(3)
La señorita Carruthers se pone melodramática

Sin ningún plan ni sospecha claros, Roger subió a un taxi y pidió que lo llevaran a Sutherland Avenue. Lo único que sabía es que ahí había algo misterioso, y cualquier cosa misteriosa despertaba la curiosidad de Roger hasta tal punto que solo su completa elucidación podía calmarla. Estaba dispuesto a admitir que los asuntos de Janet Manners no eran de su incumbencia y que era más que probable que la interesada, si es que seguía con vida, se ofendiera al verle meter la nariz en ellos. Tranquilizó su conciencia (o lo que, en «esos casos», le servía como tal) fingiendo que el verdadero motivo de aquella expedición era confirmar sin ningún lugar a dudas que Unity Ransome era Janet Manners antes de escribir a Dorsetshire. No se dejó engañar ni por un momento.

El taxi se detuvo delante de uno de esos edificios altos y deprimentes que se alinean en Sutherland Avenue, y una minúscula placa de latón junto a la puerta le informó de que la señorita Carruthers residía en el cuarto piso. No había ascensor, y Roger subió por las escaleras para descubrir, con más suerte de la que merecía, que la señorita Carruthers estaba en casa. De hecho, salió de una habitación justo cuando él llegaba a lo alto de las escaleras, porque el piso no tenía puerta principal propia.

Las coristas (o las damas del coro, como se llaman ahora) se dividen en tres categorías: las coquetas, las guapas y las orgullosas, y estas últimas son las criaturas más crueles de la creación. Roger sintió alivio al ver que la señorita Carruthers, con su melena rubia y su rostro redondo e infantil, pertenecía claramente a la categoría de las guapas y por tanto no había nada que temer de ella.

—¡Oh! —dijo graciosa y lo miró con delicada sorpresa. Por lo visto, encontrarse con un desconocido en las escaleras era uno de los sucesos más terroríficos acontecidos en la joven vida de la señorita Carruthers.

—Buenas tardes —dijo Roger, acomodando su sonrisa a la compañía—. Siento mucho molestarla, pero ¿podría dedicarme unos minutos, señorita Carruthers?

—¡Oh! —repitió nerviosa la señorita Carruthers—. ¿Es… es muy importante?

—Trabajo para The Daily Courier —respondió Roger.

—Pase —dijo la señorita Carruthers. Entraron en una sala de estar, cuyos muebles era evidente que iban incluidos en el alquiler. Roger se instaló cómodamente en un sillón desvencijado y la señorita Carruthers se posó con mucho encanto en el brazo de un sofá viejo—. ¿Sí? —suspiró.

Roger fue directo al grano.

—Vengo por la señorita Ransome —le espetó sin más.

—¡Oh! —dijo la señorita Carruthers, ocultándole con valentía su decepción.

—Estoy haciendo ciertas averiguaciones para The Courier —prosiguió Roger jugando delicadamente con la verdad—. No estamos muy convencidos, ¿sabe? —Adoptó una expresión temible.

Los grandes ojos de la señorita Carruthers se volvieron aún más grandes.

—¿De qué no? —preguntó con tanta decepción como mala gramática.

—De nada —respondió con grandilocuencia Roger. Cruzó las piernas y pensó de qué no debería estar convencido en primer lugar—. ¿Qué motivos tenía para suicidarse? —preguntó, al fin y al cabo eso era lo que menos le convencía…

—¡Bueno, pues la verdad es que…! —dijo la señorita Carruthers. Y empezó a hablar.

Roger escuchó con atención, consciente de que estaba oyendo una historia muchas veces repetida, pero no por eso era menos interesante. Dejó que se explayara a su manera.

Uny, le explicó la señorita Carruthers («¡Uny!», exclamó mentalmente Roger con un escalofrío), no tenía motivos para hacer una cosa así. ¡Ninguno! Había tenido mucha suerte de conseguir trabajo tan fácilmente en un espectáculo londinense; siempre estaba feliz y contenta («más feliz que una perdiz, como suele decirse», afirmó la señorita Carruthers); todos estaban contentos con ella en el teatro, y, lo que es más, todo el mundo coincidía en que llegaría lejos y se daba por supuesto que no tardarían en darle un papel con algo de texto. Uny estaba llamada a triunfar. Así que ¿por qué iba a hacer algo así…?

