En su asiento del tren, Roger empezó a leer la información sobre la muerte de lady Ursula. Ahora que se trataba de la hija de un conde y no de una oscura habitual de los clubes nocturnos, le habían concedido a la historia dos columnas en las páginas centrales, en las que habían incluido hasta el más mínimo detalle, relacionado con ella o no, que habían podido reunir. Brevemente, los hechos eran los siguientes:
Lady Ursula había salido de su casa en Eaton Square, donde vivía con su madre viuda (el conde actual, su hermano mayor, estaba en el Cuerpo Diplomático en el extranjero), un poco antes de las ocho. Había cenado con un grupo de amigos en un club de baile del West End, donde se había quedado hasta eso de las once. Luego empezó a quejarse de que le dolía la cabeza e intentó convencer a alguno de sus acompañantes de que la llevaran a dar un paseo en coche; no obstante, nadie se ofreció porque estaba lloviendo y el coche era un biplaza descapotable. Lady Ursula salió del club, diciendo que, ya que nadie quería acompañarla, iría a dar una vuelta hasta que se le pasara la jaqueca.
A las dos y media de la mañana, una chica llamada Irene Macklane, artista y amiga de lady Ursula, volvió a su estudio en Kensington de una fiesta en otro estudio cercano y encontró el coche de lady Ursula aparcado en la puerta. No le extrañó porque ésta acostumbraba a visitar a sus amigos a horas intempestivas. No obstante, cuando entró la llamó y al principio no vio ni rastro de ella.
El estudio estaba construido en unos antiguos establos y en el centro había una enorme viga de roble, a unos dos metros y medio del suelo, en mitad de la cual, por la parte de abajo, pendía un enorme gancho del que la señorita Macklane había colgado un farol pasado de moda. En dicho farol había una bombilla eléctrica que estaba conectada por un cable a un interruptor de la habitación. Al dar la luz, a la señorita Macklane le extrañó ver el farol en el suelo. Lo recogió y en ese momento fue cuando se horrorizó al ver a lady Ursula colgando del gancho de la viga.
Los detalles de su muerte se correspondían casi exactamente con los de la de Janet y la otra mujer. Había una mesa volcada a pocos metros y lady Ursula había utilizado una de las medias que llevaba puestas; la pierna de la que se la había quitado estaba desnuda, aunque todavía llevaba en el pie una zapatilla de brocado. Lady Ursula había hecho un lazo atando los extremos de la media y se lo había pasado por encima de la cabeza, luego lo había retorcido varias veces y había hecho un lazo más pequeño que había atado al gancho. Después había volcado la mesa de una patada y fallecido lentamente por asfixia, como las otras dos.
No obstante, la nota que había dejado para la señorita Macklane era un poco más explícita que las de las demás, aunque el modo en que estaba redactada daba pie a la conjetura. Decía:
Siento tener que hacer esto aquí, pero no tengo otro sitio adonde ir, y a mamá le daría un ataque si lo hiciese en casa. ¡No te enfades mucho conmigo!
U.
Seguía una elogiosa necrológica, escrita «por un amigo» que hablaba de su originalidad, su desprecio por los convencionalismos y su reciente compromiso con el acaudalado hijo de un no menos acaudalado banquero. Al escritor le costaba decidir si había sido dicho compromiso, o su determinación de ser original a toda costa, lo que había empujado a lady Ursula a poner fin a una vida, de la que, según contaba siempre a sus amigos, estaba hastiada desde hacía muchos años.
Roger se puso el periódico sobre las rodillas y empezó a llenar la pipa con aire ausente. Como había dicho, aquello pasaba de castaño oscuro. Se estaba convirtiendo en una auténtica epidemia. Por su imaginación flotaron imágenes descabelladas en las que se convertía en una manía de sociedad y todas las debutantes se ahorcaban una tras otra con sus propias medias. Se dominó.
