Contrariado, y no poco sorprendido, Roger bajó las escaleras. Sus pensamientos estaban con la conmovida familia de Dorsetshire a la que tendría que comunicar aquella tragedia por carta; pero Roger, como la mayoría, aunque capaz de compadecerse de los demás, era en el fondo un egoísta, y era esa faceta de su naturaleza la que le causaba aquella sensación de contrariedad. No podía sino sentir que era muy mala suerte que justo cuando solicitaban su ayuda igual que si fuese un hábil criminólogo, el misterio se le escapara entre los dedos de aquel modo tan inevitable.
Lo cierto es que Roger llevaba un tiempo deseando dar con una oportunidad de volver a poner en práctica sus habilidades detectivescas. La carta había sido una especie de acicate, y más viniendo de alguien que evidentemente respetaba mucho dichas habilidades, pues no podía ocultársele que los demás eran tan obtusos que no compartían la misma opinión. El inspector Moresby, por ejemplo. Habían pasado ya nueve meses desde que se despidieran en Ludmouth, después del caso Vane, y Roger seguía dolido.
Esos nueve meses habían sido aburridísimos desde el punto de vista de un criminólogo. No se había cometido un solo asesinato interesante, ni siquiera le habían robado sus joyas a ninguna actriz. Aunque no había ido tan lejos como para preguntarse si no se estaría oxidando un poco, Roger deseaba con toda su alma tener la oportunidad de volver a pasar a la acción. Y ahora que lo había hecho, había vuelto a desaparecer.
Empezó a pasar tristemente las páginas del archivo de The Daily Picture.
No tardó en encontrar lo que buscaba. En un número de hacía solo cinco semanas aparecía, arrinconada en la última página, una fotografía de una joven, el titular decía escuetamente: «Ahorcada con su propia media de seda». La nota de prensa era igual de sucinta: «La señorita Unity Ransome, de profesión actriz, se ahorcó con su propia media de seda en su piso de Sutherland Avenue el martes pasado».
Roger observó la foto. Al igual que ocurre con las instantáneas de aficionado, las fotos de una revista ilustrada suelen ser objeto de las bromas de los graciosos, que cada vez que se refieren a ellas utilizan dos epítetos: «borrosa» y «movida». Sin embargo, hoy en día, las fotos de las revistas ilustradas no están ni borrosas ni movidas. Es cierto que antes, hará cosa de unos diez años, cuando el arte de la impresión fotográfica estaba todavía en mantillas, sí lo estaban; pero hoy son sorprendentemente claras. A veces uno desearía que los graciosos estuviesen un poco más al día. Roger no tuvo dificultad para decidir que los dos rostros que tenía delante eran de la misma persona.
Hojeó el The Daily Courier de la misma fecha.
Allí encontró, incluida humildemente en una página llena de anuncios, un lacónico resumen de la investigación. La señorita Unity Ransome, al parecer, había sido corista en una de las revistas londinenses menos importantes. Había pruebas de que aquél era su primer empleo en el teatro y de que lo había obtenido, a pesar de su inexperiencia, gracias a su hermosura y a su vivaz aire de felicidad. Antes de aquel trabajo no se sabía nada de ella. Compartía un minúsculo piso en Sutherland Avenue con otra chica de la misma compañía, pero las dos se habían conocido en el teatro. La chica, una tal Moira Carruthers, había testificado que apenas sabía nada de los antecedentes de su amiga. Unity Ransome no solo no le había contado nada sobre sí misma, sino que prefería no responder a preguntas sobre el asunto. «Era muy reservada», explicó la señorita Carruthers.
El juez instructor no había pasado por alto aquellas evasivas, pues no parecía haber razón para el suicidio. La señorita Carruthers había subrayado en sus declaraciones que, por lo que ella sabía, Unity jamás había barajado esa posibilidad. Parecía muy feliz e incluso encantada de haber conseguido un trabajo en Londres. Su sueldo, aunque no muy alto, bastaba para satisfacer sus necesidades. Al presionarla, la señorita Carruthers había admitido que su amiga había expresado varias veces su deseo de ganar más dinero cuanto antes; pero, como había señalado la señorita Carruthers: «Unity era lo que se dice toda una dama y tal vez estuviera acostumbrada a tener cosas con más estilo que la mayoría de nosotras». En cualquier caso, no se había quejado demasiado.
La policía había hecho esfuerzos rutinarios por identificarla, intuyó Roger, y se habían hecho intentos, aparte de la publicación de su retrato profesional, para entrar en contacto con algún pariente o antiguo conocido, aunque sin éxito. El juez instructor también destacaba este punto. En sus conclusiones, sugería con mucha delicadeza que parecía probable que hubiese discutido con su familia, se hubiera ido de casa (aunque no necesariamente por motivos deshonrosos, añadía el juez, dando a entender que eso era justo lo que pensaba), y tratase de hacer carrera en el teatro; y, aunque pudiera dar la impresión de haber tenido un éxito inesperado, ¿quién iba a decir qué desdichas y remordimientos podrían agobiar a una joven privada así de las comodidades a las que, al parecer, estaba acostumbrada? También era posible que fuese huérfana y estuviera sin un penique, y que la embargase una soledad que ella juzgara, con razón o sin ella, insoportable. En otras palabras, el juez instructor lo había sentido mucho por la joven, pero también quería llegar a casa a la hora de comer y el mejor modo de lograrlo era emitir el acostumbrado veredicto sin complicaciones.
Se salió con la suya. De hecho habría sido improbable que hiciese otra cosa porque Unity Ransome había simplificado mucho las cosas al dejar una nota que decía: «Estoy harta y cansada de todo y voy a ponerle fin del único modo posible». No estaba firmada, pero había pruebas de sobra de que la había escrito ella. Un veredicto de suicidio por enajenación mental transitoria era inevitable.
