Roger Sheringham se detuvo ante la pequeña garita que había justo a la entrada del enorme edificio de The Daily Courier, detrás de Fleet Street. Su ocupante, atento a que no se colara ningún intruso sin que él se diera cuenta, inclinó la cabeza con amabilidad.
—Esta mañana solo ha recibido usted una —dijo, y sacó una carta.
Con un movimiento de cabeza que trató (inútilmente) de que fuese tan condescendiente como el del portero, Roger entró en el ascensor y se elevó suavemente a las regiones superiores. Carta en mano, se abrió paso por laberínticos pasillos empavesados de mármol hasta llegar al oscuro cuartito reservado para su uso personal. Roger Sheringham, cuya verdadera ocupación era la de novelista de éxito, había insistido, cuando aceptó trabajar para The Daily Courier como experto criminólogo y redactor de artículos informales sobre asesinatos, en tener despacho propio. Solo lo utilizaba dos veces por semana, pero había logrado salirse con la suya. Ventajas de ser amigo personal del director del periódico.
Dejó su deliberadamente desaliñado sombrero en un rincón, arrojó el periódico sobre el escritorio y rasgó el sobre.
Roger siempre disfrutaba de aquel momento semanal. A pesar de su larga familiaridad con ellas, que se remontaba a casi diez años atrás, todavía era capaz de sentir una leve emoción al recibir cartas de completos desconocidos. Le encantaban las alabanzas que hacían de su trabajo y las críticas le llenaban de alegría combativa. Siempre respondía a todo el mundo con sumo cuidado. A los corresponsales que encabezaban sus cartas con cohibidas disculpas por escribirle (y nueve de cada diez así lo hacían) les habría alegrado mucho ver lo bien recibidos que eran sus esfuerzos. Todos los autores son iguales, y siempre se aseguran de quejarse a sus amigos de lo molesto que resulta tener que perder tanto tiempo respondiendo cartas y de cuánto les gustaría no tener que hacerlo. De hecho, los autores son todos unos… Pero ya hemos dicho suficiente sobre los autores.
No hará falta decir que, desde que empezó a trabajar en The Daily Courier, el cupo de desconocidos de Roger había aumentado de forma considerable. Por lo que esa mañana había sentido cierta decepción al recibir aquel espécimen solitario de manos del portero. Levemente resentido, lo sacó del sobre. Al leerlo, desapareció su resentimiento. Un leve frunce se dibujó entre sus cejas. La carta, sin duda, era muy poco habitual.
Decía lo siguiente:
Casa del párroco
Little Mitcham, Dorset
Querido señor:
Espero que disculpe usted mi presunción al escribirle, aunque confío en que acepte usted como excusa lo apremiante de mis motivos. He leído sus interesantísimos artículos en The Daily Courier y, estudiándolos entre líneas, he tenido la sensación de que no le molestará, pese a que pueda hacer recaer sobre usted parte de la responsabilidad y eso no deje de ser una molestia. Habría ido a verle a Londres en persona, pero el coste de dicho viaje es, para alguien en mi posición, casi prohibitivo.
Le diré para abreviar que tengo cinco hijas y hace ocho años que enviudé. La mayor, Anne, ha llevado sobre sus hombros las obligaciones de mi querida esposa, que murió cuando Anne tenía dieciséis años; y, hasta hace diez meses, contaba para ello con la ayuda de Janet, que le sigue en edad. No necesito decirle que, con el sueldo de un párroco rural, no me ha sido fácil alimentar, vestir y educar a cinco niñas. Por ello Janet, a quien, si se me permite decirlo, hemos considerado siempre la belleza de la familia, decidió buscar fortuna en otra parte. Hicimos todo lo posible por disuadirla, pero es una chica con mucho carácter y, una vez tomada su decisión, no hubo forma de convencerla. También señaló que no solo sería una boca menos que alimentar, sino que, en caso de que encontrase un trabajo de naturaleza moderadamente lucrativa, podría hacer una pequeña, pero sin duda valiosa, contribución a los gastos de la familia.
