(4)
Dos muertes y un viaje

No obstante, en los días siguientes el caso no experimentó ningún avance. Roger recibió de Dorsetshire una respuesta a su carta, que sirvió para inflamar sus deseos de llegar al fondo del asunto, pero sus esfuerzos parecieron chocar contra una barrera insalvable. A pesar de todos sus esfuerzos, no logró vincular a Unity Ransome con ningún hombre.

Lo intentó en el teatro. Acompañado de la anhelosa señorita Carruthers, interrogó a todas las chicas que la habían conocido. Bajo su protección sondeó también a los porteros, ayudantes de escena, directores, productores, estrellas y a todo el mundo que se le ocurrió hasta tener suficientes testimonios teatrales para una vida entera. Pero fue inútil. Nadie recordaba haber visto a Unity Ransome con el mismo hombre más de una o dos veces, y nunca había pronunciado el nombre de ningún conocido como no fuese de pasada.

Lanzó la red aún más lejos. Pertrechado con media docena de fotografías de Janet investigó entre los dueños de restaurantes, camareros, hoteleros y propietarios de salones de té cuyos establecimientos podría haber frecuentado Janet. En algunos sitios la reconocieron, pero la cosa no pasó de ahí. Roger empezó a desanimarse.

No obstante, en esa semana tan agitada salió a relucir algo que nada tenía que ver con su investigación. La señorita Carruthers se había convertido en su amiga y guía en el mundillo del teatro, y Roger adoptó la costumbre de pasar a verla de vez en cuando a la hora del té para informarle de sus avances. Aquella joven de nombre tan ridículo (por aquel entonces ya le había confesado que en realidad se llamaba Sally Briggs, «¿Dónde demonios voy a ir con semejante nombre?», le había preguntado en tono pensativo) le divertía e interesaba. Le gustaba ver cómo, incluso en sus momentos más sinceros, no podía evitar ponerse trágica y verter lágrimas por la suerte corrida por su amiga, aunque tratara de contenerlas para admiración de un público invisible. De hecho, Roger pensaba que por franca que fuese era muy artificial.

En una de esas visitas aprovechó que ella fue a la cocina para inspeccionar minuciosamente la puerta fatídica. Lo que vio le disgustó mucho. Pues era evidente que, por muy impaciente que hubiese estado antes, llegado el momento Janet no había querido morir. En la base de la puerta, a pocos centímetros del suelo había una maraña de profundos arañazos en la pintura, como si un par de tacones altos hubiesen tratado desesperadamente de encontrar algún apoyo con el que esquivar a la eternidad.

Roger tenía una imaginación muy vivida. Sintió náuseas.

Pero ¿por qué, se preguntó frunciendo el ceño, no sujetó la media y tiró de ella, aunque solo fuese por unos minutos? Podría haberse salvado. Aunque supongo que no había mucho donde agarrarse.

Concentró su atención en lo alto de la puerta. Allí, a los lados y también un poco más abajo, había otros arañazos, más superficiales, pero inconfundibles. Entró en la cocina.

—Moira —dijo de pronto—, ¿recuerda cómo estaban las uñas de Unity cuando la encontraron?

—Sí —respondió la señorita Carruthers con un leve escalofrío—. Rotas y llenas de pintura.

—¡Ah! —dijo Roger.

—Y ella siempre las llevaba muy cuidadas…

Ya que Londres había sido un fracaso, Roger decidió probar suerte en el campo. Le cohibía un poco molestar a la apesadumbrada familia y no sabía si hacer partícipe de sus sospechas al párroco. Al final, optó por no hacerlo hasta tener más pruebas que las apoyaran, lo contrario solo serviría para entristecer aún más al anciano. Confió en que su proverbial buena suerte le permitiría conseguir la información que necesitaba por otros medios.

Una vez tomada la decisión, Roger actuó con su habitual impulsividad. Puestos a ir, iría al día siguiente. Pero al día siguiente era viernes, y los martes y los viernes siempre pasaba las mañanas en la redacción de The Courier. Bueno, en ese caso escribiría el artículo esa misma tarde, pasaría a dejarlo en el edificio de The Courier, recogería el correo y luego tomaría el primer tren a Dorsetshire. Excelente.

Escribir dos artículos sobre muertes imprevistas por semana a lo largo de varios meses deja de ser tarea fácil a partir del sexto o séptimo mes. Una vez agotados los asuntos sobre los que quería extenderse, a Roger empezaba a parecerle extenuante encontrar nuevos temas. Y ahora que quería escribir un artículo a toda prisa, no se le ocurría nada. Después de mordisquear la pluma más de media hora, Roger salió a la calle a comprar un periódico vespertino. Cuando falla la inspiración, a veces un periódico hace maravillas.

