paciente labor de varias semanas. La prensa, a la que a veces puede acosarse con impunidad, requiere en otras ocasiones que un meticuloso funcionario de Scotland Yard la corteje con tanta delicadeza como a la más tímida de las enamoradas. Roger lo sabía y el inspector jefe sabía muy bien que Roger sabía que lo sabía. Aunque esta vez la situación no tenía nada de divertida.

De manera ortodoxa, Roger evitó hacer la menor alusión al caso hasta después de que les sirviesen el café y hubieran encendido los cigarrillos, igual que hacen en las novelas los grandes hombres de negocios (en la vida real abordan la cuestión nada más empezar los entremeses y no se andan por las ramas para no desperdiciar un tiempo precioso).

—¡Y ahora —dijo Roger, una vez llegado ese momento—, amigo Moresby, vayamos al grano!

—¿Al grano? —repitió el inspector jefe Moresby, todavía perplejo.

—Sí, no juegue conmigo, Moresby. Las tornas han cambiado. ¿Qué quiere que hagamos ahora?

El inspector jefe apuró cuidadosamente los posos de café de su taza.

—Eso —dijo, midiendo las palabras— depende de qué estemos hablando, señor Sheringham.

—Muy bien. —Roger esbozó una sonrisa desagradable—. Lo plantearé con mayor claridad. ¿Quiere que escriba un artículo para The Courier demostrando que lady Ursula murió asesinada… y no solo ella, sino también Elsie Benham y Unity Ransome? ¿Quiere que exija a la policía que empiece a trabajar y siga esa pista? Estoy deseando escribirlo…

—¿Ah, sí? ¿Y por qué…?

—Porque he seguido el caso Ransome desde el día siguiente de producirse la muerte —respondió Roger con énfasis, pero sin mucha sinceridad.

Muy a su pesar, y a las tradiciones de Scotland Yard con respecto a los aficionados, el inspector jefe estaba impresionado y no se tomó la molestia de disimularlo.

—¿De verdad? —dijo con admiración—. Muy inteligente por su parte. ¿Y ya reparó entonces en que se trataba de un asesinato?

—Sí —respondió Roger sin inmutarse—. ¡Ah!, ahora empezamos a entendernos. ¿De modo que coincide usted en que fue un asesinato?

—Ya que insiste en saberlo —repuso presionado el inspector jefe—, ésa es mi opinión.

—Pero no lo descubrió tan pronto como yo —insistió sin sonrojarse Roger—. La verdad es que no cayó en la cuenta hasta que topó con el caso de lady Ursula.

—Incluso ahora no son más que meras conjeturas —replicó Moresby evitando hábilmente darle una respuesta directa.

Roger fumó un rato su cigarrillo.

—Lamento que Scotland Yard haya reparado en que es posible que sea un asesinato —dijo después de una pausa—. Considero este caso un asunto personal y le he dedicado muchos esfuerzos. Más vale que no crea que pienso dejarlo porque ustedes vayan a investigarlo. Estoy decidido a llegar al fondo del caso (ya le he dicho que me lo he tomado como una cuestión personal) con o sin ayuda de la policía. Ahora mismo les llevo mucha ventaja.

—¿Qué quiere decir, señor Sheringham?

—Bueno, por decir solo una cosa, ¿conocen ustedes la verdadera identidad de Unity Ransome?

—No, todavía no —se vio obligado a confesar el inspector.

—Pues yo sí —dijo escuetamente Roger.

Se hizo otra pausa.

—¿Qué le ronda por la cabeza, señor Sheringham? —preguntó Moresby—. No sé qué es, pero hay algo.

—Pues sí —asintió Roger—. Se trata de lo siguiente: quiero que trabajemos juntos. Ya se lo propuse el verano pasado en Ludmouth, pero usted se negó. Ahora estoy en una posición mucho más fuerte. No olvide que puedo serle muy útil como ayudante. No me importa que me considere su ayudante —añadió magnánimo.

—Así que podría serme útil, ¿eh, señor Sheringham? —meditó el inspector—. Quisiera saber cómo…

—Lo sabe usted perfectamente. En primer lugar, está el material que he reunido ya. Pero además está la cuestión del asesino. Por las circunstancias del caso de lady Ursula me parece evidente que es un hombre de elevada posición, o, al menos, uno de sus conocidos (y todos los amigos de lady Ursula gozan de buena posición social). Pues bien, creo que éste va a ser un caso muy difícil. Nos enfrentamos a un maníaco homicida que probablemente esté muy cuerdo en todos los demás aspectos. Solo hay dos maneras de atraparle: una es pillarle con las manos en la masa, la otra ganarse su confianza y sorprenderle por la retaguardia (no creo que haya por qué tener muchos escrúpulos en este caso). ¿Está usted de acuerdo?

—Lo que dice parece bastante razonable —concedió Moresby.

—Desde luego. Veamos, con respecto al primer método, ¿suele uno atrapar a los maníacos homicidas de tipo sexual con las manos en la masa? Sus amigos de Scotland Yard deberían saberlo después de lo de Jack el Destripador. Y estoy dando por sentado que nuestro hombre no sea tan imbécil como Neill Cream, que casi llegó a pedir a la policía que le investigaran. En tal caso, solo nos quedaría el segundo método. En fin, Moresby, no quiero parecer ofensivo, pero ¿se cree usted capaz de ganarse la confianza de un hombre así? Pensémoslo de forma razonable. Digamos que reducimos nuestras sospechas a un antiguo alumno de Eton que tal vez sea miembro del club de Oxford y Cambridge. ¿De verdad cree que podría inducir a un hombre semejante a confiar en usted? No puede ingresar en su club y abordarle sin más, ¿no cree?