Janet puso en práctica su plan y se marchó para ir, supuestamente, a Londres. Escribo «supuestamente» porque se negó con la mayor rotundidad a darnos su dirección, alegando que hasta que no estuviese sólidamente establecida en su nueva vida, fuese la que fuese, no nos permitiría comunicarnos con ella para que no intentáramos persuadirla de que abandonara y volviese con nosotros, en caso de que al principio no tuviera éxito. No obstante, nos escribió alguna que otra vez y el matasellos siempre era de Londres, aunque el distrito postal variaba casi con cada carta. Por dichas misivas, supimos que, aunque seguía alegre y confiada, no había conseguido todavía el puesto al que aspiraba. Sin embargo, nos aseguró que había encontrado un empleo lo bastante bien remunerado para poder subsistir con relativa comodidad, aunque nunca precisó la naturaleza exacta de dicho trabajo.
Adoptó la costumbre de escribirnos una o dos veces por semana, pero hace seis que cesaron sus cartas y no hemos vuelto a saber nada de ella desde entonces. Puede que no haya por qué alarmarse, pero el caso es que estoy preocupado. Janet es una chica cariñosa y una buena hija, y me cuesta creer que, sabiendo la inquietud que eso nos causaría, haya dejado de escribirnos. No puedo sino pensar que o bien sus cartas se han extraviado, o la pobre chica ha sufrido un accidente.
Mis razones, señor, para molestarle con todo esto son las siguientes. Tal vez me considere usted anticuado, pero no quiero acudir a la policía para que busquen a Janet, pues es probable que sean solo las preocupaciones de un viejo chocho, y estoy seguro de que, suponiendo que dichas preocupaciones carezcan de fundamento, a Janet le disgustaría que la policía metiera la nariz en sus asuntos. Por otro lado, si se ha producido un accidente, es casi seguro que acabe sabiéndose en la redacción de un periódico como The Daily Courier. Por eso he decidido, después de mucho pensarlo, abusar de su amabilidad, aunque no tenga derecho a hacerlo, y pedirle que haga discretas averiguaciones entre sus colegas y me informe de lo que pueda averiguar. Así no tendré que recurrir a la policía y podré saber de mi pobre niña sin pasar por desagradables trámites oficiales ni dar publicidad al asunto.
Si prefiere no atender a mi petición, le ruego que me lo haga saber para poner el asunto en manos de la policía cuanto antes. Si, por el contrario, es tan amable de complacer a un anciano, cualquier palabra de gratitud por mi parte será casi superflua.
Sinceramente suyo,
A. E. Manners.
P. D. Incluyo la única instantánea de Janet que tenemos; se tomó hace dos años.
¡Pobre viejo!, pensó Roger al llegar al final de la larga misiva, escrita con una letra tan apretada y diminuta que no era nada fácil descifrarla. Pero quisiera saber si es consciente de que en las calles de Londres se producen ocho mil accidentes al año. Va a ser un trabajo muy difícil. Volvió a mirar el interior del sobre y sacó la instantánea.
Las instantáneas de aficionado no tienen buena reputación, pero no suelen ser tan malas como se dice. Ésta era bastante buena y mostraba a cuatro chicas, de edades comprendidas entre los diez y los veintitantos años, sentadas a la orilla del mar. Debajo de una de ellas estaba escrita la palabra «Janet» con la misma letra apretada. Roger observó a la chica. Desde luego era muy guapa y, al ver su alegre sonrisa, pensó que si tuviera la suerte de encontrarla podría reconocerla por la fotografía.
Desde el primer momento estuvo claro que trataría de encontrarla. Ni siquiera se le pasó por la cabeza no hacerlo. Independientemente de cómo fuera Roger para otras cosas, era un hombre de simpatías rápidas y esa carta tan afectada, en cuyas frases formales se adivinaba tan claramente la tragedia, le había conmovido mucho. Si no hubiese tenido que entregar un artículo antes de comer, se habría puesto a buscarla en ese mismo instante, aunque no supiera ni por dónde empezar.
La cuestión es que, debido a las circunstancias, no pudo dedicar su atención al caso hasta al cabo de hora y media, y entonces su cerebro había trazado un plan a la vez que escribía. Estaba casi convencido de que la chica seguía en Londres, sana y salva, y de que había dejado de escribir a su familia a medida que los vínculos que la unían a Dorsetshire se iban aflojando; sin duda, la preocupación del anciano carecía de fundamento, pero eso no significaba que no debiera ayudarle. Además, la búsqueda le serviría para ejercitar las dotes de sabueso que creía poseer. De todos modos, por muy convencido que estuviera de que la chica no había sufrido ningún daño y de que tan solo había descuidado sus deberes filiales, era mejor empezar suponiendo lo contrario. Si hubiese tenido un accidente, sería mucho más fácil localizarla, y al descartarlo podría tranquilizar antes al pastor. La única pista que tenía era la instantánea, así que lo mejor sería empezar por ahí.
