El muchacho que pasó raspando sudoroso examen,
la sirvienta fea y seca que se casó,
el huérfano que encontró dos almas que lo amen,
no saben lo que yo.
Ni el poeta que atrapó la rima alucinante,
ni el incurable que en Lourdes se curó,
ni el novio que escucha el sí, ni en ese instante,
saben lo que sé yo.
Ni en el Dux que jugó su vida y alzó la banca,
ni en el Rey a quien todo el mundo obedeció,
ni en Blanca Flor, ni en la Princesa Blanca,
ni en Barba Azul, ni en Cenicienta, no,
no me trocara yo.
Ni el mariscal que ganó la guerra,
ni el ingeniero que hizo la Torre Eifel, ni el que inventó
la luz eléctrica y el acero,
no digo que yo soy más que todos, pero…
ninguno es como yo.
Por lo tanto, cantemos un canto interminable
que nadie puede más que yo:
el canto de diana del Dulzor interminable
reventado en el pecho en surtidor interminable
en verso dedicado a la Vida interminable,
y a la Muerte que para siempre terminó.