—Entiendo su punto de vista, señor Sheringham —repuso Moresby con una sonrisa—. Y no le falta razón. Pero lo cierto es que hay mucha gente en Scotland Yard que sí podría. ¿Qué me dice del ayudante del comisionado? Él también estudió en Eton.

—¿Acaso cree —respondió Roger con fino desdén— que un hombre que ha cometido al menos tres asesinatos va a confiar en el ayudante del comisionado de Scotland Yard? No finja ser tan pueril, Moresby. Sabe de sobra que nadie que esté remotamente relacionado con Scotland Yard serviría para ese trabajo. Por eso puedo serle útil. Porque no lo estoy. La gente me conoce solo como escritor. El hombre a quien estamos buscando probablemente no haya visto un ejemplar de The Courier en toda su vida.

—Bueno, como le he dicho, no le falta a usted razón, señor Sheringham. Y supongo que, si me niego a aceptarle como ayudante, descubrirá usted el pastel y hará lo posible por entrometerse.

—Me consideraré libre de escribir lo que mejor me parezca sobre estos casos —le corrigió con dignidad Roger.

—¡Hum! —El inspector jefe dio unos golpecitos en la mesa con aire pensativo—. Yo me encargo de esta investigación, claro. Pero ni siquiera estamos seguros de que se haya cometido ningún asesinato. Puede que sea lo que decía usted en The Courier el otro día sobre lo sugestionables que son ciertas personas.

—¡Ah, así que lee usted mis artículos…! —dijo Roger con una alegría infantil—. Sin embargo, lady Ursula no era nada sugestionable. Ahí está la clave. Pero ya hablaremos de eso después. ¿Va a aceptarme usted o no?

—No podemos hacer una cosa así sin autorización —objetó el inspector jefe.

—Sí, y también sé que podría conseguir la autorización con solo pedirla —replicó Roger sin la menor modestia.

El inspector jefe siguió un poco meditabundo.

—Bueno —dijo por fin—, supongo que en este caso concreto podría serme de gran ayuda, señor Sheringham. Sin duda. Y está claro que no es usted ningún idiota —añadió con amabilidad—. Lo pensé en Ludmouth, aunque allí se pasó usted un poco de listo. No obstante, ha sido muy inteligente al reparar antes que nadie en que el caso Ransome podía ser un asesinato. Admito que no se nos había ocurrido. Sí, muy bien, señor; trato hecho. Pediré permiso para incluirle en la investigación en cuanto vuelva a Scotland Yard.

—¡Así se habla! —exclamó encantado Roger—. Abriremos una botella de mi excelente brandy del 67 para celebrar mi nombramiento oficial.

Mientras apuraban un par de copas de brandy del 67, Roger reveló a su nuevo colega el resultado de sus investigaciones en el caso de Unity Ransome, aunque no sin estipular previamente que su verdadera identidad no se haría pública a menos que las circunstancias lo requiriesen; estaba decidido a utilizar todas sus influencias con tal de ahorrar nuevos pesares a aquella desdichada familia. El inspector jefe aceptó de buen grado y, ahora que ya no era cuestión de rivalidad sino de colaboración, felicitó sinceramente a su compañero por su astucia. Él también había visitado un par de veces el piso de Sutherland Avenue, pero no había hecho grandes avances en aquel caso tan complicado.

—¿Qué hizo sospechar a Scotland Yard que pudiera tratarse de un asesinato? —preguntó Roger, después de contarle todo lo que sabía.

—Algo que queda fuera de su alcance, señor Sheringham —respondió el inspector jefe—. Al examinar el cadáver de lady Ursula, el forense informó de que tenía moratones en las muñecas. Yo los vi y, aunque eran muy débiles, estaría dispuesto a jurar que alguien le ató las manos. Y no es probable que se las atara ella misma, ¿verdad?

Roger movió la cabeza.

—¿Y los demás casos?

—No notamos nada raro, pero estamos dando los pasos necesarios para averiguarlo.

—¿La exhumación? Sí. Bueno, Moresby, oigamos qué teoría tienen ustedes sobre el asunto.

—¿Teoría? Bueno, supongo que tenemos algunas teorías, pero Scotland Yard trabaja más con pistas que con teorías. La policía francesa sí lo hace, porque les permiten llegar muy lejos en sus investigaciones. Ellos pueden echarse faroles y nosotros no. Hemos de limitarnos a seguir las pistas y ver adónde nos llevan.

—Pues estudiemos las pistas. ¿Por dónde cree que deberíamos empezar?

El inspector Moresby miró el reloj.

—¡Dios mío, señor! —exclamó con sincera sorpresa—. No tenía ni idea de que fuese tan tarde. Deben de estar preguntándose qué me ha ocurrido. Tendrá que perdonarme, señor Sheringham. Tengo que volver cuanto antes a Scotland Yard.

Roger comprendió que hasta no tener permiso oficial el inspector jefe no seguiría discutiendo el caso con él. Sonrió satisfecho del resultado de aquel almuerzo.