Por eso, en lugar de ir a Piccadilly Circus, confiado en que Janet Manners, como todos los londinenses, acabaría pasando por allí, subió dos tramos de escaleras en el edificio e, instantánea en mano, entró en el departamento de fotografía de The Daily Picture, la hermana ilustrada de The Daily Courier.
—Hola, Ben —saludó al joven serio con gafas de concha que dirigía el estudio y pasaba la mayor parte del día fotografiando a modelos que le dejaban indiferente, aunque fuesen vestidas con tan poca ropa que siempre cogían frío—. Por casualidad no habrá caído en tus manos ninguna fotografía de esta chica, ¿verdad? La que lleva el nombre de Janet escrito debajo.
El joven de las gafas estudió la instantánea con atención. Todas las fotografías que se publicaban en The Daily Picture pasaban antes o después por sus manos, y tenía una memoria prodigiosa.
—Me resulta vagamente familiar —admitió.
—¿Ah, sí? —exclamó Roger con súbita aprensión—. Buen chico. Exprímete el cerebro. Necesito localizarla.
El otro volvió a inclinarse sobre la fotografía.
—¿No podrías darme más pistas? —preguntó—. ¿Cuándo crees que podría haberla visto? ¿Es actriz, o modelo, o ha ganado un título de belleza?
—Solo puedo decirte que no ha ganado un título de belleza, pero podría ser cualquiera de las otras dos cosas. No tengo ni la menor idea de a qué se dedica.
—Entonces, ¿por qué quieres saber si su foto ha pasado por aquí?
—¡Oh! Es un asunto personal —respondió con una evasiva Roger—. Hace una semana o dos que su familia no tiene noticias suyas y les preocupa que haya podido atropellada un autobús o algo parecido. Ya sabes lo aprensivos que son los padres de estas chicas.
El otro movió la cabeza y le devolvió la instantánea.
—No, lo siento, pero no consigo ubicarla. Estoy seguro de haberla visto, pero eres demasiado vago. Si me dijeras que de verdad la ha atropellado un autobús, que ha sufrido cualquier otro accidente o que ha trabajado de alguna cosa (cualquier cosa que me ayude a recordarla), podría… aunque, ¡espera un momento! —Le quitó la fotografía de las manos y volvió a observarla de nuevo. Roger lo miró con expresión tensa—. ¡Ya lo tengo! —exclamó triunfal el joven de las gafas—. La palabra accidente me ha dado la clave. ¿Nunca te has parado a pensar en lo rara que es la memoria, Sheringham? Si no le das ninguna ayuda, pasa de largo sin reparar en nada, pero dale algo en lo que basarse y…
—¿Quién es la chica? —le interrumpió Roger.
El otro lo miró pestañeando.
—¡Ah, sí, la chica! Era corista en una de las grandes revistas (lo siento he olvidado en cuál) y se llamaba Unity no sé qué. Dios mío, ¿de verdad no lo sabes?
Roger negó con la cabeza.
—No. ¿Qué?
—¿Era amiga tuya? —insistió el otro.
—No la he visto en mi vida. ¿Por qué?
—Verás, se ahorcó hace cuatro o cinco semanas con su propia media.
Roger lo miró fijamente.
—¡Demonios! —exclamó en tono inexpresivo.
Ambos se miraron.
—Oye —dijo el fotógrafo—, no estoy seguro de que sea la misma chica. Además, por lo visto ésta se llama Janet. Pero te diré una cosa: The Picture publicó una foto de Unity no sé cuántos cuando sucedió, una foto profesional. Puedes echarle un vistazo.
—Sí —respondió Roger, pensando en la carta que tendría que enviar a Dorset si aquello resultaba ser cierto.
—Y ahora que lo pienso, me parece recordar que fue un caso un poco raro. Creo que tuvieron dificultades para identificar a la chica. No se presentó ningún pariente, o algo por el estilo.
—¡Oh!
—Aparte de publicar su foto, The Picture no le prestó mucha atención y, por supuesto, se aparta mucho de lo que hacemos nosotros. Pero supongo que The Courier publicaría la noticia de la investigación. En todo caso, no des por sentado que estoy en lo cierto, es muy posible que me equivoque. Baja y comprueba los archivos.
—Sí —respondió taciturno Roger girando sobre sus talones—. Lo haré.