De hecho, la señorita Carruthers apenas podía dar crédito a sus ojos cuando la vio aquella tarde. Colgada del gancho de la puerta del dormitorio con la media alrededor del cuello, y una pinta que…, bueno a la señorita Carruthers se le revolvió el estómago al verla. ¡Horrible! No lo describiría por nada en el mundo, se ponía enferma solo de pensarlo. Y ahí la señorita Carruthers se embarcó en una minuciosa descripción de la apariencia de su desdichada amiga, en la que los ojos saltones, los labios morados y la lengua mordida figuraban con desagradable prominencia.

Aun así, la señorita Carruthers no era tan tonta como parecía gustarle insinuar. En lugar de salir corriendo a la calle y ponerse a gritar inútilmente como, reflexionó Roger, habrían hecho tres cuartas partes de las mujeres del mundo, tuvo el sentido común de sujetar a Janet y desenganchar la media. Pero ya era demasiado tarde: estaba muerta.

—No obstante, acababa de morir —lloriqueó la señorita Carruthers, con lágrimas auténticas en los ojos—. El médico dijo que si hubiese llegado un cuarto de hora antes podría haberla salvado. ¿No le parece el colmo de la mala suerte?

Roger admitió sinceramente que lo era.

—Pero ¡qué curioso que se suicidara sabiendo que podía llegar usted en cualquier momento! —observó—. ¿No será —añadió frotándose pensativo la barbilla— que pretendía que la salvara?

La señorita Carruthers negó con la rubia cabeza.

—¡No, no! Le había dicho que no iba a volver. Había quedado a tomar el té con un chico y le dije a Uny que no me esperase y que iría directa al teatro. Bueno, ahora ya sabe usted tanto como yo, señor… señor…

—Sheringham.

—Señor Sheringham. ¿Por qué cree usted que lo haría? ¡Oh, pobre Uny! Le aseguro, señor Sheringham, que no soporto seguir en este piso. Si pudiese encontrar algo decente en otra parte no me quedaría.

Roger miró compasivo a la chica. Las lágrimas le corrían por las mejillas y estaba claro que, por muy artificial que fuese para otras cosas, sus sentimientos por su amiga fallecida eran sinceros. Habló por impulso.

—¿Que por qué creo que lo hizo? No tengo ni idea. Pero le diré lo que creo, señorita Carruthers: que detrás de todo esto hay más de lo que usted o yo sospechamos.

—¿Qué…? ¿A qué se refiere?

Roger se sacó la pipa del bolsillo.

—¿Le importa si fumo? —preguntó ganando así unos segundos. Tenía que tomar una decisión rápida. ¿Debía confiar o no en aquella joven frívola? ¿Sería una ayuda o un estorbo? ¿Era una cabeza hueca que había tenido un momento de lucidez o su aparente estupidez era solo una pose adoptada a beneficio del otro sexo? Roger era dolorosamente consciente de que la mayoría de los hombres con quienes se relacionaría preferirían que sus mujeres fuesen estúpidas. Llegó a una solución de compromiso: confiaría en ella siempre que eso no supusiera traicionar la confianza de nadie.

—Me refiero —dijo con mucha calma mientras llenaba la pipa— a que, por lo que he podido deducir, la señorita Ransome no era de las que se suicidan…

—¡Desde luego que no! —exclamó la señorita Carruthers casi con violencia.

—… y a que, si lo hizo, fue obligada por fuerzas que, por decirlo suavemente, debieron de ser insuperables. Y también a que pienso averiguar qué fuerzas fueron ésas.

—¡Oh! ¡Ah, sí! ¿Quiere decir que…?

—De momento —añadió Roger con firmeza—, nada más que eso.

Se miraron un momento en silencio. Luego la señorita Carruthers dijo algo inesperado:

—¿Trabaja usted para The Courier? —preguntó en tono de duda—. ¿Hace usted esto para ellos? ¿Piensa publicar todo lo que descubra, tanto… tanto si Uny lo hubiera querido como si no?

Roger notó que cada vez le era más simpática.