Este ciertamente cumplió con sus expectativas. En la primera página, en tipos medianos, como si quisieran mostrar que, aunque sorprendente, el hecho carecía de verdadera importancia, leyó el siguiente titular:

«TRAGEDIA EN UN PISO DE LONDRES: JOVEN SE AHORCA CON SU PROPIA MEDIA, PATÉTICA CARTA».

Roger pudo escribir un artículo muy informativo sobre la sugestión de las masas, la neurosis, la predisposición al suicidio y la tendencia a la imitación, y la falta de originalidad de la mayoría. «A las pocas semanas de que el primer genio descubriese que podía poner fin a su vida metiendo la cabeza en el horno —escribió Roger—, más de una docena habían seguido su ejemplo». Y continuó demostrando que cualquier método novedoso de acabar con la vida de alguien, ya fuese la propia o la ajena, constituye un auténtico y mortífero estímulo para cierto tipo de personas. Puso como ejemplo al doctor Palmer, al doctor Dove, a Patrick Mahon y a Norman Thorne, y, por supuesto, las dos tragedias de las medias. En conjunto, el artículo estaba muy inspirado y Roger quedó muy satisfecho.

Al día siguiente, partió para Dorsetshire.

En el periódico matutino (no The Daily Courier), que había reservado para leer en el tren, había información más detallada de la tragedia, aunque relegada a las últimas páginas. A Roger le gustó comprobar que los detalles coincidían casi exactamente con los del caso de Janet; era evidente que quien había cometido aquel suicidio se correspondía con el tipo que había descrito de forma tan minuciosa la noche anterior. Independientemente de lo que pudiera sentir por Janet, aquella otra chica no le resultó simpática a Roger: era de las que están mejor fuera de este mundo que dentro de él. Y había copiado a la pobre Janet con un servilismo que daba náuseas: la media de seda atada con un único lazo y retorcida sobre la puerta, el gancho atornillado al otro lado, la pierna desnuda, la nota sin firmar… no faltaba detalle.

Se llamaba Elsie Benham «supuesta actriz», como decía cautamente el periódico. (Y, claro, ya se sabe lo que eso significa, pensó cáustico Roger. ¿Por qué siempre se harán pasar por actrices? Es muy ofensivo para las de verdad). Era una habitual de los clubes nocturnos (Eso ya es más creíble) y la habían visto con vida a la una de la noche. Estaba sola y una amiga que habló con ella afirmó que parecía deprimida. Se fue sola a las dos de la mañana y debió de matarse poco después de llegar al piso que compartía con una amiga que en ese momento estaba fuera de Londres (Un eufemismo para no decir que estaba pasando el fin de semana en París, observó el sarcástico lector), pues cuando la encontró ayer por la tarde un hombre que tenía llave del piso (Lo que yo decía), el médico que acudió enseguida fue de la opinión de que llevaba muerta al menos doce horas. (No es mala frase para un periodicucho como éste, pensó Roger). Leyó por encima el resto del artículo, dejó el periódico a un lado y abrió una novela.

Hasta dos horas más tarde, mientras contemplaba ocioso los campos que pasaban por la ventanilla, Roger no reparó en dos cosas. El periódico vespertino había exagerado al hablar de la patética carta dejada por la difunta. No era una carta, sino tan solo una cita. «¡Qué maravillosa es la muerte! —había escrito en una hoja de papel—. La muerte y su hermano, el sueño». Roger murmuró:

«Qué maravillosa es la muerte.

La muerte y su hermano, el sueño».

Qué curioso que una «supuesta actriz», habitual de los clubes nocturnos escoja citar La reina Mab en semejante ocasión, qué curioso que cite a Shelley y que lo haga correctamente; habría apostado cualquier cosa a que una «supuesta actriz» que conociera de oídas a Shelley diría: «Qué hermosa es la muerte». Es curioso, pero, al parecer, no imposible. En fin, Sheringham, debe de haber más cosas en nuestros clubes nocturnos de las que imaginas.

Vio pasar unos cuantos campos más.

Y hay otra cosa rara, pensó Roger. Esta vez todos los periódicos recogen lo de la pierna desnuda. Pero antes no lo leí en ninguno. Cuando Moira me lo contó fue toda una novedad para mí. Quisiera saber cómo se enteraría esta otra mujer. Supongo que debió de publicarlo algún periódico que a mí se me pasó por alto, aunque juraría haberlos leído todos con mucha atención. ¡Qué curioso!

Siguió contemplando los campos y empezó a preguntarse qué le diría al señor Manners. Cuanto más cerca estaba de Dorsetshire más impertinente le parecía su misión.