La verdadera dificultad, claro, estribaba en que no encajaba con el artículo que había escrito antes de irse de Londres. Lo embrollaba todo por completo. Pues, aunque la desconocida habitual de los clubes nocturnos podía haber tenido esa predisposición al suicidio sobre la que se había extendido tan elocuentemente, estaba seguro de que lady Ursula Graeme no la compartía. Y, por lo que sabía de dicha señora, incluso dejando aparte el artículo del amigo, aún estaba más convencido de que si, por alguna extraña casualidad, hubiese decidido matarse, sin duda no habría imitado el método de una insignificante corista o de una desdichada prostituta. Si hubiese querido imitar a alguien, lo habría hecho a lo grande. Se habría cortado las venas en un baño de agua caliente, por ejemplo. Pero lo más probable es que hubiera recurrido a un método de suicidio poco convencional que le proporcionara después de su muerte aún más publicidad que cuando estaba con vida. Lady Ursula, en suma, crearía una moda, no la seguiría.
Y luego estaba la carta. Tal vez fuese un poco más explícita que las otras dos, pero era mucho más desconcertante. Independientemente de la opinión que nos merezcan nuestros aristócratas, hay que admitir que al menos son educados, y la buena etiqueta no incluye en ningún caso colgarse de una media en el estudio de otra persona. Dado el carácter de la dama en cuestión habría sido mucho más apropiado que se hubiese colgado de una farola. ¿O es que la viuda se disgustaría menos si su hija no se ahorcaba en Eaton Square?
Todo era muy raro. Pero de nada servía seguir dándole vueltas, decidió Roger abriendo el periódico por otra página, pues estaba claro que lady Ursula había hecho todo aquello que parecía tan impropio de ella.
Siguió hojeando decidido los artículos de opinión.
La muerte de lady Ursula causó, claro, conmoción durante tres días. La instrucción se fijó para el miércoles por la mañana y Roger decidió asistir. Estaba deseando ver si alguno de aquellos detalles que habían llamado su atención —tan nimios en sí mismos, pero tan interesantes en su conjunto— despertaban la curiosidad de alguien más.
Por desgracia, Roger no fue el único a quien se le ocurrió esa idea. Quedándonos cortos, también decidieron hacerlo otras tres mil personas. No obstante, a ellas no se les ocurrió conseguir un pase de prensa, por lo que al final Roger, magullado pero más o menos intacto, pudo abrirse paso hasta dentro más o menos cuando la instrucción iba por la mitad. La primera mirada con la que se cruzaron sus ojos fue la del inspector jefe Moresby.
El inspector jefe estaba discretamente sentado al fondo del tribunal como cualquier otra persona y era evidente que no había ido allí en misión oficial. Entonces, ¿qué demonios está haciendo aquí?, pensó Roger un poco tenso mientras se abría paso hacia él. Los inspectores jefe no asistían a una instrucción de un caso de suicidio solo para pasar el rato.
Esbozó una sonrisa amistosa al ver llegar a Roger (tan amistosa que éste torció levemente el gesto al recordar lo que debía de inspirarla), pero se limitó a mover la cabeza en respuesta a las cejas enarcadas e interrogantes de Roger. Obligado a detenerse unos pasos más adelante, no tuvo más remedio que descartar la idea de seguir avanzando y dedicó toda su atención a la instrucción.
En el estrado de los testigos había un hombre de unos treinta años, moreno, alto, apuesto y con cierto aire semítico en el semblante; a Roger le bastaron una o dos preguntas y respuestas para comprender que era el prometido a quien habían aludido. Roger lo observó con interés. Si alguien había conocido a lady Ursula era aquel hombre. ¿Dejaría traslucir que, a su entender, había algo extraño en el caso?
Al observarlo de cerca, a Roger le resultó difícil preverlo. Era evidente que estaba muy apenado (¡Pobre hombre!, pensó. Y, por si fuera poco, tiene que exhibirse ahí delante de todo el mundo), sin embargo había cierta reserva en sus respuestas. Una o dos veces pareció estar a punto de hacer un comentario esclarecedor, pero siempre se contuvo a tiempo. Llevaba su pérdida con una dignidad pesarosa que a Roger le recordó la actitud de Anne en el jardín cuando le puso al corriente de sus sospechas; no obstante estaba claro que había varias cosas sobre las que estaba totalmente perplejo: la principal, el motivo por el que su prometida se había suicidado.
—Nunca hizo la menor insinuación —dijo en voz baja, en respuesta a una pregunta del juez instructor—. Siempre me pareció que era feliz.
Hablaba como un niño pequeño al que han dado unos azotes y enviado a la cama por algo que no acierta a comprender que esté mal.
El instructor lo trataba con el mayor tacto posible, pero tenía que hacerle varias preguntas.
