I

El sol se colaba con sus tentáculos de fuego por las rendijas de las contraventanas, atravesaba la habitación con oblicuos rayos de luz que palpitaban a causa del polvo que flotaba en el espacio y derramaba manchas claras sobre el suelo y las pieles de oso que lo cubrían. Uno de sus destellos se reflejó cegador en la hebilla del cinturón de Yennefer.

El cinturón de Yennefer yacía sobre un zapato de tacón. El zapato de tacón yacía sobre una camisa blanca con volantes y la camisa blanca yacía sobre una falda negra. Una media negra colgaba del brazo de un sillón, labrado en forma de cabeza de quimera. La otra media y el otro zapato no se veían por ningún lado. Geralt suspiró. A Yennefer le gustaba desnudarse deprisa y con pasión. Tenía que empezar a acostumbrarse a ello. No le quedaba otra salida.

Se levantó, abrió las contraventanas, echó un vistazo. Una neblina surgía de un lago sereno como la superficie de un espejo, las hojas de los abedules y los alisos ribereños brillaban cubiertas de rocío, los prados más lejanos estaban ocultos por una niebla densa y baja que colgaba como una tela de araña justo por encima de la punta de la hierba.

Yennefer se removió bajo la manta, murmuró algo ininteligible.

Geralt suspiró.

—Hermoso día, Yen.

—¿Eh? ¿Qué?

—Hermoso día. Un día extraordinariamente hermoso.

Ello lo sorprendió. En vez de maldecir y cubrir su cabeza con la almohada, la hechicera se sentó, se colocó los cabellos con los dedos y comenzó a buscar entre las sábanas su camisón. Geralt sabía que el camisón estaba al otro lado de la cabecera de la cama, donde Yennefer lo había arrojado la noche anterior. Pero no dijo nada. Yennefer no aguantaba tales consejos.

La hechicera maldijo por lo bajini, dio una patada a la manta, alzó la mano y extendió los dedos. El camisón flotó desde detrás de la cabecera directamente hasta la mano expectante, agitando sus volantes como si fuera un fantasma penitente. Geralt suspiró.

Yennefer se levantó, se acercó a él, lo abrazó y le mordió en un hombro. Geralt suspiró. La lista de cosas a las que iba tener que acostumbrarse parecía no tener final.

—¿Querías decir algo? —le preguntó la hechicera, con los ojos entrecerrados.

—No.

—Bien. ¿Sabes qué? Es verdad que el día es hermoso. Buen trabajo.

—¿Trabajo? ¿Qué quieres decir?

Antes de que Yennefer tuviera tiempo de responder escucharon un agudo grito y un penetrante silbido que llegaban desde abajo. Por la orilla del lago, haciendo salpicar el agua, galopaba Ciri sobre una yegua mora. La yegua era de buena raza y extraordinariamente hermosa. Geralt sabía que había pertenecido a cierto medioelfo que había juzgado a la brujilla de cabellos grises por las apariencias y se había equivocado de medio a medio. Ciri le dio a la conquistada yegua el nombre de Kelpa, que en la lengua de los isleños de las Skellige era un malvado y peligroso espíritu marino que a veces tomaba la forma de un caballo. El nombre era ideal para la yegua. No hacía mucho tiempo que cierto mediano que había querido robar a la yegua se había convencido de ello de forma muy dolorosa. El mediano se llamaba Sandy Frogmorton, pero desde entonces todos le llamaban Coliflor.

—Se va a partir el cuello —murmuró Yennefer, mirando cómo Ciri galopaba entre las salpicaduras del agua, inclinada, de pie sobre los estribos—. Algún día esa loca de tu hija se va a partir el cuello.

Geralt volvió la cabeza, sin decir ni palabra miró directamente a los ojos violetas de la hechicera.

—Bueno, vale —sonrió Yennefer sin bajar la vista—. Lo siento. Nuestra hija.

Ella volvió a abrazarlo, apretándose fuertemente contra él, lo besó repetidas veces y le mordió de nuevo. Geralt rozó sus cabellos con los labios y retiró con cuidado el camisón de los hombros de la hechicera.

Y al punto se encontraron otra vez en la cama, sobre las retorcidas sábanas, todavía calientes y oliendo a sueño. Y comenzaron a buscarse de nuevo mutuamente, y se buscaron largo tiempo y con mucha paciencia, y la seguridad de que se encontrarían los embargaba de felicidad y alegría, y la felicidad y la alegría atravesaban todo lo que hacían. Y aunque los dos eran tan diferentes, comprendieron, como siempre, que no eran diferencias de las que separan sino de las que unen y enlazan tan fuertemente como la entalladura labrada con el hacha donde se juntan las vigas de las cuales va naciendo una casa. Y fue como la primera vez, cuando ella lo embriagó con su deslumbrante desnudez y su violento deseo y a ella la embriagó la delicadeza y sensibilidad de él. Y como la primera vez ella quiso decírselo, pero él la detuvo y con un beso y unas caricias privó a sus palabras de todo sentido. Y luego, cuando él quiso decírselo a ella, no pudo alzar la voz y luego la felicidad y el placer cayeron sobre ellos con una fuerza capaz de destruir montañas y hubo algo que fue un grito sin sonido y el mundo dejó de existir, algo terminó y algo comenzó, y algo perduró y hubo silencio, silencio y paz.

Y embriaguez.

Poco a poco el mundo volvió en sí y de nuevo hubo unas sábanas oliendo a sueño y una habitación bañada por el sol y un día. Un día…

—¿Yen?

—¿Mhn?

—Cuando dijiste que el día era hermoso añadiste «Buen trabajo». ¿Significa que…?

—Lo significa —confirmó y se estiró, desplegando los brazos y cogiendo la almohada por los bordes, y sus pechos tomaron entonces una forma que hizo que al brujo le recorriera un escalofrío por la parte inferior de la espalda—. Sabes, Geralt, nosotros preparamos este tiempo. Ayer por la tarde. Yo, Nenneke, Triss y Dorregaray. Al fin y al cabo no podía arriesgarme, este día tenía que ser hermoso…

Se detuvo, le dio con la rodilla en el muslo.

—Pues al fin y al cabo éste es el día más importante de tu vida, idiota.