—¡No! —dijo con franqueza—. Tengo relación con The Courier, pero no estoy en plantilla. Haré esto por mi cuenta, y tiene usted mi palabra de que no se publicará nada que perjudique la reputación de la señorita Ransome… y tal vez ni siquiera en caso contrario. Lo decía usted, claro, porque no me ayudará a menos que sea en esas condiciones.

La señorita Carruthers asintió.

—Me siento obligada con Uny, y no permitiré que la arrastren por el lodo, tanto si se lo merece como si no. Pero, si de verdad me da usted su palabra, le ayudaré en todo lo que pueda. Créame, señor Sheringham —añadió con apasionamiento la señorita Carruthers—, si detrás de todo esto se esconde algún canalla (y más de una vez he pensado que así es), haré todo lo que esté en mi mano hasta verlo igual que la pobre Uny.

—En ese caso estamos de acuerdo —respondió Roger. Lo malo del teatro, pensó, es que hace que los actores se pongan melodramáticos, y el melodrama en la vida privada es peor que la inmoralidad—. Venga esa mano para cerrar el trato.

—Oiga —dijo ella quitándose la vestimenta emocional con tanta facilidad como se la había puesto—. Le diré una cosa. Quédese aquí fumando mientras le preparo una taza de té, y luego hablaremos largo y tendido. Tengo un par de cosas que decirle —añadió en tono siniestro— que le interesará saber.

Roger aceptó encantado. Había comprobado muchas veces que no hay nada como el té para soltarle la lengua a una mujer, ni siquiera el alcohol.

En un tiempo sorprendentemente breve para una persona en apariencia tan desvalida, la señorita Carruthers volvió con la bandeja, que Roger le ayudó a llevar. Se sentaron, la señorita Carruthers sirvió el té y Roger tuvo por fin la sensación de que había llegado el momento de embarcarse en la serie de preguntas que había ido a hacerle.

La señorita Carruthers respondió a sus preguntas de buen grado, arrellanada en su asiento con un cigarrillo entre los labios, que incluso entonces seguía frunciendo de vez en cuando. De hecho, respondió demasiado de buen grado. No obstante, Roger pudo extraer de aquella verborrea unos cuantos hechos.

En general, sus respuestas confirmaban el breve resumen del testimonio prestado en la instrucción, aunque eran mucho más detalladas, y la señorita Carruthers insistía en su teoría de que su amiga estaba «un poco por encima de las demás, como suele decirse. Era una auténtica dama». Al principio, la señorita Carruthers respondió con vaguedad a las calculadas preguntas de Roger sobre la verdadera identidad de Unity Ransome. Luego soltó, como por casualidad, la información más importante que le había dado hasta el momento.

—Lo único que sé —dijo— fue que tal vez se llamara Janet o tuviese una amiga que se llamase así.

—¡Ah! —respondió Roger sin perder la compostura—. ¿Y qué le hace pensar eso?

—Su libro de oraciones. No me di cuenta hasta el otro día. ¿Quiere usted verlo?

—Desde luego —repuso él. Amablemente, la señorita Carruthers corrió a buscarlo. Al volver, lo abrió por la primera página y se lo entregó a Roger, quien leyó:

«A mi querida Janet, en el día de su confirmación, 14 de marzo de 1920.

“Bienaventurados los limpios de espíritu”».

La letra era pequeña y apretada.

—Comprendo —dijo Roger, y aprovechó la primera ocasión para metérselo en el bolsillo. En todo caso, la señorita Carruthers había aclarado la cuestión principal.

Encauzó sus preguntas hacia otra parte. Al igual que la señorita Carruthers, Roger tenía la impresión de que debía de haber un hombre detrás de aquello. Sondeó minuciosamente los recuerdos de su informadora en busca de alguna pista sobre su posible identidad. Pero la señorita Carruthers fue incapaz de ayudarle. Por lo visto Uny no estaba interesada en los chicos. Nunca había salido sola con ninguno y únicamente a regañadientes había accedido con alguno en compañía de otras parejas. Decía con franqueza que los chicos la aburrían mortalmente. Por lo que sabía la señorita Carruthers no solo no tenía novio, sino que ni siquiera tenía amigos.