De manera más bien ilegal Roger recortó el párrafo del archivo y lo guardó dentro de su bloc de notas. Luego volvió al piso de arriba y buscó al redactor jefe, con quien iba a almorzar a menudo.
Por alguna razón, Roger no le dijo nada sobre sus actividades de esa mañana. Los redactores jefe, aunque privadamente sean personas excelentes y fieles a sus mujeres, cuando se trata de una noticia se convierten en bandidos insensibles y sin conciencia. Las reticencias de Roger eran instintivas, pero, si se hubiera molestado en investigar la causa, sin duda habría descubierto que se debían al hecho de que bastante afligidos iban a estar los próximos días en la casa del párroco de Dorsetshire para tener que soportar además una publicidad despiadada y morbosa. Al menos les ahorraría pasar por ese trago.
De modo que, a su regreso a la redacción de The Courier, seguía sin desvelar el secreto de la identidad de Unity Ransome; consiguió del joven de las gafas una copia de la fotografía que había aparecido en The Daily Picture y se dispuso a escribir al señor Manners y a preguntarle, con la mayor delicadeza posible, si reconocía a su hija en el retrato de la joven que se había suicidado en el piso de Sutherland Avenue.
Sin embargo, al sentarse pluma en mano en el escritorio delante del papel Roger se sintió incapaz de empezar. El papel siguió en blanco, la pluma trazó una serie de claros pero ininteligibles garabatos en los bordes del papel secante y el cerebro de Roger no cesó de dar vueltas. Lo que le impedía escribir siquiera el «Querido señor» del inicio de la carta no era la dificultad de su labor, sino algo muy diferente.
—¡Qué demonios! —estalló de pronto Roger dando un puñetazo en el escritorio—. ¡Qué demonios, no es natural!
Era una expresión típica de él y en el pasado había sido preludio de grandes cosas. Sus propias palabras le hicieron aguzar el oído. Soltó ausente la pluma, sacó la pipa y se arrellanó en el asiento.
Minutos más tarde encendió la cerilla que había estado sujetando todo ese rato entre los dedos. Cinco minutos después encendió otra. Al cabo de otros tres minutos acercó la tercera cerilla a la pipa.
¿Qué mosca me ha picado?, pensó Roger al tiempo que cruzaba las piernas y aspiraba el humo de la pipa recién encendida, ¿me estaré obsesionando, o es que hay algo raro en este asunto? Me inclino (sí, sin duda) a pensar que lo hay. Recapitulemos los hechos y veamos adónde nos llevan.
Volvió a coger la pluma y empezó a escribir por fin.
«Suponiendo que Janet Manners y Unity Ransome sean la misma persona»:
»1). Janet no solo era una hija obediente y afectuosa, sino que se esforzaba por enviar cartas alegres a su casa cada semana. Hizo cuanto estuvo en sus manos por no preocupar a su padre, hasta el punto de ocultarle que había encontrado trabajo en el teatro, pues sabía que era probable que no le gustara. ¿No es, por tanto, casi inconcebible que pusiera fin a su vida sin al menos advertirle de que no sabría de ella en una larga temporada? La única explicación posible es que actuase movida por un impulso repentino fruto del pánico.
»2). Que sepamos, Janet no tenía motivos para suicidarse. Había tenido la suerte de encontrar un buen trabajo. Su objetivo era, en primer lugar, poder mantenerse y, en segundo, contribuir a los gastos familiares. Había conseguido lo primero e iba camino de lo segundo. No solo no tenía motivos para suicidarse, sino que los tenía para no hacerlo. En suma, por lo que sabemos, la única explicación para el suicidio de Janet es que enloqueciera de repente. Esto coincide con el impulso fruto del pánico y ambas cosas parecen indicar que no conocemos todos los hechos.
»3). Nos consta que Janet se suicidó porque ella misma así nos lo dice. Pero ¡qué fórmula tan estereotipada! ¿Se expresaría de un modo tan convencional una joven que había tenido la iniciativa de dejar la casa del párroco rural y ponerse a trabajar en el teatro? ¿Y de qué estaba tan «harta y cansada»? Una vez más, eso solo puede indicar que no conocemos todos los hechos.
»4). ¿Por qué no firmó Janet esa nota? La omisión no es solo significativa: es antinatural. Firmar una nota semejante, o al menos escribir las iniciales, es casi una condición sine qua non. No parece haber ninguna explicación evidente, excepto, tal vez, el pánico y la precipitación.
»5). ¿Qué sabemos de Janet? Que era una joven decidida y con mucho carácter. Las jóvenes decididas no se suicidan. Además, dejando aparte los prejuicios de su padre, su fotografía deja bien claro que no era una suicida. Una vez más, llegamos a la conclusión de que hay sucesos de enorme importancia que todavía no han salido a la luz.
»6). Janet se ahorcó con su propia media. Pero ¿por qué, en nombre de Dios? ¿Es que no tenía nada más apropiado? De hecho, el método escogido es, más que raro, antinatural. Una chica que va a suicidarse, recurriría al ahorcamiento solo como último recurso. Los hombres se ahorcan, las chicas no. Sin embargo, Janet lo hizo. ¿Por qué?
»7). ¿Es que Roger Sheringham está viendo visiones? No. Entonces, ¿qué va a hacer al respecto? ¡Pues averiguar qué le pasó en realidad a esa pobre chica!».
Roger dejó la pluma y leyó lo que había escrito.
—Recapitulados los hechos, ¿adónde nos llevan? —murmuró—. Sin duda a la señorita Moira Carruthers. Se puso el sombrero y salió a toda prisa.