—Ya ha oído que tenía la costumbre de decir que estaba hastiada de vivir. ¿Se lo dijo a usted alguna vez?
—Muchas —replicó el otro con una vaga imitación de una sonrisa—. Decía cosas así a menudo. Era una especie de pose. Al menos —añadió en voz tan baja que Roger apenas pudo oírle— eso pensábamos todos.
—¿Iban ustedes a casarse en junio, dentro de dos meses?
—Sí.
El juez miró un papel que tenía en la mano.
—Veamos, la noche de autos, tengo entendido que fue usted al teatro y luego estuvo en su club…
—Así es…
—¿Quiere decir que no vio a lady Ursula en toda la noche?
—No.
—Entonces, ¿no podrá opinar sobre su estado de ánimo a partir de las cinco, cuando la dejó después de tomar el té?
—No. Pero cuando me fui eran más bien las cinco y media.
—Entiendo. Ya ha oído a los testigos que pasaron la tarde con ella. ¿Coincide usted con ellos en que parecía tan saludable y animada como siempre cuando la vio a la hora del té?
—Totalmente.
—¿No le dio a entender que algo podía estar rondándole por la cabeza?
—No.
—Bueno, no le entretendré más, señor Pleydell. Sé lo desagradable que debe de ser para usted todo esto. Solo le haré una última pregunta: ¿puede decirnos algo que arroje algo de luz sobre los motivos por los que lady Ursula decidió quitarse la vida? Me temo que no —respondió el otro en el mismo tono grave y contenido en que había prestado testimonio, y luego añadió con una emoción inesperada—: ¡Ojalá pudiera!
Desde luego algo le huele a chamusquina, se dijo Roger mientras Pleydell abandonaba el estrado. No es solo que desconozca el motivo por el que pudo hacer algo así, sino que hay otros detalles. Quisiera saber… quisiera saber qué está haciendo aquí Moresby.
Los siguientes veinte minutos no salió a relucir nada de importancia. Era evidente que el juez instructor estaba tratando de hacer que el caso fuese lo menos doloroso posible para la condesa viuda y para Pleydell, y, dado que todo parecía tan claro, no había motivos para alargar innecesariamente la investigación. El jurado debió de opinar lo mismo, pues el veredicto fue rápido: «Suicidio por enajenación mental transitoria causada por las condiciones extenuantes de la vida moderna», que era un modo amable de decir «de la vida de lady Ursula».
Se produjo primero el silencio y luego la breve agitación que siempre siguen a la emisión de un veredicto, y la gente empezó a abandonar lentamente la sala.
Roger procuró acercarse a Moresby al salir. Antes ya había tenido ocasión de poner a prueba las reticencias de dicho oficial, y no tenía la menor esperanza de poder sonsacarle algo, pero por intentarlo no se perdía nada.
—Caramba, señor Sheringham —le saludó cordialmente el inspector jefe cuando por fin se encontraron—. Hacía mucho que no le veía.
—Sí, desde el verano pasado —asintió Roger—. Y le agradeceré que no me recuerde ese verano mientras tomamos una copa. Puede usted hablarme de cualquier otro menos de ése.
El inspector sonrió aún más, pero prometió no hacerlo. Anduvieron tranquilamente hacia un local que conocía Roger; no al más cercano, porque todo el mundo iría allí. El inspector jefe sabía perfectamente por qué le había invitado a tomar una copa; Roger sabía que lo sabía; el inspector jefe sabía que Roger sabía que lo sabía. Era muy divertido y ambos lo estaban pasando en grande.
También sabían que tendría que ser Roger quien sacara a relucir la cuestión, si es que iban a hablar de eso. Pero Roger no hizo nada semejante. Bebieron una cerveza charlando tranquilamente de esto, lo otro y lo de más allá, pero no hicieron la menor alusión a instrucciones judiciales a las que asistían inspectores de Scotland Yard; Moresby pagó la segunda ronda, y luego tomaron una tercera a costa de Roger. Tanto a Roger como a Moresby les gustaba la cerveza.
Por fin Roger disparó su andanada. Fue una andanada inesperada que había estado planeando mientras apuraba los vasos. A mitad de conversación sobre el cultivo del guisante, Roger observó como de pasada:
—Así que usted también opina que lady Ursula fue asesinada, ¿eh, Moresby?