—¡Bah! —dijo Roger abandonando esa línea de la investigación. Se quedaron fumando en silencio—. Si quisiera suicidarse, señorita Carruthers —preguntó de pronto—, ¿se ahorcaría usted?

Su interlocutora se estremeció con delicadeza.

—No. Es lo último que haría.

—Entonces, ¿por qué lo hizo la señorita Ransome?

—Puede que no imaginara el aspecto que tendría —sugirió muy seria la señorita Carruthers.

—¡Bah! —respondió Roger, y volvieron a ponerse a fumar.

—Y con una de las medias que llevaba puestas —murmuró la señorita Carruthers—. Qué raro, ¿verdad?

Roger se incorporó.

—¿Cómo? ¿Fue con una de las medias que llevaba puestas?

—Sí. ¿No lo sabía?

—No, no he visto que se diga en ninguna parte. ¿Quiere usted decir —preguntó Roger con aire incrédulo— que se quitó una de las medias que llevaba puestas y se ahorcó con ella?

La señorita Carruthers asintió.

—Sí. Llevaba una media en una pierna y en la otra no. Me pareció muy raro. En esa misma puerta, todavía se ve el agujero del tornillo al otro lado. El gancho lo quité, claro. No habría podido verlo cada vez que entraba en el cuarto.

—¿Qué gancho? —preguntó perplejo Roger.

—Pues el que había al otro lado de la puerta y donde anudó el lazo.

—No lo sabía. Suponía que lo habría enganchado en un perchero o algo parecido.

—Bueno, a mí también me extrañó —respondió la señorita Carruthers—, aunque supongo que sería porque el perchero del dormitorio es demasiado bajo. Y una media es bastante larga, ¿no cree?

Roger se había levantado y estaba inspeccionando la puerta.

—Dígame exactamente cómo la encontró, ¿quiere? —dijo.

Con muchos escalofríos, algunos de los cuales debían de ser sinceros, la señorita Carruthers se lo explicó. Al parecer, había encontrado a Janet al otro lado de la puerta del salón, colgada de un pequeño gancho atornillado en ángulo recto para soportar el peso. La media estaba atada con fuerza por los extremos. Debía de habérsela puesto alrededor del cuello, retorcido el lazo dos o tres veces y enganchado en el gancho en lo alto de la puerta. Se había subido a una silla y la había derribado de una patada con tanta violencia que la puerta se había cerrado y ella había quedado suspendida del gancho, que estaba totalmente lucra de su alcance, por lo que no habría podido salvarse aunque hubiese querido. Era la obvia reconstrucción de los dos hechos: que la señorita Carruthers hubiera encontrado la puerta cerrada al llegar y que la silla estuviera volcada en el suelo a casi dos metros de distancia.

—¡Dios mío! —exclamó Roger, espantado ante semejantes pruebas de la determinación de la muchacha de poner fin a su vida. Pero enseguida reparó en que esa versión no coincidía con su teoría del impulso producido por el pánico. Quien actúa movido por el pánico no pierde el tiempo preparándolo todo con tanto cuidado, atornillando ganchos a la altura necesaria y dando muestras de meditada deliberación: simplemente se lanza por la ventana más próxima—. ¿No le pareció esto raro a la policía? —preguntó pensativo.

—No, no creo. Me dio la impresión de que lo daban todo por sentado. Después de todo, si Uny se suicidó, ¿qué más da cómo lo hiciera?

Roger se vio obligado a darle la razón. Pero cuando se despidió unos minutos más tarde, para ir a escribir aquella carta a Dorsetshire destinada a acabar con las esperanzas del pobre párroco, estaba totalmente convencido de que detrás de aquel asunto había mucho más de lo que insinuaban las apariencias. Y más decidido que nunca a descubrir lo que era.

Antes, la idea de que aquella joven feliz y sonriente de la fotografía se hubiese visto empujada al suicidio por un ataque de pánico le había impresionado de manera indecible. Imaginarla ahora preparando metódica y cuidadosamente un suicidio tan lento le pareció infinitamente más horrible. Roger estaba seguro de que alguien había empujado a aquella pobre chica al suicidio y también de que alguien tendría que pagar por ello.