Al final decidió no probar suerte en la taberna del pueblo de Little Mitcham, como había sido su primera intención, sino apearse en el pueblo vecino de Monckton Regis. Así no parecería tan entrometido. Luego, ya que estaba tan cerca de la casa del señor Manners, podría pasar a presentarle sus respetos con total propiedad.

Así lo hizo. El señor Manners le dio la bienvenida, lo llevó a su despacho y le hizo numerosas preguntas que a Roger le costó mucho responder con el tacto suficiente. El anciano parecía muy triste, como era de esperar, pero su dolor era digno y nada embarazoso. Cuando le insistió afectuosamente en que se quedara a comer y conociera al resto de la familia, Roger accedió tras muchas protestas, y acalló su conciencia pensando que en un momento así la presencia de un desconocido podría ser una bendición para la apenada familia: al menos les ayudaría a sobrellevar su pérdida aunque solo fuese por unas horas.

Las otras cuatro hijas tenían respectivamente veinticuatro, diecisiete, catorce y doce años y Roger trabó amistad casi de inmediato con Anne, la hija mayor. Era una de esas chicas capaces que a menudo parecen ser fruto de la necesidad, y, a diferencia de la mayoría de las chicas capaces, también era guapa. Tal vez no tanto como lo había sido Janet, pero en cierto sentido más hermosa, como si estuviese hecha en miniatura; y su aire de tranquila eficiencia (no la eficiencia asertiva que poseen la mayoría de las chicas capaces) le pareció muy atractivo a Roger. Decidiéndose con su habitual rapidez, aprovechó una oportunidad después de la comida para llevarla aparte y, con el pretexto de ir a admirar el jardín revestido de capullos primaverales, procedió a contárselo todo.

Si Anne se sorprendió, no lo demostró lo más mínimo; si se disgustó, ocultó sus sentimientos. Se limitó a replicar con solemnidad:

—Comprendo. Ha sido usted muy amable, señor Sheringham. Le agradezco mucho que me lo haya contado, prefiero saberlo. Estoy bastante de acuerdo con sus conclusiones, y haré todo lo que esté en mi mano por ayudarle a confirmarlas.

—¿Y puede usted hacerlo?

Anne movió la cabeza. Era pequeña, de huesos delicados y rasgos más bien serios en un rostro pequeño y ovalado.

—De momento —confesó—, no lo veo posible. Janet conocía a muchos hombres aquí, claro, y puedo darle una lista de sus mejores amigos, pero estoy bastante segura de que ninguno de ellos tiene nada que ver con esto.

—En todo caso siempre podemos averiguar cuál de ellos ha estado en Londres desde que ella se marchó —dijo Roger, reacio a descartar la idea en que había basado todas sus esperanzas.

—Desde luego —dijo Anne—, y lo haremos si a usted le parece necesario. Pero estoy convencida, señor Sheringham, de que no es aquí donde debemos buscar la causa de la muerte de mi hermana. Me consta que cuando se fue no tenía la menor preocupación. Janet y yo… —la voz se le quebró un momento, aunque enseguida volvió a dominarse— éramos mucho más que hermanas, éramos amigas íntimas. Si hubiese estado preocupada antes de marcharse, estoy segura de que me lo habría dicho.

—Bueno —dijo Roger con más ánimos de los que sentía en realidad—, veremos qué se puede hacer y ya está.

El resultado fue que Roger pasó un fin de semana muy agradable en Dorsetshire, conversó mucho con Anne, que, para su gran alegría, no parecía tener ningunas ganas de hablar con él de sus libros, y volvió a Londres el lunes sin haberse acercado lo más mínimo a su objetivo.

—Todo el mundo debería pasar un fin de semana en Dorsetshire a principios de abril —le dijo a la mujer del mostrador mientras pagaba la cuenta del hotel.

—Cierto —coincidió la joven.

Roger fue dando un paseo a la estación. Había tenido la precaución de decirle a Anne la hora a la que partía su tren por si surgía algo que quisiera comunicarle en el último momento. Al llegar al andén echó un vistazo a uno y otro lado por si la veía. No estaba allí.

Con una sensación de decepción que no recordaba haber experimentado al menos en los últimos diez años y de la que enseguida se avergonzó, hasta donde podía avergonzarse Roger de cualquier cosa relacionada con su vida, se encaminó hacia el quiosco y compró un periódico. Al abrirlo unos minutos después, su mirada se posó sobre cierto titular en las páginas centrales. Leyó lo siguiente:

«OTRA TRAGEDIA CON UNA MEDIA DE SEDA».

«SE AHORCA BELLEZA DE LA ALTA SOCIEDAD; EL TERRIBLE DESTINO DE LADY URSULA GRAEME».

—Esto —dijo Roger— ya pasa de castaño oscuro.